LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO.

LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO.




































Maximiliano y Carlota : vida y tragedia"



Edición completa en 302 páginas

IAQUIK GIL ■ editor = BUENOS AIRES.

Maximiliano y Carlota : vida y tragedia

by Corti, Egon Caesar, Conte, 1886-1953

Published 1944
Topics Maximilian, Emperor of Mexico, 1832-1867, Carlota, Empress, consort of Maximilian, Emperor of Mexico, 1840-1927





Translation of Die Tragödie eines Kaisers

"Traducción del alemán, por Jaime Bofill y Ferro."


Publisher Buenos Aires : J. Gil
Pages 308
Language Spanish
Digitizing sponsor University of Connecticut Libraries
Book contributor University of Connecticut Libraries
Collection uconn_libraries; blc; americana

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DISTRIBUIDOR EXCLUSIVO PARA EL
CONTINENTE AMERICANO,

LIBRERÍA "EL ATENEO" -BUENOS AIRES



Corti, Egon Caesar, Conte, 1886-1953


MAXIMILIANO



CARLOTA

Vida y Tragedia




JOAQUÍN GIL - ed,tob ■ BUENOS AIRES



Nueva edición revisada, Febrero de 1944
Traducción del alemán, por JAIME BOFILL y FERRO
Queda hecho el depósito tal como previene la ley 11.723







Impreso en la Argentina
Printed in Argentine



ESTE LIBRO FUE IMPRESO EN BUENOS AIRES, EN LOS
TALLERES GRÁFICOS DE ENRIQUE L. FRIGERIO e HIJO



TABLA DE MATERIAS



->•



Pág.
O

Prólogo

I. — En la Corte imperial de París H

II. — Sobre sus propios pies y en la agitada Italia 26

III. — En el aquelarre de Méjico • • 39

IV. — Una mujer se mezcla en la política 48

V. — La aventura guerrera de Méjico 60

VI. — Seducciones, lisonjas, intrigas y castillos en el aire . . 69

VII. — Despedida de la patria 85

VIII. — Primeras impresiones del lejano país 97

IX. — Luchas, cuitas e ilusiones "°

X. — Comienza el hundimiento 153

147

XI. — De crisis en cnsis XT/

XII. — Napoleón falta a su palabra 162

XIII. — Las acusaciones de cobardía 1*76

XIV. — Desengaños de Carlota en París 196

XV. — Ilusiones peligrosas 215

XVI. — Locura en Roma 222

XVII. — Los últimos estertores del Imperio 242

XVIII. — La catástrofe 261

XIX. — Ultimo paso de Maximiliano 277

XX. — Tinieblas mentales 294

/ 303

Iconografía



PRÓLOGO



|H l presente trabajo está basado en mi obra, aparecida en 1924,
Maximiliano y Carlota, en Méjico. Y a esta obra sirvió de funda-
mento el archivo secreto mejicano, casi completamente desconocido
hasta entonces, que fué salvado y recogido en Viena. Mi trabajo tiene
en cuenta también los materiales recientemente hallados en el Archivo
de la ciudad de Viena, así como las cartas de Herrmann Hartwig
von Düring, que vivió en Méjico durante el gobierno de Maximi-
liano y que conoció personalmente al Emperador, cartas puestas a
mi disposición por su hija, la señora Katharina Kippenberg. He utili-
zado también las obras publicadas desde entonces, que abren nuevas
fuentes históricas, especialmente el libro de la condesa H. de Rei-
nach-Foussemagne, Chaüotte de Beigique, ímpératríce du Mexique,
París, 1925, libro lleno de interés desde el punto de vista documental;
así también he consultado: Barón C. Buffin, La tragedie mexicaine,
Bruselas; Louis Sonolet, L'agonie de I'Empire du Mexique, en la
Revue de París del P y 15 de agosto 1927; la notable publicación
mejicana de Alfonso Junco, La traición de Querétaro, Méjico, 1930,
y el artículo del doctor Fritz Reinohls en el Neuen Wiener Tageblatt
del l 9 de agosto 1925, Napoleón und Eugenie.

En los documentos y cartas he acortado algunos pasajes e intro-
ducido en otros ligeras modificaciones, que no afectan en nada a la
verdad histórica ni deforman el texto. Quien estudie este drama
histórico con fines científicos puede aprovecharse de la obra en dos
volúmenes anteriormente mencionada. Contiene el conjunto de la
correspondencia que se cruzó entre los emperadores de Francia y
de Méjico en su texto original. Esta obra se encuentra en traducción
inglesa y francesa.

El autor



Capítulo Primero



En la Corte imperial de París



\\\ adrid, en el año cuarenta del siglo diecinueve. Rica y osten-
tosa rumorea la vida mundana en los círculos cortesanos de
la capital de España, y en esta vida de alta sociedad desempeña un
importante papel la casa del Conde Manuel de Teba y Montijo.
Pero nadie sospechaba entonces que este antiguo nombre nobiliario
había de brillar sobre todo el mundo con nuevo y apenas imaginable
esplendor. Procedía la esposa del Conde de una noble familia esco-
cesa que, completamente arruinada, había emigrado a Málaga. Su
padre abrió en esta ciudad, para procurar sustento a la esposa y la
hija, una botillería, a la que el conde de Teba, ya un tanto entrado
en años y con un ojo de menos, solía concurrir.

Como partidario ardiente del primer Napoleón, luchó este gran-
de de España bajo las banderas del Emperador hasta el año 1814 y,
aun después de la catástrofe de la Casa imperial, mantuvo su entu-
siasmo por el gran corso. Durante la guerra, faltóle tiempo para
pensar en casarse. Regresado a la patria tras la caída de Napoleón,
en la pequeña ciudad provinciana, encontraba el conde de Teba es-
pecialmente insoportable aquel vivir casi en soledad. Y fué entonces
cuando el hombre maduro enamoróse de la bella y ambiciosa hija del
botillero de noble alcurnia, y ésta supo de tal suerte encadenarle,
que la hizo su esposa a pesar de la oposición de la familia del Conde.

La joven dama se halló muy a su gusto en el nuevo papel. Su
morada no tardó en ser una de las más distinguidas y hospitalarias
de Málaga. La sociedad olvida el pasado y llena los salones de la
bella condesa, que posee sensibilidad e ingenio y consigue, por lo
tanto, influir en aquellas personas que pueden serle de utilidad para
subir. Lentamente, progresivamente, va obteniendo todos sus fines y
hace presente de hijos, tan deseados, a su marido. A poco una de
otra, les nacen dos hijas; la menor, Eugenia, el 5 de mayo de 1826,
o sea el mismo día en el cual, cinco años antes, Napoleón I cerrara
sus ojos para siempre en Santa Elena.



12 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

En la casa de los Teba reina un verdadero culto a Napoleón,
y pronto la esposa es convertida, por influencia del esposo, en ado-
radora del Emperador, y se siente atraída por cualquier cosa que le
recuerde aquella gigantesca figura y la recoge amorosamente. Crecen,
pues, las jovencitas en un ambiente de fervorosa admiración hacia el
gran corso. Al morir el Conde en 1839, la Condesa, con sus dos hijas
educadas en el Sacre Coeur de París, se traslada al palacio de los
Teba en Madrid, donde, a pesar de su origen modesto, supo man-
tener en la Corte y en la alta sociedad la eminente situación que
correspondía al antiguo e ilustre nombre de su esposo.

Por aquel entonces, sonrió la ventura a la familia de la Condesa.
La hija mayor se casa con el Duque de Alba, uno de los grandes
señores más distinguidos y acaudalados de España; 1? menor, la gra-
ciosa Eugenia, en uno de los viajes que realizaba a menudo con su
madre, conoció al príncipe Luis Napoleón, que a poco tenía que
elevarse, de un insignificante y casi risible pretendiente al trono,
a ser uno de los más poderosos jerarcas de la Europa de entonces.

Floreció en Eugenia una belleza fuera de lo común. Grandes
ojos azules resplandecían en un armonioso rostro del más delicado
color; pesadas trenzas de su pelo, tirando a rojo, arrollábanse alrede-
dor de la cabeza. Su figura, de finos miembros, era de proporciones
impecables, e irradiaba de toda su persona un encanto, que aun el
propio Winterhalter, durante tanto tiempo el pintor favorito de
las más bellas damas, no alcanzó a fijar sobre el lienzo, de modo que
apenas ninguno de los numerosos retratos de Eugenia nos procura
una idea cabal de su belleza.

Sin duda era una mujer bien dotada, aunque no justamente im-
portante. No heredó, ciertamente, la sensibilidad de la madre: en
las intrigas de amor mantúvose siempre algo superficial. Al contrario,
la violenta ambición materna pasó a la hija, que prefería expulsar al
contrincante, como fuese, del codiciado objetivo, antes que quedar
rezagada.

Eugenia unió la gracia femenina a cualidades acusadamente
masculinas. Impasible y temeraria, por ejemplo, en el montar a ca-
ballo, nada existe que menosprecie tanto como la cobardía; es enér-
gica y tenaz, mas sin falsedad y con limpieza. La música no le dice
nada; pero, por otra parte, se complace en extremo con la literatura
selecta, y especialmente con la Historia. Ya de pequeña tuvo una
apasionada preferencia por los asuntos históricos, que, siendo más
tarde emperatriz, elemento activo en la Historia, no la abandonó.



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 13

A menudo confundía con sus conocimientos históricos a las gentes
cortesanas, básicamente incultas, como también las dejaba maravilla-
das de sus conocimientos lingüísticos, que le permitían expresarse con
soltura en los cuatro idiomas principales de Occidente.

Así era la mujer a la cual se dirigió, en 1852, Luis Napoleón,
entonces aún príncipe-presidente de Francia. Muy corto tiempo le
separaba ya de la dignidad imperial, que pronto había de ser públi-
camente propugnada; ya se oía, en las paradas militares y por las
calles, a su paso, el antiguo Vive I'EmpereurJ de los tiempos heroicos.
El invencible hechizo del nombre del primer Napoleón colocó la
diadema imperial sobre las sienes del sobrino.

Si es forzoso atribuir a ese nombre una parte principal en el
éxito del sobrino, no pueden, sin embargo, regatearse a Luis Napo-
león ciertas cualidades que desempeñaron también su papel; era,
principalmente, un personaje convencido de su predestinación histó-
rica, fortalecida, en aquel príncipe un tanto supersticioso, por una
profecía casual recogida con una receptividad apasionada. En vano
intentara por dos veces ponerse a la cabeza de Francia. Claro en la
manera de expresarse, amable y cortés, sabía uncir los hombres al
carro de su ventura.

En su aspecto exterior, apenas si tenía nada de su egregio tío;
la frente un tanto deprimida, la expresión general del rostro, lo indi-
caban todo menos espiritualidad y fuerza y dureza de voluntad. Su
manera de ser lo llevaba a quedarse apartado del vulgo, como si
intentara despreciar la ocasión que su nombre le traía a las manos.
En sus comienzos, sonrióle la fortuna, y, mientras el primer Napo-
león dirigió siempre el timón con mano firme, el tercero dejóse
conducir por las olas, que un día habían de precipitar en el torbe-
llino una nave tan vacilante.

Luis Napoleón fué un gran admirador del mundo femenino y
lo demostró cumplidamente, aun con anterioridad a su ascensión
al trono imperial. Con la misma Eugenia de Montijo, no tenía al
principio propósitos de mucha seriedad; pero la altiva española, por
otra parte muy dueña de sus sentidos, no podía prestarse a ligeras
aventuras. Napoleón III enamoróse seriamente de la joven y pensó
en hacerla su esposa. Ciertamente, después de haber recibido ver-
gonzosas negativas de varias princesas de las antiguas dinastías de
Europa. Decidióse, pues, a casarse con Eugenia de Montijo, poco des-
pués del l 9 de diciembre de 1852, en que recogió públicamente y en
atención al nombre que llevaba, la herencia de su glorioso tío. Y en



14 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

este matrimonio, de acuerdo con las ideas democráticas del nuevo
emperador, iba a ser de más peso en la elección de esposa el amor
que cualquier otra consideración. Eugenia fué su esposa el 29 de
enero de 1853. La Condesa y su hija alcanzan la cumbre de sus am-
biciosos sueños, y entonces sólo les queda ya la encomienda, harto
penosa, de representar con éxito un papel tan brillante como difícil.

En América, especialmente en el norte, la ascensión al poder
de Luis Napoleón fué recibida con actitudes contradictorias, ya que
con el establecimiento del Imperio desaparecía de la escena una Repú-
blica, o sea una forma de Estado que Norteamérica deseaba ver ex-
tendida por todo el mundo. Justamente habían demostrado los nor-
teamericanos gran simpatía por el alzamiento de 1848 y 1849 en
Europa y habían recibido con delirante entusiasmo al revolucionario
húngaro Luis Kossuth cuando, desterrado, se acogió al Nuevo Con-
tinente. El golpe de Estado del año 1852 fué observado con visible
desagrado, tanto por el representante en París del Gobierno yanqui
como por la prensa, considerándolo como algo que atentaba al con-
cepto de libertad.

Napoleón III, muy preocupado por el reconocimiento de su
usurpado poder, conocía muy bien estas cosas. Era justamente en los
comienzos del año 1856 cuando, habiendo terminado felizmente para
las potencias occidentales la campaña de Rusia, la primera gran em-
presa militar del tercer Napoleón, satisfacción acrecentada por el na-
cimiento de un heredero, el "hijo de Francia", se anunció en París
la visita de un príncipe que estableció los fundamentos de unas
relaciones de capital importancia en lo venidero. El archiduque de
Austria Fernando Maximiliano, hermano del emperador Francisco
José, que contaba unos veinticuatro años, cumplía el encargo de sa-
ludar al victorioso napoleónida.

Este Príncipe imperial había nacido el 6 de julio del año 1832,
como hijo segundo de la pareja archiducal de Carlos y Sofía de Aus-
tria, en el palacio de Schonbrunn, cerca de Viena. Era, por lo tanto,
solamente, dos años más joven que su hermano Francisco José, que
subió al trono de Austria. Ambos muchachos habían estudiado con los
mismos preceptores y bajo el mismo plan; los respectivos progresos
eran, empero, sensiblemente diferentes. Mientras Francisco José apren-
día trabajosamente, Fernando Max lo hacía con mucho mayor ra-
pidez. Aun en la educación física, en los deportes, aventajaba sin duda
a su hermano mayor. Mientras éste, siendo muy joven, montaba a
caballo de mala gana, Fernando Max encontraba gran placer en la



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 15

equitación. Cuanto más aprisa y más locamente, más le seducía. "El
paso es la muerte, el trote la vida, el galope tendido la felicidad —es-
cribía una vez el Archiduque en sus recuerdos—; no me es posible
cabalgar al paso". Pero el volar sobre la tierra en arrebatado galope
no le bastaba ya. Quiere ascender a lo alto, al aire azul, a las nubes.
"Del volar aguardo cosas extraordinarias —opinaba en 1854—, y si
algún día llega a realidad la teoría del globo aerostático, me dedicaré
a volar para encontrar en ello concentrado el mayor placer".

Tras el ejercicio corporal al aire libre, vuelve a sus graves activi-
dades con mayor gusto. Durante algún tiempo, ocupóse el Archiduque
en el modelado y en la pintura; pero su mayor talento lo tuvo para
escribir. En el estudio de las artes y de las ciencias, según él mismo
dice, halló durante toda la vida "un manantial inagotable de todo
consuelo".

Una cierta timidez, que a los comienzos era una de sus carac-
terísticas, le abandonó bien pronto; especialmente con personas que
gozaban de su particular amistad llegaba a ser de una cordialidad
atractiva, agradable, divertida, en forma que más de una vez el éxito
que acompañaba a su presencia personal había sido una bendición
para su hermano mayor, más frío y más reservado.

Fernando Max era de constitución fina y delicada, rubio claro,
con ojos azules muy admirados ante el mundo, y el mentón algo
hundido, cubierto más luego de una barba rubia, cuidada con me-
ticuloso esmero y partida en su mitad, que el Archiduque tenía la
costumbre de mesar a menudo. Más bien de rostro pálido, en 1856
nos ofrece, con todo, una agraciada figura juvenil, en la cual predo-
minan los trazos delicados, casi femeninos. Así como en la emperatriz
Eugenia encontramos características masculinas en cantidad que las
pone bien de manifiesto, sin que el conjunto de aquella personalidad
femenina sufra en lo más mínimo, en Maximiliano encontramos casi
con predominio aquellos trazos especialmente característicos de las
mujeres. El corazón desempeña en él un papel importante. Puede
ser un amigo como no se hallaría un segundo, y corresponder a una
amistad sincera, o insincera, que se le ofrezca, con un corazón lleno
de agradecimiento y de ternura. Su ánimo, sorprendentemente rico
en sentimientos, no conoce la falsedad. Y esta misma sensibilidad lo
conduce a ser débil en las acciones, ya que la energía y la fuerza no
son sus más eminentes cualidades; a lo más puede atribuírsele cierta
tenacidad. En ocasiones, especialmente si llega a percatarse de que
se le tiene por débil, demuestra fases de súbita energía, que las más



16 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

veces le conducen a medidas impremeditadas, de las que más tarde
se arrepiente.

Fernando Max tiende a lo romántico y fantástico, gózase en la
Naturaleza, en animales, plantas, flores y frutas. Por otra parte, tenía
el sentido del honor y el orgullo de familia desarrollados hasta el
último extremo; animado por un ardiente afán de honores, siéntese
cabalmente hombre, y este sentido de la propia excelencia no le
abandonó durante toda la ruta de su vida. No dejó, no obstante, de
ofrecer, en su temperamento un poco superficial, algo característica-
mente austríaco de ligereza y amabilidad, siempre unido, empero, a
la simplicidad y la honradez. El archiduque Max, como abreviando
se le llamaba, era un verdadero vienes, con todas las cualidades y
defectos de éstos. En el grupo de su confianza, o en aquellos otros
medios que se complacía en frecuentar, aparece como un conversador
lleno de ingeniosa soltura y un tanto irónico, y goza del favor de los
salones. En el fondo no se encuentra a su gusto en el gran mundo;
él mismo confiesa que, al contrario de tantos y tantos que se divier-
ten fumando y charlando entre numeroso concurso y que se aburren
en la soledad, pertenece ocasionalmente al número de los pocos que
se sienten solitarios en las diversiones y a quienes sólo la soledad
satisface. Pero "ocasionalmente", en verdad. Expresión que puede ser
aplicada a otras muchas particularidades de este príncipe imperial.

Por otra parte es un carácter extremoso. Si distingue a alguien
con su confianza, llega demasiado lejos. Le abre todo su corazón,
vierte todos sus pensamientos ante el amigo; a menudo es engañado
y también a menudo cae en completa dependencia de tales personas.

Un detalle altamente característico de la manera de ser de
Fernando Max lo encontramos en una pequeña hoja de cartón sobre
la cual escribiera las reglas de vida que quería aplicarse. Siempre
la llevaba consigo y, como las demostrativas señales de un uso frecuen-
te nos enseñan, a menudo le pedía consejo. Los excelentes preceptos
expuestos allí culminan en la afirmación de que el espíritu ha de
dominar al cuerpo y ha de mantenerle en moderación y buenas cos-
tumbres. Se propone no decir nunca una palabra mendaz, ser cordial
y justo con todos, hacer las mejores suposiciones de los que le ro-
dean, confiando, empero, en pocos. No ha de caer en supersticiones,
en malignas murmuraciones, en juicios demasiado duros sobre las
faltas de los demás. Si no mantiene siempre estas reglas llenas de
sabiduría —como en sus frecuentes olvidos del punto 12: "teniendo
razón, demostrar con todos una férrea energía"— no obstante, el



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 17

hecho revela en sí que Fernando Max se preocupó de reunir veinti-
siete normas de vida, que se afanaba en trabajar en la mejora de sí
mismo, para convertirse, en lo posible, en un hombre cabal.

Era característico en el Archiduque, desde su juventud, un acu-
sado gusto por el trabajo. "El bienestar sólo en la actividad se en-
cuentra", escribe, y es de opinión que a la gente joven, demasiado
inclinada a los honores, habían de confiársele, tan pronto como fuera
posible, negocios capaces de brillante desarrollo, para canalizar y va-
lorar aquella tendencia en una dirección útil. Afirmaba que en esta
pasión de los honores acontecía como en los globos: "Ascender hasta
determinada altura, es bello e interesante; se alcanza la visión de un
extenso y claro panorama; si queremos subir más arriba, la cabeza nos
da vueltas, la lejanía se esfuma, se confunde, tórnase el aire demasiado
sutil, viene finalmente el hundimiento y nos rompemos la cabeza".

Maximiliano tiene estas razones ante los ojos, pero un fuego
interno le consume. No puede contemplar sin cierto sentimiento de
envidia el poderoso campo de actividad que ha sido reservado a su
hermano Francisco José desde su ascensión al trono en 1848. Querría
colaborar, ser oído, prestar ayuda, pero no andan por este camino
los deseos de Francisco José. En muy buena amistad, pero en el
fondo, rehusando con mucha cortesía, no permite el monarca la
colaboración que tanto desea el hermano. No puede consentir un
segundo junto a sí, y menos un familiar tan próximo.

Son rechazadas de plano repetidas observaciones de Fernando
Max. Esto le hiere profundamente, porque se percata claramente de
que se le quiere confinar a un círculo de acción simplemente lateral
y más representativo que otra cosa, a fin de tenerle alejado de la
capital y, con ello, de toda posibilidad de una acción directa sobre
los negocios de gobierno. Tales circunstancias despertaban en el joven
Archiduque una profunda amargura y el deseo de abandonar el país
para procurar alimento a su espíritu ansioso de saber y a su impulso
hacia una vida activa, mediante largos viajes por desconocidos países.
Pronto apareció en aquel joven el interés por el mar; en un
país de montaña —por muy bello que pueda ser—, donde las alturas
limitan la vista, no se sentía muy a su sabor. Aquellos montes le
oprimían el alma, deseosa de amplias lejanías. Sólo le seduce el mar,
ilimitado, de rostro siempre mudable, que ora nos procura una ima-
gen de paz serena, ora una pavorosa visión de mugientes olas. Así,
pues, se propone ingresar en la Marina, y su plan es excelentemente
acogido, pues satisface, por mil razones, a su imperial hermano. Así,



18 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

de una manera natural y fácil, puede alejar de Viena a Fernando
Max. El Emperador nombra, en 1854, a su hermano de veintidós
años jefe supremo de la Marina de guerra, y el Archiduque emprende
largos viajes por el Mediterráneo.

En ocasión de pasar por España, Fernando Max expresó el de-
seo de conocer a Andalucía y Granada, para visitar los recuerdos de
sus antepasados españoles, y con ocasión de todo ello aconteció un
característico episodio. Los que le rodeaban querían disuadirle del
proyecto, pero se estrellaron contra su voluntad. "Si las gentes son
tenaces y reacias a abandonar su propósito —escribe entonces el Ar-
chiduque en su Diario—, yo soy aún más tenaz y más renuente en
abandonar el mío".

Saca adelante su proyecto y emprende el viaje. Esta característi-
ca de aferrarse a sus deseos, le acompañó durante toda la vida. Había
de ser su fatalidad.

Ante las tumbas reales de Granada, ante las sepulturas de los
Habsburgos españoles, deleitábase en el altivo sentimiento del an-
tiguo honor y excelencia de su Casa. Sentíase legítimo pariente de
aquellos muertos, más cercano a ellos que los propios príncipes y
princesas de la España de entonces, y reconoce el sentimiento que
despierta el parentesco aun después de siglos. He aquí las insignias
imperiales. "Afanoso, lleno de orgullo, pero también de melancolía,
alargaba mis manos — así habla el Archiduque— a la diadema de oro
y a la espada, tan poderosa antaño. Para un nieto de los Habsburgos
españoles, sería un sueño bello y resplandeciente blandir ésta para
alcanzar la diadema imperial".

De un golpe se revela el pensamiento íntimo: que es puramen-
te un azar que ciña la corona de Austria la frente de su hermano,
un azar que éste naciera primero. ¿No es una injusticia del Destino,
que él, Fernando Max, del mismo tronco y de igual nobleza, sólo
porque es dos años más joven, tenga que pasar por el mundo sin
corona? El resplandor lleno de seducción de la realeza atrae y embe-
lesa al joven; no piensa en las espinas, sólo ve la felicidad de la
elevada empresa de aplicar su personalidad y su vida al bienestar
de un pueblo.

Pero todo ello son pasajeras imágenes momentáneas que la aus-
tera cotidianidad borra en seguida y torna de nuevo al Príncipe en
sus brazos.

De la continuada monotonía de su existencia entre las tareas de
la Marina, a las cuales se dedica con pasión, le sacó una orden del



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 19

Emperador enviándolo a París para examinar el ambiente y la situa-
ción en la Corte napoleónica.

Con gran placer acepta el joven Archiduque aquella encomien-
da: el 17 de mayo de 1856, llega a París. Se dispone a cumplir el
encargo, lleno de curiosidad, pues ha oído relatar maravillas de aque-
lla dinastía de advenedizos y de toda su Corte subida de la nada. En
la convicción de pertenecer a una de las estirpes reales más antiguas
de Europa y a una de las cortes más refinadas del mundo, llega a la
capital de Francia en una actitud de antemano irónica, sarcástica
casi. Todos sus informes revelan semejante tendencia.

Este tono comienza ya a su llegada a la estación. "En mis nu-
merosos viajes —relata—, he conocido un poco a los franceses del
siglo XIX, y sé que hay que hacer con ellos un poco de comedia;
me aderecé, pues, con mucho oro y relucientes galones, con una
coraza de la Orden, y en mi pecho colgaba, como una campana, un
toisón, sobre el que brillaban y despedían centellas, como en un
fuego de artificio, los diamantes: yo era algo digno de ser visto, como
el caballo de un trineo en un alegre día de Carnaval. Así convenía
para la Corte de aquel Imperator".

El archiduque Fernando Max pisó el andén de la estación, fan-
tásticamente adornada, no sin cierto temor. Nunca habíale sido en-
comendada una misión tan importante y todo en derredor suyo le
parecía extraño e insólito. Cuando el primo del Emperador, Jerónimo
Napoleón, vistiendo uniforme con muy poca prestancia militar, con
su adiposa barriga y sus largos cabellos desmelenados, le saludó de
una manera indescriptiblemente familiar y poco digna, que le recor-
daba a un bajo enronquecido en una ópera italiana de feria, se disipó
por entero su timidez y el príncipe de rancio abolengo salió imper-
turbable al encuentro de aquellos "también príncipes". Cuando se
dispusieron a subir a los carruajes, resultó que habían sido enviados
a otra estación. Con una sonrisa irónica ante una organización que
tan mal funcionaba, el Archiduque tuvo que resignarse a esperar.

Y prosiguieron la ruta hasta el castillo de Saint-Cloud, donde
la pareja imperial le aguardaba. Se condujo al Archiduque por un
magnífico vestíbulo a las amplias y ricas escaleras de mármol del
palacio. Y conoció al hombre que significaba para él todo un destino.

"Contemplé la magnífica y brillante escalera a la romana —in-
formaba a su imperial hermano en Viena— y distinguí en lo alto,,
en un atrio de columnas, orlado por los abundosos pliegues de pur-
púreos cortinajes, entre dos gigantescos soldados de su guardia perso-



20 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

nal, rodeado de los grandes de su Corte, el destino de Francia, el
conductor de Europa, el jerarca ante el cual se postraban los prín-
cipes de Oriente y de Occidente, el hombre del instante, Luis Na-
poleón Bonaparte, elegido por la nación como Napoleón III, em-
perador de los franceses. He aquí el gran momento, que fué el más
interesante y dilecto en mis viajes por Europa. ¿Cuál fué mi primera
impresión ante la imagen del grande hombre que por vez primera
se presentaba a mi alma a través de los oídos y de los ojos? Fué algo
así como cuando el corazón, tras largas privaciones, aguijoneado por
los apetitos, delira por una copa de champagne frappé á ía glace, y
al tomar el primero sorbo del cáliz de cristal lo sentimos descender
por la garganta tibio y desabrido. Es un ser que pesa, que oprime, y,
he de confesarlo al orgullo de mi alma, una desilusión.

"Recibí una impresión de flaqueza y de desagrado: Helo allí,
en lo alto de aquella montaña de peldaños, el hombrecillo ancho de
espaldas, corto de piernas y de voluminosa cabeza, que gesticula
mirando confuso hacia abajo con sus ojos mates en constante pes-
quisa, y luego avanza y viene hacia mí con sus charreteras de oro, sus
brillantes bujerías colgadas sobre el pecho, con el toisón de España
en diamantes, las piernas en forma de O en unos pantalones de
soldado, anchos sin moderación, de un rojo pálido, estrechándose por
abajo. Sacude con su mano temblorosa, ancha, pesada y velluda la
diestra del huésped, murmura una profusión de incomprensibles pa-
labras. ¡Singular contraste!... Aquella visión no tenía nada de im-
perial. Y, sin embargo, qué eminentes cualidades ha de poseer este
hombre que, a pesar de su desdichado exterior, de su tipo de francés
vulgar, en su trato cotidiano es tan encantador, tan convincente, que
uno, y no temo decirlo, se despide de él siendo su amigo y su admi-
rador. Es que tiene momentos de entusiasmo, de exaltación, en los
cuales aun su aspecto exterior resulta mejorado de manera extraor-
dinaria, en que humedécense y chispean sus ojos mates, en que la
figura encorvada y vacilante adquiere gallardía y una sonrisa seduc-
tora y espiritual, un tanto burlona y astuta, y también algo benevo-
lente y amable, se dibuja en los finos ángulos de la boca. Su exterior
y su interior llevan el cuño de la variedad, de la polivalencia, que es
lo que le presta cualidades para dominar; por él circula la ardorosa
sangre de Francia y de Italia, enfriada y moderada por el elemento
holandés y la educación inglesa y alemana. Sus facciones acusadas,
su gran nariz aguileña, son italianas, así como la voluminosa cabeza,
su mirar oblicuo que despide de vez en cuando un fulminante des-



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 21

tello, la boca bien dibujada y la artería de su sonrisa. La cortedad de
piernas es francesa; el azul apagado de los ojos, la piel descolorida y
mate, las anchas manos, son holandeses; la expresión más bien cor-
dial, el carácter franco y honrado, alemanes; pero es de educación
inglesa la manera de ser a veces fría, reposada, comedida, hermética
y a la vez llena de energía. En su trato, posee todo lo agradable de
estos pueblos: el ingenio ligero y burlón de los franceses; la delicadeza
y el gusto de las aventuras, pero también de las supersticiones, de
los italianos; la cálida intimidad y el saber valorar un carácter abierto
y justo, de los alemanes; la liberalidad y el confort en el vivir, de
los ingleses. Ha escuchado y aprendido mucho y se ha adaptado algo
a todos los grandes países.

"Su torpe confusión el día de mi llegada me causó pena y traté
de animarle con una conversación animada; pero fué todo en vano:
le duró hasta la mañana siguiente, día de nuestro primer diálogo
extenso e íntimo.

"Luego me presentó a la Emperatriz. Aquí también experimenté,
de momento, casi una decepción. Era un instante desfavorable para
aquella hermosa mujer; extenuada por su reciente parto, tan difícil,
descansaba en una otomana, en el salón a media luz, solamente ilu-
minado por la mancha de luz cruda de una lámpara. Llevaba peinado
hacia un lado su pelo de un rojo de oro, y tras su pequeña oreja lucía
con desenvoltura, según costumbre española, una rosa. Una nube de
seda azul de cielo y de ricos encajes le envolvía el cuerpo; en su mano
izquierda, el abanico, el arma indispensable de la coquetería espa-
ñola. Avanzaba el cuerpo tímidamente de su trono de nubes, y yo
tomé con fervor su bella y alargada mano derecha, de una delicadeza,
extremada, para besarla. Aquello pareció complacerle, como si en su
modestia no hubiese aguardado tal homenaje. Tuve ocasión de obser-
var a menudo en ella y en su imperial esposo aquel aire de humildad;
un tacto sutil, y ciertamente encantador, que les daba aquel aire
de excusa por su repentino encumbramiento. Sonriendo, hizo notar
durante la conversación que me había visto el año 51 en Cádiz,
siendo aún condesa de Teba: C'était encoré avant mon avance-
ment ( 1 ).

"Cuando, algunos días después, pude admirarla, bajo una pro-
fusión de diamantes, la resplandeciente diadema en los dorados ca-
bellos, la crinolina ondulando etérea alrededor de su bellísima figura,



(1) Fué antes de mi elevación. (En francés en el original).



22 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

penetrar en el brillante salón, con una tardanza muy de reina, un
verdadero sol, aparecióseme entonces como una auténtica emperatriz,
una gran dama de pies a cabeza, una visión tan llena de seducción y
de dignidad como muy raramente puede verse. Tenía de común con
nuestra emperatriz que la diginidad le era consubstancial, no adqui-
rida artificialmente. Además, poseía un rostro como no habríais en-
contrado otro en parte alguna del mundo. El magnífico cabello,
rubio dorado con reflejos rojos; los ojos, de un azul encendido y
apasionado; la piel, de un blanco deslumbrante, procedían de Albión;
las facciones finas, recortadas delicadamente, como las de un camafeo;
la boca, pequeña y bellamente dibujada, con sus dientes perlinos; el
cuello, alto y esbelto; el ondulante caminar, eran auténticamente
andaluces. Aquella perla de un mundo de fantasía, el más bello y más
codiciado adorno de la corona de Napoleón, surgió de la confluencia
del frescor y la luminosidad nórdicas con la venustidad y el hechizo
del Sur. Tal como la visión de Eugenia ennoblecía y purificaba toda
aquella Corte, asimismo, por sus cualidades internas, por la ternura
de su carácter, por su religiosidad y su inclinación a difundir el bien,
constituía el único ángel protector, el principio de concordia en las
altas esferas de Francia. Lo que hacía irresistible su cara, lo que de-
terminaba en todos una profunda impresión, era el trazo de melanco-
lía que llegaba al corazón, que circundaba sus ojos y se manifestaba
también en la curvatura de sus cejas; era lo que prestaba a su rostro
aquella expresión de dulce tristeza que aparejábase extrañamente con
la gozosa serenidad de los otros rasgos fisonómicos".

La primera impresión que el archiduque Fernando Max recibió
de la pareja imperial francesa, fué profundizándose y precisándose
en lo sucesivo. En la noche del día de la llegada, tuvo lugar una cena
de gala tan magnífica e imponente como fué posible. La mesa, en un
solemne comedor tapizado de verde obscuro, resplandecía de luces, de
gigantescos adornos, de pesados candelabros de plata, y la cubrían su-
culentos y bien aderezados manjares, según la costumbre francesa, en
fuentes calentadas. Todo brillaba y centelleaba, pero no escapó al ojo
perspicaz del Archiduque que el magnífico servicio de plata procedía
de la casa del señor Christofle, el famoso fabricante de vajillas de
orfebrería. Durante la comida, el Emperador mostróse increíblemente
desconcertado. Parecíale al Archiduque, tan seguro de su jerarquía
en aquellos instantes, como si el Emperador se encontrase mal á son
aise ( x ) ante un príncipe de antiguo abolengo. "Cuando aquella cor-



(1) Desazonado. (En francés en el original).



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 23

tedad le abandona —opina el Archiduque—, da muestras de un ánimo
franco y abierto, y cuando más de cerca le trato, tanto más parece
fortalecerse la confianza que en mí ha puesto. En conjunto, se obser-
va muy buena voluntad en dar a la Corte un nivel decoroso, pero
no consiguen aún que todo aquel mecanismo funcione aceptable-
mente. A través de la soltura que todos afectan en la Corte, traspa-
rentase por todas partes la etiqueta del advenedizo. Hasta ahora tengo
la impresión de que el Emperador de los franceses es respetado por
muchos, pero querido por muy pocos. La ciudad de París, a pesar
de su grandiosidad, no me causó ninguna impresión agradable. Es
una ciudad muy universal, sin ningún carácter específico del país,
como tienen Roma u otras grandes capitales. En Viena, más pequeña,
ciertamente, encontramos un verdadero aire imperial, de que París
carece en absoluto".

No obstante, el Archiduque encontró imponentes las transfor-
maciones que, en breve tiempo, había realizado Napoleón en su ca-
pital. A fuerza de grandiosos dispendios, construyéronse bajo su go-
bierno nuevas calles, nuevos bulevares, innumerables edificios de
gigantescas proporciones. En verdad que todo ello no fué animado
por la sola idea del embellecimiento de la ciudad, sino que influyó
también la de combatir los tumultos callejeros, tan frecuentes en
París. Así, pues, Napoleón señalaba al Archiduque el Palais de Ylndus-
trie como un excelente punto de reunión para las tropas, y notaba
que el macadam de las calles, sobre el que resultaba tan agradable
caminar, no podía ser fácilmente empleado, como los antiguos ado-
quines, para construir barricadas.

Maravillábase el Archiduque de que en su recorrido de París
nunca le acompañase el Emperador; y llegó a imaginar que la causa
de ello era la frialdad con que era acogido en todas partes. Era cosa
cierta que parecía como si aquel monarca se avergonzase de poner
como testigo a su huésped de semejante indiferencia popular. Cuanto
más tiempo, empero, permanecía el Archiduque en París, tanto más
amigo sentíase de Napoleón. "Almuerzo cada día con el Emperador
y la Emperatriz —informaba a Viena—; el Emperador es uno de
aquellos hombres cuya personalidad de buenas a primeras no tiene
gran cosa de atractivo, pero que a la larga desarrolla una favorable
eficiencia por la simplicidad y la serenidad de su carácter. Merece
ser notada la falta de miramientos con que se expresa ante el servi-
cio; en presencia de los criados, salen a lo mejor de su boca las más
increíbles afirmaciones; ello me parece característico del advenedizo,



24 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

al cual falta aquel espíritu de cuerpo que evita manifestarse tal cual
uno es ante los subordinados. La jovialidad, la ingenua vivacidad de la
Emperatriz, parecen no ser muy del agrado de su imperial esposo, que
le dirige más de una vez reprensivas miradas".

Durante las comidas, es cuando la Emperatriz se muestra más
locuaz y expansiva; su tema favorito es María Antonieta. Se interesa
vivamente por cuanto se refiere a la desventurada reina, y reúne con
verdadera pasión libros y objetos que la recuerdan. Aquel príncipe
acostumbrado al exclusivismo y al ceremonial de la Corte de Viena
encuentra baja de nivel la sociedad que rodea a la pareja imperial;
las maneras de las damas de la Corte, irrespetuosas en extremo. El
conjunto le causa el efecto de una compañía de cómicos aficionados,
que simulan una corte con el poco tacto de actores que no son del
oficio. No cabe allí hablar de un buen tono, o de un mal tono, porque
en aquella Corte falta cualquier suerte de tono.

Pero interesa a Fernando Max aparecer en París, ante la pareja
imperial, bajo una luz favorable. En las inevitables paradas militares,
que ofrece para el Archiduque la novedad de que las tropas desfilan
con estentóreos Vive J'EmpereurJ, insinúa una observación llena de
prudente cálculo: "Sire; es magnánimo hacer la paz cuando se posee
tan bello ejército".

Frases semejantes satisfacían y adulaban al Emperador. Cuando
Napoleón III cabalga con el Archiduque hacia el palacio, el prín-
cipe austríaco, comparando al Emperador actual con Napoleón I,
suelta, como por azar, estas palabras: "Napoleón I tenía genio, Napo-
león III espíritu: el genio arrastra, pero el espíritu gobierna".

Tales lisonjas, diestramente colocadas, no dejaban de ejercer su
acción sobre el Emperador. A poco quedó ello bien patente en el
baile de gala que tuvo lugar en Saint- Cloud. El Emperador distin-
guió al Archiduque especialmente y a la vista de todos. Pero esta
preferencia no fué óbice para que Fernando Max contemplase el baile
con mirada escéptica.

"La fiesta comenzó — así informa a su imperial hermano de
Viena— con un desfile de los invitados ante las altas jerarquías, lo que
me produjo un irresistible efecto cómico. Aquella sociedad, mezclada
desde todos los conceptos, sobresalía por sus detestables vestidos y
por sus maneras desprovistas de tacto. Era un hormiguear de aven-
tureros, trazo característico de esta Corte, y llama la atención el ince-
sante mariposear del Emperador alrededor de las bellas damas; que
dice muy poco en favor del prestigio real".



EN LA CORTE IMPERIAL DE PARÍS 25

He aquí las primeras impresiones de la visita del Archiduque a
París. Cuantos más días pasaban —en conjunto su estancia no duró
más que doce días—, tanto más aumentaba la comprensión entre los
dos príncipes. La manera de ser cordial, amable, abierta, del Archi-
duque, resultó para Napoleón III de una tan real simpatía, que fué
borrando, poco a poco, la reserva de los primeros días que Fernando
Max atribuyera a encogimiento y determinó su rendición ante las
dotes de gentileza del huésped. A este cambio respondió al punto el
Archiduque, tan delicadamente sensible. Cuando Napoleón se des-
pidió de él, le dice: "Me parece como si fuésemos amigos de largos
años", y está sinceramente emocionado. La otra parte experimenta
lo mismo. La emperatriz Eugenia, que por lo demás no es fácil de en-
tusiasmar, encuentra también al Archiduque —cuyas adulaciones a
ella y a su marido cayeron en terreno abonado— un personaje alegre,
encantador, lleno de simpatía. Y así fué que se separaron en una total
armonía.



Capítulo II



Sobre sus propios pies y en la agitada Italia



Luego de su brillante visita a París, tan llena de interés, fué en-
viado el archiduque Fernando Max a la Corte, ciertamente
mucho más modesta, de Bruselas. Allí reinaba el decano de los mo-
narcas europeos, el rey Leopoldo I de Bélgica, con sus sesenta y seis
años, el fundador de aquel poder de la Casa de Coburgo, que daba
la vuelta al mundo. Este rey logró erigir su imperio entre Francia
e Inglaterra, y llevarlo a un gran florecimiento, precisamente a causa
de las rivalidades de estas dos naciones en lo tocante a los asuntos
belgas.

Tuvo la habilidad de enlazar íntimamente a casi todas las Cortes
de Europa con su familia mediante casamientos, y puso sus manos
en todos los grandes problemas de la política europea de aquel
entonces.

Pero ante todo es forzoso que se mencione el éxito que tuvo al
intentar (era viudo de Carlota, heredera del trono de Inglaterra,
fallecida prematuramente) enlazar a su sobrina Victoria con el prín-
cipe Alberto de Sajonia-Coburgo. Desde aquel punto, la influencia
del rey de los belgas en Europa se acrecentó infinitamente, porque
era creencia general que aquel matrimonio le otorgaba un decisivo
influjo sobre la marcha de los asuntos ingleses. Con ello sobreesti-
maban, sin duda, el poder de Leopoldo.

La visita a Bruselas del archiduque Fernando Max, el hermano
del emperador de Austria, venía a significar por aquel entonces un
homenaje a la elevada situación del rey de los belgas en Europa, por
más que tuvo también otra significación secreta y circunstancial: dar
ocasión al joven Habsburgo para elegir novia.

En la Corte de Bruselas reinaba, en lugar de la aburrida vida
ceremoniosa, una cordialidad agradable y muy de su gusto. Acertaban
a organizar allá las cosas de tal forma, que los huéspedes veían trans-
currir deliciosamente las horas. No obstante, el acentuado espíritu
crítico del joven archiduque hizo más de una objeción, especialmente



EN LA AGITADA ITALIA 27

de la propia persona del Rey. El tono casi docente de superioridad y
de suficiencia con que el Monarca exponía en todo momento que
él venía a ser el Néstor y el viviente ejemplo de todos los reyes, exas-
peraba los nervios del joven Archiduque. Reconoce, en verdad, que
en todas las conversaciones que con él tuvo dio muestras el Rey de
su tan encarecido conocimiento de los hombres, de un equilibrio
sereno, benevolente, que de la experiencia obtuvo, y de una seguridad
que la prudencia engendrara; por otra parte, empero, el phraseur ( 1 )
asomaba por todas partes y el estribillo de que todos deberían apren-
der de él terminaba por hacerse irresistible. El Archiduque, fiel a su
principio de responder a las gentes de la misma manera como a él
se dirigiesen, contestaba a las frases del Rey con otras equivalentes,
y tenía, además, la impresión de que el Monarca se esforzaba en re-
presentar el papel de algo así como un papa político, ante cuyas
exigencias era forzoso que se doblegasen todos los soberanos de Euro-
pa. Opinaba que, en cuanto hacía y hablaba Leopoldo de Bélgica, el
zorro aparecía inequívocamente. Hechas estas salvedades, sentíase muy
a gusto en la atmósfera de la Corte belga. Las cosas tenían allí bas-
tante más dignidad que en París.

El Archiduque reconocía que el Rey había sabido procurar el
bienestar y prosperidad a su pueblo, y que, desde este punto de vista,
era ciertamente digno de ejemplo. Empero, las concesiones que el
Rey había tenido que hacer de su propia condición, ya que era sobe-
rano constitucional, concesiones que contradecían los principios de
la monarquía austríaca, entonces aún enteramente absoluta, excitaban
el espíritu burlón del Archiduque. Un baile de Corte, al cual eran
invitados el compadre sastre y el compadre zapatero, constituía para
Fernando Max una fuente inagotable de regocijo.

En aquella Corte, conoció el Archiduque a la hija del Rey, a la
princesa Carlota, que contaba entonces dieciséis años. La encontró
espiritualmente avanzada de manera increíble por su edad y le causó
la impresión de que con el desarrollo convertiríase en una belleza.
Fernando Max comunicó esta impresión al satisfecho padre, que le
contestó de muy buen talante: "Espero que llegará a ser la más bella
princesa de Europa; ojalá que ello le reporte la felicidad".

La madre de ella, la reina Luisa, hija del rey Luis Felipe de
Francia, fallecida ya en aquella sazón, tuvo con su esposo la noble
delicadeza de poner a su propia hija el nombre de Carlota, nombre



(1) Conceptuoso. (En francés en el original).



28 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

también de la primera esposa del Rey tan prematuramente muerta y
a quien Leopoldo quiso tan sinceramente. La princesita creció en la
Corte de su padre alegremente y libre de cuitas, y pronto reveló a
sus familiares y a sus maestros que había heredado de su padre deter-
minadas particularidades, como eran, una prudencia severa y un sen-
tido realista, todo ello unido a una ambición y orgullo personal sin
límites, aunque probablemente, y era una cualidad central, con una
concepción muy inteligente de la vida.

Por más que el corazón y la sensibilidad alzaban en ella menos
la voz de lo que suelen hacerlo en las mujeres, sufrió también de
impulsos apasionados que, a pesar de toda reflexión, lanzaron por la
borda su clarividencia, su sentido realista y su gravedad de juicio.
A todos quería y era querida por todos, con una sola excepción: no se
avenía con Leopoldo, su hermano, heredero del trono y más tarde
segundo rey de este nombre. El carácter del joven resultaba des-
agradable para Carlota, y lo que más le excitaba los nervios era que
se diera continuamente importancia por su condición de heredero
del trono, importancia que hacía sentir a todos, incluso a su propia
hermana. Esta era esbelta y elegante, de rostro suavemente ovalado y
de trazos finos, donde brillaban unos bellos ojos pardos; los cabellos
se arrollaban pesadamente alrededor de su cabeza como una corona.

El rey Leopoldo, que tantos casamientos urdiera, miraba con evi-
dente complacencia la visita del Archiduque; el casar su hija con el
hermano del emperador de Austria encajaba perfectamente en sus
ambiciosos planes y veía con gusto que los dos jóvenes no se des-
agradaban.

La Princesa estaba encantada del porte y buen aire del Archidu-
que. Era, en verdad, cosa muy distinta de su primer pretendiente, el
rey Pedro V de Portugal, el galán que la reina Victoria le destinara
y sobre el que prefería sin duda uno de los "innumerables archidu-
ques", como ella decía, pues no le había gustado a Carlota el regio
pretendiente, y aun los que la rodeaban lucharon con todos los medios
contra aquel proyecto. La Baronesa d'Hulst, institutriz y dama de
honor de la princesa, sabía muy bien por qué se atrevía a decir ante
su discípula aquella grotesca frase: "Perdonad, alteza, los portugueses
son justamente una especie de orangutanes". Nunca hubiese osado
proferir palabras semejantes si hubiese creído que su rey y señor desea-
ba aquella unión.

También Fernando Max estuvo cierta vez a punto de prome-
terse. Fué con la princesa María, hija de la emperatriz del Brasil, la



EN LA AGITADA ITALIA 29

hija de Pedro I. La novia murió de temprana edad, a los veintidós
años, de una enfermedad pulmonar, y fué un desventurado final de
aquellas relaciones, que causó una profunda impresión en el Archi-
duque. No se había borrado aún del todo el recuerdo y por eso
permanecía en un tono de frialdad, aunque indudablemente experi-
mentaba una simpatía muy viva por la princesa Carlota.

A poco, abandona a Bélgica el Archiduque y hace otras visitas
a diferentes Cortes, pero ninguna de las jóvenes princesas que va
conociendo logra eclipsar a Carlota. Pronto, animado por la benévola
mediación del rey de los belgas, se dirigió a la Princesa. Pero no tardó
en verse asaltado por preocupaciones y vacilaciones, cuando se dio
cuenta de que, tras la condescendencia del Rey, escondíase una juga-
da en el tablero político. Parece que exteriorizó tales preocupaciones
y que sus palabras llegaron pronto a oídos de Leopoldo de Bélgica,
quien le escribía, el 31 de octubre de 1856: "Su Serenísima Alteza
me considera, así lo creo, un consumado diplomático, que en toda
ocasión sólo tiene en cuenta las razones políticas. Y en verdad que
no es éste el caso, pues habíais ganado toda mi confianza y prefe-
rencia ya en mayo, sin que mediase absolutamente ninguna segunda
intención política. No tardé en percatarme de que mi pequeña era
del mismo parecer, pero era un deber mío proceder con tacto y deli-
cadeza. Ahora se ha alcanzado ya el resultado magnífico de que mi
hija se incline a este enlace, que prefiero a cuantas otras ocasiones
se le ofrecieron, y eso hace que yo acoja con alegría su elección".

En diciembre de 1856, el archiduque Fernando Max se dirige
a Bélgica para desposarse formalmente. El enlace, que se iba concre-
tando, era ciertamente una conveniencia dinástica; pero con tan real
simpatía e inclinación en ambos contrayentes, que el matrimonio
se convirtió en amor.

Este enlace fué del agrado del propio Leopoldo, el heredero
del trono, por aquel entonces en la Corte un dominador espíritu de
contradicción. El mismo contrajo matrimonio con una archiduquesa
austríaca, y el que su hermana se casase con el hermano del Empera-
dor no podía sino tener ventajas para él y para su porvenir.

En aquella petición de mano, suscitóse al punto una pequeña
batalla tras los bastidores. El Archiduque llevó consigo un hábil di-
plomático, el Barón de Pont, encargado de discutir con los represen-
tantes del Rey la parte material, los capítulos matrimoniales. Fernando
Max aspiraba a que Leopoldo le entregase, además de la dotación
matrimonial votada por las Cámaras, una dote particular, a lo que



30 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Leopoldo se negó al principio. Hubo una encarnizada lucha, al esta-
blecer los fundamentos económicos de aquel matrimonio, pues ambos
contendientes eran tenaces en defender sus opiniones.

Cuando el Archiduque venció finalmente la resistencia del Rey
y hubo obtenido una promesa favorable, escribió al emperador Fran-
cisco José: "Estoy verdaderamente envanecido de haber arrancado al
viejo remolón algo de lo que más le llega al alma".

Mientras, el rey de los belgas había obtenido del emperador de
Austria, que concediera a su yerno, en el marco de la monarquía,
un cargo que fuese digno de su alcurnia y que, al mismo tiempo, le
ofreciese un campo de abundante y adecuada actividad. La elección
fué muy difícil para el Emperador. La situación en las provincias
imperiales del norte de Italia prometían tantos peligros, que algo se
había de emprender para acercarlas al Imperio austríaco, y especial-
mente a la Casa de Habsburgo.

Decidióse, pues, Francisco José a nombrar gobernador general
de la Lombardía y el Véneto a su hermano Fernando Maximiliano,
sin que con ello quedase ni un punto, ni en ninguna forma, mermada
su soberanía. De muy otra manera interpretó las cosas el nuevo gober-
nador. Con ardiente celo se puso a la obra; creyó hallar en ello la
ocasión de llevar a efectividad sus ideas sobre el bienestar del pueblo
y de procurar alimento a su encendido afán de actividad. De buen
principio, se produjeron las condiciones previas para una divergencia,
y, en verdad, ésta no dejó de surgir.

En los últimos días de mayo del 1857, a poco del viaje del
emperador Francisco José al norte de Italia, tuvo lugar el nombra-
miento oficial de Fernando Max, y, el 19 de abril del mismo año,
el joven gobernador celebró su entrada solemne en Milán. En ambas
provincias, la gente acogió la nueva con diversas maneras de sentir.
Unos aguardaban una inmediata mejora de la situación del pueblo,
ya que el Príncipe tenía fama de liberal; otros dejábanse seducir por
su aspecto simpático y su amabilidad; en conjunto, empero, la po-
blación italiana tenía por ideal la eliminación completa del dominio
austríaco y la libertad y la unión de la nación italiana, y todo ello, por
muy buena voluntad que le animase, un príncipe Habsburgo no
podía procurarlo. En general el recibimiento que se le hizo no careció
de cordialidad, a lo que sin duda contribuyeron algunas disposiciones
conciliadoras que ordenó de buen principio. Pero no dejaron de esta-
llar muy pronto desórdenes que nada bueno presagiaban.

En junio, el archiduque Fernando Max realizó, como nuevo



EN LA AGITADA ITALIA 31

gobernador, la visita oficial al papa Pío IX en Pésaro. El príncipe
imperial quedó muy conmovido porque se le permitiera asistir a la
misa privada del Pontífice, favor que jamás se había concedido a
ningún soberano; la acogida papal fué afectuosa en extremo, y Fer-
nando Max encontró al Papa "siempre tan fiel a la Cruz y de tan
buen aspecto". Después del almuerzo, que tuvo lugar en la intimidad
con el Padre Santo, le confirió éste la Orden de Pío. Opinaba el
Archiduque que aquella Orden no tenía en sí gran valor en el mundo,
pero que era una cosa santa porque procedía del Padre Santo. "Será
para mí como una reliquia", añadía. "Más tarde fui a la catedral
acompañado por el Papa, entre una muchedumbre glacial, en unos
carruajes antediluvianos llenos de abolladuras, los sirvientes con unas
variadas libreas de teatro".

Allí recibió, según refiere, la impresión molesta de unos re-
ligiosos de muy desenfadadas maneras que no paraban de charlar y
tomar rapé.

"Después del oficio —comunica Fernando Max a Viena— ,
siguió una conferencia con el Sumo Pontífice, hasta que, alrededor
de la una, la presencia de cuatro cardenales hizo más alegre la con-
versación. Con éstos tomé parte en la comida del Papa, unos horribles
manjares de parroquia rural servidos por monsignoii los sirvientes
de cámara, pero amenizados por el chispeante humor de los bien
alimentados Padres de la Iglesia; la falta de ceremonia del Papa fué
tan allá, que él mismo llegó a servirme los dulces y el café. Después
de la comida y de una animada conversación, me despedí del Papa
después de las genuflexiones y de besarle el pie. Desde las siete de
la mañana a las cuatro de la tarde, había vivido todo el tiempo en
plena exhibición, luciendo el collar de la Orden y vestido de uni-
forme, y, cuando subí al coche para proseguir el viaje, estaba medio
muerto. En conjunto, tenía motivos para estar satisfecho de la acogida
que el Papa me había dispensado".

A poco de ello, recibió el Archiduque una invitación de la reina
Victoria para visitar a Londres, seguramente agenciada por el rey
Leopoldo. Fernando Max quedó sobrecogido de lo que vio en Lon-
dres. Encuentra la Corte de una magnificencia imponente, y a la
Soberana, como encarnación de las dignas y antiguas tradiciones de
la Corte inglesa, "rodeada por todas partes de cierta aureola y des-
pertando veneración". Todas las cosas en aquella Corte llevan el sello
del histórico esplendor de muchos siglos de grandeza. En el banquete,
estuvo sentado a la derecha de la Reina, y relata con entusiasmo cuan



32 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

maternalmente la Soberana se preocupaba de él. Aquellos cortesanos
se mostraron al principio algo reservados, pero, luego, "al contrario de
lo que sucede en la cortesía francesa", de una franqueza cordial.

Una buena impresión suele ser siempre recíproca; el Archiduque
había ganado sin reservas el ánimo de la Reina. Escribe a Bruselas
una carta llena de entusiasmo a su tío, el rey Leopoldo, y envía sus
felicitaciones por la buena elección de su hija. Esta impresión tuvo
sus consecuencias. Reinaba en los medios políticos el criterio de que
las ideas de Maximiliano eran muy liberales y comprensivas, y, cuan-
do más tarde hubo dificultades con Austria y Hungría, gobernadas
con un autocratismo excesivo, los círculos gubernamentales ingleses
sugirieron la idea de entronizar al archiduque Maximiliano en Hun-
gría "con un libre e independiente sistema representativo". Esta
propuesta fué rechazada fríamente por Austria.

En verdad qué parecían existir todas las condiciones para una
humana ventura; el 27 de julio de 1857, tuvo lugar la boda del
archiduque Fernando Max con la hija del rey de Bélgica, y a las pocas
semanas realizaba la joven pareja su solemne entrada en Milán.

Ahora parecían anunciarse unos dorados tiempos. Cuando me-
nos, la joven Archiduquesa se halla poseída del mayor entusiasmo.
"Feliz en mi hogar, tanto como se pueda ser, feliz de habitar este
país, donde todo me es simpático y me llega al alma, ciertamente,
no sé cómo dar gracias a Dios que me lo ha concedido todo", escribe
a su querida institutriz. Ni una mancha logra hallar en aquella pin-
tura, y, no obstante, se dice angustiada que no es posible que todo
sea siempre tan de color de rosa. Y así fué en verdad. El deseo del
rey Leopoldo de ver a su yerno en un cargo importante, no parece,
de momento, realizarse en Italia, pues se va viendo muy presto que
las circunstancias son muy críticas en este país, que las tendencias
nacionalistas están ya demasiado avanzadas para que tal destino pueda
llevar implicado un gran porvenir. No puede dejar de considerarse que
la joven pareja habrá de vivir allí tiempos muy difíciles, tanto más,
cuanto que la situación política del mundo no parece tranquilizadora.
La cuestión de la unidad de Italia, planteada por Cavour, no parece
calmarse. Este genial ministro, ayudado por la belleza de su agente
político, la Condesa de Castiglione, y por la bomba de Orsini, pare-
cen haber ganado a Napoleón a la causa de Italia. La envidia y el
temor intervinieron sin duda. Las provincias italianas de Austria go-
bernadas por el archiduque Fernando Max comenzaron a sentir que
sus luchas por la libertad tenían en Francia un protector poderoso.



EN LA AGITADA ITALIA 33

El Archiduque está, por otra parte, en abierta oposición contra
su imperial hermano de Viena en lo que atañe a la manera de ad-
ministrar aquellas provincias. Se esfuerza en promover agitación en
Viena contra el desdichado ministro de Negocios Extranjeros Buol;
pero en vano. Nada consigue de su hermano Francisco José, envidioso
de sus prerrogativas y, al contrario, le toca expiar en Milán las culpas
de Viena. Ciertamente, la administración más solícita, la severidad o la
blandura más extremadas, no habrían podido modificar en nada el cur-
so de las cosas. El Gobierno austríaco, sólo con una medida habría te-
nido la total aprobación de la población italiana: con la de eliminarse;
en una palabra: si hubiese dejado totalmente libres aquellas provincias.

El Archiduque no había logrado comprender del todo cuan di-
fundida se hallaba esta opinión, y creyó que las cosas podían ser
fundamentalmente mejoradas. Para ello concedía gran importancia a
la simpatía personal de que él y su joven esposa indudablemente go-
zaban, por sus excelentes intenciones, en amplios círculos de la so-
ciedad italiana. Aunque este hecho no pudo evitar que muchas fa-
milias, nobles o burguesas, se mantuviesen por patriotismo alejadas
de las ceremonias y actos de la Corte; que, incidentalmente, fuese
un día afrentada la Archiduquesa en Venecia; que se organizasen
manifestaciones patrióticas en todo el país, y que apenas se tomase en
consideración el que, por personal disposición del Emperador, el 16
de julio de 1858, fuesen perdonados los impuestos o se otorgasen las
concesiones que siguieron. Así, pues, la situación del gobernador ge-
neral era por instantes más crítica, y semejante a la de un ejército
en país enemigo. En las cartas a su madre, la archiduquesa Sofía,
Fernando Max vertía de su corazón todas estas amarguras.

"Ahora es una única voz, la de la indignación y el descontento,
la que resuena por todo el país, frente a la cual estoy yo, solitario y
sin fuerza; no es que tenga miedo, que no es costumbre de los Habs-
burgos tenerlo, pero me avergüenzo y callo . . . Pues si las cosas prosi-
guen como hasta ahora, pronto me será forzoso enviar a Carlota a
Bruselas con su padre; donde existe peligro, nada tienen que ir a
buscar las mujeres jóvenes y sin experiencia . . . Actualmente, vivimos
en un completo caos, y sólo la perfecta impasibilidad, de la que
procuro dar muestras a pesar de mis veintiséis años, va sosteniendo
las cosas entre sacudidas y crujidos; a mi alrededor todos han perdido
ya la cabeza y el ánimo; y de vez en cuando llego a preguntarme si
he de permitir a mi conciencia que obedezca ciegamente las órdenes
de Viena".



34 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El Archiduque presiente la tempestad, y, a comienzos del invier-
no del 1858-59, envía su mujer a Bruselas con su padre, empaqueta
sus cosas y las remite fuera de Italia. "Estoy aquí desterrado y soli-
tario —escribe a su madre—, tal como un ermitaño, en este amplio
e inclemente caserón del palacio de Milán. Soy el burlado profeta
que ha de sufrir, pieza a pieza, lo que palabra por palabra anunciara
a los sordos oídos: los males; y, para que se olviden las causas, pro-
curan hoy atolondrar a la gente repitiendo que fueron mi engañosa
blandura o mi bondad dulzona las concitadoras de tantos males. A
pesar de las burlas, esperadas por lo demás, y de todas las calumnias,
me mantengo sereno en mi cargo. Ni tan sólo vuelvo la cabeza a
los peligros. Dos motivos me obligan a contenerme: el deber de no
abandonar en los momentos difíciles el lugar que me ha sido con-
fiado y el evitar en lo posible las reacciones violentas engendradas
por la angustia y la nerviosidad. Lo que haré, si alcanzo tiempos
más sosegados, queda en mí guardado; mientras, si hay fuego en
algún lugar, presto auxilio hasta el último instante, y, si es preciso,
penetraré por entre las llamas. Pero cuando consigo que arranque el
carro de la moderación, me enganchan otros caballos".

El Archiduque había escrito estas cosas a su madre desde el
fondo de su corazón; así aparece todo en el interior del joven prín-
cipe, y los juicios que sobre él mismo expresa quedan plenamente
confirmados en su vida ulterior.

Sentimientos de amargura embargaban cada vez más el ánimo
del joven gobernador. "Ver destruidas en embrión —así escribe
luego— las obras que más fatigas costaron; no saber ningún día cómo
acabará, sitiado por parásitos hostiles; siempre dudando de si lo que
se decide será aprobado por el centro (Viena), siempre en la angustia
de saber a la esposa afrentada o disgustada, ignorando siempre si se-
remos silbados en el teatro y si volveremos con vida del paseo. Una
terrible situación".

Mientras, se había agravado la situación en tal forma, que fué
menester enviar grandes refuerzos de tropas a Italia. El emperador
Francisco José aprovecha esta ocasión para alejar a su fantástico her-
mano, aferrado siempre con pasión a sus propias opiniones. Confiere
al Conde Gyulay el poder civil y militar en Italia; queda para el
Archiduque, como él dice, el mando de "cuatro o cinco miserables
barcos en Venecia". Desesperado, se dirige Fernando Max al empe-
rador Francisco José suplicándole que por lo menos quiera salvar el
"buen nombre" y el decoro de un archiduque. Entretanto, Napoleón



EN LA AGITADA ITALIA 35

intervenía abiertamente en los asuntos de Cerdeña. En una reunión
secreta que tuvo lugar en Plombiéres. Cavour y el emperador de los
franceses decidieron el destino de Italia, resolviéronse a la guerra y
reglamentaron las cuestiones territoriales.

Entonces comenzó la campaña de 1859. Napoleón y los sardos
vencieron a los mal dirigidos austríacos. Inmediatamente después de
la batalla de Solferino, llegóse a la paz, ya que ambas partes, a causa
de Prusia, tenían vivo interés en un rápido acabamiento de la guerra.
Napoleón, porque sentíase amenazado en el Rin; Francisco José, por-
que quería evitar que Prusia apareciese como salvadora y como juez.

El Archiduque fué siguiendo con pena los acontecimientos mi-
litares. La victoria del enemigo le dio de nuevo ocasión para cantar
unas "verdades" a su hermano Francisco José; pero no aguardaba, en
verdad, que diesen ningún resultado. La simpatía por Napoleón III
había sufrido un rudo golpe. "Es triste —opinaba Fernando Max-
ver cómo nuestra bella y antes tan poderosa monarquía va hundién-
dose cada vez más y más por el cúmulo de incapacidades". Ve con
terror cómo sus profecías van acertando y tiene una sombría visión
del porvenir. De buen grado se retiraría ahora a la vida privada y
anhela la terminación del magnífico palacio de Miramar, que, en el
año 1854, mandó comenzar a poca distancia de Trieste, en una peña
contra la cual en una tempestad estuvo a punto de estrellarse su
navio.

No faltaba ya mucho para que quedara listo. El Archiduque eli-
gió aquel refugio porque le permitía vivir relativamente lejos de
Viena y porque adoraba el mar sobre todas las cosas.

El palacio, de blanca piedra caliza, construido en una pequeña
península, sobre una peña que se adentraba en el mar, ofrece una
visión llena de encanto. La tierra para el jardín fué, transportada de
muy lejos; pero no tardaron en crecer allí olivos y adelfas; mirtos y
laureles. El granito para la terraza vino del Tirol; ante ésta se ofrecen
la visión del mar y el anfiteatro de la ciudad de Trieste. El interior
del palacio está decorado esplendorosamente siguiendo el gusto perso-
nal del Archiduque. Su cámara de trabajo produce la sensación de la
cámara del Almirante en la fragata de guerra Novara, y los salones
anuncian también las aficiones del dueño: tapizados de azul celeste y
con áncoras como perpetuo motivo ornamental. El palacio lleva el
nombre español de Miramar, en memoria de un túsculum ( 1 ) igual-



en Casa de campo, por alusión a Tusculano, villa de Cicerón en Túsculum,



36 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

mente encantador que el Archiduque conociera en sus viajes por Es-
paña y que llevaba tal nombre.

El segundo hogar del Archiduque, como paisaje aún más bello
que el primero, se hallaba en la pequeña isla de Lacroma, maravi-
llosamente situada frente a las antiguas fortificaciones de Ragusa,
surgiendo como una visión de ensueño de las azules aguas del Adriá-
tico; en un rincón de tierra bendecido por Dios, de una tan intensa
poesía, que colma al visitante de admiración y maravilla.

Tras los sucesos que por aquel entonces se desarrollaron en Italia,
comienza el Archiduque a temer por la seguridad de estos dos pala-
cios situados en el Adriático. Como toda la costa de Istria, están
expuestos al ataque del enemigo italiano. El archiduque atisba densos
nubarrones en el porvenir, y la preocupación por sus propiedades
particulares le asalta. Ya, una vez, el haber sido precavido le fué
útil: cuando estaba a punto de tener que salir de Italia de un día
a otro. Por otra parte, el Barón de Pont, el joven diplomático que
ya conocemos por su intervención en las negociaciones del contrato
matrimonial, le transmite desde Viena noticias en extremo desfavo-
rables. Le informa del descubrimiento de grandes depredaciones en
los abastecimientos militares, le habla del estado de la opinión viene-
sa, que murmura de todo y que esconde su mal humor en chistes
malévolos. Le cuenta, por ejemplo, que se suele preguntar por qué
el Emperador lleva, en su imagen de las monedas, una corona de
laurel, y, si el interrogado responde: "No lo sé", se le contesta:
"Pues yo tampoco". Puras chanzas, ciertamente, pero que no sona-
ban bien en los oídos del imperial hermano a quien iban dirigidas.
Cólera, repugnancia casi, ante la situación de su país, asaltaban al
Archiduque, y decidió evadirse por un tiempo de todos aquellos cui-
dados y zozobras para entregarse al mar que tanto quería y visitar
tierras lejanas, en busca de un alejamiento de las continuas cuitas
y los sombríos cuadros de su patria.

En tanto, avecinábase el invierno, y el frío era el más encarnizado
enemigo del Archiduque, quien tuvo siempre preferencia por los
países tropicales, especialmente cuando en los otros impera un di-
ciembre frío y cruel. Fernando Max deja a su esposa, que teme los
viajes demasiado largos, en la maravillosa y floreciente isla de Madera,
y emprende su viaje por el océano Atlántico con rumbo a los nuevos
países de Sudamérica.

En el Brasil, donde su camino primero le conduce, halla la oca-
sión de ampliar considerablemente sus puntos de vista y sus ex-



EN LA AGITADA ITALIA 37

periencias. NcT obstante, todo lo ve aún desde la privilegiada situación
de un príncipe imperial; en todas partes es acogido espléndidamente
y atendido con fastuosidad; todos tienen su visita por un esclarecido
honor y, aun en una granja, entre los bosques vírgenes, encuentra
una instalación refinada y perfecta. Ciertamente, él va buscando lo*
contrario, y, cuando el granjero le habla de las luchas con los indios,.
que con frecuencia asaltan su propiedad, exáltase su fantasía, tal
como él mismo nos refiere en su Placer de Jas Aventuras.

Lleno de todas aquellas singulares vivencias, colmada aún su
cabeza de recientes impresiones, con el gusto de las aventuras en su
ánimo, agitado por un violento deseo de actividad, que se engendrara
en los prolongados ocios de los grandes viajes por mar, andando la
primavera del 1860, regresa a su patria. Allí no encuentra mejorada
la situación; al contrario, la halla empeorada. En abril (1860), desde
Lacroma, hace un corto viaje a Viena y regresa con el ánimo
deprimido.

"Encuentro la situación de nuestro pobre país —escribe a su
suegro— tal como aguardaba: confusa y tenebrosa. La indolencia por
una parte y la agitación por otra, se perciben cada vez más marcadas
y angustiosas. Como en los tiempos de Luis XVI, hay carencia de
criterio y de tacto; no se comprende ni se quiere comprender la si-
tuación: de todas partes llega una urgencia, una amenaza de asalto,.
y los ojos y los oídos continúan cerrados . . . Quizá veo las cosas de-
masiado negras, pero en mis asuntos privados voy a preparar las cosas
pensando en una posible crisis".

Tal era el estado de ánimo del Archiduque cuando por vez pri-
mera se le habló seriamente de Méjico. Sin propiamente un destino-
preciso, pues el mando de la Marina parecía apartársele; no en muy
buenos términos con su hermano el Emperador, después de sus ex-
periencias como gobernador de Italia, después de la guerra que le
había costado a Austria la Lombardía; animado, no obstante, por un
gusto juvenil de las aventuras y por un poderoso impulso de acti-
vidad, recibe las primeras noticias e informes de una vacilante corona
en un lejano y poderoso país inmensamente rico.

Acontece también, por otra parte, que la archiduquesa Carlota
no se halla muy satisfecha de su situación en la Corte de Viena. En
la familia del Emperador, no ha encontrado mucha simpatía, y son
especialmente críticas sus relaciones con la emperatriz Isabel. Con sus
anhelos y lamentaciones, aumenta el descontento del marido. Es que
en Carlota encontramos como característica un ilimitado dinamismo,.



38 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

que alimentaban el afán de honores heredado del padre y el orgullo
materno de los Orleáns.

La cosa queda harto manifiesta: el obligado ocio entre aquellos
contornos maravillosamente idílicos no va a prolongarse mucho. "Lle-
gará el día —escribe, en el verano del 1860, a su antigua institutriz—
que el Archiduque sea colocado otra vez en un elevado destino, o
sea en cualquier lugar donde pueda gobernar, ya que ha sido creado
para ello y dotado por la Providencia de cuantos dones son menester
para hacer felices a los pueblos". He aquí bien preparado el terreno
para que pueda sembrarse en él la semilla de ideas llenas de peligros.



Capítulo III



En el aquelarre de Méjico



Los acontecimientos militares de Italia habían desviado temporal-
mente la atención de Francia y de los elementos europeos de
cuanto acontecía en los países ultramarinos. Por otra parte, la lentitud
y penuria de los medios de que se disponía en aquella época para
comunicar noticias contribuyó y no poco, a que sólo se tuviese un
escaso conocimiento de la oposición que entre el Norte y el Sur
existía en los Estados Unidos, y de los desórdenes y luchas en Méjico.
Anteriormente habían sido los españoles dueños absolutos de este
país, durante siglos, desde la conquista del poderoso imperio de
Moctezuma, el año 1520.

Aunque fué su conquistador Hernán Cortés, quien con fuerzas
pequeñísimas, provistas de armas de fuego, realizó semejante empresa,
aprovechando, además, muy bien a favor suyo las supersticiones de
los indios.

Según la leyenda, había morado entre aquellos pueblos un Dios
que, por su justicia, su bondad y su benevolencia, había logrado hacer
de Méjico tal paraíso sobre la Tierra, que se tuvo por eterna aquella
edad de oro. La paz y el bienestar dignificaban a los pueblos; en
copiosa abundancia, ofrecía la Naturaleza los más bellos frutos; rei-
naba la felicidad entre los hombres. Pero, de improviso, otro dios,
más siniestro, pero más poderoso expulsó al justiciero monarca, quien,
embarcándose en un navio, huyó hacia Occidente. Sobrevivía su me-
moria, en el recuerdo de las gentes, como la visión de un ser alto y
corpulento, blanco de piel y con barba rubia, y nunca abandona-
ron los aztecas la esperanza de que volviese algún día entre ellos
aquel amable dios y les procurase de nuevo unos tiempos dorados.
Esta tradición pasaba de padres a hijos; y, cuando se difundió la
nueva del arribo de los españoles de Cortés a las costas del país, creyó
Moctezuma que había vuelto, y, a pesar de sus dudas y vacilaciones,
aquella superstición paralizó su voluntad y hubo de sucumbir a la
dura e implacable energía de Cortés.



40 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El osado aventurero conquistó todo el país y por el Occidente
alcanzó el llamado posteriormente océano Pacífico. Los españoles
convirtiéronse en la clase dominante, y repartieron aquel inmenso
territorio en grandiosos lotes que pasaron a manos de las gentes de
Cortés. Así fué instaurado el dominio español en Centroamérica y
se creó un formidable imperio colonial que recibió el nombre de
Nueva España y permaneció por más de tres siglos, gobernada por
virreyes, bajo la soberanía de España.

La población indígena estaba sumida en la ignorancia. Todas las
riquezas, todos los tesoros, todos los productos de la tierra, quedaban
reservados exclusivamente para la Metrópoli. Además, los dominios
del virrey eran de una desmesurada extensión; ocupaban una superfi-
cie como casi la mitad de Europa, atravesaban el Continente de Oc-
cidente a Oriente y permitían comerciar en el Atlántico y en el
Pacífico. Sin contar la variedad y la exuberancia de la vegetación.
Subiendo de las costas, caudas y llanas, se llega a la altiplanicie del
interior, un triángulo limitado por las cordilleras, en cuyo centro
se halla situada la capital, y se van recorriendo todos los climas del
mundo, desde el extremadamente cálido del Sur con su vegetación
tropical, pasando por el más templado, donde se cultivan los cereales,
al de las vertientes de las elevadas montañas, con su escaso mundo
vegetal, al de la nieve y los hielos de las cimas. Y por ello crece en
aquel país, en una u otra parte, cuanto pueda hallarse en cualquier
otra zona del mundo. Después vienen los ricos yacimientos de me-
tales nobles, especialmente de plata, aunque también de oro. No
faltan ni hierro ni carbón. ¡Con tales condiciones previas, qué país
no hubiese podido ser aquél! Se trabajaba por métodos depredatorios:
las terribles diferencias sociales aventaban el odio contra todo, y poco
a poco fueron sedimentándose los fundamentos del carácter de los
mejicanos, que condicionó su porvenir político. A comienzos del si-
glo xrx, solamente habitaban unos seis millones de hombres el in-
menso territorio de Méjico.

La forma en que vivía la mayor parte del pueblo, la gran dife-
rencia de la manera de vivir de los habitantes nacidos en España,
puesta en parangón con la de los criollos, de los mestizos y de la
población indígena, fueron causas que llegaron a crear una atmósfera
tempestuosa. La centella incendiaria no se hizo aguardar. Nada fué
bastante a detener las nuevas de acaecimientos tan trascendentales
como la separación e independencia de las colonias inglesas de Nor-
teamérica y la Revolución francesa, con sus enormes conmociones.



EN EL AQUELARRE DE MÉJICO 41

A todo ello hay que añadir la debilitación de España, el país
que dominaba a Méjico, durante los tiempos napoleónicos. La ocu-
pación de Madrid por las tropas de Napoleón, la caída de la dinastía
borbónica, el nombramiento del hermano de Napoleón para rey de
España, todos estos hechos causaron una profunda impresión en la
colonia. Desde aquel punto, empezaron las luchas por la independen-
cia, que, a causa de los antagonismos acumulados durante siglos y que
urgaban bajo la superficie, engendraron encarnizados y crueles
combates.

Un eclesiástico llamado Hidalgo levantó la bandera del alza-
miento por la libertad, en la que campeaba la imagen de la Virgen
de Guadalupe. Pero sus tropas fueron derrotadas y él fusilado. Un
segundo cabecilla, el párroco Morelos, sufrió la misma suerte. Quiso
el azar que fuese un oficial español, infiel a su patria, don Agustín
Iturbide, soldado de gran inteligencia, pero de ánimo levantisco, quien
hubiera de alcanzar la libertad de Méjico. Iturbide supo adivinar,
por la forma tenaz y resuelta del alzamiento y por el fanático or-
gullo con que iban a la muerte los sublevados contra el dominio es-
pañol, exclamando frases de odio, que se trataba de un simple mo-
vimiento popular, y decidió colocarse a la cabeza de los que luchaban
por la libertad. Triunfó la revolución, hundióse el poderío español,
e Iturbide proclamó, el 24 de febrero de 1821, la independencia
de Méjico.

Con ello, empero, comenzóse, ciertamente, la serie de luchas de
partidos para alcanzar el predominio en el Estado que han continua-
do hasta hoy día sin debilitar su furor. Consintió Iturbide en ser pro-
clamado emperador. Al punto levantóse contra él una violenta opo-
sición, fué obligado a huir de Méjico, y, cuando, como Napoleón,
quiso volver a su imperio, fué encarcelado y fusilado luego.

Así finalizó el primer ensayo de levantar un imperio mejicano
semejante al de Moctezuma.

Los españoles quisieron aprovechar estas luchas políticas para
establecer de nuevo su poder sobre la antigua colonia. Pero el ven-
cedor de Iturbide, Santa Ana, hijo de un acaudalado plantador, luchó
con éxito contra los españoles y con cuantas naciones se opusieron
a sus fines; Méjico fué una república y Santa Ana seis veces su
presidente.

En aquel punto parecía abierto a los mejicanos el camino hacia
la libertad, la igualdad y la fraternidad. Se hubiese podido crear en-
tonces un estado de cosas en el cual hubiesen tenido exactamente los



42 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

mismos derechos españoles y criollos, mestizos e indígenas. Pero se
produjo aquí también aquel hecho, que vemos tan a menudo, o sea,
que el grito de libertad y de progreso social, las más veces, no es
otra cosa que un cartel de reclamo para seducir a la gran masa. Apro-
vecharon los esfuerzos de los españoles en reconquistar el país, para
expulsar a todos los nacidos en España. Los criollos, hasta entonces
apartados de los cargos públicos, indisciplinados políticamente y de
cultura escasa, ocuparon el lugar de aquéllos, pero no pensaron ni
por un momento en conceder igualdad de derechos a los mestizos y
a los indios, mucho más numerosos. Cualquiera que tuviese un poco
de talento militar o buen número de secuaces podía alcanzar la pre-
sidencia. Como consecuencia estallaron feroces contiendas partidis-
tas; los conservadores, entre los cuales solían figurar eclesiásticos y
militares que propugnaban un mando único y enérgico, luchaban
contra los federalistas, que pretendían una organización del Estado
menos trabada. Entre los primeros encontrábanse algunos partidarios
aislados del restablecimiento de una monarquía en Méjico. Fueron
siempre un escaso número y no pudieron emprender nada importante,
a pesar de los esfuerzos de su jefe, don José María Gutiérrez de
Estrada.

Este hombre, descendiente de una antigua familia de criollos,
había nacido en Méjico, en 1800. En cierta ocasión, había ofrecido la
corona de Méjico al archiduque Carlos, el vencedor de Aspern, y
llegó a ser ministro del Exterior. Era un personaje de ideas marcada-
mente religiosas, conservador hasta los huesos, intemperante e im-
permeable a cualquier opinión que no fuese la suya.

Gutiérrez estaba convencido, en lo más profundo de su ánimo,
que, para dar en su patria la batalla a la anarquía, no quedaba otra
solución que la monarquía absoluta y el predominio de la Iglesia Ca-
tólica. En este sentido, publicó un folleto, en 1840, donde afirmaba
que el caos reinante entonces era mucho más confuso que el de la
dominación española. Recomendó la forma monárquica del Estado
con un príncipe de sangre real y quiso poner ante los ojos de los
mejicanos, que, si no lo hacían antes de transcurrir los veinte años
desde la liberación, ondearía la bandera norteamericana en el palacio
nacional de Méjico.

Este folleto excitó una apasionada indignación en los partidos,
que se veían amenazados en su existencia y en su ejercicio del poder.
Peligraron la vida y los bienes de Gutiérrez, a quien fué forzoso
expatriarse. Teniendo en cuenta sus antiguas relaciones, decidió



EN EL AQUELARRE DE MÉJICO 43

zarpar para Europa. No había de volver a pisar jamás la tierra patria
y, no obstante, había de ejercer sobre ella una influencia de azarosas
consecuencias en el futuro.

El continuo cambio de gobiernos en Méjico y la imperante
anarquía determinaron que dilatadas provincias del Imperio lindantes
con los Estados Unidos del Norte de América comenzasen a experi-
mentar el deseo de separarse de Méjico. En 1836, el estado de Texas,
no sin una eficaz ayuda de los Estados Unidos, erigióse en república
independiente. El gobierno mejicano aprestó un ejército para luchar
contra los de Texas, pero Santa Ana no estuvo feliz en su empresa:
fué derrotado y hecho prisionero. Compartió su mala suerte con el
coronel mejicano Juan Nepomuceno Almonte, que le siguiera en
aquella campaña. Decíase que este personaje era hijo del párroco
Morelos, que tuvo un final tan trágico como heroico en la guerra
de la Independencia. Su nombre parecía proceder de la circunstancia
de que su padre, que nombró coronel al hijo siendo un niño, lo es-
condía en seguridad en los montes (al monte), siempre que el ba-
tallador párroco había de salir a guerrear.

El continuo cambio en los partidos gobernantes y en los jefes
de los partidos condujo a dificultades con las potencias extranjeras.
Cuando la provincia mejicana de Texas quiso separarse, tendiendo
hacia la gran Unión del Norte de América, se llegó, en 1846, hasta
declarar la guerra a esta nación. Vuelve Santa Ana a la lucha, pero
es derrotado completamente. Los norteamericanos penetran en 1848
hasta la capital, el corazón de Méjico. La República ha de pagar
aquella guerra con grandes pérdidas de territorios; le fueron arran-
cados Texas, Nueva Méjico y California, más de una tercera parte
de las tierras del Imperio, algo así como la sexta parte de Europa.
En el resto que a la República quedaba, vivían en aquel tiempo unos
ocho millones y medio de hombres, de los cuales un millón eran
blancos, tres millones mestizos y cuatro indios puros.

Tan terriblemente hallan castigo la discordia y el furor parti-
dista. Ciertamente, los países separados sentíanse felices de haber es-
capado a la anarquía. Y es comprensible que en la Unión fuese ga-
nando terreno la idea de extender su poderío hasta el istmo de
Panamá, donde había de construirse el gran canal que hoy admi-
ramos ... y que comenzase a mirar con avidez e insistencia los acon-
tecimientos en el país vecino, dando muestras de desconfianza y mal
humor por los pasos de cualquier otra potencia frente al débil país
mejicano, deshecho por las luchas de partido. He aquí la situación



44 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

de las cosas andando la mitad del siglo, cuando empezaba a ele-
varse en Francia la estrella del tercer Napoleón.

A la derrota de Méjico en la guerra contra los Estados Unidos,
y a la expatriación de Santa Ana que aquélla trajo como consecuencia,
siguió una anarquía que parecía sin remedio. Y, para alcanzar una
situación algo estable, los directores de los partidos se refugiaron de
nuevo en Santa Ana.

En febrero de 1853, fué llamado a la presidencia aquel hombre
que parecía no agotarse nunca.

Pero fueron apareciendo resistencias; toda suerte de ambiciones
se levantaron contra él y amenazaron de nuevo su gestión presiden-
cial. Al sentirse con el agua al cuello, se acordó, a finales de 1854,
de aquel Gutiérrez de Estrada que un día huyera a Europa, y se le
ocurrió encomendarle que trabajase cerca de las potencias europeas
en el sentido de establecer en Méjico una monarquía. Santa Ana ima-
gina al monarca extranjero como una figura puramente decorativa, a
la sombra de cuya soberanía, y con el favor de los militares, él, Santa
Ana, sería otra vez señor absoluto en el país.

Aun sin esta autorización que Santa Ana le confería, abrigaba
Gutiérrez el propósito de erigir en Méjico una monarquía con un
príncipe extranjero a la cabeza y hundir con ello el poder de la
izquierda demócrata y radical, y trabajaba ardientemente a favor de
su idea. Se le vio en todos los ministerios del Exterior de las grandes
potencias, donde depositaba sus prolijas requisitorias en favor de su
idea. Gutiérrez no halla el fin, cuando comienza a escribir. Redacta,
en un tono hinchado y altisonante, cartas de treinta y más páginas,
cuyo contenido hubiese podido ser condensado, con mayor claridad y
elegancia, en dos hojas solamente. Su tono de predicador ungido, con
sus constantes imprecaciones a Dios y a todos los santos, cargado en
exceso de superlativos, podría creerse que, en general, resultase mo-
lesto. Pero el hecho fué que ganó muchos partidarios a su causa. En
la exposición enviada a Metternich, hace repetidamente hincapié en
que los principios monárquicos y conservadores de Europa han de
ser fortalecidos en América. Gutiérrez es de opinión que no debe
apoyarse el señorío y preponderancia en que sueña sin comedimiento
la ambiciosa república norteamericana. Si las potencias europeas gas-
tan aún consideraciones "con las susceptibilidades de aquel coloso
agresivo, de aquel gigante que aun se tiene por niño", ¿cómo podrán
defenderse andando el tiempo de las exigencias del comercio y la
industria americanas en aumento de día en día? Ha de esforzarse,



EN EL AQUELARRE DE MÉJICO 45

pues, Europa sin demora en prepararse al otro lado del Atlántico un
porvenir lleno de posibilidades favorables.

Pero los años revolucionarios de 1848-49 y sus consecuencias pro-
curan a los estadistas europeos otras preocupaciones. Al principio fue-
ron infructuosos, por lo tanto, los esfuerzos de Gutiérrez. Después,
pudo apoyarse en el encargo oficial del presidente Santa Ana. Si
hasta entonces se le había prestado oído, era solamente como a un
distinguido personaje particular. Con renovado celo impulsó ahora
su proyecto, tan querido, y eligió como auxiliar en su ingente tarea
al secretario de la embajada mejicana en Madrid, don José Manuel
Hidalgo, un apasionado también de la solución monárquica. De ex-
terior agradable, esbelto y elegante, dotado de un carácter más bien
débil, era un personaje de una noble familia española, muy bien
acogido en todas partes, especialmente por las damas. Su calidad de
diplomático abrióle las puertas de la alta sociedad de Madrid, y así
llegó a frecuentar también la casa de la condesa de Teba, la joven
y acaudalada viuda que, a pesar de sus hijas, ya unas muchachas,
de buen grado se dejaba aún hacer la corte. La condesa se complacía
en tratar aquel amable y discreto joven mejicano, que aparecía tan
a menudo por la casa de los Montijo, como si hubiese sido uno de
sus parientes. Naturalmente, el caballero mejicano trató también a
las dos hijas. Cuando Eugenia fué elevada a emperatriz de Francia,
la continuó tratando como antiguo amigo de la casa.

Para el papel de luchador en la batalla de establecer la monar-
quía en Méjico, parece contar con muchas condiciones. Su padre
pertenece al partido conservador de Méjico, en el cual sólo algunos
miembros aislados desean la monarquía, y cuenta con amistades e in-
fluencias en Madrid.

Gutiérrez e Hidalgo llevaron a cabo su primer ensayo en la ca-
pital de España; pero los hombres encumbrados por la revolución del
1854 no sentían ningún interés por los asuntos de Méjico.

Con la caída de Santa Ana, faltó a los dos luchadores el funda-
mento oficial de sus actividades, por más que no se preocuparon gran
cosa por ello. Fueron hurgando y trabajando sin desmayo, con mayor
razón cuanto que ahora no contaban con la fuente de ayuda material
de que disponían antes.

Alrededor de estos dos hombres, agrupáronse numerosos meji-
canos emigrados que, cuando la derrota de su partido, habían aban-
donado la patria, y, llevando consigo lo más que pudieron salvar de
sus bienes, habían buscado refugio en las capitales de Europa. Mien-



46 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

tras algunos de ellos transformáronse en perfectos europeos y olvidaron
a su patria entre los encantos de la vida de las grandes ciudades euro-
peas, otros, al contrario, sentían el espíritu del partido en lo más
profundo de sus corazones y no podían apartar la idea de la pérdida
de tantos cargos de importancia y las confiscaciones de tantos bienes
propios. Estos emigrados se afanaban en dañar lo más que podían a
los adversarios políticos que encontraban por las capitales europeas
y acuciaban a los estadistas de Europa contra el Gobierno liberal
mejicano. Y, en verdad, estos hombres consiguieron sembrar en el
ánimo de la pareja imperial de Francia, recién llegada al poder, la
semilla de una empresa en Méjico, tan vasta como azarosa.

En Méjico, proseguían sin tregua las luchas de partidos. Parti-
darios de la Constitución, clericales conservadores, fuerzas liberales,,
todos luchaban para alcanzar el poder. Los liberales se proponían ali-
viar, con la expropiación de los grandes latifundios del clero la es-
casez de medios económicos de la República. Su jefe, Benito Juárez,
un hombre de pura ascendencia india, alcanzó, en 1856, contando ya
cincuenta y cinco años, la presidencia de la República mejicana. Él
mismo se decía con orgullo un "verdadero azteca", y había crecido en
las más miserables condiciones. Sus padres, indios genuinos, en la lu-
cha por una vida difícil, no habían podido atender a la más rudimen-
taria educación del muchacho, que llegó a contar doce años sin saber
leer ni escribir. El muchacho, ávido de saber, era, empero, extraordi-
nariamente despierto. Un rico comerciante que se dio cuenta de sus
cualidades le pagó los estudios. Juárez, con unas dotes intelectuales
muy por encima de lo corriente, al llegar a la edad viril, dio muestras
de un carácter duro y dominante hasta la crueldad. Ofrecía un aspecto
exterior casi repulsivo para una sensibilidad europea. Aquel hombre
pequeño y cuadrado, con una cabeza voluminosa, aplastada por en-
cima, cubierta de lacias guedejas negrísimas, con sus ojos astutos y
fríos y una mancha roja en la cara, daba en toda ocasión muestras de
una energía indomable y una ciega confianza en el éxito de sus em-
presas aun entre las adversidades mayores. De la abogacía, fué a dar,
como de un modo natural, en las aguas de la política, y en su lucha
por la más alta magistratura de la nación, fué apoyado por los Estados
Unidos. Pero en verdad que no le resultó muy fácil navegar entre las
contrarias corrientes que agitaban el país.

La política era también en Méjico, como en todos los países sin
una autoridad fuerte, el terreno abonado para que un egoísmo sin
freno y la lucha partidista que de él derivaba fuesen el azote de la



EN EL AQUELARRE DE MÉJICO 47

nación. Pocos son los políticos que tienen suficiente grandeza de al-
ma para desplegar su actividad con un idealismo patriótico y un re-
lativo desprendimiento; mas estas cualidades no podían negarse a
Juárez; se enlazaban en él con un convencimiento de la justicia de los
principios liberales. v

En cierto espacio de tiempo desfilaron varios presidentes de dis-
tintos colores políticos. En 1859, gobernaba la República Miguel Mi-
ramón con sus ayudantes Márquez y Mejía. Constantemente estaban
en lucha contra Juárez, apoyado éste por los Estados Unidos. Mira-
món se encontraba siempre en apuros financieros, que influían des-
favorablemente sobre el número de sus partidarios y de sus soldados,
y, para remediarlos, acudía a los más osados procedimientos. Así, por
ejemplo, convino, en 1859, un contrato de préstamo con la banca
suiza Jecker y Compañía, por el cual entregaba valores del Estado
mejicano, con un importe nominal no inferior a 75 millones de francos,
por 3,75 millones de francos en dinero contante. Y no tardó mucho en
liquidarlo. Pero la enorme deuda subsistía. En tales condiciones, era
un presidente que no podía durar; fué derrotado en diciembre del
1860, en campo abierto, por las tropas de Juárez, y tuvo que huir a La
Habana. Quedábale, pues, libre el camino a Juárez, quien, en enero
del 1861, tomó las riendas del poder en la ciudad de Méjico, con la
firme decisión de no guardar consideraciones a nada ni a nadie, con
tal de que las cosas marchasen por el cauce que él tenía por justo.
Comienza por echar mano de los bienes de la Iglesia, los "nacionaliza"
a la manera moderna, suprime todos los privilegios del clero y declara
iguales en derechos todas las religiones.

Tan implacable como en el interior del país, fué Juárez con las
potencias extranjeras y sus secuaces. Cuando le presentaron al pago
los bonos de la banca Jecker, declaró simplemente que anularía por
decreto todos los acuerdos financieros con naciones extranjeras reali-
zados hasta aquel día, y negóse a autorizar el pago de los intereses
de los empréstitos llevados a cabo por los Gobiernos anteriores. Espe-
cialmente con las potencias extranjeras, procedió sin ninguna clase de
miramiento. Estaban muy lejos de Méjico y no podían proceder contra
él; entre otras razones, y lo sabía perfectamente, por hallarse profun-
damente divididas. Pero habían de resultarle más peligrosas de lo que
creyera. La tajante despreocupación del Presidente en el exterior y
en el interior sobrepasó toda medida. Su actitud de entonces consti-
tuye ya el preludio del drama cuyo escenario iba a ser Méjico en los
siete años siguientes.



Capítulo IV



Una mujer se mezcla en la política



Mientras tenían lugar en Méjico tales luchas en torno al poder,
los diplomáticos y los emigrados políticos mejicanos que ha-
bitaban en Europa no permanecían ciertamente inactivos. Los diplo-
máticos y representantes de Méjico eran depuestos según su matiz
político e iban alternando los cargos al servicio del Gobierno con la
encarnizada lucha desde la oposición. Uno de éstos fué don José Hi-
dalgo, que se negó a reconocer el Gobierno de Juárez. Propúsose, en
aquel punto, remozar su amistad con la Condesa de Teba y Montijo
de otros tiempos y hoy emperatriz de los franceses, a fin de utilizarla,
en lo posible, en beneficio propio y para ayuda de sus amigos políticos
en Méjico.

Cuando Hidalgo, en su viaje de Madrid a París, cruzaba la fron-
tera y descendía de la diligencia en Bayona, pasó ante el hotel el ca-
rruaje de la emperatriz Eugenia, que de su playa preferida, Biarritz,
se dirigía a Bayona para ver una corrida de toros que se celebraría uno
de aquellos días. Cuando la Emperatriz distinguió en la calle al caba-
llero mejicano que la saludaba respetuosamente, acordóse de su an-
tigua amistad con él, en la casa paterna; mandó parar el coche y llamó-
le para invitarle a una excursión marítima, con numeroso séquito, pro-
yectada para el día siguiente.

Aquel azar pareció a Hidalgo una señal del Cielo. Y no anduvo
remiso en aprovechar la favorable ocasión para exponer a la Empera-
triz el estado aflictivo de su patria y le ponderó cuan admirable era,
a su juicio, el plan de instaurar en Méjico una monarquía para, de tal
manera, salvar la raza latina y el Catolicismo en el Nuevo Mundo.
Harto contaba el mejicano, al hablar de este modo, con los sentimien-
tos españoles de Eugenia. Porque era emperatriz de los franceses habló
solamente Hidalgo de la "raza latina".

Escuchó Eugenia con creciente atención al joven diplomático,
que se expresaba en tono apasionado. Comprendía la magnitud de la
empresa: restablecer en un país desgarrado por el partidismo, orden,



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 49

paz y felicidad; pero ante todo le seducía la perspectiva de procurar
nuevas glorias y ventajosos acuerdos comerciales al Segundo Imperio.
Prometió a Hidalgo que hablaría del asunto con el Emperador.

El joven mejicano comunicó sin tardanza su conversación a Gu-
tiérrez, que habitaba en aquella sazón en Roma. Hidalgo tuvo la
suerte de cara; la Emperatriz tomó al punto un vivo interés en el
asunto. Era verdad que había logrado aprovechar un momento pro-
picio. Napoleón venía siendo cada vez más infiel a la Emperatriz,
aunque sin dejar por eso de quererla. El archiduque Max había adivi-
nado certeramente, al escribir a Francisco José, que el Emperador, ma-
rido de una mujer tan encantadora, andaba tras de todas las bellas.
Por aquellos tiempos, 1857-58, el Conde de Cavour, con prudente
premeditación, elegía para embajadora en París a la seductora y audaz
Condesa de Castiglione, que tenía encadenado al Emperador. Pero
no era la única. Numerosas, sin cuento, eran las mujeres que podían
alabarse del favor imperial. La Emperatriz, de un nombre intachable,
a quien nada podía ser echado en cara, de quien no corrían habladu-
rías de ninguna especie, sintió ante la conducta de su esposo, aunque
siempre volvía a ella arrepentido, pena al principio, y luego indigna-
ción; a menudo estalla su amargura en súbitas explosiones. Sentíase
Eugenia llena de confusión y vergüenza ante la idea de que toda Fran-
cia sabía que era una mujer engañada, que a pesar de su belleza no
sabía retener al marido. Mas era imposible cambiar las cosas, y la
Emperatriz, decepcionada de su felicidad conyugal, buscaba un de-
rivativo hacia el exterior.

Desde este momento, comienza a intervenir en la política. El
marido no se aviene al principio de buen grado a la nueva tendencia,
pero, finalmente, la deja hacer, porque tiene una conciencia poco
limpia para negarle algo con cierta energía. Poco a poco va acostum-
brándose al nuevo estado de cosas y termina por consultar con ella
todos los asuntos políticos.

La Emperatriz abrigaba muy poca simpatía por Norteamérica y
su nueva pujanza. Conocía muy exactamente cuánto se opinaba allí
de su marido y de la forma monárquica que se había dado Francia,
y de la consiguiente eliminación de la República. Pero la idea que tenía
de los negocios americanos era superficial en exceso para permitirle
un juicio ecuánime. Así, pues, hablaba a su marido de la jactancia
de los americanos, de sus "pretensiones republicanas" y de cosas pa-
recidas. "A la corta o a la larga — pensó una vez Eugenia — , será for-
zoso hacer la guerra a los americanos". Napoleón la escuchaba tran-



50 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

quilamente; no obstante, una escéptica sonrisa se insinuaba en sus
labios. En una de estas pláticas, le habló por primera vez de las
ideas y planes que le comunicara José Hidalgo referente a su patria.

La imperial pareja solía reunir numerosos huéspedes en Com-
piégne para las cacerías de otoño. Allí eran invitados, además de los
familiares, los amigos más íntimos, diplomáticos, entre éstos Ricardo
Metternich, hijo del gran canciller y embajador de Austria, las figuras
importantes en aquellos tiempos en artes y ciencias. La invitación ha-
cíase por grupos sucesivos y duraba unos trece o catorce días. Por la
mañana, cada huésped permanecía en su soberbia habitación y podía
emplear su tiempo como mejor le pluguiese; la comida era presidida
por la pareja imperial en la gran mesa de la galería de Enrique II,
la más suntuosa sala de banquetes que existía en el mundo. Por la
tarde, tenían lugar excursiones a caballo, en coche o a pie por el
parque o por los magníficos bosques de los contornos, así como ca-
cerías y otros deportes. Durante estos días proscribíase la rigidez de la
etiqueta; todos hacían y hablaban a su sabor, sin cortapisas. Con todo
ello hallaban los huéspedes propicia ocasión, más propicia que cual-
quier otra, para alcanzar cierta intimidad con la pareja imperial, y
para, entre bromas y conversaciones, fuese tal vez en la soledad del
maravilloso Salón Chino o acaso en los largos paseos, sacar a colación
graves temas políticos o para tratar de influir en las ideas y las accio-
nes de aquellos monarcas. Casi siempre Napoleón III confiaba a su
esposa la confección de la lista de invitados. Aconteció, pues, que,
por iniciativa de la Emperatriz, fué invitado José Hidalgo, en el otoño
de 1858, a Compiégne.

Ya el primer día, después de la comida, acercóse el Emperador
al joven mejicano, y, con gran sorpresa de éste, le rogó que le diese
noticias de su país.

Hidalgo respondió sin vacilar: "Señor, son muy malas las noti-
cias, y aquel país va a su perdición si Vuestra Majestad no se digna
prestarle ayuda".

La osada respuesta plugo al Emperador; condujo a Hidalgo jun-
to a una ventana, y departió allí con él sobre el asunto más de media
hora. El joven diplomático mejicano informó a Napoleón de cuanto
se había llevado a cabo hasta el momento aquel para instaurar en Mé-
jico una monarquía, pero obtuvo la respuesta de que en los asuntos
que atañían a América nada podía emprenderse sin contar con Ingla-
terra. "Hemos comunicado a lord Palmerston —y por el pronombre en
plural dejaba comprender que la Emperatriz había intervenido en ello—



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 51

que, para este fin, se precisan un ejército, millones y un príncipe".

Al proponer Hidalgo un candidato, no respondió el Emperador,
de momento; dirigióse a la mesa, bebió un vaso de vino, y añadió
luego: "Hemos pensado en el Duque de Aumale, pero no quiere
aceptar".

Maravilló la contestación a Hidalgo, quien nunca creyera que
sus palabras hubiesen sido de tal eficiencia que el Emperador se pre-
ocupase ya de la cuestión de la persona. Pero, al percatarse de ello,
redobló sus esfuerzos y su elocuencia para convencer al Emperador.

Napoleón parecía interesarse realmente por el plan de instaurar
una monarquía en Méjico, pero aun no atinaba cómo podría empren-
derse su realización. Sólo percibía con claridad que cualquier acción
en aquel país, no solamente podía herir la suspicacia de España y de
Inglaterra, sino que determinaría la resistencia de los Estados Unidos,
por cuanto sería un acto en contradicción con la doctrina de Monroe,
que no consiente a ninguna potencia europea intervención en las di-
refencias entre Estados americanos o la adquisición de territorios en
el Nuevo Mundo. Es verdad que por aquellos últimos años habíanse
revelado fuertes incompatibilidades dentro mismo de los Estados Uni-
dos. Los esclavistas del Sur luchaban contra el ideal de liberación de
los esclavos que propugnaba el Norte.

Napoleón III pensaba más fríamente que su esposa; de momento
le parecía todo bastante difícil aún.

"Me gustaría —iba diciendo Napoleón, cuando dejó a Hidalgo—,
pero no veo cómo podrá realizarse".

La actitud del Emperador fué acicate para el ambicioso joven,
que no cesaba de evocar a Méjico, de hablar de Méjico. Era algo
insospechado cómo le distinguió la Corte y qué lugar de confianza
logró ocupar en ella. No había perdido el contacto con Gutiérrez y
le enteró de sus gestiones, no sin una cierta reserva, porque deseaba
aparecer solo en primer plano.

A principios de enero de 1861, Juárez logra dominar la situación.
Sólo ofrecen resistencia algunos pocos generales del campo conserva-
dor, entre ellos Márquez y Mejía, en guerra de guerrillas. Pero el
orden no está restablecido del todo en el país. Asesinatos y robos es-
tán a la orden del día; ni los subditos de potencias extranjeras es-
tablecidos en Méjico quedan a salvo. A las demandas de indemniza-
ción, Juárez lo promete todo, pero nunca mantiene lo prometido. Por
ello las potencias europeas piensan mantener con energía sus peti-
ciones.



52 LA TRAGEDIA DE MAXIMD1IANO Y CARLOTA

Mientras, en el Norte, acaecían hechos de la mayor importancia.
A causa del problema de los esclavos, los estados del Norte y los del
Sur llegaron, en la primavera de 1861, a una implacable guerra civil.
Parecía como si la magnífica obra de unificación llevada a cabo en
1776 tocase a su término. Por el número de habitantes y por los medios
materiales, la lucha parecía desigual: a los veinte y dos millones de
habitantes del Norte oponíanse los nueve millones del Sur, de los
cuales millón y medio eran negros sometidos a esclavitud. Económica
y militarmente, las cosas no andaban muy diferentes, pero la ruda
energía y el fanatismo del Sur le permitió eventualmente grandes
éxitos, y la guerra prosiguió año tras año.

En Europa, que andaban muy mal informados de los asuntos
americanos, se opinaba en general atendiéndose al propio deseo: o sea
que el Sur dominaría al Norte. El Gobierno inglés fué, también
esta vez, el mejor enterado, y, por lo tanto, mantúvose en una extre-
mada reserva.

En lo tocante a las cuestiones americanas, Napoleón y Eugenia
tenían ideas muy confusas. La Emperatriz sólo veía en aquella guerra
una debilitación de los Estados Unidos, debilitación que suponía
favorable para sus planes mejicanos. Mientras tanto, Hidalgo redobla-
ba sus esfuerzos. Decidió que viniese Gutiérrez a París para ser in-
troducido en la Corte. Solamente el príncipe Ricardo Metternich, el
embajador austríaco, tuvo todo aquel proyecto de la Emperatriz por
un desvarío y no quiso tomarlo en serio hasta que recibiera informes
más satisfactorios. Pero Hidalgo fué ganando más y más influjo en la
Corte. Pasaba semanas enteras en relación continuada con la Empe-
ratriz, almorzaba y comía con ella, y la acompañaba a paseo. El joven
mejicano tuvo la habilidad de enredarla completamente en sus fan-
tasías.

Sin querer, Juárez prestó apoyo a tales planes cuando, el 17 de
julio de 1861, interrumpió los pagos de los empréstitos extranjeros
y con ello arremetió de cabeza contra las grandes potencias. El re-
presentante de España y, muy especialmente, el de Francia, que era
persona próxima al grupo capitalista de la banca Jecker, presionaban
a favor de una intervención armada.

En Biarritz, tuvo noticia Hidalgo de tales hechos, y decidióse
2. dar ya en la corte de París el gran golpe. Un día, que, como de
costumbre, era invitado de los Emperadores, Hidalgo tomó aparte a
la Emperatriz, que se sentó en un pequeño taburete y le dijo casi al
oído que justamente había recibido importantes noticias: que las



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 53

nuevas parecían favorecer sus planes hasta tal punto, que estaba con-
vencido de la oportunidad de la intervención y de la proclamación
de la monarquía en Méjico. La Emperatriz lo condujo directamente
al despacho del Emperador e Hidalgo desarrolló su plan de que Fran-
cia, Inglaterra y España se presentasen con una escuadra y unas tro-
pas de desembarco ante Veracruz. "Méjico —afirmaba Hidalgo—,
ante la alianza de esas tres banderas, reconocerá el poder y la fuerza
militar de la empresa. Una infinita mayoría del país se amparará en
las potencias interventoras, aniquilará a los demagogos y proclamará
la monarquía, que es la única solución para salvar al país. Los Estados
Unidos —subrayaba Hidalgo— están en trance de guerra; no moverán
un pie, y es seguro que nunca intentarán luchar con las tres grandes
potencias unidas. Que se muestren las tres banderas aliadas, Sire —ex-
clamaba—, y garantizo a Vuestra Majestad que se levantará todo el
país en masa para apoyar tan bienhechora empresa".

Asintió el emperador Napoleón que la situación en Norteamérica
era favorable en aquel momento y, para gozosa sorpresa del joven me-
jicano, declaró que no dejaría de estar allí presente si España e Ingla-
terra participaban en la empresa y lo exigiesen los intereses de Francia.

En el curso de la conversación, discutióse el asunto de los posi-
bles candidatos al trono. Citáronse los nombres de diferentes prínci-
pes de países diversos; en todos aparecía una u otra dificultad. Hi-
dalgo habló repetidamente de un archiduque austríaco. 'Tero, ¿cuál
de ellos? —replicaba la emperatriz Eugenia—; seguro que el archi-
duque Maximiliano de ninguna manera querría aceptar". Siguió unos
momentos de embarazoso silencio, hasta que la Emperatriz, de súbito,
como siguiendo una inspiración interior, golpeóse el pecho con el
abanico y exclamó: "No sé por qué, siento como un presentimiento
de que, a pesar de todo, el Archiduque aceptará".

Hidalgo propuso que Gutiérrez hiciese al archiduque, en Viena,
una visita de exploración, cautelosa. Lleno de alegría y de grandes
esperanzas abandonó Hidalgo el gabinete del Emperador, telegrafió
en el acto a Gutiérrez y púsose en contacto inmediatamente con otro
tercer emigrado mejicano, el general Almonte, muy conocido por
sus proezas en la guerra de los Estados Unidos y luego embajador en
París destituido por Juárez. Este personaje había trabajado también
con gran actividad para obtener la protección francesa.

En Austria, se veía el asunto de muy diferente manera. El Conde
de Rechberg, ministro de Negocios Extranjeros, comunicó la opinión
de Metternich en el sentido de que aquel plan, por el momento, no



54 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

se consideraba de importancia práctica. Pero cuando el ministro de
Estado, Conde Walewski, hijo natural de Napoleón I y de la bella
dama polaca del mismo nombre, por encargo de la Emperatriz escri-
bió a Metternich proponiendo el nombre del archiduque Maximilia-
no y dejando comprender que el Gobierno francés, bien entendido,
"moralmente", le apoyaría, en Viena comenzaron a tomarse la cosa
más seriamente. El Conde de Rechberg informó al emperador Fran-
cisco José y hubo de comprender que su monarca no rechazaba el
plan tan incondicionalmente como él mismo. Encomendó el Empe-
rador a Rechberg, el 10 de octubre de 1861, que se encaminase a
Miramar, para ver qué decía su hermano de aquel proyecto.

Las negociaciones pronto revelaron al ministro hasta qué punto
fascinaba la corona al Archiduque. Toda la manera de ser psicológica
de éste y la influencia de su esposa, que anhelaba círculos más am-
plios donde desenvolverse, pues el ambiente de Miramar era bien re-
ducido, inclináronle a prestar oído a tales ofertas. Francisco José pa-
reció satisfecho ante la perspectiva de hallar quizá una esfera de in-
fluencia para su hermano, siempre lleno de inquietud, en una actitud
crítica constante, de tendencias liberales, que no procuraba más que
sinsabores y angustias, pero, a pesar de todo ello, muy querido en todo
el país; una esfera de influencia digna y gloriosa, muy a tono con la
grandeza de la casa de Habsburgo y, además, con la, y no menguada,
ventaja de alejarlo de Austria. Así, pues, el Emperador no dijo que
no, pero de ninguna manera quiso hablar a su hermano o hacerle
presión.

En primer lugar, sin duda tenía aquella empresa bastante de
aventura, y luego no había que echar en olvido que era menester velar
por el prestigio de la Casa. La inclinación a aceptar la propuesta pa-
recía, pues, un criterio general, pero era preciso condicionar la acep-
tación.

Rechberg recibió el encargo de observar al embajador en París
que hiciese presente estas circunstancias a los mejicanos y al Gobierno
francés. El emperador de Austria —así se afirmó a Gutiérrez confiden-
cialmente— no rechazará una propuesta efectiva y solvente, como no
lo haría tampoco el archiduque Max, quienes, al llegar la ocasión harán
honor a la voz de la nación mejicana. Es, pues, una condición precisa
el auxilio moral y material de dos grandes potencias marítimas y el
deseo de Méjico expresado claramente.

Gutiérrez acogió tales nuevas con entusiasmo. Metternich opinaba
escépticamente que el Archiduque era aceptado con exclamaciones



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 55

de alegría, pero en verdad solamente por algunos mejicanos de París.
La conformidad de Austria despertó un gran júbilo en la Emperatriz.
Napoleón III suplicó por carta a la reina Victoria de Inglaterra que
tuviese a bien participar en la empresa, por cuanto ésta era posible
como consecuencia de la guerra de Secesión que inmovilizaba a los Es-
tados Unidos. Las groseras ofensas del Gobierno mejicano ofrecían la
justificación más excelente para intervenir. El padre político del Ar-
chiduque, el rey Leopoldo de Bélgica, maravillóse sobre manera de que
en Viena se otorgase tanta confianza en tan importante asunto a los
manejos del soberano francés, cuando apenas hacía dos años había
entrado en guerra con Austria. Pero la idea de ver a su hija con una
corona imperial le hizo perder la fría objetividad de que solía dar
muestra, y no llegó a formular desaprobación alguna.

No obstante, Inglaterra se mostraba reservada en extremo sobre
la propuesta del Emperador. Lord Russell, por ejemplo, estaba con-
vencido de que cualquier intromisión en los asuntos interiores de Mé-
jico reportaría el más terrible desengaño a los que la intentasen. Pero
con Napoleón, a quien Inglaterra deseaba testimoniar cierta cordialidad,
no supieron usar palabras tan escuetas.

Como siempre que no hay acuerdo, fué convocada una reunión,
en este caso de las tres potencias, y de ella resultó un tratado, que pro-
ponía, ciertamente, una intervención, pero obligaba a las potencias a
la renuncia de toda ventaja territorial o de cualquier otra índole. Las
otras cláusulas venían a ser un compromiso entre encontrados puntos
de vista, y podían volverse e interpretarse según conviniese. Los Esta-
dos Unidos fueron invitados a firmar la convención, pero se tomó el
acuerdo secreto de no aguardar su respuesta. En realidad, España, con
el pretexto de las ofensas inferidas por Juárez a las potencias, se pro-
ponía recobrar su antigua situación en Méjico; Francia, ganar mediante
la instauración de la monarquía una gran influencia en el país, e In-
glaterra, únicamente que aquellas dos naciones no consiguiesen sus
objetivos. Sólo con este fin admitía aquella apariencia de colaboración.

El archiduque Fernando Max y su esposa estaban encantados
de aceptar aquella corona que se les venía a las manos, pero no dejaron
de objetar que, si bien era una empresa realmente muy brillante, pa-
recía erizada de peligros. Tanto para calmar su propia inquietud como
para justificarse ante su corazón y ante la posteridad, redactó el Ar-
chiduque una memoria sobre el problema de la aceptación de la coro-
na mejicana.

"Siempre he de estar dispuesto —afirmaba en ella—, en toda



56 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

ocasión de la vida, a sacrificarlo todo por Austria y el poder de mi
Casa, aun cuando sean menester sacrificios tan grandes como los que
ahora se me proponen. Pues el sacrificio es doble en este caso, para
mí y para mi esposa, y significa separarse para siempre de Europa y
de todas sus cosas. No desconozco las ventajas para Austria y para la
gloria de mi Casa que es preciso remozar, ya que es desde hace siglos
una útil costumbre de las grandes dinastías destacar príncipes de su
sangre en las posiciones avanzadas, para que desarrollen allí su activi-
dad y, tanto desde el punto de vista político como diplomático, cose-
chen beneficios para su tierra de origen. La gloria con que antaño bri-
llara nuestra Casa ha sido oscurecida por los azares de los tiempos
presentes; mientras los Coburgo han alcanzado trono tras trono y ex-
tienden su poder por toda la redondez de la Tierra, nuestra familia tu-
vo que ver cómo se perdían para ella dos reinos en Módena y Toscana".

El Archiduque reputaba un verdadero deber el jugar esta carta,
y ponía en evidencia este carácter del deber para disfrazar su ambi-
ción ante su propia alma. Pero es verdad que añadía que un príncipe
de la Casa de Austria no ha de aparecer con aires de aventurero, y pe-
día seguridades, especialmente en lo tocante a que no le fuese for-
zoso asistir al espectáculo de un pueblo dominado por unas potencias
extranjeras, sino que se le acogiera cordialmente en su nuevo país.
Carlota abundaba en estas mismas ideas y le fortalecía honradamente
en ellas.

Hasta entonces, Fernando Max sólo había recibido cartas directas
de un mejicano, de Gutiérrez, que en su abundante fraseología habla-
ban de continuo "de la salvación del país moribundo por el magná-
nimo Príncipe" y amontonaban lisonja sobre lisonja. El brillo de la
corona en perspectiva debía de haber cegado fuertemente al Archidu-
que, para que no sintiese repugnancia por un estilo semejante, repug-
nancia que asalta a cualquier lector imparcial. Es cierto que confesaba
el Archiduque que aquellas cartas sólo contenían "incienso y exclama-
ciones de júbilo", pero las nubes de incienso ejercían ya su influjo y
nublaban su altivo sentido del ridículo. Gutiérrez no andaba remiso en
enviarle libros y libros sobre Méjico, con el ánimo de captarle, de
aprisionarle en sus redes.

La cuestión de la monarquía mejicana con el archiduque Fernan-
do Max a la cabeza había sido puesta en marcha por cuatro mejicanos
solamente: Hidalgo, Almonte, Gutiérrez y su hijo. Arduos trabajos
pasó Gutiérrez para hallar el quinto. Fernando Max, empero, pro-
cedía como si un poderoso movimiento popular le ofreciese tan alta



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 57

jerarquía. Envió al punto una personalidad de su confianza, Sebastián
Scherztenlechner, a París para establecer contacto con los mejicanos
de allí.

Este hombre, un día ayuda de cámara en la Corte de Viena, ingre-
só en el séquito del Archiduque, y supo hacerse tan sobre manera in-
dispensable en la Casa de éste, y ganar tan enteramente su confianza,
que Fernando Max le nombró secretario privado; era un personaje
ciertamente hábil y activo, mas de cultura harto escasa. Pero cuando,
mediante la lectura de la correspondencia, con el tiempo, estuvo ini-
ciado en todos los asuntos, su posición fué siendo cada día más im-
portante y llegó a ejercer una verdadera influencia sobre el joven Ar-
chiduque. Llegado a esta sazón, trataba Scherztenlechner de ocultar
sus orígenes serviles; pero, de todos modos, aun cuando era ya un fun-
cionario directamente a las órdenes del Archiduque, no por eso dejaba
de cobrar su pensión como criado de la Corte.

Scherztenlechner reunióse en París con Gutiérrez y éste, por envi-
dia a Hidalgo, inmediatamente se propuso demostrarle que él, Gu-
tiérrez, era el factor dirigente entre los mejicanos. No obstante, él
mismo había dicho de Hidalgo anteriormente "que era el canal de la
alta diplomacia por el cual los mejicanos se relacionaban con la em-
peratriz Eugenia". Y no se arredraba en declarar, sin que se le helase
la sangre, que todos los mejicanos importantes opinaban como él.
Aun al propio Scherztenlechner se le excitaban los nervios ante la
insufrible fraseología de Gutiérrez; por otra parte, lo encontraba "lle-
no de un encendido amor a la Patria, un hombre de unos puntos de
vista nobles, patrióticos, elevados, así como practicables y rebosantes
de buen sentido". Harto difícil había de ser para un simple criado,
que apenas sabía donde se hallaba situado Méjico, juzgar sobre tales
materias. Por más que acertaba plenamente qué cosas habían de resul-
tar agradables a los oídos de su señor.

Cada vez se iba sintiendo más ligado el Archiduque al proyecto;
dirigióse al rey Leopoldo, y también al Papa, solicitando su consejo
respectivo en aquella coyuntura "importantísima, quizá decisiva, de
su vida", implorando las bendiciones y la poderosa ayuda que juzga-
ba necesaria para el buen término de su empresa. El papa Pío IX, que
aguardaba del gobierno de un príncipe católico un robustecimiento
de la influencia católica en Méjico, le contestó con unas cuantas fra-
ses hechas de felicitación.

Gutiérrez tornábase cada vez más apremiante. Su madre política
permanecía en Miramar entre los que rodeaban al Archiduque. Envía-



58 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

ba a su yerno indicaciones para tratar a éste. Le recomendaba muy es-
pecialmente que halagase su vanidad. De acuerdo con ello, Gutiérrez
bombardeaba al Archiduque con las cartas más melifluas que puedan
imaginarse.

En el ínterin, Hidalgo se daba cuenta, desde París, de que su
paisano se aprestaba a ganar el primer lugar; Hidalgo quería guardar
para sí toda la gloria, por lo que no permitía que Gutiérrez se viese
con la pareja imperial y alejaba del Emperador a todos los mejicanos,
con excepción de Almonte, a quien era forzoso abrir la puerta, por
tener el plan de convertirlo en el representante de confianza del Em-
perador en Méjico, ya que Hidalgo estaba firmemente resuelto a no
arriesgar su persona por ningún precio en el aquelarre de Méjico y a
no trocar por los peligros y zozobras de allí la deliciosa vida en una me-
trópoli mundial como París y el brillante gran mundo que allí le fes-
tejaba. Cuando el ex presidente conservador Miramón vino a París
y quiso entrevistarse con el Emperador, halló la puerta cerrada. Sus
paisanos se habían adelantado. Al tener noticia de un plan monárqui-
co para Méjico, aseveró a todos los que le quisieron oír que no había
en Méjico partido alguno que representase una tal tendencia.

Contra eso, mostraba Hidalgo unas palabras escritas por Santa
Ana, donde, desde su refugio, una isla de las Antillas, ofrecía sus ser-
vicios a los monárquicos mejicanos de París y declaraba que, no sólo
un partido en Méjico "sino la inmensa mayoría de la nación ansiaba
el restablecimiento del Imperio de Moctezuma".

Cada mejicano radicado en Europa pintaba la situación y las lu-
chas de su patria según convenía a sus deseos particulares y políticos.
Era realmente difícil ver claro en aquella confusión, y mucho más para
quien se hallase tan totalmente desorientado en asuntos mejicanos co-
mo el Archiduque.

Entre tanto no se le ocultaron ni las palabras de Miramón, ni la
inexistencia de un partido monárquico, ni tampoco tantos avisos y
reconvenciones como se formulaban de todas partes. Así, el Presidente
del Consejo de ministros de España había hecho notar la imposibili-
dad de crear algo duradero en Méjico, y aun el propio obispo mejicano
Labastida, que vivía expulsado en Roma y estaba altamente interesado
en una monarquía católica, fué de opinión que era menester mucho
ánimo, habilidad, energía, paciencia y buena fortuna para obtener
éxito en aquel país.

También Metternich dejó oír de nuevo desde París su voz llena
de avisos y amonestaciones. "¿Cuántos cañonazos se necesitarán — di-



UNA MUJER SE MEZCLA EN LA POLÍTICA 59

ce— para instaurar un emperador en Méjico, y cuántos para mantenerlo
aUí? La guerra, un día u otro, acabará en Norteamérica, y la doctrina
de Monroe, "América para los americanos", con la que esta aventura
europea ha de chocar, volverá a ser un hecho actual y eficiente".

Estas consideraciones y otras del mismo tenor hubiesen podido
inclinar al Archiduque a la meditación, pero de poco le valieron los
avisos. Fernando Max se entera de todo ello, lo lee todo, pero aparta
pronto de sus manos la lectura decepcionante y pesimista y prefiere
embriagarse en las aduladoras y brillantes frases de Gutiérrez y com-
pañeros. Como tantos hombres, tiene el Archiduque la aciaga particu-
laridad de sólo querer ver las cosas rosadas y agradables para cerrar
los ojos a las arduas y difíciles. Sólo oye lo que quiere oír, y lo demás
resbala sobre su ánimo sin dejar huella.

Así, pues, a cada instante su destino le iba hundiendo más y más
profundamente en lo incierto; sin freno, iba siguiendo en su embriaguez
el fascinador fuego fatuo de la lejana corona imperial. Pero amonto-
nábanse dificultades ingentes, cuya superación hubiese exigido largos
años y tal vez venían a ser como un dedo orientador señalando que
se estaba tentando lo imposible.



Capítulo V



La aventura guerrera de Méjico



Las tres potencias firmaron una convención a finales del 1861, en
Londres, y estaban preparadas para la expedición transatlántica.
Temían los mejicanos de París que España intentase reconquistar,
con tropas acantonadas en la cercana Cuba, la antigua colonia. Lo
que podía determinar el fracaso de su plan de una monarquía con
un archiduque austríaco a la cabeza. Es por lo que Hidalgo apremia
con insistencia al Emperador y a la Emperatriz para que envíen a Mé-
jico, a más de marinería, verdaderos pantaions iouges, o sea soldados
del ejército de tierra. Napoleón se niega al principio; pero cede final-
mente a las peticiones insistentes de su esposa, que defiende la causa
mejicana con su apasionado temperamento y el ardor de una mujer
enamorada de su idea.

El almirante jefe de las fuerzas navales francesas recibe una orden
secreta, que, en desacuerdo con lo tratado en Londres, le autoriza even-
tualmente para ampliar la acción militar hasta la ocupación de la
ciudad de Méjico. Ya en este punto, la parte sana de la población y
los partidos monárquicos habían de comunicar a los aliados, como
si fuese el deseo de todo el pueblo, el plan que los emigrados mejica-
nos urdieran en París.

Sólo Inglaterra estaba resuelta a no moverse de la costa. En Lon-
dres se teme a Norteamérica, a pesar de la Guerra de Secesión, y exis-
te el firme propósito de mantenerse a la expectativa. El número de
tropas que se destinaban a la empresa era escaso de manera irrisoria.
¿Cómo se llegó a pretender dominar un país, que era cinco veces tan
grande como Francia, con seis u ocho mil hombres? El embajador de
Napoleón, empero, que actuaba al mismo tiempo como encargado
de negocios de los capitalistas franceses, exige una indemnización, muy
vaga y más bien tirando al exceso, de no menos de 60 millones de
francos "por los daños inferidos a subditos franceses en las constantes
revueltas del país y a causa de las leyes contrarias a los intereses extran-
jeros". ¡Pide además que sea cumplido el convenio con la banca Jecker,



LA AVENTURA GUERRERA DE MÉJICO 61

es decir, que se paguen 75 millones de francos por 3,75 que recibiera
Méjico!

Inglaterra y España miran con malos ojos aquellas excesivas exi-
gencias de Francia y no se adhieren a ellas. He aquí cómo comienza
ya la discordia entre las potencias.

Juárez, por su lado, promulga una ley que amenaza con la muerte
a quienquiera que preste cualquier suerte de ayuda a los forasteros
intrusos, medida que tuvo por consecuencia que los mejicanos nativos
mostrasen una extremada reserva con los extranjeros. Éstos no hallan
en todas partes sino rostros hostiles o contraídos por el temor, pues
se temían los efectos del decreto de Juárez. La cosa no era tan sencilla
como pintaban los emigrados de París y como se había contado a la
pareja imperial. De momento, los Emperadores vivían aún en el mun-
do de las ilusiones que se hicieron brillar un día ante sus ojos.

Percatóse muy pronto el Gobierno español de las dificultades de
la empresa, y como, por otra parte, era manifiesto que en los asuntos
de Méjico, Napoleón parecía seguir sus intenciones particulares y su
propio camino, fuese perdiendo muy pronto en Madrid el interés por
la aventura mejicana. El mismo comandante en jefe francés, recono-
ció que era harto exiguo el número de sus tropas ante el indeciso pro-
ceder de España y de Inglaterra, y que, en aquella acción contra Mé-
jico, su país se veía enredado en una campaña de imprevisibles resul-
tados. Se mostró, pues, con una gran reserva y, por ende, altamente
desagradable para los conservadores mejicanos y los emigrados de Pa-
rís. En la Corte comenzaron, pues, a perseguir enconadamente al
jefe francés.

Méjico está lejos de París, y aquí no se tenían por exactos los par-
tes y avisos del Almirante. La Emperatriz no creía una palabra de todo
ello, y cada vez sentía más entusiasmo por las cosas de Méjico y por ver
a su protegido Fernando Max en el trono que se proponían erigir.
Había conseguido disipar enteramente el escepticismo de su marido,
quien aseguró al enviado de Metternich que estaban en Méjico con
el fin de preparar el camino al Archiduque y para cumplir concienzu-
damente cuanto se le prometiera. El Príncipe había de entrar en es-
cena cuando se hubiesen orillado ya todas las dificultades.

Gutiérrez va enzarzando cada vez más al Archiduque en las redes
de nuevas lisonjas y fantásticas visiones del futuro. Pero su tendencia
clerical no tarda en patentizarse. Llega a obtener que le reciban en
la Corte y en el palacio de Miramar, y recomienda ante todo que se
permita que regresen a la patria los obispos mejicanos expatriados por



62 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Juárez, que vivían en Roma, ya que eran absolutamente de tendencias
monárquicas y podían ejercer su poderosa influencia en orden a la elec-
ción del Archiduque. De buenas a primeras, nombró arzobispo de Pue-
bla a Labastida, su amigo más íntimo.

En Miramar, habla Gutiérrez horas y horas al Archiduque de la
belleza de la patria lejana, de las desdichas de ésta, y del remedio que
cree que van a tener con la ventura que significa para el castigado pue-
blo mejicano la aceptación del trono por el Archiduque. Harto pru-
dente, silencia, no obstante, que hace casi veinte años que no asomó
por su patria.

Fernando Max sucumbe por entero al hechizo de las adulaciones
y seducciones de un futuro con tan atractivos colores pintado por
Gutiérrez. Puede, en verdad, estar satisfecho el mejicano de los resul-
tados obtenidos. En grandilocuentes palabras envía a su regreso una
carta al Archiduque testimoniándole su agradecimiento: le dice que
nunca olvidará el instante en que le viera por primera vez, y asegura
que aquel día pertenece, igual que el de su boda, a los más bellos de
su vida. Al final le suplica quiera ofrecer sus respetos a la Archiduquesa
"cuyos reales pies besa". Estas palabras aparecen subrayadas en la car-
ta. De tal guisa expresábase el hombre que gozó de la máxima influen-
cia, más que cualquier otra persona, sobre el Archiduque, durante la
época de la aceptación de la corona.

En aquella sazón, Napoleón III creyó llegado el instante de poner
a discusión el plan con el propio Archiduque. El Emperador consi-
dera las particularidades de la expedición y el problema de las garan-
tías a la corona que se ofrece. Pero deja traslucir que un cuerpo de
ejército austríaco, al lado de las fuerzas monárquicas y conservadoras
de los mejicanos, sería la mejor ayuda y sostén.

El Archiduque Fernando Max sintióse sobre manera lleno de go-
zo ante un tal paso del emperador de los franceses y, por su parte, dió-
se perfecta cuenta de que, en aquellos momentos, era indispensable
una discusión sin testigos, de los asuntos de Méjico, con el emperador
Francisco José. En los últimos días del año 1861, los dos hermanos se
encontraron en Venecia. Hablóse de problemas financieros, del cuer-
po de voluntarios austríacos, del traslado del ejército en barcos de
guerra austríacos, y aun de las nuevas órdenes y condecoraciones me-
jicanas, como si ya no existiese dificultad alguna. Francisco José no
veía con desagrado que tales actividades condujesen a tierras lejanas
a un hermano tan lleno de ambición.

Ya en esto, el archiduque Fernando Max escribe una carta al



LA AVENTURA GUERRERA DE MÉJICO 63

emperador de los franceses, cuyo tono de efusiva amabilidad muestra
bien a las claras hasta qué punto el Príncipe se halla encantado con
el plan, y hasta qué extremo agradece a Napoleón y a Eugenia que
defendieran su candidatura al trono. El emperador Napoleón transmite
su respuesta a Miramar por el general Almonte y corrobora en ella
que su deseo más íntimo es ver al Archiduque a la cabeza de una em-
presa "tan noble y generosa". "Nunca —afirma en su carta—, apareció
ante mis ojos una obra más grandiosa en sus resultados. Se trata no
menos que de salvar de la anarquía y la miseria a todo un Continente,
de dar a toda América el ejemplo de un Gobierno digno, de levantar
decisiva y valerosamente la bandera de la monarquía frente a peli-
grosas utopías y a sangrientos desórdenes, de una monarquía apoyada
sobre una libertad real y un sincero amor al progreso. A su debido
tiempo llevaré a cabo cuanto de mí dependa para facilitar a Vuestra
Alteza la realización de una idea semejante. No creo que encuentre en
Méjico una verdadera resistencia".

En ello había de engañarse lamentablemente el Emperador. Cuan-
do Almonte era aún huésped del Archiduque, acertó a llegar a Mi-
ramar el gran amigo de Gutiérrez, el obispo Labastida, y planteó al
punto el problema para él importantísimo, de los bienes de la Iglesia
"nacionalizados", es decir, confiscados por Juárez. El buen hombre
sabía muy bien que conviene forjar el hierro cuando está caliente.

Almonte toma consigo cordiales cartas de contestación para Pa-
rís. La archiduquesa Carlota escribe en hiperbólicas palabras a la Em-
peratriz y le agradece su colaboración en la "sagrada causa", que desde
buen principio "parece ya visiblemente dirigida por la Providencia".
El Archiduque pone repetidamente de relieve que tiene una con-
fianza absoluta en la ayuda de Napoleón para no sentir desmayo desde
el comienzo ante una tan elevada tarea.

Almonte emprende mientras tanto el viaje a su país natal, acom-
pañando a nuevos refuerzos franceses. Libre ya de este rival, consigue
Gutiérrez ser introducido junto a la pareja imperial francesa, por re-
comendación del Archiduque. Observa con sentido crítico al Empera-
dor, pintado siempre por Hidalgo con tan desfavorables colores. El
Emperador y la Emperatriz quedaron un tanto sorprendidos de las
reaccionarias opiniones y las frases inacabables de Gutiérrez.

Por aquellos tiempos eran profundas las discordias entre los con-
servadores mejicanos. Uno se prevenía del otro y acusaba a los miem-
bros más próximos del partido de quererse apoderar solos del poder en
Méjico "y de los restos de la hacienda pública" y de maquinar sinies-



64 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

tras venganzas. Así aparece el interior del partido que se sentía llamado
a preparar en Méjico los caminos de una transformación tan tras-
cendental.

De todas parte llueven amonestaciones y avisos. El embajador
austríaco en Washington moteja de aventura aquel plan que no puede
ser tomado en serio. Las potencias interventoras encontrarán las más
arduas dificultades, y sería altamente de lamentar que anduviese mez-
clado en ello el nombre del hermano del emperador de Austria. La
misma dependencia de un general en jefe francés era vergonzosa. El
embajador presiente de una manera profética el futuro, pero no se
le escucha. Cuando menos, el Archiduque. Por más que Metternich
desde París ironiza sobre el engañador entusiasmo de Napoleón y de
su esposa y se obstina en traer a la realidad aquella "insensata ocurren-
cia", "aquella quimera", Fernando Max va desarrollando imperté-
rrito su plan.

Inglaterra, antes como ahora, se mantiene en su reserva; con mor-
dacidad, lord Russell crítica a los emigrados mejicanos y sus castillos
en el aire. Un rey entronizado por un ejército extranjero —es su pa-
recer— será barrido en el acto cuando se retire el ejército que lo sos-
tiene. Situación semejante no sería ni digna ni segura. Maravíllase el
lord de que un hermano del monarca austríaco pueda sentirse atraído
por una realeza en tales condiciones. ¿Por qué se pretende, en nombre
de Dios, erigir una monarquía entre un mundo de verdaderas repú-
blicas? Se cree en Inglaterra más atinado aprovechar la primera oca-
sión para retirarse del todo de aquella empresa mejicana, tan contraria
a la doctrina de Monroe y vista con tan malos ojos por los Estados
Unidos. Esto pasaba en 1861, y, en 1862, los Estados Unidos se sentían
más fuertes y seguros que nunca por sus victorias contra los rebeldes
de los estados del Sur. Cuando se comunicó oficialmente al emba-
jador de los Estados Unidos en Viená que había sido ofrecida la coro-
na de Méjico al archiduque Fernando Max y que éste parecía inclinado
a aceptarla, el Gobierno yanqui declaró en una nota oficial que la li-
beración del Continente de la tutela europea era la característica prin-
cipal de la historia americana en los últimos cien años. Y que, cuando
menos, era muy poco probable que un cambio de dirección en sen-
tido contrario tuviese lugar con éxito en los cien años que comenza-
ban. Ello constituía una clara amonestación, pero en Europa, y espe-
cialmente en París, se creía que la fortuna en la Guerra de Secesión,
que proseguía, podía cambiarse aún. Sobre bases tan inciertas fundó
Napoleón en el porvenir su política mejicana.



LA AVENTURA GUERRERA DE MÉJICO 65

Aun sorprendía al mismo Archiduque que Napoleón apareciese
tan aislado. Mientras las otras naciones se iban apartando poco a
poco y en Viena había un ambiente de escepticismo, la figura del em-
perador francés quedaba cada vez más en primer término.

A todo eso, las cosas empeoraban más en Méjico de día en día.
Los representantes de las tres potencias estaban en abierta oposición.
Y las cosas se agudizaron aún con la llegada de los refuerzos fran-
ceses del general Lorencez, el hombre de confianza de Napoleón
en Méjico. Con estos refuerzos llegó también el general Almonte,
que adoptó inmediatamente, y con gran altanería, el papel de repre-
sentante del Emperador. Los españoles y los ingleses andaban tan
soliviantados, que de buen grado hubiesen atendido las pretensiones
de Juárez y hubiesen entregado a Almonte como traidor a la patria.
Napoleón, empero, comunica inmediatamente al Archiduque la llega-
da de refuerzos, como para demostrarle que "realiza todo cuanto cabe
para llevar el plan a buen término".

De hecho, lord Russell preparaba ya la retirada de Inglaterra
cuando dijo sonriendo con ironía al embajador austríaco en Londres:
"Es imposible que finalmente sostenga Napoleón la empresa con sus
propias fuerzas y logre poner en el trono a su Archiduque; pero, aun
en este caso, tenga la seguridad de que los servicios que les haya pres-
tado a ustedes habrán de ser pagados con creces, pues sabe usted muy
bien que nunca hace de balde cosas semejantes".

La disyuntiva de negociar con Juárez o intentar llevar a realidad
el plan de Napoleón en orden a cambiar la forma de gobierno y lle-
var el Archiduque a Méjico, condujo finalmente a la crisis. El repre-
sentante francés declaró a los españoles, con gran indignación de éstos,
que, en el fondo, no era el Archiduque lo que le interesaba, porque
era él mismo el que aguardaba ser el dueño de Méjico. Inglaterra no
quiso sei el hombre de paja de Francia ni de España. En tales cir-
cunstancias fué imposible la unidad de acción. Aquella misma noche,
tuvo lugar la ruptura. Los españoles y los ingleses retiraron sus tropas
y sus buques, y el peso de aquella empresa vino a recaer, desde aquel
punto, sobre Francia sola. Con ello fallaba la primera de las condi-
ciones exigidas por el Archiduque, la ayuda por lo menos de dos gran-
des potencias navales.

Juárez obtuvo su primer éxito a causa de las victorias del Norte
sobre el Sur en los Estados Unidos y de su hábil aprovechamiento de
las rivalidades de las grandes potencias; en lugar de tres grandes na-
ciones hostiles, ya no tenía delante más que a un solo enemigo: a Na-



66 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

poleón. Tales nuevas impresionaron al Emperador, pero la Empera-
triz, bajo la sugestión de Hidalgo, no desmayaba.

Rechberg y Metternich aguardaban que se consideraría terminada
la aventura de Méjico, pero no contaban con los deseos del Archidu-
que. Éste no se dejaba desanimar así como así. La emperatriz Eugenia
conseguía mantener en buen ánimo al Archiduque con más facilidad
que a su marido. Optimista, escribía la Emperatriz a la archiduquesa
Carlota: "El general Lorencez se considera dueño del país. Generales
y ciudades se ponen a su lado, el país está fatigado de tantas discordias
y sueña con un régimen estable que le conceda facilidades para desa-
rrollarse, y es por lo que pone toda su esperanza en la monarquía.
Gracias a Dios, estamos allí sin aliados. Constituye un hecho muy
notable que, mientras éramos tres en la tarea, ni un solo mejicano es-
taba a nuestro lado; pero, desde que nuestra acción se liberó de tales
cadenas, el país se siente lo suficiente seguro para poner de manifies-
to sus deseos. Todo el mundo se agrupa en torno de Almonte. Des-
graciadamente, cometiéronse al principio algunos errores; pero yo
nunca dudé del éxito de la empresa".

Pronto iba a ponerse de manifiesto que ligereza reinaba en la
corte de París cuando podía creerse que con seis mil hombres se do-
blegaría un imperio tan gigantesco como aquél. Además, el partido
monárquico no existía y los pocos conservadores no estaban de acuer-
do con los franceses. Cuando el general Lorencez atacó a Puebla,
fuertemente defendida por las tropas de Juárez, salió castigado por
rudos golpes.

Ya no se hablaba de un avance sobre Méjico. Podían sentirse
satisfechos si no eran obligados a retroceder a la costa.

Las nuevas de estas derrotas hacían cobrar nuevos bríos a Juárez
en su defensa, pero causaron una penosa impresión en la corte de
París. El Emperador y la Emperatriz andaban como atontados; el trán-
sito de las más atrevidas esperanzas a tales desengaños era demasiado
brusco.

Julio Favre pronuncia en el Parlamento un violento discurso, que
critica acerbamente y con todo detalle la empresa de Méjico. El poeta
Víctor Hugo, el más implacable enemigo del Emperador, publica des-
de su destierro de Bruselas una suerte de proclama a los mejicanos:
"Tenéis razón, cuando imagináis que yo estoy a vuestro lado. No es
Francia la que os hace la guerra, es puramente la Casa imperial". Juá-
rez manda al punto que tales manifestaciones aparezcan en carteles
por las esquinas de todas las poblaciones de Méjico. Ahora, empero,



LA AVENTURA GUERRERA DE MÉJICO 67

se trata ya del honor militar francés. Y es por lo que Napoleón no
quiere quedarse a medio camino.

En julio de 1862, es enviado un nuevo general, llamado Forey,
el tercer general en jefe ya, con dos divisiones, de las cuales una es-
taba mandada por el general Aquiles Bazaine, hijo de uno de los ofi-
ciales más queridos de Napoleón I. Forey recibe el encargo de apo-
yar a los mejicanos en su lucha por la monarquía. Napoleón le auto-
riza también para usar el nombre de Fernando Max como el del
candidato de Francia. Por lo restante, opina Napoleón que Méjico ha
de ser organizado como un dique indestructible contra los ataques de
la Unión Norteamericana, que trata por todos los medios de atraer
a su zona de influencia, en perjuicio de Francia, no solamente el
golfo de Méjico y las regiones de la América central, sino también
toda la América del Sur.

Napoleón cree llegado el momento de proceder con más dureza
respecto a los Estados Unidos, por cuanto parece haber mudado, en-
tre junio y julio de 1862, la fortuna de la guerra; los ejércitos del Sur,
mandados por el hábil general Lee, consiguieron grandes victorias, en
puntos importantes, no lejos de Washington, la capital federal. Por
lo que atañe al Archiduque, Napoleón anda algo confuso, después del
fracaso de Puebla, que siguió de poco a la carta tan llena de optimistas
esperanzas a la esposa del Príncipe. Afirma, sin embargo, repetida-
mente, al embajador Metternich, que el Archiduque puede confiar
enteramente en él.

Después se produjo una pausa, porque era forzoso aguardar que
Forey llegase a Méjico con su ejército expedicionario. Y para esto
se precisaban más de ocho semanas. Durante este tiempo, no llegaron
al Archiduque nuevas noticias y andaba pesaroso por miedo de que
el proyecto acabase en nada. Había lanzado toda clase de observacio-
nes y amonestaciones por la borda y estaba tan enzarzado en todo
aquel mundo de ilusiones alimentadas por Gutiérrez y sus compañeros,
que no hacía más que buscar ansiosamente argumentos en favor del sue-
ño de una corona imperial.

Por aquel entonces llegó un informe del encargado belga de Nego-
cios en Méjico, quien conocía la secreta ilusión de su rey por ver empe-
ratriz a su hija Carlota, y quien, por lo tanto, escribió en el sentido de
que todo andaba favorablemente a la monarquía mejicana y a los
planes que se intentaban llevar a la práctica. Naturalmente, entusias-
móse el Archiduque con semejante informe; aseguraba que era el más
interesante que había leído sobre aquel desdichado país deshecho por



68 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

las luchas partidistas, y opinaba que era el fiel reflejo del juicio des-
apasionado y clarísimo de un hombre realista que conocía el país y
los hombres y sólo obedecía al impulso de comunicar a su Gobierno
la verdad sin rebozos.

Kint von Roodenberck, el diplomático cuyo informe tanto ala-
bara el Archiduque, mereció de otros elementos un juicio muy dife-
rente. Estos observaron al Archiduque que se trataba de un personaje
nada conocedor de los problemas de Méjico, interesado personalmen-
te en el asunto del empréstito mejicano, muy enlazado con la inter-
vención francesa y de siempre muy dado a informar a su rey y a su
Gobierno de aquellas cosas que sabía habían de ser oídas con gusto.
Pero sus informaciones eran favorables a la empresa monárquica y
esto bastaba al Archiduque. Nada podía impedir que la piedra roda-
se al abismo.



Capítulo VI

Seducciones, lisonjas, intrigas
v castillos en el aire



Mientras tanto, el general Forey llegó, en setiembre de 1862,
a Méjico con los refuerzos, completamente resuelto a un avan-
ce más prudente y sistemático que el del temerario Lorencez, que se
quemó los dedos en Puebla. Elimina rápidamente la influencia de
Almonte y de su administración clerical y personalista y acorta las
riendas a los elementos mejicanos, con lo que se crea un peligroso
enemigo, ducho en arterías e intrigas. Juárez, por su parte, hace cuanto
puede para presentar la guerra como una lucha contra el invasor,
contra la opresión extranjera, para salvar la independencia del país.

En París, Mettemich trata de evitar que el Archiduque se
enrede de veras en aquella aventura y se propone por todos los medios
obligarle a la renuncia de una candidatura tan excesivamente proble-
mática. Pero Fernando Max rehusa; está plenamente convencido, como
afirma repetidamente, de que aquella empresa dirigida por "el genio
del emperador Napoleón" al fin y al cabo ha de tener un éxito total.
Desde Inglaterra, tratan de disuadir al Archiduque dándole espe-
ranzas sobre la corona de Grecia. Nada le hace mella. Todo lo en-
cuentra incomparablemente de menos valor; sueña con un imperio
gigantesco que un día pudiese extenderse sobre toda la América del
Sur, y está decidido, en cuanto la ciudad de Méjico caiga en manos
de las tropas expedicionarias, a emprender el viaje.

En París, de unos lados y otros, se reprocha a Hidalgo haber
enfrascado a Francia en una aventura sin solución; la Emperatriz,,
sin embargo, no cede. Es increíble qué privilegiada situación se
había ido creando poco a poco Hidalgo ante ella. En sus paseos por
la ciudad, la Emperatriz se hace acompañar por Hidalgo, y, el Jueves
Santo, visita los sagrarios con el joven mejicano, en lo que éste se
complace extremadamente y lo comunica alborozado a Miramar.

Gutiérrez e Hidalgo, aunque celosos el uno del otro, inundan,
al Archiduque con una profusión de cartas que llegan a constituir



70 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

un verdadero archivo epistolar. Pero de nada hubiese valido todo ello,
si, andando 1863, las cosas no hubiesen tomado para Francia un
curso favorable desde el punto de vista militar. El hábil lugar-
garteniente de Forey, Bazaine, consigue derrotar las fuerzas mejica-
cas de socorro que se dirigían a Puebla, entonces sitiada. Cae esta
ciudad, y con ella prisioneros los capitostes del partido juarista, tres
de los más destacados de los cuales, los generales Ortega, Escobedo y
Porfirio Díaz, consiguieron más tarde escapar de su cautiverio. Pero
a Juárez le quedaba deshecho el núcleo principal de su ejército y ya
no podía pensar en defender la capital. Era forzoso abandonar la
guerra campal con grandes fuerzas, y tuvo entonces su comienzo
la de guerrillas. El 7 de junio de 1863, el general Bazaine, al que
sigue Forey de cerca, ocupa a Méjico. Poco antes, Juárez había huido
de la capital hacia las provincias del Norte.

Estas noticias de Méjico despertaron una vivísima satisfacción
en la imperial pareja, atenazada, desde el fracaso de Puebla, por
cuidados y zozobras. Reviven ahora sus esperanzas; la Emperatriz
hace, más que nunca, caso de las palabras de Hidalgo y sus compa-
ñeros, y torna al convencimiento de que cuanto habían planeado
sobre Méjico puede ser realizado.

El emperador Napoleón, por su parte, había escrito al general
en jefe que eran preciso que Francia fuese absolutamente el poder
que mandase allí, sin que tal cosa, empero, apareciese al exterior.
Se había de dar la sensación como si se dejase a los mejicanos en
libertad de decidir, cuando en realidad era forzoso realizar totalmente
lo que en París se señalaba y estructuraba. A saber: ¡la monarquía
y Fernando Max! Napoleón daba gran importancia a las apariencias.
El mundo había de mantener la fe más completa en que el liberal
Napoleón se hallaba muy ajeno a cualquier intento de forzar el albe-
drío de los mejicanos, de someterlos a una dominación extranjera.

El general en jefe se pone activamente a la obra: constituye
una Asamblea Nacional con mejicanos conservadores dóciles a la vo-
luntad de Francia y les confiere la facultad de decidir sobre la futura
forma de gobierno. Juárez protesta solemnemente contra la arbitraria
fundación de corporaciones compuestas de individuos sin responsa-
bilidad y sin derechos públicos. Pero fué en este momento cuando
se creó un Gobierno provisional, al que pertenecían el general Al-
monte y el obispo Labastida, quien se presentó al ejército francés
y había sido elevado por aquel entonces al arzobispado de Méjico.

Los franceses sólo tenían ocupada una pequeña parte de Méjico,



CASTILLOS EN EL AIRE 71

que, poco más o menos, era como cuatro veces la extención de Fran-
cia en Europa. Propiamente, sólo las grandes carreteras que, de la
costa, cerca de Veracruz, van a la ciudad de Méjico y a los grandes
poblados de aquellos contornos. Donde gobiernan las armas fran-
cesas, aparecen al punto arcos de triunfo en los que se ven inscrip-
ciones favorables a la monarquía y al Archiduque. Surgen en seguida
manifestaciones públicas, que, ciertamente, proceden de pueblos
—como decía mordazmente el embajador inglés— habitados por dos
indios y un mono. Y no es difícil darse cuenta de que el país no
ocupado, la mayor parte de Méjico, ahora como antes, sólo reconoce
al presidente Juárez. Pero el Gobierno provisional no quiere perca-
tarse de ello. El Gobierno y la Asamblea Nacional se consideran
únicos representantes del conjunto de la nación mejicana y, el 12 de
junio de 1863, dirigen al archiduque Max un memorial rogándole
que se digne aceptar la corona. Al mismo tiempo, nombra el Go-
bierno provisional una diputación, que ha de presidir Gutiérrez de
Estrada y a la cual pertenece también Hidalgo, para llevar a cabo,
en Miramar, la ceremonia del ofrecimiento.

Al llegar la noticia a París, telegrafía Napoleón al Archiduque:

"A punto de escribir a Vuestra Imperial Alteza, recibo la no-
ticia de vuestra proclamación en la ciudad de Méjico como empe-
rador. Estoy altamente satisfecho de este primer resultado y aguardo
que muy presto todo Méjico seguirá el ejemplo de la capital y que
Vuestra Alteza será llamado para conducir el país a la prosperidad
que tanto anhela. La Emperatriz une a las mías sus congratulaciones".

Fernando Max da las gracias de todo corazón y anuncia la
nueva a su hermano. Éste dispone que Max venga a Schonbrunn,
para discutir con él el conjunto de aquellas cuestiones. Ante todo,
vuelve a insistir en que el Gobierno austríaco adopta una actitud
pasiva frente aquella empresa. La diputación que se apresta a ofre-
cerle la corona no puede jactarse de representar a todo el pueblo
mejicano. Y, ¿dónde anda el auxilio inglés? El Emperador parece
desconfiado, y todo ello es debido, sin duda, a serias amonestaciones
de su ministro del Exterior. Pero cada palabra de Fernando Max
revela el íntimo deseo de llevar a la realización aquel plan.

El embajador en Londres comunica que Inglaterra no hará abso-
lutamente nada para fundar o mantener el nuevo trono, y que carga
alegremente sobre Francia toda la responsabilidad y los azares de la
empresa.

De bien poco sirve todo ello: antes se deja seducir el Archi-



72 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

duque por una carta de Almonte, donde se le dirige ya con el
tratamiento de Sire y de Majestad y le incita a marchar para Méjico
tan pronto como le sea posible. Se le recomienda en Viena que
recuerde a Napoleón las condiciones que pactaron. Lo hace real-
mente, y el silencio de Napoleón no causa la menor impresión al
Archiduque. De nada sirve que el embajador inglés le haga indi-
rectamente presente cuan preciso es no echar en olvido el riesgo
de asomar la cabeza a un avispero tal: querer dominar a Méjico es
lo mismo que quererse beber el agua del mar. El cónsul norteame-
ricano en Trieste no vacila en profetizar que "quien aspire al trono
de Méjico y realmente lo alcance, puede estar muy contento si
sale con vida de la aventura".

Los contundentes juicios sobre aquella empresa que por todos
lados llegaban, alcanzaron finalmente los oídos de la archiduquesa
Sofía, la madre de Fernando Max, quien no cesaba de manifestar
sus cuidados en todas sus cartas. Entonces mostróse claramente que
Carlota también se hallaba enzarzada en el brillante sueño impe-
rial, y que no se dejaría disuadir fácilmente de su propósito. Contes-
tó a las observaciones de la madre del Archiduque que tales cuitas
eran infundadas, y que era necesario que no les causase la pena, a
ella y a Max, de ser de otra opinión, por más que cuando el Ar-
chiduque haya tomado su decisión no la modificará por ningún pa-
recer contrario.

Y algo más emprendió aún la archiduquesa Carlota: decidió
acudir a Bruselas, a su padre, para rogarle que quisiera interceder
cerca de Inglaterra. Confiesa el rey de los belgas que, en realidad,
nada puede hacer en favor de su plan, pero, codicioso de ver en-
cumbrados a sus hijos, no presiona a su hija para que abandonen
el proyecto, y por sólo esta circunstancia se apresura la Archiduquesa
a telegrafiar a su esposo: "Encantada, todo magnífico".

Napoleón procura que el Archiduque renuncie a las garantías
que él le había ofrecido y que son imposibles del todo y le escribe:
"Cuando el país se halle física y moralmente pacificado, el Go-
bierno de Vuestra Majestad será reconocido por todos . . . Los Esta-
dos Unidos saben muy bien que la nueva organización de Méjico
es obra de Francia y que nunca podrá ser atacada sin trocarse al
punto en un enemigo nuestro".

Mientras, llega a París la diputación de notables, a la cual
se unen allí Gutiérrez, como presidente, e Hidalgo como miem-
bro adjunto. El archiduque Fernando Max se dispone a recibir de-



CASTILLOS EN EL AIRE 73

bidamente a la diputación mejicana, y comunica a París y a Viena
la minuta del discurso que con tal ocasión piensa pronunciar. Nar
poleón está de acuerdo con el texto, pero Francisco José hace nu-
merosas reservas. El comienzo de la minuta del discurso rezaba
así: "El Emperador, como egregio jefe de nuestra Casa y yo, estamos
hondamente emocionados ..." En realidad, Francisco José no siente
nada que se parezca a tal emoción, y en consecuencia exige que se
retire su nombre del exordio del discurso. Además, el Emperador
desea que la declaración en que se acepta la corona mejicana no sea
una cosa tan precisa y tan categórica como se formula en el discurso,
y que se hagan constar expresa y repetidamente las condiciones que
le sirven de base.

Francisco José desea, además, que Austria no esté representada
oficialmente en la recepción de los delegados mejicanos, con el fin de
que la reserva del Gobierno austríaco aparezca con ello bien patente. Tie-
ne un vivo interés en los progresos de su hermano; pero no quiere ser
parte responsable, para el caso de que el plan dé un resultado negativo.

Gutiérrez anunció su venida a la cabeza de la diputación meji-
cana, en una carta tan extremadamente llena de lisonjas, que llegaba
a afirmar, entre otras cosas del mismo tenor, que, de puro respeto,
sólo con el sombrero en la mano se acercaban los mejicanos a las
imágenes de la imperial pareja que se veían profusamente por el país.

El 2 de octubre del 1863, llegó la comisión mejicana a Miramar
y, según lo convenido en el programa, fué recibida por sólo el Ar-
chiduque. En su discurso inacabable, perfecto de forma, chorreando
frases halagüeñas y lisonjas, describe Gutiérrez las desdichas de Mé-
jico bajo la forma republicana del Estado, y su anhelo de tener un
monarca con las prendas personales del Archiduque. Termina rogando
que se digne aceptar la corona de Méjico.

El Archiduque contesta brevemente; siguiendo la orden, no cons-
ta el nombre del hermano en el exordio y menciona solamente en
general "las garantías absolutamente indispensables para la libertad
y la independencia de Méjico", sin nombrar, no obstante, taxativa-
mente a las potencias marítimas que habían de procurarlas. Por otra
parte, cada palabra parecía expresar de manera harto manifiesta con
qué gozo sentíase inclinado el Archiduque a aceptar la corona. La
contestación fué considerada lamentable por Francisco José, mientras
el rey Leopoldo hallóla extiémement bien, por cuanto fué siempre
partidario de una solución positiva del problema. Solamente en su
larga conversación íntima con Gutiérrez el Archiduque expone todas



74 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

sus objeciones, de manera seria y apremiante. Le hace presente que
sólo la capital y los pueblos ocupados se han decidido a su favor.
Añade que él, el Archiduque, no puede exponerse a que la mayoría
del país se pronuncie por Juárez, cuando él se encuentre ya allí. Pero
en aquel punto entra en funciones la inagotable abundancia oratoria
de Gutiérrez, y muy pronto no queda ni una sombra de duda en el
alma de Fernando Max. Se deja convencer con poco esfuerzo y queda
más firmemente decidido que nunca a emprender el camino de Mé-
jico, aun cuando aquellas condiciones, que siempre tiene en la boca,
no se cumplan en absoluto, o no del todo. Carlota es de la misma
opinión. Tiene una infinita confianza en su marido. "Aunque la cosa
es realmente difícil, no puede decirse que sea imposible —escribe a su
abuela—, especialmente para Max. Lo que para cualquier otro sería
una locura no lo es para él". Teniendo en cuenta semejante estado
de ánimo en aquellos esposos, no es de extrañar la plena victoria
de la Comisión de emigrados mejicanos. Fernando Max acaba con-
versando con ellos sobre cuestiones de detalle, sobre un empréstito,
sobre la situación de su esposa como emperatriz viuda en el caso de
la defunción del Archiduque.

Napoleón siguió con interés el proceder del Archiduque ante
la Comisión mejicana. En la versión del discurso que reprodujo
Le Moniteur habíase falseado la expresión usada por el Archiduque;
"las garantías exigidas", en "las deseadas garantías". Comenzábase ya
en Francia, donde veían con harta claridad cuan apasionado se halla-
ba el Archiduque en la realización de aquel sueño, a representar el
papel de protector generoso, y se salía ya al paso del príncipe austríaco
con nuevos miramientos. La semilla de las incertidumbres sin fin ha-
bíase lanzado ya al surco. Fernando Max y Carlota, no obstante,
permanecían con las ideas y los pensamientos profundamente su-
mergidos en aquel mundo del magnífico imperio allende los mares.
Andaban presurosos hacia la propia perdición, porque nunca qui-
sieron tener por cierto lo que para todos era claro como la luz del Sol.

En el ínterin, Napoleón había colocado a Bazaine, en lugar
de Forey, a la cabeza del cuerpo expedicionario. Aguardaba de él
una rápida pacificación del país, así como una dirección política
más a su gusto. Y este trabajo había de realizarse muy rápidamente,
ya que la Asamblea Legislativa de París y toda la opinión pública
francesa no estaban muy de acuerdo con la expedición mejicana.
Urgía, por lo tanto, una rápida solución del asunto.

Los Estados del Norte de América, en lucha aún con los del



CASTILLOS EN EL AIRE 75

Sur, nada podían hacer en aquel momento contra la intervención
francesa en Méjico. En otoño del 1863, veíanse constreñidos aún a
guardar una neutralidad oficial. Bazaine siéntese lleno de confianza
y promete a Napoleón un resultado rápido y feliz. Pero los elementos
clericales, que aguardaban de la intervención francesa y de la ins-
tauración de la monarquía la inmediata devolución de los bienes de
la Iglesia, confiscados y vendidos en venta libre por el Gobierno de
Juárez, siéntense defraudados, ya que Napoleón parece disponer que
no vuelva a tratarse del asunto. Súbitamente, conviértese el clero
mejicano en un apasionado enemigo de la intervención y llega hasta
la osadía de excomulgar a las tropas francesas. Bazaine trata de hacer
entrar en razón por la fuerza a las más altas jerarquías eclesiásticas.

Almonte ve perfectamente claras las vastas consecuencias que
tales hechos pueden tener sobre el futuro del Imperio; pero con una
falta de conciencia verdaderamente diabólica, en sus cartas, que pare-
cen encaminadas a engañar al Archiduque, las considera como acae-
cimientos laterales, sin importancia. Habla de una "pequeña crisis",
de "una tempestad en un vaso de agua", por la cual el país no se
interesa ni poco ni mucho. "Vuestra Majestad —escribe el mejicano,
que ha usado innumerables veces frases parecidas en sus cartas— puede
venir a Méjico en la entera confianza de que no puede acontecerle
ningún fracaso; nada hay que temer, ni en el caso de un viraje de
la política napoleónica. Es preciso que Vuestra Majestad acelere lo
más posible su venida".

Las personalidades mejicanas interesadas en la empresa espolean
y acucian al Archiduque cada vez más. Sus juicios rotundos, se hallan
en oposición con los avisos y amonestaciones que llegan de todas
partes, y, para considerar el valor real de tales juicios, hay que tener
en cuenta que Gutiérrez, que escribe tales cosas sobre su patria, estaba
ausente de ella desde 1840, o sean veintitrés años, e Hidalgo desde
1848, o sean quince.

Gutiérrez se atreve ya a manifestar al emperador Napoleón
que las maletas de Fernando Max están a punto, que el Archiduque
aguarda solamente que se manifieste la voluntad del pueblo y pide
simplemente "seguridades, no garantías, que es una palabra que no
suena bien a ningún oído"

Con estas frases sofísticas borra Gutiérrez, no sin estar de acuerdo
con el Archiduque, de manera definitiva, una de las condiciones
que se exigían del Emperador, al principio la más importante, conditio
sine qua non.



76 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

No presta atención alguna Fernando Max a las amonestaciones
de su madre y prosigue entretejiendo sus fantásticos sueños. Era más
fecundo en proyectos e ideas de lo que en general se creía, y abri-
gaba concepciones que se resolvían en planes ilimitados. El Archidu-
que proyectaba, por ejemplo, que su hermano menor, el archiduque
Víctor Luis, de ideas algo ligeras y un temperamento muy difícil de
dominar, contrajese matrimonio con una de las dos hijas del empe-
rador don Pedro II del Brasil, que no tenía sucesión masculina, y
fundase, de tal suerte, una nueva rama de los Habsburgos en América
del Sur. Con ello pretendía obtener un poderoso sostén en Sudamé-
rica para su Imperio mejicano, y sus ideas extendíanse aún hasta
imaginarse que, andando el tiempo, muchas débiles repúblicas situa-
das entre Méjico y Brasil serían absorbidas y se formarían dos gran-
des reinos de la casa de Habsburgo que dominarían la mayor parte
de la América central y meridional. Pero su hermano reíase sin rebozo
de sus proyectos y así se fueron al agua tales fantasías. Almonte y los
otros emigrados acuciaban cada vez más al Archiduque, porque te-
mían que Napoleón se viese constreñido finalmente a abandonar la
empresa bajo la presión de la opinión pública.

La preocupación, tan extendida, de que a última hora el Ar-
chiduque saldría con una negativa, era, en verdad, infundada. En
general no se tenía una idea clara de cuánto influía sobre la decisión
del Archiduque el estado de sus relaciones con el Emperador su her-
mano. Contra su costumbre, Maximiliano lo expresó bien clara-
mente en una nota escrita de su propia pluma:

"Lacroma, el 20 de noviembre de 1863.

"Mi individualidad, tal como Dios y la Naturaleza me la dieron,
tal como la fueron modificando la educación que de mis padres re-
cibí y los azares del vivir, no puede sufrir ya variación, que, por otra
parte, no puede ser exigida de un caballero de firme carácter; cierta-
mente, corregiremos nuestras faltas por amor a Dios; el Yo propio,
claramente destacado, nadie es capaz de cambiárnoslo.

"Esta individualidad mía, este Yo característico, no encaja en
manera alguna con la tesitura espiritual de mi hermano mayor, y
esto me lo ha mostrado en toda ocasión de la manera más inequívoca,
más sin miramientos, más insultante casi. Le molesta mi liberalidad,
mi carácter juvenil y abierto; mis opiniones liberales le contrarían;
teme a la libertad de mi lengua; le asusta la exaltación de mi tem-
peramento; mi concepto de las cosas y del mundo, formado en tantos



CASTILLOS EN EL AIRE 77

viajes, le despiertan envidia. Él es el jerarca, representa la fuerza,
cosas que mi severo sentido de la rectitud me recuerda a cada ins-
tante; en tales circunstancias, sólo me queda, desde el punto de
vista de la religión y de la prudencia, ceder, apartarme sin enojo y
sin ostentación. En realidad, es lo que vengo haciendo, desde aquel
desdichado año 1859, en el reposo de Miramar y en la tranquilidad
de Lacroma. He procurado siempre pasar inadvertido y hubiese sido
mi mayor deseo que siempre se me hubiese dejado en paz y se
hubiera hecho honor a mi comportamiento. Ahora surge súbitamente
el ofrecimiento de la corona de Méjico y con ello una ocasión ho-
norable y legal para romper para siempre los lazos que me unen
a una existencia puramente vegetativa y olvidada. En mi lugar, ¿quién
con el corazón bien puesto y la plena fuerza de la juventud, con una
esposa a su lado activa y adornada de todas las virtudes; quién, digo
yo, no hubiese cogido aquella feliz ocasión con las dos manos?"

El Archiduque mantiénese firmemente en su criterio. "Si este
imperio llega a realidad — escribe a Gutiérrez — , tendré sin duda oca-
sión para demostrar a mi patria adoptiva que, donde sea preciso,
sabré poner todo el peso de mi persona y de mi vida". Y, no obstante,
en París, para Napoleón, las cosas andan con demasiada calma. Y
en sus conversaciones, el Emperador llega a decir que, si el Archi-
duque presenta condiciones que no puedan ser cumplidas, será cues-
tión de pensar en un príncipe español. Esta observación llega rápi-
damente a oídos de Femando Max. Es una puñalada en su corazón;
ya le parece que un contrincante se apresta a disputarle la corona.

En la corte de París se aguarda ya ahora el éxito de la expe-
dición en el interior de Méjico, que Bazaine en su último despacho
considera como inminente. Aunque es, naturalmente, imposible que
pueda dominar con su ejército relativamente pequeño una extensión
tan inmensa como la del país mejicano. Ha de limitarse a la ciudad
de Méjico y a la región muy poblada que la rodea. No obstante
emprende el general un feliz avance, conquista varias ciudades en el
norte y el noroeste del país y repetidas veces se ve obligado Juárez
a salir huyendo. Aquel indio duro, colérico y lleno de energía, está
muy lejos aún de abandonar la partida. Aunque sea rechazado de
pueblo en pueblo hasta la frontera de los Estados Unidos, su acción
de gobierno no cederá. Apoyado en secreto por esta nación y harto
buen conocedor de que en aquellos momentos vastos círculos del
país ven en él el defensor de la libertad nacional contra la invasión
extranjera, se aferra tenazmente a la seguridad de que a la larga lie-



78 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

gara el día en que los extranjeros sucumbirán al peso de la tarea que
se habrán impuesto.

Por muy brillante que en aquellos momentos aparezca la cam-
paña de Bazaine, no puede hablarse de una completa derrota de los
juaristas, pues, donde han sido batidos, parecen dispersarse a los cua-
tro puntos cardinales, para tornar a reunirse en cuanto las circuns-
tancias lo permiten. Se creó, pues, así una suerte de guerra sin fin,
una campaña inacabable, que agota y desmoraliza finalmente a las
tropas más valientes. La verdad de esta situación escondióse cuidado-
samente al Archiduque.

Éste, ante las dificultades que se van presentando, sepárase cada
vez más de sus famosas condiciones. Las garantías de Francia y de
Inglaterra exigidas un día las ha condensado ya en el esquemático
concepto de un simple reconocimiento y "un apoyo moral". La con-
dición exigiendo que la gran "mayoría de la nación aprobase el pro-
yecto", quedó reducida a ciertas grandes ciudades de Méjico. Sin duda
los informes de los mejicanos monárquicos eran favorables en extremo,
sobre toda ponderación. En una comunicación de Almonte desde
Méjico, se decía que, en el momento que el Archiduque tuviese aque-
lla carta en la mano, de los ocho millones de habitantes del país,
más de seis se habrían pronunciado ya a su favor. La huida de Juárez
y los suyos era general y presentaba caracteres de un verdadero pá-
nico. Tres cuartas partes del territorio, con cuatro quintas partes
de la población, se hallaban en manos de los franceses.

Mientras tanto, el mariscal Forey, llamado como dijimos a París,
informó prolijamente a Napoleón sobre Almonte, sobre la actitud del
clero, de los emigrados mejicanos y de la situación general, todo
en un tono pesimista. Fernando Max hubiese tenido gran placer en
verle personalmente y le invitó a Miramar; Napoleón temió, empero,
que el Archiduque oyese demasiadas verdades de la boca de Forey,
y prohibió la visita.

En Méjico luchaban al lado de las tropas francesas, contra Juá-
rez, los dirigentes conservadores y los generales Márquez, Miramón
y Mejía, con algunas, muy escasas, fuerzas del país. Juárez, como
suele acontecer siempre en la derrota, tenía que luchar en su campo
con la desunión y la discordia. Pero en tanto que algunos de sus
partidarios mostraban poca firmeza, otros le eran inconmoviblemente
fieles. A éstos perteneció Porfirio Díaz, que tenía su cuartel general
en Oaxaca, en el sur de Méjico. La misma población se mantenía
siempre fiel a Juárez en aquellos lugares donde no llegaban las ar-



CASTILLOS EN EL AIRE 79

mas francesas. A todo ello precisa añadir la ayuda moral, y secreta-
mente también material, de los Estados Unidos, y la voluntad del
Presidente dura, tenaz, inflexible, de superar aquellos tiempos. Bandas
armadas recorren el país y las tropas francesas son continuamente
atacadas por sorpresa.

Napoleón no está muy entusiasmado con su aventura de Méjico
y a menudo así lo deja comprender abiertamente a la emperatriz
Eugenia, la apasionada animadora de todo aquel plan. La Emperatriz
no columbra aún, ni por asomo, la dureza de la realidad, y aguarda en
plena confianza el feliz desenlace de aquel negocio.

Y, no obstante, la Emperatriz había sido avisada. El embajador
norteamericano le dijo en cierta ocasión: "Señora, el Norte vencerá.
Francia se verá forzada a la renuncia de su proyecto, y las cosas
acabarán muy mal para el austríaco". La Emperatriz, irguiéndose no
sin un deje de altanería, respondió muy excitada: "Y yo le aseguro
que, si Méjico no estuviese tan lejos y mi hijo no fuese aun un niño,
desearía de todo corazón que se colocase a la cabeza del ejército
francés para escribir allí con la espada las páginas más bellas de la
historia de este siglo". "Señora —contestó flemático el americano—,
dé Vuestra Majestad muchas gracias a Dios que Méjico esté tan
lejos y que vuestro hijo sea aún un niño". Enojóse la Emperatriz e
intentó contestar con más violencia aún; pero medió Napoleón, con-
siguiendo terminar aquella penosa escena. En lo sucesivo, ni el em-
bajador ni su hija fueron invitados a las fiestas de la Corte.

Eugenia está impaciente de ver a Maximiliano como monarca.
En los primeros días del 1864, pregunta a Hidalgo si el Archiduque
vendrá a París como emperador. Hidalgo se dirige a Miramar, inqui-
riendo si no es preciso ya que Maximiliano se mande hacer un uni-
forme de general mejicano y si ha de encargarse un sello con las
armas imperiales y la corona imperial para los documentos del Ga-
binete imperial y para los membretes de las cartas. Aun los medios
más risibles son empleados para presionar al Archiduque.

Entre tanto se ha decidido Napoleón a influir personalmente
sobre el Archiduque, y con este fin le invita a París. Él también co-
mienza a presionarle; todo lo que pudiese inspirar temor al Archi-
duque, como la cuestión de los bienes de la Iglesia, en la que casi
era imposible imponer un criterio justo, es disimulado meticulosa-
mente, a fin de que Femando Max no se asuste de su proyecto. Logra
el Emperador disuadirle de un viaje a Roma. "El Papa —escribía
ocasionalmente al Archiduque — querrá, sin duda, obtener compro-



80 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

misos. Si Vuestra Alteza Imperial los adquiere, puede no ser bien
visto en Méjico, y, si no los cumple, herir con ello al Padre Santo".

El rey Leopoldo sermonea a su yerno con vistas a su viaje a
París, y le aconseja que procure sacar de Napoleón, antes de salir para
Méjico, todo lo más que pueda en un contrato por escrito; ya que,
en realidad, el Archiduque le saca las castañas del fuego en la cuestión
mejicana. "Es indispensable, necesario —opina el Rey—, porque ahora
está aún en tus manos y no tú en las suyas. ¡Que el Cielo te
proteja!"

El 5 de marzo de 1864, el Archiduque y su esposa se dirigieron
a París. Aunque viajaron de incógnito, se les rendieron honores im-
periales a los príncipes. Todos los diplomáticos tomaron parte en las
solemnidades de la Corte; pero fué harto notada la ausencia del re-
presentante de los Estados Unidos. El Emperador está de un humor
delicioso: confía plenamente en que el Archiduque, aceptando la
corona de Méjico, le liberará de aquel mal paso y hará posible que
pueda, a no tardar mucho, cosechar pingües beneficios económicos
y comerciales para Francia. El emperador de los franceses está es-
pecialmente satisfecho, pues acaba de recibir uno de los despachos
de Bazaine de los más optimistas colores; de Bazaine, que quiere
conservar para sí a todo trance el favor de su soberano. Lo muestra
sin tardanza al Archiduque, le describe la situación de Méjico con
las tintas más rosadas, intenta convencerle de que va a encontrarse
allí muy bien acogido y en paz y que podrá emplear el producto de
los empréstitos en la construcción de líneas férreas y demás obras de
utilidad pública. Siéntese gozoso de poder procurar al Archiduque
la sensación, ciertamente engañosa, de que su elección es resultado
de la voluntad nacional.

Luego pasaron a tratar del contrato exigido por el Archiduque,
donde han de precisarse las condiciones para la ayuda que Francia
se compromete a prestar. En la parte secreta se estipula que "sean
los que sean los acaecimientos que puedan desarrollarse en Europa,
nunca habrá de faltar la ayuda de Francia al nuevo imperio", y que
el nuevo emperador ha de reconocer como legales todas las disposi-
ciones que hayan emanado de la Comandancia del Ejército francés
y del Consejo de Regencia. El cuerpo expedicionario francés, fuerte
de unos 38.000 hombres, ha de ser retirado gradualmente, en tal
forma que en 1867 queden aún 20.000 franceses en Méjico.

Más onerosas fueron las condiciones financieras propuestas por
el astuto ministro Fould. Poco avisado era el Archiduque en tales



CASTILLOS EN EL AIRE 81

materias, y el resultado fué que estampó su firma al pie de estipula-
ciones que ponían sobre aquel Estado, muy agobiado ya de deudas,
unas terribles cargas, en realidad imposibles de soportar. En primer
término, había de pagar Méjico los gastos de la expedición francesa
hasta el l 9 de julio de 1864; desde esta fecha, había de abonar a cada
soldado de Napoleón mil francos al año y, finalmente, el nuevo
Gobierno mejicano había de indemnizar a los franceses de los daños
que fueron el pretexto de la expedición. Una cuarta parte de los em-
préstitos levantados por el nuevo Estado había de ser reintegrada
inmediatamente al Tesoro francés.

La despedida al Archiduque, que, para gestionar las garantías,
después de París piensa dirigirse a Madrid y a Londres, fué verdade-
ramente cordial; la Emperatriz intenta disuadirle del viaje a Madrid
y le hace presente de una pequeña medalla de oro con la imagen de
la Virgen. "Os traerá buena suerte", le dice. Los emigrados mejica-
nos en París casi no logran contenerse de puro orgullo y ensoberbe-
cimiento. Hidalgo escribe al Archiduque que, en una visita al ministro
de Negocios Extranjeros francés, fué saludado con un bon /our, Triom-
phateur.

En Inglaterra halló el Archiduque una acogida más fría a sus
planes. El primer ministro, Palmerston, había dejado ya comprender
a una persona oficiosa que la imperial pareja y su real padre no
obtendrían en Inglaterra nada excepto algunas fiestas cortesanas y
cordiales apretones de manos; y los hechos confirmaron sus pre-
dicciones.

Desde Londres, dirigió Fernando Max una carta de agradeci-
miento a París, rebosante de afecto y cordialidad, en la que aseguraba
al emperador Napoleón que siempre encontraría en él una alma adic-
ta, fiel y agradecida. Napoleón contestó más efusivamente aún: "Os
ruego que siempre creáis y tengáis fe en mi amistad, pues valoro en
todo lo que se merecen los nobles impulsos que mueven a Vuestra
Alteza Imperial a la aceptación del trono de Méjico. Regenerar un
pueblo y fundar un imperio sobre principios que hallan su razón en
la inteligencia y en la moral, es una hermosa tarea, muy digna de
encender la más noble ambición. Tened la seguridad de que en la
realización de este cometido, que con tanto ánimo tomáis a vuestro
cargo, no os ha de fallar mi apoyo más entusiasta".

Napoleón trata de cargar sobre el Archiduque la empresa ago-
biadora que Francia, con la intervención, aceptó para sí demasiado
rápida e impremeditadamente, para de esta manera ir sacando poco



82 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

a poco las manos del juego. El Emperador cree aún en la victoria de
los estados del Sur de la Unión Norteamericana y aun tardará mu-
cho en darse cuenta del peligro que desde Prusia amenaza a Francia.
Además, cree también, con excesiva facilidad, en las posibilidades de
instaurar un imperio en Méjico y por ello empeña en esta carta, de
manera harto imprudente, su imperial palabra, que con razón in-
funde a Maximiliano un cúmulo de esperanzas.

La carta llega estando el Archiduque aún en Inglaterra y le hace
sordo a todas las amonestaciones que le dirigen allí. Para rehuirlas,
evita conversaciones y entrevistas, y sólo la anciana abuela de la archi-
duquesa Carlota, la desterrada reina de Francia, María Amelia de
Orleáns, consigue cambiar impresiones con ellos y expone la verdad
escueta a la joven pareja embriagada con los imperiales honores que
en París les prodigaran. La anciana reina lamenta vivamente la de-
cisión de los Archiduques y les augura un sombrío porvenir. En
su desesperación, exclama al despedirse de ellos: "¡Os estáis sui-
cidando!"

Aquel aviso de una mujer llena de experiencia de la vida, tam-
poco les hizo mella alguna; regresan, el 19 de marzo, a Viena, firme-
mente decididos a continuar avanzando sin desfallecer por el camino
fatal.



Capítulo VII



Despedida de la patria



También en Viena les fueron rendidos honores imperiales, por
lo menos en cuanto a las fórmulas y ceremonias. Una cena de
gala y la consiguiente soiiée en la Corte reunió cuanto había de más
brillante y distinguido en Viena. Pero, al día siguiente, la cara opues-
ta: se presenta el Conde Rechberg y solicita del futuro emperador
de Méjico la firma de un documento titulado "Pacto de familia",
donde se formula la renuncia completa del Archiduque y de sus
descendientes a los derechos de sucesión en Austria, mientras exista
un varón de la Casa imperial, por muy lejano pariente que sea.

Esta propuesta impresiona profundamente al Archiduque; la ne-
cesidad de una renuncia tal le revela la trascendencia del paso que se
dispone a realizar; su primer movimiento es negarse en absoluto a
firmar semejante documento.

El monarca austríaco, que tenía muy clara idea de la ambición
de su hermano más joven, quiso adelantarse tomando las medidas
pertinentes a fin de evitar que, en caso de su muerte, se plantease
el problema de una regencia para la minoría de edad de su hijo Ro-
dolfo, y ello pudiese acarrear consecuencias peligrosas a un imperio
constituido por un mosaico de nacionalidades, muchas de ellas anta-
gónicas. El emperador austríaco se mantiene firme y presenta la
cuestión a su hermano en blanco y en negro, o una cosa u otra: él
sólo daría su conformidad a la aceptación de la corona de Méjico
bajo la condición de la firma del acta de renuncia. En vano alega el
Archiduque que, en unos instantes que ignoraba por entero esta
irreducible condición, había empeñado su palabra con un pueblo
de nueve millones de almas, para salvarlo de una asoladora guerra
civil, y que, precisamente en tales momentos de azarosa perplejidad
se le constreñía a la renuncia.

Cabría preguntar por qué el Archiduque, en los momentos que
se dispone a la aceptación de una corona imperial, concede tanto



84 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

peso al problema de su renuncia. No hay que olvidar que la aventura
de Méjico no significa sino algo que se acepta faute de mieux, que
no tiene él una ilimitada confianza en el buen resultado de la em-
presa, como pudiera hacer presumir su conducta hasta aquel punto,
en verdad, que se dirigía a América con la mitad de su corazón sólo,
con el escondido propósito de abandonar, como fuese, a Méjico y a
sus gentes, y de emprender el camino de casa si el Destino le depa-
raba ocasión de subir al trono de los Habsburgos. Ni los mejicanos,
miembros de la segunda diputación, que permanecían por aquel en-
tonces en Trieste, logran interpretar el móvil de todo aquello. ¿Tal
vez piensa el Archiduque que, llegado el caso, puede ceñir su cabe-
za ambas coronas? De ninguna manera: abandonaría sin duda la de
Méjico.

Carlota está fuera de sí; sea como sea quiere salvar su plan. Acon-
seja embarcarse secretamente a bordo de una fragata francesa, ancla-
da en el puerto de Trieste y navegar rumbo a Roma o a Argel, para
aceptar oficialmente el trono de Méjico una vez llegados a cualquiera
de estos lugares. Cree que de tal guisa se habrían soslayado la renun-
cia y salvado los ancestrales derechos hereditarios. Fernando Max va
más allá aún. No se arredra de comunicar su renuncia a la corona de
Méjico, tanto a la Diputación mejicana que aguarda en Trieste, como,
por carta, al emperador Napoleón, con la secreta esperanza de que
estos presionen a su hermano de Viena y le determinen a retirar su
exigencia. La negativa del Archiduque no es tomada en serio, todo el
mundo la tiene por una maniobra. Cuando Napoleón, aguardando
cada día en sus conferencias con los comisionados mejicanos la noticia
de la aceptación definitiva del Archiduque, en lugar de la buena nue-
va, encuéntrase de súbito con la carta de renuncia a la corona mejicana,
manifiesta indignado a Metternich que él, Napoleón, encuéntrase
en una situación desairada ante la opinión francesa, sobre todo después
de concertado el empréstito. El problema de la sucesión de Austria,
dos años ha que debía estar resuelto. Sería verdaderamente terrible
para él que fuese forzoso a Francia declarar que toda la expedición me-
jicana va ahora exclusivamente a sus costas y bajo su única responsa-
bilidad.

No, de ninguna manera; el Emperador considera imposible una
negativa del Archiduque a los compromisos que ya tiene contraídos;
la cosa ha de encauzarse nuevamente y se ha de hallar una solución.

Si el Emperador se muestra intranquilo, la Emperatriz, que en
su fuero interno se reconoce más culpable, está aún más excitada, e im-



DESPEDIDA DE LA PATRLV 85

plora a Metternich, derramando lágrimas, que haga cuanto esté de su
parte para vencer aquella dificultad.

A las dos de la madrugada Napoleón ordena a un ayudante que
despierte a Metternich y le entregue la siguiente carta de Eugenia:

"27-111-1864, por la noche.

"Mi querido Príncipe: Acabo de recibir le contestación de Hi-
dalgo: El Archiduque está decidido a despedirse el martes de la co-
misión mejicana y a partir inmediatamente para Roma: renuncia a
sus sueños y quizá no volverá más por Austria. No quiero decirle nada
del escándalo que todo ello significa para la Casa de Austria; pero
respecto a nosotros es forzoso reconocer que aquí y allí nos han pues-
to toda clase de obstáculos. El hecho es, que precisa tenga usted tiem-
po suficiente para meditar a fondo la gravedad de que de un pleito
de familia, en realidad de poco importancia en relación con la situa-
ción del mundo, surja de improviso y confunda a todos en el justo
momento en que estaba ya convenido el empréstito y firmadas las con-
diciones. Le ruego nos haga saber su última palabra; la cosa es algo
seria. También le ruego que informe esta misma noche a su Gobierno.
Quede usted en la seguridad de mi pésimo humor, bien fundado en
verdad.

Eugenia."

El Emperador anuncia a Metternich, con la mayor urgencia, casi
las misma razones, y encarece la precisión de hallar rápidamente una
salida.

Al día siguiente, 28 de marzo, acude muy pronto Metternich
a las Tullerías. Y se apresura a dar toda clase de seguridades en lo re-
ferente a que su Gobierno desea más que nadie una feliz solución del
conflicto y que está dispuesto a dar las mayores pruebas de buena
voluntad. Las leyes de la familia prohiben en absoluto la aceptación
de un trono sin una previa renuncia de los derechos sucesorios.

'Tero esto tendría que haberlo sabido antes el Archiduque —ob-
jeta Napoleón—, y he de deciros que he tenido poca fortuna con Aus-
tria; parece ser como si en el último instante se me quiera dejar en la
estacada."

La Emperatriz se expresa en igual sentido con un ardiente eno-
jo; en el fondo, empero, ni ella ni su esposo creen realmente en una
ruptura definitiva. El propio Metternich se halla en un mar de con-
fusiones. "Realmente el escándalo de que salga al país la discordia
mortal de los dos hermanos sería algo muy grande", escribe a Viena.



86 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Me avergüenzo ya de imaginar esta lucha ante un tribunal tan poco
comprensivo de lo que es el derecho y la injusticia. La cosa me pare-
ce tan poco digna, que no puedo menos de lamentarme profundamen-
te de ello.

En la mañana del 28 de marzo, telegrafía el Emperador a Mi-
ramar:

"Estoy acongojado y confuso ante la noticia que acabamos de
recibir. Vuestra Alteza, en realidad, está comprometido con su honor,
conmigo, con los gestionadores del empréstito y con la nación me-
jicana. Los pleitos de familia no han de impedir a Vuestra Alteza
cumplir sus obligaciones. Piense Vuestra Alteza en su propia re-
putación. En este momento, una renuncia me parece ya imposible.

Napoleón."

Al mismo tiempo, envía Napoleón a su ayudante, el general Fros-
sard, a Miramar y a Viena, para conferenciar con Francisco José y
trasmitir a mano al Archiduque una carta del Emperador.

Aquella carta es la expresión del enojo de Napoleón ante aquella
inesperada vuelta de los acaecimientos. De súbito, encuéntrase sólo
el Emperador frente a las dificultades en Méjico y, además, censu-
rado por todo el mundo. "Escribo a Vuestra Alteza Imperial bajo
la influencia de la vivísima impresión que me ha causado la noticia
que ayer por la noche llegó de Viena y de Trieste.

"No es mi costumbre discutir los asuntos de familia ajenos, que, en
este caso, creo han de ser tratados exclusivamente por Vos y vuestro
egregio hermano; pero no puedo dejar de exponer ante vuestros ojos
cuan grave se presenta la actual situación, para Vos como para mí.

"Por el contrato que concertamos y que nos obliga mutuamente,
por las seguridades dadas a Méjico y los acuerdos llevados a cabo
con los firmantes del empréstito, Vuestra Alteza ha adquirido obliga-
ciones que ya no tiene las manos libres para soslayar. ¿Qué pensaría
de mí Vuestra Alteza, si yo, cuando estuvieseis en Méjico, de buenas a
primeras, os dijese que no puedo cumplir los pactos que había hon-
rado con mi firma?

"No, no es posible que podáis renunciar a la corona de Méjico,
que es como declarar ante todo el mundo que los intereses de familia
os obligan a defraudar todas las esperanzas que Francia y Méjico ha-
bían puesto en Vuestra Alteza. En interés de vuestra familia y en el
vuestro propio, estos problemas han de ser regulados y resueltos,
pues, en realidad se trata del honor de la Casa de Habsburgo.



DESPEDIDA DE LA PATRIA 87

"Os pido mil perdones por el tono, quizá un poco severo, de mis
palabras, pero son tan graves las circunstancias, que no cabe disimular
a Vuestra Alteza toda la verdad".

La cosa es dura: Napoleón sabe muy bien que en nada es tan
meticuloso el Archiduque como en materia de honor; al pie de la le-
tra, no tiene toda la razón el emperador francés; los contratos fueron
planeados en París, pero la firma definitiva había de tener lugar lue-
go que la aceptación oficial de la corona se hubiese celebrado en Mira-
mar. Ciertamente, las cosas estaban más avanzadas con el empréstito,
existían ya realmente convenios y firmas que obligaban; en verdad si
bien la aceptación de la corona era el supuesto natural y obligado,
no obstante, retroceder en el camino, hubiese resultado, en aquel caso,
lleno de grandes dificultades.

No sospecha el emperador Napoleón cómo habrá de situarse
más tarde él mismo en relación con uno de los párrafos de esta carta.
De palabra encarece sobre manera al general Frossard la convenien-
cia de insitir ante el Archiduque en el punto del honor, en el que
le sabía especialmente sensible, así como en forzarle a retirar su renun-
cia en atención a las firmas del empréstito.

En la noche del 27 de mayo y en la mañana del 28 del 1864,
el Archiduque fué materialmente asaltado por los mejicanos, para
obligarle a ceder y a no comprometer toda la empresa con su resisten-
cia a una petición que, relacionada con su situación en Méjico, no te-
nía importancia alguna.

También Carlota había redactado una dolorida renuncia a la
emperatriz Eugenia, cuando llegó el telegrama del emperador Napo-
león. Lleno de la dignidad de su Casa, personalmente apasionado por
el sentimiento del honor, penetrado por las mejores tradiciones de
los Habsburgos, no puede soportar el Archiduque que nadie en la
Tierra pueda dudar de su honor y descubrir en su limpio escudo de
armas una mácula que ofrezca la más leve sombra de justificación. Al
punto contestó por teléfono a Napoleón:

"La recepción de los diputados queda aplazada, las negociacio-
nes están en marcha: por sincera adhesión y simpatía a Vuestra Ma-
jestad llegaré hasta los límites extremos de lo que mi honor personal
permita. La noche antes de mi salida de Miramar se hizo llegar a mis
manos un incalificable documento para que yo lo firmase, sin habér-
seme mostrado con anterioridad. Poseo todas las pruebas que revelan
paladinamente mi lealtad".

Desde aquel instante, comienza Fernando Max la retirada ante



88 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

los deseos de su hermano, aunque no sin resistencia y mal humor.
Está dispuesto a la renuncia de sus derechos hereditarios si se le
promete un artículo adicional, absolutamente secreto, especialmente
ocultado a los mejicanos, estipulando que, en caso de abdicación o
pérdida del trono de Méjico, sea automáticamente restablecido en sus
primitivos derechos. Tal como aguardaba el Archiduque, se inten-
ta luego una acción directa del general Frossard sobre Francisco José.
Pero el Emperador austríaco permanece firme en su posición. Cierta-
mente, escribe a su hermano tres cartas autógrafas en las que le pro-
mete ayuda en la cuestión de los recursos financieros y le concede
permiso para reclutar un cuerpo de voluntarios; pero, en lo que atañe
a los derechos sucesorios en caso de que Fernando Max regresase de
Méjico, sólo expresa la promesa vaga de regular la situación del Archi-
duque dentro del Imperio en la forma que él encuentre compatible
con sus intereses. En Miramar, Fernando Max, entre cargos y acusa-
ciones, declara al general francés que su honor como archiduque y
como esposo no le han permitido proceder de manera distinta a como
lo ha hecho.

Tal como se lo ordenara, Frossard procura hacer constar que el
Archiduque, además de su honor privado, tiene un honor político
que le obliga ante Francia, ante Napoleón y ante el mundo. Responde
a ello Fernando Max que su obligación primera es atender al destino
de su esposa y de los hijos que puedan nacerle en lo futuro. Cuando
Frossard, con tono de apremio y de exigencia, observa que el honor
del Archiduque, comprometido con Francia, ha de prevalecer sobre
su dignidad particular, interviene entonces la archiduquesa Carlota,
y, recordando la observación de su padre, tan repetida en el curso
de la última entrevista que tuvieron, añade: "¡General, sabemos muy
bien que, yendo a Méjico, prestamos al emperador Napoleón un seña-
lado servicio!" A lo que contesta Frossard, dejando de lado cualquier
suerte de miramientos, que en todo caso el servicio es mutuo.

El 2 de abril, llegaron unas notas escritas del emperador Francis-
co José, que el Archiduque y su esposa leyeron detenidamente, aun-
que bien poco les satisficieron, ya que el punto principal permanecía
lo mismo. Cuando el Archiduque dejó comprender al Conde Rech-
berg la perspectiva de nuevas objeciones, respondió éste con enojo:
"Las tres notas remitidas a Vuestra Alteza son, de hecho, un derrama-
miento de la gracia y del afecto fraternal de Su Majestad. Desde que
ha hablado el Emperador, no es ya tiempo de una discusión o regateo.
Me veo en la obligación de lamentar la probabilidad de una réplica



DESPEDIDA DE LA PATRIA 89

escrita, con su consiguiente pérdida de tiempo, y aconsejo sinceramen-
te a Vuestra Alteza que procure no forzar y poner a prueba la pa-
ciencia de vuestro egregio señor, quien ha descendido ya al extremo
límite de su benevolencia".

El archiduque Fernando Max, empero, escribió nuevamente a
su hermano y, además, envió su esposa a Viena, con objeto de apo-
yar su solicitud con una apremiante intervención personal. Mientras
se entrega afanosamente en Viena a la tarea de convencer al cuñado,
Fernando quédase sólo con sus cuitas e inquietudes. Separado de su
esposa, que con el tiempo ha llegado a ser un apoyo tan indispensa-
ble en la cuestión mejicana, que tan profundamente siente Carlota,
percibe de pronto el Archiduque en aquellos momentos el dolor
cósmico del vivir, la congoja que asalta a muchos espíritus, no sobra-
damente robustos, ante las grandes decisiones y ante obstáculos y difi-
cultades. Hay momentos en que no querría saber nada de todo ello,
para sumergirse en la floreciente soledad de Lacroina, para vivir allí
en el seno de la Naturaleza y de sus bellezas. Pero el Archiduque ya
no es dueño de sí mismo. Napoleón no suelta su presa, no deja de
mano lo que ya creía poseer. Demasiado duran ya las negociaciones
en Viena y en Miramar, y llenan a los Archiduques de nerviosidad e
intranquilidad.

"Es absolutamente necesaria una decisión —telegrafía Napoleón
al general Frossard — . La noticia de tales vacilaciones producirá mal-
estar en Méjico. En Inglaterra, la Bolsa ya pone dificultades a nego-
ciar el empréstito. Todas estas cuestiones de familia debían haber sido
reguladas de antemano. No se puede dejar, sin grandes daños, a un
pueblo que aguarde, entre calamidades y miserias, mientras la escolta
del rey aun incierto monta la guardia en la zona tórrida entre los peli-
gros de la fiebre amarilla".

Nada esencial ha podido obtener la archiduquesa Carlota con
Francisco José, a pesar de sus desesperados esfuerzos. En Viena, se ha
recibido una nota de su padre, el rey de los belgas, que no quiere a
ningún precio que su yerno pierda ninguna de las prerrogativas que
le corresponden por la familia y el nacimiento. No obstante, desea
ver a sus hijos ciñendo la corona imperial. En consecuencia, según el
tenor de la carta, los Archiduques no han de renunciar a ninguno de
sus derechos sucesorios, pero tampoco han de abandonar la empresa
de Méjico, pues ya han avanzado demasiado las cosas, y la directa
consecuencia de una retirada a destiempo sería una confusión infini-
ta. Pero cuando el emperador de Austria declaró que estaba dispuesto



'90 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

a ir personalmente a Miramar para convencer a su hermano de la ur-
gentísima necesidad de la renuncia a sus derechos sucesorios, ya no
quedó nada más que someterse. Resignada con la ineludible fatalidad,
regresa la Archiduquesa a Miramar. Informa a su marido de su peno-
so viaje. Le expone su convicción de que nada puede esperarse ya, que
es forzoso firmar el acta de renuncia a los derechos; de lo contrario,
nada de bueno saldría, en realidad, de aquellos orgullosos planes del re-
nacimiento mejicano. Disipa las nubes de flaqueza que ensombrecían
el ánimo del Archiduque en su ausencia y, finalmente, el 9 de abril,
tomaron la resolución de renunciar a los derechos sucesorios.

A pesar de todo, feliz, telegrafía Carlota a su padre: "Al Rey de
los Belgas, Windsor. Max ha aceptado, envíanos tus bendiciones,
Carlota".

En una carta desbordante de cordialidad, anuncia Fernando Max
al emperador francés su dolorosa decisión. Asegura el Archiduque que
en su próxima llegada a Méjico tendrá ocasión sobrada de demostrar
al Emperador su agradecimiento por las bondades con que incesante-
mente le ha colmado.

Esta carta no muestra solamente su final rendición, sino que en-
seña también, de manera impresionante, que el Archiduque no tiene
conciencia del papel que en la escena mejicana se le asigna en París
y que, ahora como antes, continúa creyendo en los nobilísimos favores
y bondades, dispensados por Napoleón, por más que Leopoldo le ha-
bía hecho notar repetidamente que las cosas andaban justamente al
contrario, o sea que era el Archiduque quien salvaba a Napoleón de
un mal paso. La gran confusión y congoja que sobrecogió al empera-
dor francés cuando por el asunto de los derechos sucesorios vióse ame-
nazado de una renuncia a la corona mejicana, debía de haberle ilus-
trado que si, tal como formulara Frossard, se hacían mutuamente gran-
des favores, en ninguna manera eran del mismo valor.

El 9 de abril, a las ocho de la mañana, llega el emperador Francis-
co José a Miramar. Su hermano le aguarda en el pequeño desembarca-
dero únicamente destinado al servicio del palacio. Apenas llegados a
éste, los dos hermanos se cierran en las gran biblioteca para discutir y
finalizar el asunto. La entrevista, que duró varias horas, fué movida y
un tanto violenta; ambos príncipes daban muestras de gran excitación
y lágrimas contenidas asomaban a los ojos cuando aparecieron al fin
en el gran salón del palacio, donde sus hermanos, con otros miembros
de la Casa imperial y los más altos dignatarios del Imperio, les aguar-
daban.



DESPEDIDA DE LA PATRIA 91

El archiduque Fernando Max había cedido: se disponían a fir-
mar el pacto de familia en presencia de los testigos que lo avalaban y
firmaban también a continuación.

Lanzáronse ya los dados, libre estaba ya el camino para la acep-
tación de la corona. El emperador Francisco José abandona inmedia-
tamente a Miramar. Cuando está ya a punto de subir al tren imperial,
le agobia como un presentimiento; se vuelve con lágrimas en los ojos
y se dirige rápidamente al Archiduque. "¡Max!", —exclama, y abre
los brazos a su hermano, y ambos se besan llorando. Era la última vez
que se veían en la vida.

Un día después, el 10 de abril del 1864, llegaron los miembros de
la Diputación mejicana a Miramar, en plena realización feliz de sus
aspiraciones, con Gutiérrez e Hidalgo a la cabeza. Vienen en sun-
tuosas carrozas de Corte.

En el salón de ceremonias del palacio, les aguarda la pareja im-
perial rodeada de un séquito brillante de dignatarios. Fernando Max
viste un uniforme de gala de almirante, que hace resaltar la esbelta
figura del imperial príncipe, quien aparece pálido de rostro, brillantes
los ojos de una inquieta nerviosidad, ante unas mesas sobre la cual vése
el acta de adhesión, que ha de ser el testigo de que cuanto allí se des-
arrolla es la expresa voluntad de aquel país.

Gutiérrez de Estrada, que con su celoso arte de seducción ha con-
tribuido más que nadie a la realidad de aquellos instantes, aquí en Eu-
ropa, en la seguridad de Europa, como presidente de la Diputación
mejicana, sabe encontrar aún bellas y conceptuosas frases para producir
la impresión engañosa de que es toda la nación mejicana quien ofrece
la corona imperial al Archiduque.

Ciertamente, ningún hombre en momentos tan importantes ha
tenido menos derechos para hablar en nombre de un país y de un
pueblo que este mejicano, alejado de su patria por más de un cuarto
de siglo, que se atreve a prometer al Archiduque, engañado y a ciegas
sobre las verdaderas circunstancias, "amor infinito y fidelidad inque-
brantable" en nombre del pueblo mejicano. Se abandona de tal suerte,
que llega a observar cuan visiblemente se percibe el dedo de Dios en
aquella obra que se está llevando a efectividad en aquellos momentos.
En numerosos pasajes de su discurso alude a la gloria inmortal que
aquella empresa ha de reportar al joven príncipe.

Todo aquel aparato del discurso de Gutiérrez, sin duda muy há-
bil y muy lisonjero para el Archiduque, habría encendido la sangre en
la cabeza de un oyente menos febrilmente interesado. Con una voz



92 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

temblorosa de emoción contestó el Archiduque en español al discurso
en francés: "Después de las inequívocas palabras de los notables de
Méjico, me puedo considerar con indiscutido derecho el elegido de
la nación mejicana. Así queda cumplida la primera condición que im-
puse. También las garantías, de que hablé en mi primera entrevista
con la Diputación mejicana, puédense considerar como existentes,
gracias a la magnanimidad generosa del emperador de los franceses.
Debo, pues, ahora aceptar la corona y he de procurar esforzarme, en
un incansable trabajo, para obtener la libertad, el orden, la grandeza y
la independencia de Méjico". De nuevo insinúa Fernando Max su
idea de organizar la monarquía sobre principios constitucionales. Con
una ligereza evidente alude a las garantías de España y de Inglaterra,
tan insuficientes que puede decirse que estos países venían a ser unos
puros observadores.

Al terminar la exposición de Fernando Max, toda la asamblea se
entrega a incesantes manifestaciones de entusiasmo. La solemnidad
de aquellas ceremonias no dejó de ejercer su influjo sobre los presen-
tes, muy pocos de los cuales conocían la verdadera trama del asunto.
Las exclamaciones resonaban entusiastas y llenas de emoción: jViva
el Emperador Maximiliano! ¡Viva la Emperatriz Carlota!

Al mismo tiempo es enarbolado en la antena de la torre del castillo
el estandarte imperial mejicano, de reciente creación, al que saludan los
estampidos de los cañones de los buques de guerra surtos en el puerto.
La fiesta no ha terminado aún: llega un telegrama del emperador Na-
poleón expresando la seguridad que puede tener Maximiliano I de
Méjico de sus sinceros sentimientos de amigo y de su decidido apoyo.

Inmediatamente después del acto de la jura y del tedeum, firma
Maximiliano la convención militar estructurada en París, luego el acta
del empréstito de 200 millones de francos, los decretos sobre la forma-
ción de sendos cuerpos de voluntarios austríacos y belgas, el de nombra-
miento de un ministerio y, finalmente, la elevación de Almonte a
representante del Emperador hasta la llegada de éste a Méjico. Ade-
más, lleva a cabo el nuevo monarca el nombramiento de los represen-
tantes diplomáticos de Méjico en Europa. Primero, Maximiliano nom-
bró a Gutiérrez de Estrada representante en Austria, pero éste rehusó
con grandes muestras de agradecimiento. Siéntese lleno de orgullo de
haber sido el primero en asentar en tierra mejicana el sillar funda-
mental de la monarquía, el primero que implorara del Archiduque la
aceptación de la corona, y esto le basta y sólo quiere su tiempo para
dar gracias a Dios. Por otra parte, es dueño de grandes riquezas y de un



DESPEDIDA DE LA PATRD\ 93

magnífico palacio en Roma, que no le vendría muy a gusto abandonar
para acomodarse en un hotel de embajada en Viena, donde a cada ins-
tante podía ser llamado a Méjico.

Hidalgo, que tampoco da muestras de querer trocar su agradable
posición en la corte de París por el ardiente país mejicano, fué menos
precavido, no obstante, y acepta el cargo de embajador de Méjico,
que se le propone, ante Napoleón III. El honor y la independencia
de Méjico, así rezan las instrucciones que recibe, son las únicas cosas
que no han de estar subordinadas al agradecimiento que se debe a Na-
poleón. Ya en el mismo día de su nombramiento solicita Hidalgo que
sus emolumentos, en lugar de los 60.000 francos ofrecidos, se hagan
ascender a 90.000. Sus gastos de representación y el decoro del Im-
perio así lo exigen y, además, las cosas están a unos precios tan altos . . .
El buen hombre sabe muy bien machacar el hierro cuando está calien-
te. Sin embargo, ni Gutiérrez ni Hidalgo se atreven aún a suscitar la
cuestión de sus bienes, confiscados en Méjico por Juárez.

Maximiliano no está hecho a resistir tantas excitaciones como has-
ta entonces ha tenido que soportar. Los esfuerzos físicos exigidos por
aquel cúmulo de actos oficiales y de ceremonias han dañado su débil
constitución física.

El médico de cámara del Emperador, el doctor Jilek, por otra
parte encarnizado enemigo de la empresa de Méjico y que al fin no
acompañó al Emperador a este país, ve acercarse, con creciente angus-
tia, un desquiciamiento del sistema nervioso de Maximiliano. En rea-
lidad, esta crisis comienza ya a producirse; cuando el doctor visita el
10 de abril a su cliente y señor, lo encuentra con la cabeza entre las
manos, hundido físicamente y desconcertado y abatido espiritualmen-
te. En aquellos momentos alcanza plena conciencia en el ánimo del
Archiduque todo el ingente peso que, sin apelación, se ha echado
sobre sus espaldas. Por la noche ha de presidir en la sala de fiestas del
palacio un gran banquete en el cual tomarán parte todos los invitados
a las solemnidades del día. A pesar de encontrarse en un precario esta-
do físico, movido por su vivo sentido del deber, no quiere en ningún
modo substraerse a tales obligaciones. El doctor Jilek, que teme un
colapso en la salud del Archiduque, intenta convencerle de que pro-
cure ahorrar sus fuerzas físicas y le propone que se haga representar
en la fiesta por su esposa.

Se retira, pues, aquel día el Emperador, para reponer, en contacto
con su médico, su equilibrio físico y moral. Mientras, la Emperatriz
corona la fiesta en la presidencia de la mesa maravillosamente ador-



94 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

nada, y hace los honores a sus numerosos invitados, sin el menor sín-
toma de excitabilidad, de tensión o de fatiga. Carlota aparece como ta-
llada en madera más dura, más resistente que su esposo, por lo menos
este era el parecer de cuantos tomaron parte en aquellas memorables
fiestas, llenas de misteriosos augurios.

La partida estaba señalada para la mañana siguiente, el 1 1 de abril;
pero fué preciso aplazar el viaje hasta que el Emperador se hubiese re-
puesto un poco. En el ínterin, Carlota representa a su esposo en todos
los actos oficiales; recibe a las numerosas personalidades que vienen
a testimoniarles su felicitación y a las Comisiones austríacas que expre-
san su sentimiento de ver al Archiduque lejos de la patria. La Empe-
ratriz tiene un saludo para todos, unas palabras, un gesto amable en
todo momento, sin fatiga, sin violencia, animada por el deseo de
cumplir con la mayor perfección posible las tareas de su nueva misión.

Al fin, el 13 de abril, siéntese tan mejorado Maximiliano, que
es cosa de pensar en el viaje. Redacta una carta para Napoleón, que
ha de acompañar a dos magníficas pistolas incrustadas que remite
a Hidalgo para que las ofrezca como presente al Emperador francés.
La Emperatriz encuentra insuficiente y defectuosa la redacción, y
ella misma escribe un borrador que exprese la emoción que en ellos de-
terminó el telegrama de Napoleón III e insiste sobre las promesas de
Maximiliano de hacer cuanto precise y esté en su poder para demostrar
dignamente su afecto y su agradecimiento sincero. Napoleón envía
las gracias por telegrama, reiterando sus mejores deseos de acierto
y buena fortuna para la joven pareja.

La partida fíjase para el 14 de abril. Hasta aquel instante, Ma-
ximiliano no se deja ver por nadie; lleno de melancolía, discurre por
las estancias del palacio cuyo plan trazara él mismo, cuya decoración
dirigiera en todo detalle según su gusto personal. Por última vez,
camina sobre las losas fantasmales de su jardín casi irreal. Lágrimas en
los ojos, pena en el corazón. Cuando, el día de emprender el viaje,
encuentra reunida a la servidumbre y se ve en el trance de despedirse
de cada uno de aquellos fieles servidores, su emoción es imposible ya
de sofocar. Sólo con esfuerzo consigue dominarse para poder decir
unas palabras de amistad, ahogadas por las lágrimas, al burgomaestre
de Trieste, que ha venido a despedirle. Aquel príncipe simpático, ama-
ble, justo y cordial era querido por todos. Y ahora queda bien pa-
tente: la participación de toda la población de Trieste es extraordina-
ria, todo Trieste está en los muelles y en el paseo que conduce al pa-
lacio para dedicar a su príncipe un saludo de despedida.



DESPEDIDA DE LA PATRIA 95"

En el exiguo muelle, todo cubierto de flores, se ve el bote de la
fragata Novara, el pendón imperial mejicano en el asta, ocho pares
de remeros, enhiestos en el aire, como cirios, sus remos, que aguarda
a la pareja imperial. Fuera del pequeño puerto, empavesados como
en las grandes solemnidades, la Novara y un buque de guerra francés,
el Themis, levan ya las anclas. En el séquito, no se ve ningún inglés,
pues ni el propio rey Leopoldo pudo obtener nada de Albión. En el
último instante llegan algunos telegramas, entre éstos uno muy emo-
cionante de los padres de Maximiliano:

"Buena suerte; nuestras bendiciones —la de papá y la mía— os
acompañan, así, como nuestras oraciones y nuestras lágrimas. Que Dios
os proteja y os guíe por última vez, adiós, adiós en la tierra de la pa-
tria, que, desgraciadamente, pisáis quizá por última vez. Desde el fon-
do de nuestro afligido corazón os bendecimos mil veces".

En el telegrama se pensaba otra cosa, pero el destino parecía
dirigir la pluma; realmente, aquellos padres no habían de ver más
a su hijo. Cuando Maximiliano lo leyó, su serenidad tan trabajosamen-
te alcanzada sufrió una nueva crisis; con pena consiguió su esposa cal-
marle algo. Entre las notas del nuevo himno imperial mejicano y el
rumor de los vivas y las exclamaciones de la población y de los que
se quedaban, la pareja subió al bote. Maximiliano aparece presa de
una intensísima emoción. Llena de piedad, dirige Carlota los ojos a
su marido y dice a la Condesa Zichy-Metternich, que estaba sentada
a su lado: "Regardez done le pauvre Max/ Comme il pleureJ" ( x )

Fuera de la rada están alineados el yate imperial Phantasie y una
flota de buques de guerra y mercantes, empavesados con brillantes
gallardetes de gala, las tripulaciones formadas sobre el puente. Han de
escoltar a la nave imperial durante una hora. El tiempo es maravillo-
samente claro, el mar terso como un espejo resplandeciente al sol;,
parece como si la Naturaleza quisiese calmar el corazón del Empera-
dor. Y, en verdad, la sangre de antiguo hombre de mar se fué reve-
lando; la calma, el reposo de a bordo surtieron efectos sedantes; al día
siguiente aparecía el Emperador en el puente, sosegado y de buen
temple.

Y, sin embargo, cuan terrible era la resolución que había tomado.
Unos pocos intrigantes mejicanos habían deslumhrado a la emperatriz
Eugenia y con ella a su marido y al Archiduque. Ha sido abandona-
do de las grandes potencias marítimas; su propio hermano, el empera-



(1) ¡Mirad al pobre Max! ¡Cómo llora!



96 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

dor de Austria, rehusa cualquier auxilio de su nación. Francia, el úni-
co sostén que parece firme, demuestra por el pueblo y el Parlamento
su desvío respecto al asunto de Méjico; tanto Napoleón como sus
ministros no piensan más que en repatriar las tropas lo más pronto
que puedan.

¿Y allá, en el desconocido país? Apenas si existen allí unos pocos,
los más gente interesada personalmente en el asunto, que defiendan
voluntariamente al príncipe extranjero que casi no conoce el idioma
del país. La mayor parte de los mejicanos adictos no hacen sino doble-
garse ante el peso de las armas francesas. Todo ello no puede consti-
tuir una base moral. Y, para colmo de contrariedades, el nuevo impe-
rio mejicano tiene por declarada enemiga a la Unión Norteamericana,
que sólo está aguardando el día que pueda resolver su intestina dis-
cordia para ayudar enérgicamente a Juárez, el indio indomable, en sus
esfuerzos para rechazar al intruso europeo que, con grave daño de la
doctrina de Monroe, intenta instaurar una monarquía en plena Amé-
rica, a las mismas puertas de la gran República. Y, además, el lastre
de los deseos del clero mejicano, de cuya satisfacción depende la ac-
titud de los altos dignatarios eclesiásticos, que sólo sueñan con ahogar
en germen cualquier agitación liberal.

Así andaban las cosas. Sobre unas bases tan deleznables cami-
nan hacia lo incierto, hacia el país lejano, aquellos dos príncipes llenos
de ideales de sabio gobierno y de levantadas esperanzas. Y el navio
abre veloz su indefectible camino por las rumorosas ondas azules.



Capítulo VIII



Primeras impresiones del lejano país



La crisis de postración del joven emperador ha sido dominada. De
nuevo agítase en él el gusto de crear, que su inactividad en Mira-
mar contrarió tan sobre manera, y se abre paso el gozo de penetrar en
aquel amplio círculo de acción que divisa ante sí. En lo sucesivo,
ocupará el primer lugar, como su hermano en Austria, y no le será
forzoso situarse en segunda fila ante el verdadero jerarca. En Maximi-
liano son características la caballerosidad, la innata distinción del pen-
samiento y un idealismo que brota de la ternura de su corazón. En-
tre sus desfallecimientos, él mismo se representa en brillantes colo-
res la empresa de volver a la felicidad un pueblo desventurado. Las
reconvenciones de su esposa, que todo lo ve bajo una rosada luz, no
dejan de surtir su efecto. Con ánimo alegre, Maximiliano mira de nue-
vo ahora hacia su porvenir.

Cuando, el 18 de abril de 1864, la Novara emboca el puerto de
Civitavecchia, entre los cañonazos de los buques de guerra anclados
allí y desde cuya ciudad piensa dirigirse a Roma, a fin de recibir
la bendición papal para su gran empresa, ha desaparecido de su áni-
mo todo temor; siéntese inundado de un llameante celo, la divina
centella de todo creador, sin la cual no somos bastante para sacar a
la luz nada grande y bello. Apenas si se hubiese hallado otro hombre
tan animado de buena voluntad, tan decidido a dar de sí lo mejor
de que fuese capaz, como aquel joven emperador en viaje hacia una
tierra lejana, cuyo gobierno había tenido la osadía de aceptar.

Con un derroche de esplendor le saludó la Ciudad Eterna, por
aquel entonces ocupada aún por las tropas francesas. Napoleón envió
la orden de recibir a su protegido con todo el fausto imaginable, y
en ello rivalizaron las tropas pontificias con las francesas, pues am-
bos soberanos aguardaban mucho de su huésped. El uno, la liberación
de Francia del laberinto de los asuntos mejicanos, donde se entrara
con tan injustificable imprevisión; el otro, el restablecimiento de la
Iglesia en su posición de antaño, o sea de predominio tanto espiritual



98 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

como económico, posición que Juárez le había arrebatado por la vio-
lencia. En Roma no se alcanza a precisar con verdadera claridad lo
que se aguarda del nuevo emperador. El vidrioso problema de los
bienes de la Iglesia no fué en realidad mencionado. Desaprovechóse
la ocasión de llegar en Roma a términos de claridad y Maximiliano
sólo solicita "un nuncio de buen sentido y de principios razonables",
con el cual "más tarde, en Méjico", todo pudiese ser regulado. Tuvo el
Emperador un oscuro presentimiento de las consecuencias de este ol-
vido cuando el Papa, en cierta ocasión, pocos instantes antes de comul-
gar, le exhorta a satisfacer en lo posible los derechos del pueblo, pero
sin echar en olvido que los derechos de la Iglesia son más altos y más
sagrados. Estas palabras encierran algo más que una insinuación, y
así pareció comprenderlo Maximiliano, pues respondió que, según
sus convicciones, sentía en su interior, junto a sus ideas de buen cris-
tiano que le impelían a cumplir sus deberes con la Iglesia, la con-
ciencia del jefe de un Estado cuyos intereses estaba también obligado
a defender. Estas insinuaciones fueron todo. Se evitó tratar a fondo y
con claridad el asunto.

Las solemnidades religiosas, que siguieron al recibimiento y a
las fiestas mundanas, el júbilo en las calles, la brillante recepción en
el palacio de Gutiérrez, acabaron de borrar las ligeras sombras que
pudiesen quedar en el ánimo del Archiduque. Antes, no se dejaba
seducir Maximiliano por tal género de cosas. Pero la alegría de su
nuevo modo de vivir, el gozar unos honores imperiales exactos a los
de su hermano, no dejaron de ejercer notable acción sobre su espí-
ritu; especialmente la Emperatriz aparecía a su lado radiante de feli-
cidad. Un testigo de aquellos días de Roma hace notar acertadamente,
comentando con ironía la severa vigilancia de las calles y la guardia
ante el barrio donde moraba el Emperador, que los franceses custo-
diaban a Maximiliano como si temiesen que en el último instante
se les escapase, pues a nadie más encontrarían para la corona de
Méjico.

Pero el temple de radiante felicidad de la imperial pareja se man-
tuvo y aumentó, si cabe, cuando, al pasar el navio imperial por Gibral-
tar y por las costas españolas, fué saludado por los cañonazos de ingle-
ses y españoles. Estos honores habían sido ordenados por la reina
Victoria para complacer al rey Leopoldo, y España siguió el ejemplo
de Inglaterra. Quedóse con ello infinitamente satisfecho Maximiliano,
pues no vio en aquel hecho una simple atención personal de la Sobe-
rana, que es lo que fué en realidad, sino una prueba de un cambio de



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 99

actitud de las potencias que habían sido hasta entonces enemigas de
su causa. Esperaba, pues, poder alcanzar aún sus garantías y su ayuda.
En verdad, Carlota tomó como base aquel hecho para escribir llena
de entusiasmo a la reina María Amelia: "Ahora estamos ya, desde el
momento que los cañones ingleses y españoles nos saludan, en re-
laciones oficiales con estas potencias".

Esencialmente distintas son las noticias que llegan de Washing-
ton. Adoptóse allí el 4 de abril un acuerdo por el cual la Cámara de
Representantes demostraba su completa repugnancia a reconocer una
monarquía que se levantaba sobre las ruinas de una república. Y
hacíase notar que tal acuerdo brotaba del conjunto sentir del pueblo
de los Estados Unidos.

Ahora como antes se especulaba demasiado en Europa sobre la
Guerra de Secesión dentro de la República de la América del Norte
y atendiéndose a ello se desdeñó el factor Estados Unidos y no se
tomaron suficientemente en cuenta los deseos y sentimientos de un
Estado tan poderoso. La desatención que en todo ello venía implicada
engendró en la Unión, precisamente porque de momento se hallaba
en la mayor o menor impotencia de aquel mal paso, cólera y resenti-
miento que habían de descargarse un día.

Estas circunstancias constituyeron, junto a las débiles garantías
de Inglaterra y de España, los defectuosos fundamentos financieros
y el insoluble problema de la Iglesia, el cuarto gravamen, no cierta-
mente liviano, con que venía a la vida la monarquía mejicana. Na-
poleón no se atrevía a usar con la Unión Norteamericana un lenguaje
claro e inequívoco: intentaba irlos calmando con frases y buenas pa-
labras y, mientras, hacer lo que le viniese en gana ante sus propias
barbas.

Esta táctica era tanto más peligrosa en aquellos instantes,
cuanto que el general Grant, militar de gran capacidad, fué nombra-
do general en jefe de los ejércitos de la Unión Norteamericana y
comenzaba a dirigirlos con gran coordinación táctica de gran estilo
y habilidad nada común. No obstante, Napoleón sentíase satisfecho
de ver finalmente a Maximiliano, que él juzgaba que le sacaría de
aquel callejón sin salida, irremisiblemente enfrascado en su viaje a
América. Escribió también por aquel entonces al emperador Fran-
cisco José comunicándole sus mejores esperanzas para el próspero
porvenir del imperio que su hermano acababa de fundar en el seno
del vasto continente americano. Con ello — decía Napoleón — , presta
a ambos continentes un servicio inapreciable, alcanza nuevas glorias



100 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

para la casa de Habsburgo y fortalece los lazos que han de unir al im-
perio austríaco con el imperio francés.

Mientras Napoleón redacta cartas de este tipo, llega a las manos
de Maximiliano un escrito anónimo que se ha recibido para el Empe-
rador en un puerto español:

"Méjico queda convertido en un imperio y Vos sois proclamado
su Emperador —lee Maximiliano con terror—, y ello da idea de una
falta de vergüenza de la que sólo Luis Napoleón es capaz . . . Tengo
un fusil que tira muy derecho y un pulso seguro, y os garantizo, por
mi honor, que hallaréis ocasión de comprobar estas cualidades en
cuanto os atreváis a pisar como usurpador el suelo de América. Venid
y vendréis a parar a mis manos".

En alta mar queda libre el Emperador de semejantes preocupa-
ciones. Vuelve a recobrar la confianza en sí mismo y en las largas
meditaciones de su viaje comienza a sentir arrepentimiento de aque-
lla acta de renunciación a sus derechos sucesorios, por la cual ha
perdido importantes prerrogativas que por su nacimiento le corres-
pondían. Su esposa abunda en el mismo criterio. Ella misma, de
propia mano, redacta un documento donde se declara la nulidad de
la renuncia por haber sido obtenida con violencia y proclama ante
Dios y los hombres:

"Afirmamos bajo juramento que nunca leímos el documento
ni jamás nos fué leído . . . Dado este caso, desde hoy protestamos
solemnemente contra este verdadero intento de usurpación".

Como testigos firmaron el documento el consejero destacado jun-
to al Emperador por el Rey de los Belgas, el secretario de Estado T.
Eloin, y aquel lacayo que había llegado a ser secretario del Empera-
dor, Schertzenlechner, los cuales aseveraban y daban fe de que la fir-
ma del Arcxiiduque había sido obtenida mediante una violencia moral.

Era cierto, verdaderamente, que Francisco José había sobrecogido
a su hermano en los últimos momentos de su estancia en Europa con
sus exigencias de renuncia, cuando, en realidad, había tenido bastan-
tes años para pensarlo. Por otra parte, empero, no puede justificarse
que se llegue a firmar un documento para protestar de él al poco
tiempo. Es pueril el argumento de que no lo habían leído ni les había
sido leído. Francisco José envió una copia a su hermano, Rechberg
les había expuesto prolijamente la cuestión; si Maximiliano no leyó
la copia no fué culpa de Francisco José, sino del propio Maximiliano.
Pero desde aquel punto no abandonó a éste la pena de aquella firma.
Será para siempre la causa de que las relaciones con su hermano se



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 101

mantengan en un plano de tirantez y de violencia . Una dificultad
más en su espinosa tarea.

Por lo demás, aquel ocio de seis semanas que duró el viaje por
mar les fué muy útil para preparar las medidas para cuando llegasen
a Méjico. En primer término, la organización de un Gabinete pri-
vado, de cuyos miembros se proponía exigir Maximiliano un tacto,
modestia, exactitud y prudencia especialísimos. No había de consti-
tuir únicamente el enlace del Emperador con su pueblo, sino tam-
bién influir tanto en la prensa nacional y extranjera como en la opi-
nión pública, procurándoles orientación. Había de obtener, además,
informes secretos sobre el estado de la opinión pública. ¡Cuan difícil
es, empero, hallar hombres que por su origen y por su educación pue-
dan presentar las requeridas cualidades! Entre los mejicanos ninguno
puede considerarse próximo al Emperador, si descontamos a Gutié-
rrez y a sus adláteres, que permanecieron en Europa. Quedan, pues,
a su alrededor, hombres como Eloin, que antaño fuera ingeniero civil
y, aunque masón, el niño mimado de la Corte de Bélgica; o como
Schertzenlechner, el típico representante de aquella calaña de ad-
venedizos, que en su desmedido afán de poder y dominio no tienen
medida ni objetivo preciso. Cuando Maximiliano escogió a Eloin para
presidir el Gabinete, Schertzerlechner, que con seguridad había con-
tado con ello, se molestó en gran manera, y desde aquel momento
reinó entre aquellos dos hombres de confianza del Emperador una
atmósfera de hostil desconfianza. En lo restante, Maximiliano pro-
curó formar a sus cortesanos según el modelo austríaco e introducir,
para salvaguardia de su dignidad y de su prestigio imperial, cierta dis-
tancia respecto a su persona, que responde al verdadero sentido de
la cortesía española.

Por tales razones nombró, estando aún a bordo de la Novara,
un maestro de ceremonias y un camarero mayor y comenzó a redactar
un ceremonial de la Corte, terminado más luego en Méjico, y que
comprendía un volumen no menor de seiscientas páginas, con nume-
rosos planos y dibujos.

He aquí que se acerca ya el navio a las costas de Méjico. El
aire paradisíaco, la lujuriante vegetación de las numerosas islas anti-
llanas embelesan a la imperial pareja. "Estoy encantada del mundo
tropical, no hago más que soñar en mariposas y colibrís", escribe
Carlota a su abuela. Crúzase la Novara con un buque de guerra ex-
tranjero, que lleva a bordo al embajador norteamericano en Méjico,
quien ha recibido la orden de salir del país en cuanto llegue el Em-



102 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

perador. Ahora se encuentran el Emperador, que llega, y el embaja-
dor, que sale. Las cosas no podían aparecer más claras.

Finalmente, el 28 de mayo, surca la Novara la rada de Veracruz,
saludada por las salvas de los cañones de los fuertes y de los buques
de guerra surtos en el puerto. De primer momento, todos permanecen
a bordo, hasta que llegue Almonte, que se ha retrasado algo, según
había avisado antes de Veracruz. Al llegar, se dirige inmediatamente
al buque para saludar a sus soberanos, pero la ciudad permanece en
silencio, nadie se mueve. La población, predominantemente liberal
y contraria a la intervención, quiere expresar sus sentimientos no
haciendo ningún caso de la llegada del Emperador. A primera hora
de la mañana del siguiente día, tímidamente los Emperadores pasan
por la ciudad camino de la estación. Un modesto arco de triunfo,
levantado a toda prisa, ha sido derribado por un golpe de viento. Las
calles están vacías, desiertas; ni rastro de una recepción solemne. El
Emperador siéntese oprimido por aquel espectáculo; a la Emperatriz
casi se le saltan las lágrimas. Los comienzos nada bueno prometen.

Almonte se esfuerza en distraer a la pareja imperial de aquellos
primeros momentos penosos y él personalmente está emocionadísimo
por el nombramiento, que se le ha comunicado, de gran mariscal y
consejero del Gabinete imperial, que el Emperador promulgó como
una distinción particularísima.

¿Qué significa esta dignidad? ¿Es realmente lo que el ambicioso
general aguarda, a saber, una situación que le permita ser la primera
personalidad en el país después del Emperador? No tardará en darse
cuenta del verdadero sentido de su cargo. Viene a ser una vía lateral,
hacia la cual el Emperador quiere derivarle, por cuanto Almonte
pertenece a los más rígidos conservadores, al partido cuya fama de
ultrarreaccionario conoce muy bien el Emperador. Y Maximiliano no
quiere gobernar con este solo partido, por más que haya subido al
poder con su única ayuda; quiere enlazar las diferentes direcciones,
estar por encima de todas las diferencias como un elemento neutral
y, más que nada, en manera alguna quiere mostrarse medieval, cleri-
cal, absolutista. La elevación de Almonte, de ideas demasiado retró-
gradas, a una dignidad cortesana de ningún poder efectivo, es un
verdadero síntoma del nuevo curso de las cosas. Pero de momento
resulta necesario deslumhrar al país.

Cuanto más va penetrando la pareja imperial en el interior,
adentrándose por la ruta Veracruz-Méjico en una región con predo-
minio de elementos conservadores, el recibimiento va tomándose más



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 103

efusivo y caluroso. Pero el camino está lleno, sin embargo, de ame-
nazas. Ya el primer día del viaje, muchas cosas resultaron a la Em-
peratriz harto sospechosas, no le hubiese extrañado que de improviso
apareciese una banda de guerrilleros con Juárez a la cabeza. El ferroca-
rril sólo avanzaba hacia Méjico un corto trecho; y entonces fuéles
forzoso, con todo el séquito, que ascendía a más de cien personas, pro-
seguir el viaje en unas primitivas y pesadas diligencias. En el pescante
del coche imperial viaja el jefe de la escolta, el comandante don
Miguel López, una figura de bella masculinidad. Aquellos coches eran
tan inseguros, tan difíciles de dirigir, que la empresa concedía un im-
portante sobresueldo en dinero si un cochero realizaba el servicio
durante un mes sin volcar. Desde que existe la empresa no se dio
nunca el caso de que se tuviese que pagar una de estas recompensas
durante la época de las lluvias, ni aun en la ocasión presente. Entre
una lluvia torrencial, entre una terrible borrasca, de improviso, se
rompe una rueda del coche imperial; a las dos de la mañana llegaron
los Emperadores al próximo lugar de Córdoba, los mejicanos se
excusan como pueden; el Emperador y la Emperatriz andan diciendo
a todos que se trata de un incidente sin importancia, pero Carlota
escribe a Eugenia, que precisaba toda la juventud y todo el buen
temple de ella y de su marido para no quedar deshechos por el golpe,
o cuando menos con alguna costilla rota. A la mañana siguiente, volcó
uno de aquellos imponentes carromatos sobre el encharcado camino;
de los seis ocupantes, sólo el recién nombrado presidente del Consejo
de Ministros imperial, Velázquez de León, pudo saltar a la carretera
por una ventana.

Aquel viaje compensa en cierta manera de los desaires del co-
mienzo. La guarnición francesa de Puebla se había preocupado de
preparar un solemne recibimiento.

Sorprende a la imperial pareja que, aparte de en las grandes
ciudades, apenas se vea un blanco. En los pueblos puramente indios
que atraviesan, acude presurosa la población para contemplar a los
rubios príncipes del Occidente que, según la tradición ancestral, ha-
bían de traer paz, libertad y venturas sin cuento a la raza tan opri-_
mida y vejada en aquellos momentos por los blancos. Las exclama-
ciones de júbilo, el estruendo de morteretes y fusiles, la aglomeración
de gente, explicable en buena parte por la curiosidad, y el lucido
séquito de los conservadores mejicanos, que en todas las poblaciones
importantes salían a caballo al encuentro del Emperador, pueden
llegar a producir la impresión de una acogida verdaderamente triunfal.



104 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El joven Emperador y la seductora y graciosa Emperatriz con-
siguen poner de relieve todo su atractivo personal. Pero existen, sin
embargo, elementos retraídos, no pertenecientes al partido conser-
vador, que andan preguntándose, llenos de dudas y vacilaciones, si
todo lo que acontecía era lo más conveniente y si la pareja de prín-
cipes, recién llegada al país, traería realmente prosperidad, riqueza y
poder para Méjico. Durante el viaje, Maximiliano ha progresado
mucho en el español y en todas partes da las gracias en discursos
que se aprende de memoria, citando con exceso inoportuno a Na-
poleón y el agradecimiento que le debe. Esto le separa del puebl-o y
rebaja su propia dignidad. En Cholula, oyen los Emperadores la santa
misa en el altar de un antiguo templo idolátrico de los aztecas donde
se sacrificaban víctimas humanas.

Antes de llegar a la ciudad de Méjico, visitan los Emperadores
el santuario nacional donde se venera la milagrosa imagen de Nuestra
Señora de Guadalupe, para lisonjear los sentimientos religiosos del
país. Cuando la pareja imperial sale del templo, les aguarda una
sorpresa. Cientos de coches ocupados por elegantes y bien ataviadas
mejicanas y con una escolta de jinetes vestidos de oscuro, a la euro-
pea, y con impecables guantes blancos, les salen al encuentro desde la
capital. No tardan en encontrarse también con los altos dignatarios
franceses, el comandante general Bazaine y el embajador Marqués de
Montholon, que vienen a saludarles.

El 12 de junio, hacen los Emperadores su entrada solemne
en la capital, entrada que había sido preparada desde semanas antes
por la guarnición francesa y el partido conservador del país, con
grandes persecuciones y amenazas de los elementos de la oposición.
El recibimiento fué cordial y ridículo a la vez. No puede ser calificado
de otro modo. Algunos centenares de vagos, aguadores, muchachos
callejeros y gente de parecida calaña, corren ante el coche imperial
enarbolando una larga caña de azúcar con un trapo colgado, que
quiere ser una bandera. Van gritando: "¡Viva el Emperador!". Por
un real más hubiesen gritado, sin duda, "¡muera!". Bandas de música,
reclutadas en todas las tabernas, indios medio desnudos tocando ins-
trumentos de viento, arman una bulla infernal. Una verdadera or-
questa de gatos. Después, viene el verdadero séquito. Los autoridades
municipales, Maximiliano y su esposa en un sencillo coche abierto;
seguidamente aquellos elegantes coches y la brillante escolta de jine-
tes. El recibimiento transcurre sin incidentes. Los elementos contrarios
han abandonado la ciudad o se han escondido; y así pudieron creer,



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 105

por un momento, los Emperadores en una explosión de verdadero
entusiasmo popular. Pasadas las primeras impresiones, pudo verse
muy pronto que todo había sido combinado por los directores de
escena. La verdadera opinión del país, a la larga, no pudo ser man-
tenida oculta, a pesar de los mayores esfuerzos.

La residencia donde son aposentados los Emperadores, el gigan-
tesco palacio de dos pisos de la Presidencia, parece un cuartel con
honores de fortaleza. Los trabajos de reparación, que la necesidad
obligaba a realizar rápidamente, no habían podido compensar un
abandono de largos años. Los aposentos destinados a los Empera-
dores son, comparados con las instalaciones europeas, de una falta
evidente de coníoit y buen gusto; ni tan sólo están libre de insectos.
Los Emperadores, en la primera noche que pasan en Méjico, tienen
materialmente que huir de los lechos para buscar más reposado des-
canso: el Emperador duerme algunas horas de la mañana en un
billar. Pero la joven pareja hablaba siempre de tales quebrantos entre
risas, con el mejor humor.

En su viaje habrán tenido ocasión de observar, y les sorprendió
vivamente, la enorme diferencia entre la vida en las ciudades de los
blancos y la de bajísimo nivel entre los habitantes indios.

"En la capital de Méjico —escribe la emperatriz Carlota a Euge-
nia, en París—, uno se siente casi como en Europa. Pero, a una
media hora de la población, se puede ir a parar a una emboscada o ser
atacado por los bandidos. Según todo lo que por aquí he visto, se
puede organizar en este país una buena monarquía, porque se aviene
con las necesidades y deseos generales de la población; no obstante,
es una tarea fabulosa, no menos que gigantesca, pues hay que luchar
con un completo caos . . . Todo en este país está por hacer; aquí se
ve claramente lo que es la Naturaleza, física y moralmente. Todo ha
de ser educado: el elemento eclesiástico, el pueblo, todo. Desde hace
cuarenta años, aquí han gobernado solamente despóticos gobiernos
minoritarios, que no tuvieron nunca sus raíces en la población india,
que trabaja, y que, en último término, mantiene al Estado".

"Las cosas —expone Carlota al emperador francés—, marcharán
aquí si Vuestra Majestad nos procura su valimiento, porque han de
marchar y nosotros queremos que marchen; pero es, en verdad, un
trabajo ímprobo. Cuando un país se ha pasado cuarenta años tra-
tando de aniquilar todas las cosas de cierto valor, éstas no pueden
ser levantadas en un día. Ello, en verdad, no nos asusta; yo sólo hago
constar el hecho. Nos hemos dedicado a tamaña empresa con pleno



106 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

conocimiento del esfuerzo que implica; por mi parte, puedo decir
que sólo tuve algunas sorpresas en la calle. Todo lo demás lo encontré
tal vez mejor que peor de tal como lo imaginaba".

Con orgullo hace notar Carlota que el pueblo está fatigado de
aquellos generales galoneados de oro que no entienden de nada más
que de hacerse la guerra: el pueblo sabe comprender el carácter de
Maximiliano, que en su sencillo traje civil aparece por el país, sin
empaque, con un aire perfectamente natural.

En este punto se engañaba. Aguardábase en Méjico que el
nuevo Emperador aparecería entre fausto y esplendor. Especialmente
la población india, sólo así puede imaginarse un emperador, y cuando
lo ve llegar con un sencillo vestido de viaje, en una vulgar diligencia
como cualquier otro mortal, surge el desencanto. La joven pareja
imperial tenía que haber conocido mejor el nuevo ambiente, las
nuevas costumbres y aquellos nuevos hombres que les rodeaban.

Apenas llevan catorce días en Méjico y ya reciben cartas de
Europa con consejos llenos de prudencia y, a lo mejor, contradicto-
rios. Especialmente el solícito rey Leopoldo les recomienda que sean
muy prudentes en la utilización de los extranjeros, a fin de no excitar
la rivalidad de los mejicanos y no tener que pagar a Francia dema-
siado dinero. "Tú prestas —escribe a Maximiliano—, unos servicios
tales al emperador de Francia, que con pleno derecho has de exigir
reciprocidad". También les exhorta a no instaurar aún un régimen
constitucional, porque el país no parece bastante maduro para ello.

El emperador Maximiliano asiente a todo. "Gracias a Dios,
todo va bien —contesta a su suegro—, y cada vez nos sentimos más
íntimamente ligados a la vida de aquí; el trabajo es verdaderamente
enorme, pero lo realizamos de buen grado, porque nos hemos pro-
puesto un fin y hallamos una acogida llena de simpatía y agradeci-
miento. De ensayos constitucionales no hay que hablar por ahora;
toda la fuerza, de la autoridad ha de quedar de momento en las manos
del Gobierno, hasta que el país esté pacificado del todo. Esta buena
gente tiene que aprender a obedecer, antes que a parlamentar. Me
esfuerzo en avanzar en todas las cosas progresivamente y con sosiego,
sin derribar nada, reparando sólo; pues la obsesión de echar las cosas
abajo ha sido la culpa fundamental de los anteriores gobiernos. Una
actitud fría, que vaya unida a impasibilidad, cortesía y energía inque-
brantable, puede alcanzar el máximo prestigio entre el pueblo; y así
vemos cómo se maravilla aquí sobre manera de que Carlota y yo nos
tomemos la cosa con tan completa naturalidad y que habitemos



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 107

entre ellos como si nos encontrásemos en el país desde hace diez años".

También de Napoleón llegan cartas. Aconseja de nuevo que
Maximiliano no se deje influir por los mejicanos, o sea justamente
lo contrario de lo que recomendaba Leopoldo I. Por otra parte, le
previene también que mantenga buen orden y economía en la ha-
cienda y observa que procure prestar atención a la mucha fuerza y
poco espíritu conciliatorio del clero mejicano, el cual, presiente, le
ha de procurar grandes dificultades en lo sucesivo. Maximiliano le
contesta evasivamente que, con la ayuda de Napoleón, confía en ver
sorteados todos los escollos. Pronto percibe el Emperador, a través
de las cartas que de allí vienen, cómo cambian de color los acaeci-
mientos, cuando las noticias han traspuesto el largo camino que de
Méjico va a Europa.

La nueva del entusiástico recibimiento dispensado al Emperador
despierta gran alborozo en París. De Veracruz no se dice nada. Espe-
cialmente, Hidalgo envía al Emperador un verdadero clamor de gozo,
vibrante de las más sonoras frases. Todos los que le reprocharon
haber facilitado a Maximiliano informaciones engañosas han de com-
prender ahora "su legítimo orgullo", que es "inmenso como el Globo
terráqueo". Sus hipérboles no conocen límites. Aun la misma em-
peratriz Eugenia pensaba con temor y zozobra desde París en el
posible recibimiento de Maximiliano en Méjico y la llegada de buenas
nuevas quitó a los Emperadores franceses un verdadero peso del
corazón. Hidalgo sabe muy bien que en París se echaba la responsa-
bilidad de la empresa sobre las espaldas de la emperatriz Eugenia,
a quien él aconsejara, y ahora ve con júbilo que se patentiza la prue-
ba del acierto con que la orientó. Va contando por todas partes que
han venido a él numerosas personalidades, desde un buen principio
contrarias a la empresa de Méjico, para excusarse confesando que
estaban en error.

También Gutiérrez escribe a Carlota una carta tan llena de
lisonjas y adulaciones, que sobrepasa todos los límites del buen
gusto: "Todas las noticias de Méjico nos hablan de un verdadero
delirio de júbilo con la llegada de Vuestras Majestades".

En estas entusiastas frases de los dos hombres a todas luces
responsables de aquella aventura, se muestra con harta claridad con
qué preocupación pensaban en el recibimiento del Emperador en
Méjico, hasta tal punto que no habían osado presenciarlo; ahora
andan sorprendidos de que, contra lo que se podía esperar, todo haya
marchado tan magníficamente.



108 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El emperador Maximiliano comienza a realizar los planes que
tenía meditados. Quiere prestar su apoyo decidido a los liberales,
situados entre los extremos, para de esta suerte enterrar para siempre
los partidismos extremistas e inducir a todos a colaborar, aun al
propio Juárez. Según esto, nombra un ministro del Exterior de entre
los miembros del partido liberal, más distanciado de los conservado-
res que de los juaristas. Su antecesor había concertado con Francia
un tratado sobre los derechos de explotaciones mineras en la provincia
de Sonora, que venía a ser el primer paso para la realización del plan
del emperador Napoleón para convertir aquella región en una especie
de colonia francesa. Maximiliano denuncia el contrato y muestra,
por lo tanto, desde buen principio, que también sabe gastar energía
frente a París cuando el bien de su imperio lo exige. Pero nadie en
Méjico lo reconoce, y sólo consigue ir malbaratando su único apoyo,
que era París.

Por lo demás, Maximiliano hace cuanto puede para captarse
las simpatías de la nación mejicana, y lisonjea el amor propio y el
orgullo de ésta siempre que se presenta ocasión. Cuando en la capi-
tal se quiso levantar una estatua de mármol en honor de Carlota,
ruega el Emperador que se levante para conmemorar la independencia
mejicana del dominio español.

Concede una amnistía por delitos políticos y recomienda a todos
los gobernadores una actitud conciliadora con los enemigos d-e la
monarquía. Decide no someter de momento los periódicos a ninguna
clase de censura oficial, para poder apreciar hasta qué punto puede
confiarse en ellos en lo tocante a la expresión de los deseos del país.
Se propone ardientemente ser un verdadero mejicano y anteponer
los intereses de su pueblo a cualquier otra cosa en el mundo.

Pero Maximiliano no tiene en cuenta al proceder así que los
dirigentes de los partidos políticos en Méjico ponen los intereses del
partido y los suyos propios muy por encima del bien de la patria. Los
conservadores, convencidos de que el Emperador lo es por obra y
gracia suya, ven con extrañeza la fijación de Almonte en un lugar
puramente honorífico y la introducción de gentes no pertenecientes
a su camarilla en los cargos de importancia. Los liberales consideran
xon desconfianza la benevolencia del Emperador. Algunos se dejan
ganar por la cordialidad de Maximiliano; la gran mayoría, empero,
se mantiene hostil o muy separada, expectante. No tarda Maximiliano
en percatarse de que las cosas en Méjico andan de muy otra manera
de como se lo habían presentado en París. El país está bien lejos de



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 109

encontrarse pacificado. En el norte, en el occidente, en el sur, existen
vastos territorios en poder de los juaristas; en todo lugar donde se
encuentran tropas francesas o mejicanas conservadoras, son atacadas.
Maximiliano adivina al punto la desconsoladora situación financiera
del país y la imposibilidad, con el desorden y la escasez reinantes,
de pensar en una recaudación regular de los impuestos. De momento
el Emperador se encuentra desarmado frente a tales hechos y trata
de procurarles remedio creando comisiones que se ocupen de organizar
con exactitud y precisión la hacienda, de crear la fuerza armada y de
estudiar un plan para la total ocupación del país.

También la Justicia, la Enseñanza y el Culto habrán de ser re-
gulados por comisiones especiales. Maximiliano quiere hacerlo todo
a la vez. Uno de sus planes es reformar la residencia imperial. Como
lo demostró ya en la construcción de Miramar, Maximiliano tiene
una preferencia especial por las bellas moradas, construidas en lo
posible según sus propias ideas. De aquel palacio mejicano a manera
de cuartel, con sus 1.100 habitaciones, no puede hacerse gran cosa.
Es muy distinto el palacio de Chapultepec, situado en los alrededores
de la capital, el Schónbrunn de Méjico. Construido en unas formas
severas y de grandes masas, fué edificado donde estuvo situado an-
taño el palacio de Moctezuma, entre un bosque de cipreces milena-
rios, cuyos troncos se elevan a cincuenta o sesenta metros con un
ruedo de hasta quince. El Emperador, tan inclinado a la admiración
de la Naturaleza, se entusiasma con Chapultepec; la Emperatriz
opina igual que su marido. La ilustre dama muéstrase maravillada de
cuanto va descubriendo y goza bien a su sabor de los encantos del
nuevo palacio, sin adivinar la parte sombría de aquel mundo fan-
tástico. Inmediatamente, deciden los Emperadores las reformas más
urgentes de aquellos palacios.

Apenas ha comenzado Maximiliano a dar sus primeros y tími-
dos pasos en su nuevo Imperio y ya por todas partes aparecen cen-
sores, aun entre la gente más inmediata a él. Entre otros, y de
manera especial, su tesorero Kuhacsevich, de Miramar, por cuyas
manos pasaron todas las cuentas. De aquellos tiempos sabe lo que
costaron las construcciones. "En el palacio de Méjico —escribe a su
país— y en Chapultepec se construye ahora con un exceso que es"
un dolor. ¡La conocida pasión del nuevo monarca! Yo aguardo la
terminación de la luna de miel; antes no se puede juzgar qué resulta-
do dará esta boda". Con esto quería significar toda la aventura
mejicana.



110 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Tales manifestaciones están casi siempre en contradicción con
lo que escribe Maximiliano a Europa. No quiere confesar de ninguna
manera que las cosas no van en Méjico como han de ir. Los que le
amonestaron han de ser instruidos de que no andaban en lo cierto.
Como asimismo su familia en Austria, que lo vieron marchar tan
lleno de aflicción. Son, por lo tanto, las cartas que Maximiliano
envía a Europa de un tono altamente optimista; al leerlas, podría
pensarse que Méjico es un Edén, un jardín paradisíaco, en el cual,
al contrario de tantos trastornos políticos como agitan a Europa,
reinan la paz y la felicidad más puras. "Que estoy agobiado de toda
suerte de tareas —escribe, en julio de 1864, al archiduque Carlos Luis-
va puedes, querido hermano, imaginártelo; pero se trabaja muy a
gusto cuando se persigue un fin y se encuentra ambiente y nos alienta
la esperanza de realizar algo útil a los otros hombres. Encuentro el
país en mejor situación de lo que había imaginado y me he dado
cuenta de la falsedad de las calumnias de la prensa europea y de
que este pueblo está mucho más adelantado de lo que se cree entre
nosotros. El recibimiento que se nos dispensó por todas partes fué
verdaderamente cordial y entusiasta, libre de toda comedia y de
todo aquel repugnante servilismo oficial que tan a menudo se en-
cuentra en Europa en semejantes recepciones".

Maximiliano se recrea en la delicia de aquel clima. Día tras
día puede gozarse de buen tiempo y sol brillante; por la tarde lluvias
periódicas refrescan el aire y alimentan la jugosa y verde vegetación.
En los esfuerzos de Maximiliano para pintar a sus hermanos con los
colores más agradables posible su nueva vida, sus cartas llegan, a lo
mejor, a extremos casi pueriles. "Habitamos alternativamente en la
ciudad y en el campo —escribe a Viena — . En Chapultepec estamos
absolutamente solos, muy retirados, y vivimos aún en mayor reposo
y simplicidad que en Miramar. Además, comemos muy pocas veces
en la ciudad, lo hacemos casi siempre solos, y por la tarde no vemos
casi a nadie; esto fomenta, gracias a Dios, la seriedad del carácter
mejicano, y es una costumbre que resulta muy cómoda y que deja
mucho tiempo para el verdadero trabajo. Las diversiones tales como
las de Europa, soiiées, teatros, etc., de desagradable recuerdo, no se
conocen aquí, y nos guardaremos muy mucho de ponerlas en boga.
Las únicas diversiones de los mejicanos son cabalgar en sus excelentes
caballos por el bello país, y algunas veces asistir a representaciones
teatrales. Los bailes son escasos, pero de gran suntuosidad y anima-
ción; la más elevada sociedad de aquí baila con verdadera pasión en



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 111

una suerte de danza nacional encantadora, que la condesa Melania
Zichy quiere poner de moda en Viena. Carlota tiene catorce damas
de honor de servicio voluntario, que alternan cada semana. Poseemos
también una cuadra de caballos, según el estilo europeo, para la ciu-
dad y para la ceremonias, y una de tipo mejicano para recorrer el país.

"Sin duda te divertirá muchísimo, vernos en nuestros carruajes
a la mejicana, en un coche abierto, ligero como una pluma, en el
pescante el famoso cochero de nuestra Casa con su enorme sombrero
blanco, su verde chaquetilla de terciopelo y sus pantalones de tela
blanca, y a las espaldas el poncho de tres colores. A su lado, un
muchacho indio de color cobrizo con atavíos semejantes. Como
tiro, llevamos seis mulos isabelinos con los pies zebrados, dos junto
a la lanza y cuatro más enganchados delante, en flecha; un lacayo
cabalga como abriendo paso en un caballo, isabelino también, con
ricos arreos a la mejicana adornados en plata. Y toda la comitiva
pasa volando como un rayo.

"Créeme que nos encontramos muy a gusto en nuestra nueva
vida; tenemos confianza en Dios y estamos contentos de veras. Por
todos lados encontramos un solícito afecto; ni Carlota ni yo anhe-
lamos regresar".

La Emperatriz secunda admirablemente a su marido en las
cartas de septiembre y diciembre de 1864 a su abuela: "Me siento
llena de felicidad, y así lo creo también de Max. La vida activa nos
sienta bien. Somos demasiado jóvenes para estarnos cruzados de
brazos. Cada día vamos notando cómo esta nación tan rebajada y
perdida recobra la conciencia de su diginidad y de su futuro".

Y, no obstante, la parte seria y pavorosa del vivir ha llamado
ya a su puerta. El elemento eclesiástico va forjando en silencio las
armas, pues la actitud liberal de Maximiliano les ha decidido a
luchar contra él. Reformas importantes, como la de los bienes ecle-
siásticos, no pueden ser resueltas porque el Papa, advertido por los
obispos, no se decide, tal como prometiera, a enviar un nuncio. Los
mejicanos que habían sido puestos a la cabeza del ministerio de
Hacienda declaran su incapacidad para dirigirlo. Las comisiones nom-
bradas se reúnen, ciertamente, pero es casi imposible hallar gente
capaz entre los mejicanos. Ante tantas dificultades, el Emperador,
antaño tan inclinado a los viajes, decide apartarse por algún tiempo
para conocer en un viaje circular las principales regiones del país.
Resuelve encargar a su esposa de la regencia mientras dure el viaje,,
tal como solía hacer Napoleón con Eugenia en casos parecidos.



112 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Al fin, sólo visita Maximiliano ciudades en el norte del país,
que tienen guarnición francesa y un tanto por ciento muy alto de
gente conservadora. El Emperador se esfuerza en pronunciar dis-
cursos, que le resultan muy penosos en un idioma que no es el suyo:
"Has de pensar —escribe hablando de ello a su hermano— que me
siento extremadamente cohibido ante aquella apretada muchedumbre
silenciosa y atenta".

Gracias a todas las medidas, tomadas meticulosamente, el viaje
discurre en perfecta calma y Maximiliano aprovecha en seguida la
ocasión para escribir a su hermano el emperador de Austria pala-
bras un tanto sarcásticas e hiperbólicas, manifestando que su acogida
en el país ha sido tan cordial que muy pocas veces presenció en
Europa nada parecido. Le cuenta de la belleza de las mujeres me-
jicanas, de bailes y fiestas, con que justamente le obsequiaron gene-
rales que habían luchado con Juárez, y nunca falta de pasada alguna
alusión a la situación de Europa.

"Principalmente —escribe Maximiliano—, en lo político, el país
ha progresado mucho: está hoy mucho más adelantado que ciertas
naciones europeas que se creen a gran altura. El pedante burocratismo
europeo, con todas sus ridiculeces y miserias, no se conoce aquí;
aquel mundo cerrado y hermético que todo lo ahoga en Europa, y
que continuará ahogándolo por largo tiempo, ha sido aquí superado".

Maximiliano emprende su viaje justamente en la época de las
lluvias. Por escabrosos caminos, por peñas abruptas, a través de ríos
y marismas, avanza el Emperador a caballo. No se da reposo, ni lo
da a cuantos le siguen. El antiguo ayuda de cámara Schertzenlechner
da gracias a Dios cuando el viaje termina. Era demasiado para él
andar a caballo doce o catorce horas por día, durante más de una
semana, a través del agua y del barro, de campos y de peñas. Pero
Schertzenlechner lo resiste todo porque ello le procura ocasión de
afianzarse más y más en la intimidad de su señor. Se propone aumen-
tar aún su influencia sobre Maximiliano y le precisa, por lo tanto,
no dejarle de vista, para no dar a otro la ocasión de captarse bajo
mano su simpatía. Maximiliano no es inasequible a un juego bien
urdido para influir en él, esto harto lo sabía aquel hombre de larga
experiencia.

El día 30 de octubre, regresa el Emperador a la capital. Carlota
le saluda, orgullosa de su actividad de regente, que en este intervalo
se ha dirigido a la emperatriz Eugenia para rogarle que no fuesen
disminuidas las fuerzas francesas en Méjico. La súplica cruzóse con



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 113

una carta de Eugenia donde le comunicaba su entusiasmo por el
grandioso recibimiento de Méjico a sus Emperadores. Decía conocer
detalles de tales felices acaecimientos por unas cartas que ha reci-
bido Hidalgo y que éste mostró a la Emperatriz. Aquella dama
superficial da luego superficiales consejos a Carlota, como, por ejem-
plo, que todos los pueblos de raza latina, y, por lo tanto, los habitan-
tes de Méjico, necesitan una mano de hierro en un guante de ter-
ciopelo, y otras frases del mismo tenor.

La emperatriz Eugenia aun vive las engañosas imágenes que
Hidalgo desarrolla ante sus ojos. Si en las cartas a las cortes de
Viena y París, Carlota y Maximiliano parecen pensar igual sobre los
asuntos de Méjico, en lo que escribía el Emperador a Gutiérrez y
demás compañeros hubiese podido comprobarse un parecer absoluta-
mente opuesto. A Gutiérrez, le escribe Maximiliano que, durante
su viaje, se ha visto repetidamente obligado a dar una lección de seve-
ridad destituyendo a numerosos funcionarios: "Lo peor que hallé
en el país son estas tres clases: los funcionarios de la justicia, los
oficiales del ejército y la mayor parte de la clerecía. Ninguno de estos
tres grupos tiene idea de sus deberes y viven puramente en pleno
afán del oro. Los jueces son sobornables, los oficiales desconocen el
sentimiento del honor, y faltan al clero amor cristiano y moralidad.
Todo ello, empero, no logra desarraigar las esperanzas que para el
futuro abrigo". Sin embargo, aguardaba Maximiliano cambios tras-
cendentales. "Es triste el presente —observa a Bazaine— , pero el fu-
turo será esplendoroso". Este general, mientras, sólo envía a Napoleón
partes que señalan la situación militar en Méjico como favorable
en extremo.

Los éxitos obtenidos por las tropas francesas frente a los ele-
mentos casi dispersos de las columnas juaristas hacen posibles tales
informes. Aun sin apartarse mucho de la verdad, le es posible al ge-
neral anunciar a su señor cuanto cree que éste va a conocer con gusto.
Que las columnas de Juárez después de derrotadas y dispersas puedan
volver de nuevo a juntarse y atacar, no ha de ser observado fácilmente
desde París. Bazaine, que sabe muy bien que el mayor deseo del
emperador francés y de su Gobierno consiste, teniendo en cuenta el
estado de la opinión en Francia, en aminorar cuanto sea posible
los efectivos del ejército francés y los gastos de la empresa, se de-
clara, en junio de 1864, dispuesto a la repatriación de algunas
unidades.

Con ello se pone en contradicción con el punto de vista de su



114 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

lugarteniente, el general Douay, quien, con gran indignación de Ba-
zaine, logra hacer llegar sus dudas a París. No obstante, Napoleón
se inclina hacia los informes más satisfactorios de Bazaine y, en
agradecimiento por los éxitos que hasta entonces ha ido obteniendo,
le nombra mariscal de Francia, no sin observarle que procure com-
probar si adelanta la organización militar de Maximiliano "pour que
nous puissions partir bientót" (*). Bazaine, realmente, se esfuerza
cuanto puede en dominar la situación. Sus tropas vencen en el norte
y en el sur, y las armas imperiales obligan a Juárez a desplazarse más
al norte. Los últimos auxilios financieros le fueron tomados a Juárez
con las estaciones de recaudación de aduanas y parecía realmente que
su dominio finalizaba. Pero es harto discutible el resultado final de
aquella campaña, que acababa de someter a las armas imperiales una
extensión de tierra aproximadamente tan grande como Francia, ya
que una cosa es derrotar a las columnas juaristas en el campo y otra
sostener de manera duradera a cubierto de los elementos agresivos de
la misma población en un territorio inmenso. Constituía una tarea
casi indominable para un cuerpo de ejército de unos 30.000 hombres
que nunca tienen descanso y en todo momento están obligados a
grandes marchas y toda suerte de fatigas.

Maximiliano y Carlota están muy de acuerdo con aquellas acti-
vidades de Bazaine y con aquella nueva energía que desplegaba. Pero
en la Unión Norteamerican tales victorias producen gran malestar.
El Mariscal estaba satisfecho de sí mismo y, de momento, conven-
cido de haber llevado a cabo felizmente su empresa. Siéntese lleno de
orgullo por sus victorias en el campo y da muestras de muy acusada
sensibilidad para aquellas cosas que no marchan según su voluntad.
Le causa enojo que, a pesar de todo, Maximiliano se esfuerce en
mantener su independencia frente a él. Oficiales y empleados meji-
canos se pelean a menudo con los franceses. El Emperador ha de
decidir, y con demasiada frecuencia se inclina por los mejicanos.
Los empleados franceses de las Aduanas y de la Hacienda son acu-
sados de desempeñar sus funciones en beneficio de Francia. Por
otra parte, los presupuestos militares absorben grandes sumas. "Los
franceses —se lamenta Maximiliano a su suegro—, con mi querido
Bazaine al frente, bajo el pretexto de la pacificación, tiran el dinero
a manos llenas". A poco se quejan ambos a Napoleón, Bazaine de
Maximiliano, Maximiliano de Bazaine. La zona de influencia del



(1) Para que podamos partir en seguida.



I



PRIMERAS IMPRESIONES DEL LEJANO PAÍS 115

mariscal no está claramente delimitada, y muéstrase también aquí
verdadera la antigua sentencia de que para cada cosa sólo puede
haber un señor.

Aquellas incompatibilidades resultaban agravadas por la situa-
ción política. Francia buscaba entonces extender su influencia lo
mismo en Méjico que en Centromérica, y hubiese visto con buenos
ojos una alianza, favorecida por las corrientes conservadoras simpa-
tizantes con Francia. Y se pensaba en las repúblicas limítrofes con
el sur de Méjico como Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua.
Existía el propósito de allanarles el camino para llegar a una realiza-
ción de aquel ideal. Por otra parte, Maximiliano tiene la aspiración
de ampliar los límites de su Imperio, tan dilatado, en verdad, que
sólo está en su mano a medias. No obstante, sus emisarios descubren
el secreto: que piensa, para dentro de un espacio de tiempo más
o menos largo, en la anexión de todo Centroamérica a su imperio de
Méjico. Así alcanzarían sus dominios hasta el istmo de Panamá.
En Inglaterra y en la Unión Norteamericana se sonríen ante tales
planes gigantescos y están decididos a salirles violentamente al paso
en el momento oportuno.



Capítulo IX



Luchas, cuitas e ilusiones



Del barco que llegó a fines de noviembre de 1865, desembarca-
ron en Méjico varios diplomáticos acreditados cerca de Maxi-
miliano, y entre éstos el embajador inglés y el austríaco. Maximiliano
experimenta una sincera alegría ante la venida del inglés con una
carta de su reina. Lo interpreta como una prueba de que Inglaterra,
para quien sintiera siempre una cordial simpatía, habíase decidido a
no demorar ya más el reconocimiento de la presente situación de las
cosas en Méjico. Todo ello constituía, sin duda, los resultados de
los buenos oficios de su padre político, que, a pesar de sus dolencias
y de su progresiva decadencia intelectual, se esforzaba en ser útil a sus
hijos con una energía que nada lograba paralizar. Aun al propio
Napoleón había visitado para interceder a favor de aquéllos.

Luego de estas conferencias, el Emperador escribe a Maximi-
liano y le habla de todos los intrincados problemas pendientes. Al
principio, había deseado el monarca francés que aquel nuevo empe-
rador, elevado al trono por obra y gracia suya, gobernase según los
principios liberales, para que se percatase el mundo de que la ban-
dera de Francia en el Segundo Imperio era también, antes como
ahora, la de la libertad. En estos momentos, empero, comienza a
ver que no es posible que con un régimen liberal las cosas anden
en Méjico adecuadamente, y aconseja, en consecuencia, a Maximiliano
que retenga aún en sus manos el poder absoluto durante algún tiem-
po, procurando que sus actos sean avalados por una apariencia de
poder representativo nacional. "Yo pondría en conocimiento de una
tal Asamblea —escribe Napoleón—, que me ocupo afanosamente en
la redacción de una constitución, y que, por lo tanto, me veo forzado
a solicitar un voto de confianza, que podría significar para mí algu-
nos años más de poder dictatorial . . .

"Vuestra Majestad ha realizado ya gran abundancia de cosas ex-
celentes, y veo con íntima alegría cómo todo el mundo comienza a



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 117

consideraros como en justicia merecéis; pero permitidme que os re-
cuerde que es necesario aplicarse primero a las grandes cosas, a los
cimientos y la armazón del Estado antes de que os dispongáis a di-
rigir vuestra atención a las cuestiones de detalle".

Sobre todo esto tiene ya Maximiliano ideas lo bastante claras.
Es sobre la cuestión de los bienes eclesiásticos sobre lo que un con-
sejo hubiese sido para él de mucho valor.

Con el último buque ha llegado también el nuncio repetidamen-
te solicitado, y cuyo envío tanto hizo vacilar al Papa. Eugenia ha
escrito a Carlota su concepto de este monseñor Meglia, que, en ver-
dad, no es un concepto que pueda servir de consuelo; parece ser que
tiene un carácter poco conciliador y es cualquier cosa menos liberal.
Su nombramiento fué la consecuencia de haber comunicado el em-
perador de Méjico a la curia romana que si no nombraban nuncio
regularía los problemas eclesiásticos por su propia iniciativa.

Al Papa habían llegado incesantes quejas del clero mejicano so-
bre el proceder del Emperador. Los elementos eclesiásticos vivían
en la ilusión de que el primer acto de gobierno del Emperador sería
la derogación de todas las leyes de reforma dirigidas contra la Iglesia,
y especialmente la devolución inmediata de los bienes de la clerecía
a sus legítimos dueños, por más que una buena parte habían pasa-
do por ventas sucesivas a segundas y terceras manos. El Nuncio era
portador de una carta del Papa que expresaba en amargos concep-
tos el desencanto de la Iglesia por no haberse tomado aún tales
decisiones.

A su llegada fueron dispensados al Nuncio los más altos honores.
A un solemne oficio que celebró asistió toda la Corte, y tuvo lugar
después una comida de gala en Palacio. El Nuncio sentóse a la de-
recha del Emperador, quien pronunció entusiastas brindis a la sa-
lud del Papa, el padre común de todos los creyentes. El Nuncio se
deja obsequiar con gesto equívoco, y luego entrega con sus cartas
credenciales la del pastor supremo de la Cristiandad. Al leerla, pali-
dece el Emperador. Han de derogarse todas las leyes de reforma, pro-
hibir cualquier otra religión que no sea la católica, permitir de nuevo
la existencia de las órdenes religiosas y, finalmente, poner la enseñan-
za a cargo de los elementos eclesiásticos, asegurando principalmente
también la plena independencia de la Iglesia respecto al Estado.

Frente a esto, ofrece Maximiliano libre ejercicio de todas las
confesiones existentes en el país y, al mismo tiempo, proclamar la fe
católica como religión del Estado. La curia ha de ceder en lo que



118 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

atañe a los bienes nacionalizados, pero el Estado pasará un sueldo a
los religiosos.

Tales ofrecimientos determinan una gran indignación en el clero
y en el Nuncio. Se reúnen y adoptan los más radicales acuerdos. Al
principio, nada se contestó al Emperador, y luego, a sus reiteradas
instancias, se le contestó con harta brevedad que el Papa había ex-
puesto su punto de vista en una carta y que no se apartarían ni una
pulgada de lo allí expuesto.

Esta contestación fué como un rayo para el Emperador y su
ministerio. De un golpe se veían abandonados por el Papa y por todo
el alto clero. En un violento enojo, decía la Emperatriz a Bazaine que
ya no quedaba qué hacer sino tirar al Nuncio, lleno de ideas alocadas,
por la ventana abajo. Tras una tal drástica observación, salió el gene-
ral sonriendo irónicamente. "Realmente —escribe indignada Carlota
a la Emperatriz Eugenia—, se necesita un cerebro enfermo, una ce-
guera y una testarudez contra lo que nada puede, para sostener y
afirmar que el país, imbuido de animadversión a la teocracia, ansia
devolver los bienes al clero. Casi como si en pleno resplandor del
Sol se nos viniese diciendo que es de noche; pero, desgraciadamente
—he de confesar esta humillación para nosotros católicos de este
siglo — , la corte romana está tallada en madera semejante".

El Consejo de ministros se reunió bajo la presidencia de Maxi-
miliano. Acordóse, a pesar de las amenazas del Nuncio, mantener en
lo esencial la ley de Reforma de Juárez. El día antes de Navidad,
Carlota estuvo conferenciando con el Nuncio para tratar de disuadirle
de sus propósitos. Más de dos horas luchó la Emperatriz. Tuvo la im-
presión de haber alcanzado una idea clara de lo que debe de ser el
infierno, pues éste debe parecerse a algo así como a un callejón sin
salida. Querer convencer a alguien y saber muy bien de antemano que
todo el trabajo de conciliación quedará perdido, ya que el uno lo ve
todo negro cuando el otro lo considera todo blanco, es un trabajo
verdaderamente digno del que mora en el infierno. Todas las con-
sideraciones posibles resbalaban sobre la inteligencia del Nuncio como
sobre un mármol pulimentado.

"Nosotros, el elemento eclesiástico, fuimos los únicos que erigi-
mos el Imperio", exclamó finalmente, abandonando ya cualquier
suerte de consideraciones.

"Perdón, un momento —replicó Carlota—: no fué la clerecía
quien levantó el Imperio, fué el Emperador el día que se puso a la
cabeza del país".



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 119

Le hace toda clase de sugestiones, de observaciones, con grave-
dad, en tono amable, tratando que se percate de la importancia de
aquellos momentos, ya que la Emperatriz sabía muy bien que una
ruptura con la Santa Sede había de reportar funestas consecuencias.
De nada sirvió. Meglia se sacude de encima los argumentos como si
fuesen polvo y va diciendo a todo que no. Finalmente, llena de enojo,
declara la Emperatriz que Maximiliano lo resolverá con órdenes im-
periales, y se levanta:

"Ilustrísima Señoría: Pase lo que pase, me tomaré la libertad de
recordaros estas penosas pláticas; nosotros no seremos los responsables
de las consecuencias que ello tenga; hemos hecho cuanto hemos po-
dido para evitar lo que sin duda acontecerá; pero si la Iglesia no quie-
re ayudarnos, a despecho de su misma voluntad la serviremos".

En su indignación Carlota informa al punto a su marido de la
actitud del Nuncio. La pintura viva y apasionada que de aquellos
hechos le presenta su esposa causaron en Maximiliano profunda im-
presión. Sintióse encendido en cólera. Siempre se había tenido por
un buen católico, aunque para él, para un monarca moderno y libe-
ral, no cabía la posibilidad de limitar en su reino la libertad de cultos,
ni cabía tampoco, sin profundas convulsiones e imprevisibles dificul-
tades, derogar de una plumada las leyes reformatorias, especialmente
la de los bienes de la Iglesia. Si no puede ir de acuerdo con la curia,
que era su más ardiente deseo, habrá de ir contra ella. El Emperador
menosprecia el influjo del elemento eclesiástico; supone que el Im-
perio tendrá fuerza bastante para resistir, para dominarlo, sin que
le sobrevengan daños esenciales.

Otra vez ha de decidir el Consejo de ministros. Estos se inclinan
a medidas menos enérgicas. Maximiliano, empero, es de un gran ra-
dicalismo. Fracasa una nueva tentativa de los ministros cerca del
Nuncio. Ya en eso, el Emperador promulga, el 27 de diciembre del
1865, el decreto que confirma la nacionalización de los bienes de la
Iglesia y autoriza el libre desarrollo de todas las confesiones.

Ahora es el Nuncio quien se siente arrebatado de enojo. Redacta
una belicosa protesta. Por tales medidas, la Iglesia es rebajada a la
condición de esclava. El edicto imperial es atacado sin miramientos.
Casi todas las líneas de aquel escrito de protesta chocan con los mo-
dales diplomáticos, y los ministros declaran que no pueden presentar
al Emperador aquella Iettre insolente del Nuncio. Devolvieron el es-
crito a monseñor Meglia. El 7 de enero del 1865, siguió otro decreto
del Emperador en virtud del cual las bulas papales no podían ser pu-



120 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

blicadas, ni llevadas a ejecución, sin un exequátur imperial. Aquello
significaba una total ruptura con los elementos eclesiásticos ricos e
influyentes del país. El clero pobre y bajo no podía prestar ningún
eficiente auxilio al Emperador.

Es notable, y así lo hace notar Carlota a su abuela, que no se
haya podido lograr una inteligencia con Roma, o sea con los obispos,
que nadan en la abundancia cuando los simples sacerdotes se mueren
de hambre. Pero no tarda Carlota en darse cuenta qué desagradables
consecuencias puede acarrear aquel pleito. "La situación es muy ti-
rante — comunica la Emperatriz a Eugenia — , los obispos nos envían
peticiones respetuosas, pero el Nuncio unas notas muy fuera de lugar,
y las damas piadosas nos exponen infantiles proyectos; en resumen,
todas las pasiones se han desatado, los periódicos extremistas se tiran
de los pelos, los liberales acendrados van gritando que vencieron las
ideas de Juárez, imagínanse los conservadores que son subditos tem-
poriles del Papa, y son lo bastante tontos —os pido excusas por esta
palabra— para creer que la religión consiste en diezmos y en derechos
de posesión".

¿Cuál fué el resultado? Maximiliano perdió sus amigos entre los
conservadores clericales, de cuya derrota se alegraron los liberales, sin
colocarse éstos, no obstante, por ello al lado del Emperador. Éste
pierde un apoyo tras otro. El más indignado con tales acaecimientos
fué Gutiérrez, clerical fanático. Escribió carta tras carta para mover
al Emperador a otorgar las más amplias concesiones a la Iglesia, es-
tablecer los jesuítas en Méjico, y mil otros favores semejantes. Ahora,
siéntese desengañado en extremo. Pero la fe del Emperador en Gu-
tiérrez quedó, de momento, muy mal parada.

Recibió un golpe terrible cuando fué prendido en Méjico, y des-
terrado luego, un cierto abate Allean, que llevaba consigo libros de
propaganda para excitar a los elementos eclesiásticos y que, al pare-
cer, era una especie de informador secreto de la situación y los acae-
cimientos de Méjico. Encontráronsele también una carta de Gutié-
rrez y un informe afirmando que la emperatriz Carlota se consumía
de ardor por intervenir en los asuntos del Estado a causa de su des-
ventura de no tener hijos. Se afirmaba que la infecundidad de aquel
matrimonio era atribuíble a una enfermedad del Emperador, de la
que, ciertamente, había curado, pero que excluía para el futuro cual-
quier posibilidad de sucesión. Todo era una falsedad. La indigna-
ción del Emperador ante aquel clérigo espía fué infinita.

Por otra parte, las circunstancias no eran tan favorables, para que



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 121

pudiesen abrigarse mejores esperanzas. Los juaristas se agitaban de
nuevo, y algunas bandas de insurrectos se aventuraban hasta las proxi-
midades de la capital, algunas veces a no más de dos kilómetros. Fué
preciso organizar una expedición contra las concentraciones enemigas
del sur. La situación militar, que más bien empeoraba, se agrava por
la tirantez, que en mayor o menor grado, existe siempre entre Bazaine y
el Emperador. Ante semejantes incertidumbres se lamenta Carlota a la
emperatriz Eugenia de la debilitación del cuerpo expedicionario fran-
cés por la repatriación de una brigada, y hace notar que, si le expone
aquellas íntimas observaciones, es atendiendo al título de hermana,
que es el que la etiqueta otorga, pero también el que confirma su co-
razón. Bazaine, como francés, está más próximo de su emperador que
del extranjero Maximiliano, ya que éste defiende exclusivamente los
intereses de Méjico.

Cada vez más se va mezclando la Emperatriz en los negocios del
Estado. Cuanto mayores van siendo las dificultades, tanto más clara-
mente se muestra que Maximiliano no tiene talla para afrontarlos y
tanto más va situándose en primer plano la figura de la Emperatriz.

Es ella quien escribe a la emperatriz Eugenia y quien redacta
a su esposo el borrador de la contestación a la trascendental carta que
Napoleón dirigiera a Maximiliano en noviembre de 1864. El tono es
esencialmente distinto que cuando escribe Maximiliano, pero deja
traslucir también una profunda irritación interna. En verdad, es am-
pliamente discutido cada consejo de Napoleón, y se abunda en sus
deseos y aspiraciones. Al final encuéntrase una frase muy digna de ser
mencionada: "Cuanto más estudio al pueblo mejicano, más conven-
cido quedo de que es forzoso el ensayo de traerle la felicidad sin su
ayuda y aun contra su propia voluntad". Maximiliano transcribe fiel-
mente lo que su esposa le presenta.

Maximiliano, de quien se dice en París "qu'il mange du prétre le ma-
tin et du franjáis le soir" ( x ), siente en su fuero interno gran repugnan-
cia por toda suerte de luchas y combates y tiene momentos de gran aba-
timiento. Sólo encuentra alegría y consuelo evadiéndose en el seno
de las incomparables bellezas de aquellos paisajes. Cuando en Euro-
pa todo está cubierto aún de hielo y de nieve, reina en Méjico la pri-
mavera más encantadora. Chapultepec, como Cuemavaca, ofrece la
visión de un verdadero paraíso. Maximiliano encuentra que estos dos
lugares reúnen la belleza de Ñapóles con la paz de Lacroma. Sólo



(1) Que come cura por la mañana y francés por la noche.



122 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

falta allí el mar con sus alternativas de furia en movimiento o de so-
lemne reposo; por ello sufre el Emperador en ciertos instantes de la
"añoranza del mar", como él suele decir. Cuando el Emperador deja
reposar sus miradas desde las terrazas de Chapultepec, que coronan a
las rocas de pórfido, por la vasta lejanía que se extiende a sus pies, no
llega a sentirse nunca saciado de tanta belleza. En medio del valle,
la capital, con su profusión de cúpulas y de torres; a lo lejos, los gran-
des lagos y los gigantescos volcanes encapuchados de nieve, y, como
marco de aquellas peregrinas imágenes, la cadena de montañas flotan-
do en el horizonte en su rica variedad de tonos, desde el más profun-
do violeta al azul más suave. A los pies de aquellas peñas, los añosos
cipreses del bosque de Moctezuma, sobre los cuales se elevan las terra-
zas del palacio inundadas de arbustos y de flores. En aquel mundo
fantástico, casi irreal, se pueden olvidar por unos instantes a los hom-
bres y sus luchas, sus miserias, sus arterías, su cobardía y sus discordias;
uno puede concentrarse en sí mismo y embelesarse en el culto de la
belleza y de los más puros goces.

Presto las nuevas de la capital llaman al Emperador de nuevo a
la gris cotidianidad. Maximiliano ha de temer incluso a los conserva-
dores. Los liberales alimentan estas antipatías del Emperador y lle-
gan al acuerdo de aprovecharlas, hasta el punto de que obtienen el
apartamiento de los generales Márquez y Miramón, ambos conserva-
dores extremistas y clericales consecuentes. Logran convencer al Mo-
narca de lo peligroso que resulta dejar el país en manos de unos gene-
rales, excelentes soldados en verdad, pero completamente sometidos
a la influencia del alto clero, justamente en unos instantes en que el
Emperador se halla en lucha con los elementos eclesiásticos. Schert-
zenlechner, un gran enemigo del clero y con un creciente influjo so-
bre el Emperador, trabaja también en este sentido, en forma que Maxi-
miliano, con el pretexto de estudios y misiones especiales, envía
ambos generales a Europa. Tan allá ha llegado Maximiliano en su
apartamiento del partido conservador, que fué verdaderamente el úni-
co que le llamó al poder. Pero a pesar de todos los esfuerzos no logró
que se le acercaran los liberales ni el grueso de un pelo.

El Emperador y la Emperatriz, abandonados ahora por los blan-
cos de todos los partidos y objeto de las burlas y de los desdenes de
la alta clerecía, pretenden apoyarse en los indios y en el clero subal-
terno. Y no se dan cuenta de que justamente estos elementos no tie-
nen ninguna influencia en la nación. Cuanta más simpatía se tiene
hacia ellos, cuanta más atención se presta a sus deseos y fatigas, tanto



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 123

mayor es el desvío de los poderosos del país. Las tendencias idealistas
de los juicios del Emperador puede decirse que fueron las que abrie-
ron su tumba política.

Maximiliano pretende, valiéndose de pequeñas atenciones y fine-
zas, que las relaciones de amistad con los emperadores franceses se ha-
gan aún más vivas y cordiales. Concede a Napoleón la gran cruz de la
orden del Águila, que se acababa de fundar, con distintivo de collar, y
le envía unas conchas, pescadas en los mares de Méjico, que contenían
valiosas perlas, para que las use como ceniceros en las mesas de fumar.

El emperador de los franceses, empero, recibe de su embajador
Montholon noticias muy poco satisfactorias de la situación en Méji-
co, que evidentemente contrastan con los informes color de rosa de
Bazaine. Eloin, el jefe del Gabinete imperial, es un enemigo declara-
do de Francia, tanto casi como el ministro mejicano de Relaciones
Exteriores. En la burocracia, reina la mayor confusión: todos se ocu-
pan de asuntos triviales, y órdenes y contraórdenes se atropellan unas
a otras. Maximiliano se entera por Hidalgo de tales comunicaciones y
añade que el diplomático francés no es más que un viejo charlatán
sin tacto y sin inteligencia. El propio Napoleón escucha de más buena
gana los favorables informes de Bazaine, y como Maximiliano cons-
pira en París contra aquel "charlatán de Montholon", Napoleón de-
cide al fin, en marzo de 1865, trasladarle a Washington y nombra para
sucederle al embajador Alfonso Daño. Montholon comprendió el ver-
dadero fundamento de esta orden, y así vino a suceder que un hombre
poca cosa más que un enemigo del Emperador, desde entonces re-
presentaría a. Francia en la capital de la Unión Norteamericana, tan
extremadamente hostil al Imperio mejicano.

Por todas partes, pues, surgen enemigos del Emperador. Apoyos,
no los tiene en parte alguna. Austria, por ejemplo, ha indicado a su
embajador, el Conde Thun, que se atenga estrictamente al pacto de
familia; respecto a los Estados Unidos, que se manifieste neutral en
absoluto, y, en lo tocante a Méjico, que procure no inmiscuirse en
los asuntos interiores y ser puramente un espectador y observador de
lo que allí suceda. Las dificultades se van, pues, amontonando, pero
Maximiliano no comunica nada a la familia. Cuando se leen sus cartas
al hermano menor, podría pensarse que Maximiliano llevaba una vida
activa pero apacible.

"Los asuntos se van amontonando a medida que el Gobierno se
consolida, y me mantienen en tensión desde las cinco de la mañana
hasta las ocho de la noche — informa sobre su vida privada—. Tengo



124 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

unos momentos libres de las ocho a las nueve, que es cuando salgo a
dar un paseo a caballo con Carlota, en el delicioso aire de la mañana,
y, ciertamente, como todos, con el traje mejicano para montar, que
aquí se usa para todo: un sombrero de anchas alas, la chaquetilla cor-
ta, los pantalones con pequeños botones de plata y el plaid ( 1 ) de co-
lores tan útil como pintoresco. Por la tarde, tengo también una hora
libre y me paseo como un centinela arriba y abajo de mi terraza. A
las nueve, y algunas veces antes, me voy a la cama. Hace algunas se-
manas recibimos en el palacio una comisión de verdaderos indios, salva-
jes y paganos, venidos de las más remotas fronteras de la parte norte del
país, auténticas figuras de Cooper en el verdadero sentido de la palabra.
Ayer, comieron aquí, en los cipreses de Moctezuma, en el mismo lu-
gar donde el emperador indio celebraba sus grandes banquetes".

Maximiliano se esfuerza en adaptarse a las costumbres del país
y ser así más querido de la gente del pueblo, mientras acaece justa-
mente lo contrario, pues ésta aguardaba un fausto y esplendor exóti-
cos, y las maneras del Emperador, que procura ser como todos, no
aumentan en manera alguna la atracción que sobre el pueblo pudiera
ejercer. Sólo los bailes de Corte le reportan algún prestigio y son muy
estimados por la alta sociedad mejicana.

"La parte espectacular de nuestra vida —refiere Max— se limita
a los bailes que da Carlota, que lucen muy bien siempre y están muy
animados. Veríais allí lo más selecto de las bellezas mejicanas flotan-
do en el ritmo de los bailes. Un diplomático tras otro nos visita y eso
da lugar a fastidiosas recepciones y banquetes. La cocina y la bodega
cuestan grandes esfuerzos, pero son excelentes. Los diplomáticos se
hartan y beben sin medida, hasta el punto que, de ordinario, al
terminar el banquete, sólo son capaces de proferir sones inarticu-
lados. Nuestro reglamento de Corte ha quedado terminado al fin, un
grueso volumen, y he de confesar sin lisonja para mí mismo que es lo
más completo que en este campo jamás se haya logrado".

La banalidad de tales cartas pueden producir sin duda la impre-
sión de que el Emperador considera toda aquella empresa mejicana
como un simple juego, como un capricho de príncipe. Pero en su cau-
tela, o en su disimulo, dan una imagen completamente falsa de la
realidad, que se presenta colmada de ásperas luchas contra dificulta-
des de toda suerte, contra azares desventurados e inauditas contrarie-
dades; en una palabra: contra las insoluoles complicaciones y peligros

(1) Manta.



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 125

que ahora, al cabo de ocho meses de gobierno, aparecen con una cla-
ridad meridiana. Maximiliano parece sentirse como por encima de
aquella su vieja Europa: "Ciertamente, siento la añoranza de los lau-
reles de Lacroma, de las adelfas de Miramar y del profundo azul del
Adriático; pero no me arrepiento de mi vida presente, toda ella en-
tregada a la acción, a la creación, a la lucha. Si se disipó en verdad el
tranquilo gozar de la vida, encuentro gran consuelo en la idea de que
sirvo a la humanidad y que logro verter unas pocas gotas de aceite en
el gran lampadario del progreso y la liberación del hombre. Si ya no
vienen a mí las brisas del Adriático, los perfumes de Lacroma, vivo
aquí en un país libre, entre un pueblo libre, donde reinan principios
que en mi patria, en Austria, ni cabe soñarlos de noche. No hay aquí
limitaciones que me opriman, y aquí puedo declarar sin ambages que
me propongo lo que considero lo mejor y más justo. Si Méjico está
atrasado en muchas cosas, si carece de un verdadero bienestar y desa-
rrollo material, por lo que atañe a los problemas sociales, a mi juicio
los más importantes, está muy por encima de Europa y especialmente
de Austria. Aquí entre nosotros reina una sana democracia, sin fan-
tasmagorías enfermizas al estilo europeo, sino dotada de aquella fuerza
y aquella convicción que tal vez se desarrolle entre vosotros después
de haber pasado por cincuenta años de luchas crueles. Los juicios
europeos sobre este país son casi todos falsos; no se puede , ni en ver-
dad se quiere, comprender la situación de aquí; se tiene demasiada al-
tivez para confesar que nosotros los americanos, en los puntos más
importantes, estamos un buen trozo por encima de ellos. Todo cuan-
to se ha dicho de la clerecía y de su influjo todopoderoso es funda-
mentalmente falso, como también que los indígenas sean débiles y de
mala índole. La gran mayoría es aquí liberal y anhela el progreso en
el pleno sentido de la palabra".

Con tanta jactancia y orgullo se pavonea aquel americano recién
salido del horno de la grandeza de su Imperio y de su tendencia pro-
gresiva, convicciones que se trasparentan claramente en sus últimos
actos de gobierno. Moralmente, quizá tenga Max razón en todo cuan-
to se propone y realiza; pero Méjico, por mucho tiempo, no estará
maduro aún para ser campo de acción de un hombre que pensaba y
obraba tan liberalmente, sin pasta de diplomático, poco precavido,
impulsivo en exceso, que sigue con rapidez y sin miramientos sus pro-
pias convicciones. Solamente teme Max que Napoleón retire las tro-
pas antes que todo haya sido llevado a cabo. "Me es preciso —escri-
be, a primeros de febrero de 1865— un poder fuerte para llevar a cabo



126 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

las mejoras indispensables. Hay que obligar a esta gente a lo con-
veniente".

Sea como fuese, Maximiliano es optimista. Carlota demuestra
una actitud muy diferente. En los últimos meses del año 1864, creyó
realmente que un pacífico progreso iría arrinconando poco a poco las
viejas discordias y mejorando las cosas hasta darles una solución agra-
dable. Llegó el Nuncio y todas las perspectivas quedaron trastornadas.
Todas las esperanzas de unión, aun en otros asuntos importantes, por
ejemplo la construcción del ferrocarril a Veracruz, quedaron desvane-
cidas. La gente sólo piensa, como dice Carlota, en arrancarse los pelos
unos a otros. Los periódicos han de ser suspendidos por sus salvajes
acometidas, las partidas de sublevados van en aumento, los enemigos
del Imperio ventean días mejores. "El Padre Santo — opina Carlo-
ta— tiene harta razón cuando, en tono de chanza, dice de él mismo
que es un jettatoie, un hombre que causa mal de ojo. Pues es el caso
que, desde que su representante ha puesto el pie en nuestra tierra, no
hemos tenido sino sinsabores, y aun aguardamos para el porvenir una
buena cantidad de ellos".

Maximiliano, en su estricto sentido de la justicia, ha ordenado
que se investigue en cada caso si la venta de los bienes confiscados
por Juárez fué en su tiempo perfectamente regular. Los elementos
eclesiásticos quedaron heridos de muerte por no haberse derogado las
leyes de reforma; pero con esta nueva disposición, son ahora sus
contrarios los que se desazonan.

"Desde hace un mes estamos atravesando una fuerte crisis — es-
cribe Carlota a la emperatriz Eugenia—; si se resiste victoriosamente,
el Imperio mejicano tiene asegurado un porvenir; si acontece lo con-
trario, no sé lo que me atrevería a profetizar. Los primeros meses
encontraban que tener un gobierno es algo excelente; pero si uno
se afana por trabajar, con entusiasmo, con emoción, le maldicen. Es la
nulidad, la indolencia, que no quiere ser destronada. Tal vez Vuestra
Majestad cree, como yo misma, que la nulidad es algo incorpóreo,
pero resulta justamente lo contrario: en este país se choca con ella a
cada movimiento, a cada paso. Es como de granito, es más poderosa
que el espíritu humano, y sólo Dios puede doblegarla. Menos penoso
sería construir las pirámides de Egipto que vencer la nulidad meji-
cana. Pero todo ello no sería de una importancia capital si no exis-
tiese el hecho de que el ejército expedicionario ha sido disminuido
y, por ende, la fuerza del Gobierno.

"Es muy bella cosa andar diciendo, como todo el mundo, que



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 127

Méjico está muy bien organizado, que puede perfectamente sostenerse
sin ayuda de nadie; pero yo prefiero atenerme a las verdaderas reali-
dades. Para civilizar este país, se ha de ser dueño absoluto de él;
para poder maniobrar con desembarazo, se ha de impresionar a cada
momento a la gente con fuertes y lucidos batallones: condición tan
indispensable que casi no se puede discutir.

"Las tropas están muy acantonadas y, además, creo que, en
lugar de retirar algunas, mejor sería aumentarlas en lo posible.

"Nosotros podemos, en caso necesario, refugiarnos en una pro-
vincia alejada, como ha hecho Juárez; podemos regresar a nuestro
país de origen; pero Francia necesita el triunfo, ha de triunfar, porque
su honor anda en juego . . . Ahora se trata de hacer un último es-
fuerzo para coronar la obra. En caso contrario, dentro de unos meses
todo será más difícil y tal vez ya sin ningún beneficio. Vos, querida
y respetada hermana, que tanto habéis hecho por esta nación, estoy
cierta que no la abandonaréis, y me sirve de garantía y sostén de mi
confianza esa mano vuestra que, el 10 de abril de 1864, escribía
aquellas líneas decisivas: "Podéis contar para siempre con mi amistad
y mi ayuda".

Apenas si se menciona en la carta al general Bazaine, mientras
el general Douay es objeto a cada momento de los mayores elogios.
Adivínase entre líneas el deseo de los Emperadores de que Bazaine
sea substituido por Douay.

En el ejército, se producen divergencias profundas entre los
oficiales mejicanos y los europeos. Sucede con frecuencia que un
joven teniente francés se niegue a obedecer las órdenes de un general
mejicano. Y ya comienza a mostrarse, sin lugar a dudas, que no es
sólo la capacidad de Maximiliano, sino también su extremada ner-
viosidad, lo que le priva dominar tal desorden. Las personas que
rodean de cerca al Emperador no son las más apropiadas para ayu-
darle en un empresa tan trascendental como es la organización de un
gran imperio desgarrado por las más terribles luchas de partido. En
los errores de los últimos tiempos, especialmente en la brusca rup-
tura con el Nuncio, tenían una parte no pequeña el francmasón
Eloin y el anticlerical convencido Schertzenlechner. Aquel antiguo
ayuda de cámara, aquel personaje subido de la nada, anda murmu-
rando siempre de los "curas" y aconsejaba simplemente que "se
colgase a tales rebeldes", ya que era esta la única manera posible de
tratar a aquella gente. El influjo y el proceder de aquel hombre, que
carecía de las capacidades intelectual y social necesarias para ser el



128 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

consejero íntimo de un emperador, llenaba de profundo desagrado a
todas las demás personas del círculo de Maximiliano. Indignado, es-
cribía a la patria el Conde Bombelles, ayudante privado del Em-
perador: "Schertzenlechner está ahora en la cúspide. Va tan lleno
de jactancia, se hincha tanto, que no tardará en estallar".

En la Corte habíase inventado un sobrenombre para aquel
personaje. En la ciudad de Cholula, donde en tiempos de Mocte-
zuma, existían como unos cien templos para sacrificios, llamábase
la torre del mayor de ellos, conservado en su mayor parte hoy día,
"el gran Cu". Se comparaba al antiguo lacayo, que ascendió a una
tan encumbrada situación gracias al favor de su rey, con la vetusta
torre, pero alteraban la palabra Cu, para hacer alarde de cuan poco
apreciaban, en oposición al Emperador que las valoraba infinitamente,
las fuerzas intelectuales de Schertzenlechner: la convertían, pues, en
Mu, en recuerdo del mugir de los bovinos, y según ello llamaban a
Schertzenlechner "el gran Mu".

Son espíritus ingenuos los que llevan la casa del Emperador, pero
ven las cosas con una claridad maravillosa, aunque por lo menos no
suelen echar nada en cara a los demás. "El gran Mu está otra vez
malhumorado, agresivo, brusco —refiere la esposa del cajero Kuhacse-
vich hablando de cómo andaban las cosas en palacio—. Su Majestad
el Emperador no quiere crear más caballeros condecorados, lo en-
cuentra una banalidad fatua. Así desaparece la posibilidad de que el
gran Mu lo llegue a ser. El Mu disputaba sobre eso con la Empera-
triz; ya veremos las consecuencias que tendrá la cosa. Pues algunos
han sido distinguidos con encomiendas y condecoraciones austríacas,
¡pero él no!

"El desorden va creciendo. Günner, un oficial de la guardia del
palacio, habría de tener doce cabezas, porque todo recae sobre él;
ha de ser caballerizo mayor, secretario, gran chambelán, arquitecto,
jefe de la cocina, y todo por cincuenta pesos. Conmigo sucede algo
semejante. Camarera mayor, encargada de recibir, lectora, secretaria,
inspectora de las cuadras, sirvienta, lechera, mozo de cuadra; Günner
y yo nos estamos telegrafiando todo el día. ¡Vaya una administra-
ción! Pero nos mantenemos en buena salud, y aun alegres en ciertos
momentos, cuando por la noche nos reunimos en nuestra casa.

"Los curas están furiosos, no hacen más que conspirar (sic) ?
un general ha huido de Méjico y está con 1.000 hombres a seis leguas
de aquí; han sido reforzadas las guardias. Nadie viaja de aquí a la
ciudad sin revólver; cada día hay más robos y más asesinatos. El



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 129

gran Mu gobierna que es un gusto y anda diciendo que todo marcha
a pedir de boca, en un país donde no está segura la vida de nadie.
Su Majestad siempre le va buscando, para aconsejarse con él lo que
en cada caso haya de hacer. Seguridad sólo existe con los franceses,
la misma Emperatriz lo dice. Todos dicen aquí que habría que colgar
un par de obispos. El hecho es que hay que temerlo todo, incluso
los venenos".

Eloin, el propio jefe del Gabinete, contempla las andanzas de
Schertzenlechner con muy poco agrado. Eloin ha puesto en evidencia
que aquel personaje, a pesar de sus nuevas prebendas, cobra una
pensión como lacayo de la corte austríaca, y no vacila en exponer
el hecho al propio Emperador, que censura vivamente un proceder
semejante. Schertzenlechner, que sabe muy bien qué enemigo tiene
en Eloin, azuza dos empleados del Gabinete contra él, con cuyo mo-
tivo Eloin le hace sentir su manera brusca y expeditiva de defenderse.
Se producen violentos rozamientos, en el curso de los cuales, Scher-
tzenlechner lanza tales imputaciones contra Eloin ante el propio
Emperador, que Maximiliano exclama al fin indignado: "No mienta
usted". Ambos personajes se cubren de denuestos e improperios
en presencia de Maximiliano, como dos golfos de la calle, y el resul-
tado final fué que Schertzenlechner pidió inmediatamente el retiro
y renunció a todas sus dignidades.

El jefe del Gabinete militar francés, Loysel, contemplaba con
satisfacción la lucha del belga y del austríaco, pues ambos venían
a ser para él una espina en el ojo, por cuanto relacionaba con ellos
la aversión del Emperador hacia los franceses.

Gran júbilo reina en toda la Corte imperial por el despido de
Schertzenlechner, "Se respira hondo —escribe la señora de Kuhac-
sevich— desde que el gran Mu está fuera . . . Para el Emperador ha
sido una gran felicidad; él mismo me lo ha confesado, tal vez con la
intención de avalar los actos del gobierno. Era un personaje que no
podía sufrir a nadie con el Emperador, que calumniaba a todos y
acuciaba contra todos. El Emperador sólo oía y veía a través de él y,
no obstante, sabía cuan vengativo y bajo era. La Emperatriz me
preguntó poco antes de la ruptura si era cierto que había sido la-
cayo, y no podía comprender cómo el Emperador había tenido
gusto en elevarlo a tanta altura. Pero lo cierto es que la propia Em-
peratriz, unas semanas antes, lo consideraba un gran nombre de
Estado, nacido ya con todas las condiciones para serlo. ¡Oh favor de las
cortes, humo nada más! Un ejemplo para todos, triste ciertamente".



130 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Schertznelechner, que intentara antes todo lo imaginable para
obtener baronías y condecoraciones, cae ahora en desgracia, pierde
jerarquía, queda descalificado. Se niega a volver a Chapultepec, aun-
que el Emperador le ha llamado allí. Divulga la falsa nueva de que
7.000 indios sublevados avanzan sobre Méjico, y otras muchas más.
Maximiliano quiere concederle el título y la pensión de un conse-
jero de Estado, así como libre estancia en el palacio de Lacroma para
él y también para cierta dama de pelo rojo a quien profesa gran
afecto. El emperador Maximiliano teme las indiscreciones de su
antiguo secretario, sobre todo en lo que se refiere a la protesta se-
creta contra el pacto de familia. Schertzenlechner, empero, no quiere
aceptar nada sin que antes se le haya dado satisfacción. Está conven-
cido de que el Emperador acabará muy mal, que tendrá su castigo,
y sale del país dejando sin contestación una carta de Maximiliano
donde se habla del grande dolor y disgusto que quizá le haya oca-
sionado. Vuelve a Austria y no se oye hablar más de él. Ahora queda
Eloin único señor del Gabinete. El buen hombre ha notado des-
de hace tiempo que no goza del favor de los franceses y él, a la
recíproca, trata de influir en el Emperador contra ellos. La Empera-
triz, por cuyas venas corre sangre francesa, esfuérzase aún en hallar
una conciliación, obtiene para Bazaine la gran cruz de la orden de
Leopoldo y le dice en la carta adjunta que no es preciso enviarle
además una corona de laurel, porque él, con sus propias manos, la
está tejiendo.

Es una donosa alusión a una victoria militar obtenida por Bazaine
últimamente sobre una columna juarista mandada por Porfirio Díaz
que cayó entera en sus manos, incluso el general.

En la cuestión eclesiástica, el Emperador mantiene su firmeza.
Es cierto que envía una comisión a Roma con la consigna de esfor-
zarse de nuevo para obtener un acuerdo y ultimar un concordato.
Mientras esta embajada se encuentra aún en alta mar, manda poner
en vigor sus conocidas órdenes, que es tanto como socavarle de ante-
mano la base. El problema de la Iglesia queda en pie. Al poner en
práctica los decretos del Emperador, tanto él como la Emperatriz
se dan cuenta de que cada medida determina una terrible conmoción,
cada reforma viene a ser como una revolución social. Maximiliano
teme la mala impresión que pueda causar el curso de aquellas difi-
cultades con la Iglesia y envía a su país un informe argumentado
y detallado sobre las negociaciones con el Nuncio, de quien afirma
que se comportó de manera increíble.



LUCHAS, CUITAS E ILUSIONES 131

El Nuncio, empero, abandona a Méjico, y pocas lágrimas de-
rrama Maximiliano al ver partir aquel eclesiástico "tenaz y brusco,
de maneras violentas y poco diplomáticas". El propio Emperador
declaró aún al Nuncio el día de Pascua, en la capilla, después de
la santa misa, que se consideraba un buen católico, mejor que mu-
chos otros reyes. No exigía otros derechos que los reconocidos por
Roma a otras naciones católicas; pero que si la curia echaba mano
de las amenazas, no era un hombre dispuesto a ceder en ningún
punto, y bien capaz de arrostrar las consecuencias con energía
y serenidad. Él, el Emperador, creía que en tales cosas no había
que responder sino ante Dios y ante su conciencia.

Parece como si Maximiliano no hubiese tenido aún bastantes
cuestiones enfadosas y bastantes enemistades. En noviembre de 1864,
Francisco José presentó al Consejo imperial autríaco el pacto de
familia de Miramar, que era tanto como entregarlo a la publicidad.
Y todo ello ocurrió a espaldas de Maximiliano y le ocasionó gran
disgusto. Pues, justamente por aquel entonces, en vista de la gravedad
de la situación y de las enervantes discordias con la clerecía, fué
discutido entre los imperiales esposos, por un momento, si no sería
el mejor partido renunciar a la empresa y emprender el retorno a
Austria. Pero ahora no cabía ya hablar de ello.

Amargado, escribe Maximiliano a Hidalgo, en París, que con
semejantes procedimientos se le obligará por su parte a publicar
documentos que pondrían a discusión personas de las más encum-
bradas. Y aludía con ello abiertamente a su hermano Francisco José.
Además, presenta una protesta oficial ante las grandes potencias euro-
peas. El Emperador trata al embajador austríaco con dureza, desvía
siempre la conversación y a lo más se ocupa con él de cosas banales.
Por otra parte, manda publicar en un periódico mejicano una "Carta
de Venecia", llena de odio hacia la política austríaca en lo referente
al punto sensible de Venecia, en poder aún de Austria por aquel
entonces. El Emperador fustiga con dureza la manera cómo es gober-
nada aquella provincia: "Todo el que puede huye por la frontera ita-
liana". Este paso de Maximiliano no queda sin repercusiones en Viena.
Se habla de que puede originarse una ruptura de las relaciones diplomá-
ticas entre los Imperios de los hermanos. El Gobierno austríaco ame-
naza con no cubrir las bajas de la legión que lucha en Méjico. Francisco
José está furioso, y los juaristas no desperdician la feliz oportunidad
para andar diciendo por todas partes que Maximiliano considera su
gobierno en Méjico como un pasatiempo, mientras va tramando la



132 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

conquista de más altos lugares que de momento no están disponibles.

En la corte de París, las malas nuevas que llegan de Méjico
son una fuente de perplejidad y confusión. En 15 de febrero, anunció
Napoleón a la Cámara que el trono de Méjico se consolidaba, que
el país volvía de nuevo a la paz y comenzaba a abrir sus veneros de
riqueza. Para no verse castigado por sus propias mentiras, Napoleón
acepta los deseos expuestos por carta por Maximiliano y Carlota, a
excepción del aumento de tropas, y promete hacer cuanto pueda
para que la curia se muestre un poco más complaciente.

Menos cordial se muestra Eugenia. Su gran entusiasmo de
los primeros tiempos por la acción de sus amigos va desapareciendo
visiblemente. Apenas si alega nada a los reproches de su marido y
a las voces de la oposición que critican la empresa mejicana. Se mues-
tra de gran susceptibilidad a las noticias que llegan de Méjico, y las
cartas de la emperatriz Carlota no le traen sino confusión. Su mal
humor se desata especialmente contra la esposa de Maximiliano. En-
cuentra que en la cuestión de la Iglesia se aventuró demasiado y que
trató al Nuncio con excesiva violencia. Rehusa el deseo de que
fuese substituido el jefe de Gabinete de Bazaine alegando motivos
justificados en apariencia, y contesta que tiene al Mariscal por uno
de los mejores soldados de Napoleón. Su marido no expuso nada en
aquel juego que atañía al honor de Francia, pero ciertamente resultaba
una difícil empresa dominar todos los puntos de un Imperio tan
vasto, y por lo tanto las sublevaciones serían inevitables. Y después
de esto, no se recata en afirmar que tal vez Carlota la encuentre de-
masiado optimista, y le recomienda como réplica que siempre hay
que serlo un poco, ya que un ánimo optimista resuelve a lo mejor
grandes aprietos. En realidad el optimismo de Eugenia lleva camino
de desvanecerse por entero y la pareja imperial mejicana comienza
poco a poco a perder su mejor amiga y el apoyo de París.

Napoleón se siente presa de gran inquietud por cuanto el plati-
llo de la balanza en la Guerra de Secesión americana se va inclinando
más y más a favor de los estados del Norte. Hace presente a Bazaine
que trate de pacificar las provincias del norte de Méjico empleando
solamente tropas mejicanas. Quiere evitar a toda costa que las tropas
francesas se acerquen demasiado a la frontera norteamericana. Co-
mienza el Emperador francés a prever que se halla próxima la victoria
de los del Norte y con ello ve agigantarse el peligro de su aventura
ultramarina, contra la que tantas voces de la opinión pública de
Francia se expresan cada día con violencia mayor.



Capítulo X



Comienza el hundimiento



La frecuencia de pequeñas victorias aquí y allí y la conquista
de más amplias regiones de Méjico provocaron en Bazaine un
punto de vista demasiado optimista sobre la situación militar. Al
principio, había afirmado reiteradamente al general Douay que, a
finales de 1864, todo andaría en orden y el ejército francés podría
abandonar a Méjico. El Mariscal sabía muy bien que su jefe supremo,
y toda Francia con él, anhelaban el regreso del ejército expedicio-
nario y por esto repatrió, en las postrimerías de 1864, una brigada.
Con avisada cautela tomó aquella brigada de la división del general
Douay, que era persona adicta a los Emperadores.

También uno de sus brigadieres, el general D'Hérillier, es muy
favorito de la emperatriz Carlota y no se puede contar realmente
entre los amigos de Bazaine. Cuando a la primera brigada siguió
la segunda, fué el momento de desembarazarse de aquel criticón de
Douay, que tiene buenos padrinos y amigos en París y aun podría
llegar a ser un rival. Maximiliano y Carlota hacen todos los posibles
para impedir la repatriación de la brigada, pero en vano. La debi-
litación del cuerpo expedicionario no concuerda en manera alguna
con la verdadera realidad de la situación. En aquellas marchas y con-
tramarchas, cuando un lugar es abandonado por las tropas francesas,.
Juárez lo ocupa inmediatamente y sus hombres cometen las mayores
atrocidades y venganzas con los funcionarios imperiales y los ami-
gos de Maximiliano. No es de extrañar, pues, que en las ocupaciones
realizadas por las tropas imperiales la gente se muestre recelosa y
angustiada.

Maximiliano espera mucho de las actividades de los 6.000 volun-
tarios austríacos y los 1.200 belgas que llegan a Méjico a principios
del 1865. Instruidos y armados a toda prisa, no son de una eficiencia
comparable a la de los regimientos franceses; pero ni los soldados
ni los oficiales están dispuestos a dejarse tratar como si fuesen tropas
mejicanas. Pensando en la recomendación del jefe supremo, el Em~



134 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

perador francés, de mantener los elementos franceses del cuerpo ex-
pedicionario lo más lejos posible de las fronteras de la Unión, emplea
Bazaine las nuevas tropas en el sector norte del país; pero no logra
impedir que se produzcan profundas divergencias entre las cuatro
naciones representadas en el ejército mejicano.

Los informes de Bazaine sobre la situación militar de Méjico,
favorables hasta entonces, engendraban falsas impresiones en el áni-
mo de Napoleón. En ninguno de ellos se habla, empero, de paz;
las tropas imperiales mejicanas están luchando por todas partes. Los
destacamentos franceses sufren incluso derrotas locales; en 1865, el
propio general Castagny hubiese caído prisionero si el veloz caballo
de pura sangre que montaba no le hubiese procurado ventaja al
perseguirle los jinetes juaristas. Las tropas imperiales compuestas de
mejicanos, con frecuencia se pasan al enemigo, y aun generales que
habían abandonado la causa de Juárez vuelven a él con tropas y
material. Por todas partes el espíritu republicano levanta la cabeza.
Juárez traslada su cuartel general de la frontera norte más hacia al
sur, a Chihuahua, y anuncia en un manifiesto que el día del triunfo
se va acercando. Los 27.000 hombres de tropas francesas están muy
diezmados por los continuos combates y las incesantes marchas y
contramarchas por un país hostil e inhospitalario. Su sostenimiento
absorbe unas sumas tan inmensas que el Tesoro mejicano no puede
pensar de ninguna manera en distraer fondos para otras atenciones,
como, por ejemplo, para atender las apremiantes peticiones de Fran-
cia. El importe del primer empréstito se aplicó casi por entero a los
gastos de la campaña.

El Emperador se encuentra desesperado ante tan desfavorable
desarrollo de la situación. Escribe especialmente al Mariscal para
decirle que, a su juicio, derrocha "sin cesar y con ligereza" grandes
sumas de dinero, que en ocasiones obliga al Gobierno a gastos inne-
cesarios. En París, se ven también obligados, en lugar de cosechar
ventajas financieras e indemnizaciones, a lanzar nuevas cantidades
en las fauces del monstruo mejicano. El ministro Fould y los cuer-
pos colegisladores instan al Gobierno para que empleados franceses
se incauten de la única fuente segura de ingresos del lejano Imperio,
las aduanas de los puertos, y las administren "por cuenta del Estado
mejicano". Napoleón, apretando este tornillo de la máquina finan-
ciera, que pone al emperador de Méjico a merced suya, puede obte-
ner "la regulación del problema de las deudas que Francia acredita".
De tal modo entregaría indefenso a Maximiliano en manos de Ba-



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 135

zaine, pues sin jurisdicción sobre las fuentes de ingresos del Imperio,
que manaban ya con escasez bien ostensible, no podría hablarse de
una verdadera independencia del Gobierno mejicano. Napoleón está
en disposición adecuada para poner duras condiciones a Maximiliano,
porque está gestionando en París un nuevo empréstito. Amonesta con
insistencia al emperador de Méjico para inclinarle a la economía y
subraya que los problemas financieros han de ocupar el primer plano.

El nuevo empréstito ha de ser meticulosamente empleado y
administrado. ¿Qué pasará con esta operación? El Estado mejicano
va a ser de nuevo cargado con una deuda nominal de la nación
de 250 millones de francos. Para tales atenciones sólo han ingresado
unos 170 millones, de los cuales únicamente una escasa porción,
unos 70 millones, han llegado realmente al Tesoro mejicano. Sola-
mente los intereses de la deuda de la nación exigen más de la
mitad del conjunto de los ingresos líquidos del Imperio. La apa-
rente protección de París parece en realidad un procedimiento calcula-
do para hundir a Méjico en la bancarrota. A la terrible situación fi-
nanciera hay que añadir el crítico desarrollo de los asuntos militares,
en cuyo terreno no se hacen más que experimentos y nuevas combi-
naciones. Aquí choca Maximiliano con Bazaine; la oposición es cada
vez más ostensible. Bazaine actúa ya como un tutor de Maximiliano
en lo financiero y en lo militar.

La independencia del Emperador es cada vez más exigua, por
más que se esfuerza con denuedo contra todos en mantener su
prestigio. Cuanto más cuenta se da de que la ayuda de París no es
suficiente, de que no se le ayuda lo que hace falta, tanto más
siéntese inclinado a cargar la culpa de los fracasos en los oficiales
y funcionarios franceses. Su enojo contra Bazaine va creciendo a
medida que aumenta el poder y el influjo del Mariscal. Comienza
a mostrarse reservado incluso con Hidalgo, su representante en París.
Este personaje parece no representar adecuadamente los intereses
de Méjico ante los ministros de París y los emperadores franceses.
Poco a poco va convenciéndose Maximiliano de que Hidalgo se
halla interesado materialmente en la empresa de Méjico y que su
apasionada intervención en la fundación de una monarquía se enla-
zaba con aquellos intereses. El padre de Hidalgo fué declarado trai-
dor a la patria, en agosto de 1862, por un decreto de Juárez y, como
castigo, fuéle impuesta la confiscación de todas sus propiedades. Su
hijo, ya en 1863 comenzó a luchar por la devolución. Cuando Maxi-
miliano llegó a Méjico, entregó a Hidalgo una gran suma en moneda



136 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

contante que procedía de los fondos del Estado. Y ahora, medio año
después, Hidalgo insiste cerca de Eloin en que sus propiedades, cier-
tamente, le han sido restituidas, pero devastadas e improductivas. Los
daños ascienden a más de 100.000 piastras. Ruega que, si no se le
puede indemnizar debidamente, las adquiera el Estado.

La familia de Gutiérrez no se queda corta en lo tocante a
bienes materiales. También a ellos se les devolvieron las propiedades,
pero piden igualmente que se les indemnice de las devastaciones que
han hallado. Maximiliano conoce muy bien la bajeza de tales pre-
tensiones, pero siéntese ligado a ambos por los servicios prestados
y, en lugar de responder, como sería muy oportuno, que los solici-
tantes fuesen a Méjico, para explotar convenientemente sus hacien-
das, parece inclinarse ante esas exigencias.

Si parece germinar en Maximiliano la desconfianza hacia las
personas que más habían trabajado en favor suyo, conserva, ahora
como antaño, una fe ilimitada en Napoleón. Parece como si no
se diera cuenta de que las cartas de éste pierden cada vez más en cor-
dialidad y que sus consejos se convierten cada vez más en mandatos.
El Emperador fundamenta sus esperanzas en que Napoleón siempre
le guardará amistad y que sabrá mantener las promesas que le hizo
cuando Maximiliano aún no se había decidido a aceptar la corona.
Y busca el fundamento de sus relaciones, siempre de un tono enojoso,
con la corte francesa, en cualquier otro motivo que en una mudanza
de propósitos de Napoleón.

Maximiliano resulta un extraño en su país y como tal ha de
superar la resistencia que ofrece el sentimiento nacional de algunas
personas, que por otra parte están bien dispuestas hacia él. Todas
aquellas dificultades que a su paso se amontonaban, un hombre en
la situación de Maximiliano las hubiese podido dominar solamente
como soldado, con una fuerza militar bien pertrechada y animosa.
En lugar de esto, agota su capacidad de trabajo con la promulgación
de innumerables órdenes, generosas ciertamente, imbuidas de espí-
ritu liberal; pero que, por falta de energía, de potencia suficiente,
no llegan a ser realizadas. Sirven sólo para llenar los archivos. Bazaine,
que cuenta con la fuerza necesaria para prestar efectividad a sus
órdenes, ciertamente no trabaja para sí, pero mucho menos para
el emperador Maximiliano. Es el sirviente fiel de su señor de París
y tiene su corazón en Francia, y siéntese, por lo tanto, dominado por
la idea de su regreso y del de su ejército. Tantas angustias, excita-
ciones y afanes no quedan sin efecto en la salud de Maximiliano,.



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 137

por lo demás harto delicada. En marzo de 1865, es presa de una
gripe rebelde. Algo mejorado ya, comienza a presentar síntomas de
disentería. Tórnase el Emperador desmedrado, de gran delgadez,
nervioso; su humor oscila siempre entre una exagerada alegría o un
profundo abatimiento.

La Emperatriz es de otra madera. En todo momento afanosa
por ayudar con sus fuerzas a su marido en el cumplimiento de sus
arduos deberes, en cuya aceptación ella tuvo tanta parte, da cons-
tantes muestras de prodigiosa actividad. Está convencida siempre de
sus condiciones para actuar en las más difíciles tareas. "Podría per-
fectamente —escribe a su antigua amiga la Condesa Grünne— man-
dar, en caso de necesidad, un ejército. ¡No se ría usted de mí! Tengo
ya cierta experiencia militar sacada de la pequeña guerra de este
país que cada día vengo contemplando, y en los momentos precisos
me sentiría sin duda capaz de grandes realizaciones en este campo".

También subscribe Carlota aquellas palabras del primer Napo-
león que "imposible" no es una palabra francesa. "Me parece —opina
Carlota— natural en extremo que, en una situación como la mía,
una mujer, que no es madre de familia preste ayuda directa a su
marido. Por otra parte, ello constituye mi deseo mayor, ya que es
vivísima en mí el ansia de una ocupación útil".

Las relaciones entre los esposos son perfectas, por más que
algunas veces se note entre ellos cierta reserva y ceremonia. Ambos
sufren con la idea de la falta de sucesión, de unos hijos tan deseados,
pero molesta a la Emperatriz que la gente hable de ello. Carlota hace
resaltar, especialmente ante su abuela, los excelentes términos de las
relaciones con su marido: "Max y yo estamos muy unidos, tanto en
política como en cualquier otra materia, y no es posible imaginar
que nadie, sea en lo que sea, pueda separarnos". Pero ambos sienten
una inclinación excesiva a encarecer los acaecimientos favorables,
aunque no sea más que para no dar razón a los sabihondos de Europa
que pretendían disuadirles de su querido sueño.

"Avanzamos con calma, pero decididamente y bien —informa
Maximiliano a su suegro—. Mientras en otros países el soberano,
con grandes esfuerzos, ha de tirar de las riendas y poner doble
freno, aquí, al contrario, precisa espolear, acuciar. Pero las cosas
andan mejor de lo que yo esperaba al principio; la gente va co*
brando alegría en el trabajo y confianza en el porvenir. Aquella impre-
sión de total apatía comienza a desvanecerse. En la cuestión religiosa,
se van calmando los ánimos y todos van viendo ya, aun los pro



138 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

pios obispos lo confiesan, que Roma ha pedido lo imposible . . ."

Pero la cruda realidad castiga estas falsedades de los rosados
informes del Emperador. En el invierno y la primavera de 1865, la
balanza de la Guerra de Secesión se inclinó a favor del Norte. El
Norte aplastó con su potencia a los estados del Sur, a pesar del heroís-
mo de que éstos dieron muestra. Los momentos decisivos se ave-
cinan, los ejércitos del Sur se fragmentan, comienzan a descompo-
nerse; los oficiales pierden el ánimo, la situación de los confederados
se hace desesperada. Ya ha de comenzarse a considerar qué influen-
cias va a tener en los cálculos políticos esta inminente victoria de
los estados del Norte. "Las potencias de Europa —observa el em-
bajador austríaco en Washington — habrán de contar en lo futuro
con este pueblo orgulloso y susceptible". La Guerra de Secesión
se acaba. El 9 de abril, capitula el Sur, la Confederación deja de
existir; la guerra civil, con sus dos mil quinientos combates, ha cos-
tado la vida a cerca de un millón de hombres y fabulosas cantidades
de dinero. Y no menor es el orgullo que engendrara en los estados
vencedores. Ahora los Estados Unidos tienen las manos libres y a su
disposición un ejército aguerrido y ensoberbecido por la victoria. Desde
este momento, podría interferir, si le pluguiese así, de muy distinta
manera en los destinos de los Estados limítrofes y quizá del mundo.

Para el monarca mejicano es un golpe fatal. Hasta el presente,
Washington no ha permitido ninguna suerte de relaciones diplomá-
ticas con el Imperio. Vuelve y vuelve Maximiliano a llamar a la
puerta, a suplicar, pero sus enviados son tildados de "agentes revo-
lucionarios" de un país con cuya autoridad soberana, o sea con Juárez,
mantienen los Estados Unidos relaciones diplomáticas llenas de coi-
dialidad. En el mismo París, la nueva situación determina gran pre-
ocupación; los emperadores franceses veían peligrar su empresa de
Méjico y aun asomar en el horizonte la posibilidad de una guerra
con los Estados Unidos.

El temor de tal conflicto desempeña en lo sucesivo un impor-
tante papel en las decisiones de Napoleón y de Eugenia en lo refe-
rente a Méjico. Los Estados Unidos envían inmediatamente órdenes
a su embajador en París para que entable negociaciones sobre las
operaciones en Méjico. El Gobierno francés contesta, en tono con-
descendiente, que la repatriación de las tropas expedicionarias es
algo decidido ya desde largo tiempo y será realizada poco a poco.

Vense ahora las consecuencias del menosprecio de Maximiliano
por la gran fuerza del Norte, que consideraba simplemente como si



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 139

no existiese. Pondera ahora en su ánimo lleno de angustia cómo
podrá enfrentarse con semejante peligro. Y no logra hallar otra
salida que dirigir voces de auxilio a Napoleón y a su padre político
el rey Leopoldo. Seguridades de las grandes potencias europeas
podrían proteger a Maximiliano de la amenaza que le viene del
Norte. Una embajada especial podría tal vez obtenerlo. ¿En quién
poner, empero, la confianza?

A la solución de este problema contribuyó una victoriosa intriga
de los franceses de Méjico. Eloin, el jefe del Gabinete civil del Em-
perador, desde tiempo venía a ser una molestia para aquéllos. Repre-
sentaba realmente los intereses del Emperador y no los de Francia,
como Loysel, el jefe del Gabinete militar, que en primer lugar se
sentía oficial francés y solamente luego servidor de Maximiliano.
Era, por lo tanto, Eloin rudamente combatido por los franceses, pero
también por todos los partidos del país, por cuanto era extranjero
y ocupaba un lugar muy a propósito para un mejicano de prestigio.

Con habilidad, los franceses saben hacer llegar a oídos de Maxi-
miliano, muy celoso de sus derechos de soberano, que el Gabinete
civil se ha erigido de hecho en el verdadero Gobierno central y que
Eloin se asigna un poder tan grande, como ni el propio Emperador
lo tiene. Cae Maximiliano en la trampa que se le tiende y escoge a
Eloin para aquella misión, con el fin de apartarlo de su cargo y dar
así un ejemplo de energía.

Mientras, proyecta Maximiliano una campaña política contra
los Estados Unidos, Eloin ha de trabajar la cuestión cerca de las
potencias; otro representante entregará en Washington una comu-
nicación de pésame del Emperador con motivo de la muerte del
presidente Lincoln, con la encomienda de aprovechar la ocasión para
buscar contacto con aquel país. Pero el Presidente negóse a aceptar
la carta y a recibir al enviado. Aun la Emperatriz se alarma ante el
desarrollo de los acontecimientos en el Norte. Presiente claramente
que el juarismo, a su parecer "la más repugnante forma de la dema-
gogia", cobrará alientos con ello.

Para Juárez, lo que iba aconteciendo en los Estados Unidos
constituía un acicate para continuar persiguiendo sus fines con tenaz
persistencia. Innumerables partidarios afluyen a él. Por todas partes
se enciende de nuevo el movimiento republicano. Se juzga muy se-
veramente al Gobierno imperial, desunido, sin fuerza y en lucha
abierta con toda suerte de dificultades. ¿De qué aprovecha la buena
voluntad del Emperador para hacer la felicidad del país? Todos en



140 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

la capital, como en las otras regiones, se inclinan hacia el que parece
más favorecido por la fortuna, y en este momento lo es indudable-
mente Juárez. Sus destacamentos ligeros cruzan de nuevo sin cesar
todo el país, hacen altamente insegura la comunicación de Méjico
con el mar, e infligen a la legión belga un serio descalabro. Algunos
cabecillas se acercan arriesgadamente hasta los mismos aledaños de
la capital, hasta tal punto que, a menudo, los Emperadores, en sus
paseos, han corrido el riesgo de caer en sus manos. Bazaine se ve cons-
treñido a dispersar sus tropas, agotadas ya, fatigadísimas, a los cuatro
puntos cardinales para llevarlas a encarnizados combates. Pero no
toma él mismo el mando de estas acciones; un poderoso imán le
retiene en la capital.

Bazaine es viudo. Parece que su esposa, durante la primera
ausencia del general en Méjico, había estado en relaciones íntimas
con el marido de una actriz de la Comedie Frangaise, muy inclinada
a los celos. Curioseando esta señora cierto día la correspondencia de
su marido, vino a dar con unas cartas comprometedoras de la esposa
de Bazaine, y sin tardanza las remitió al general en Méjico, no sin
antes enterar de ello a la dama en cuestión. Aterrorizada ésta, fuera
de sí, acude a Napoleón, se arrodilla a sus pies, y le suplica que
envíe un buque rápido que pueda detener al que llevaba la corres-
pondencia comprometedora. Asiente el Emperador, pero los elemen-
tos dispusieron otra cosa. A causa del tiempo no pudo el buque
enviado recoger la carta, y cuando se enteró de ello, la señora Bazaine
se suicidó. Fué doblemente terrible la tragedia, pues aquel cruento
sacrificio resultó innecesario, ya que los oficiales del Gabinete militar
de Bazaine que abrieron la correspondencia hicieron desaparecer aque-
lla carta, sin informar al general.

Dos años más tarde, Bazaine se enamora, a pesar de sus cin-
cuenta y cinco años, de una mejicana joven, de perfecta belleza y
de una acaudalada familia. Aquella ambiciosa muchacha de dieci-
siete años sabe olvidar, ante el brillo de una situación como la de
mariscal de Francia, el poco aventajado físico de aquel hombre ma-
duro, de vientre voluminoso y piernas demasiado cortas. Bazaine,
según dice Maximiliano, "se enamoró como un infeliz y a sus años
vuelve a bailar como un trompo". Los imperiales esposos contemplan
con ironía aquel idilio de amor del Mariscal, que sin duda alguna
conduce al matrimonio.

Las diferencias entre el soberano y el general han ido creciendo
estos últimos tiempos. El Emperador está en un estado de nerviosi-



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 141



dad total a causa de las continuas reconvenciones y quejas de Lovsel,
situado ahora a la cabeza de su Gabinete militar, en lo referente al
Gabinete civil, huérfano de dirección desde que lo dejara Eloin. Cons-
tantemente se producen rozamientos, hasta que, de pronto, Maximi-
liano mandó tapiar las puertas que establecían comunicación entre
sus habitaciones particulares y los despachos de ambos Gabinetes,
civil y militar. A las observaciones de Loysel respondió el Emperador
que, entre otras malas condiciones, poseía la de un absoluto e inso-
bornable instinto de independencia respecto a todo el mundo. "Aun
la propia Emperatriz, con su característica delicadeza, no viene nunca
a mi estancia de trabajo sin que a ello la invite".

Las penas y sinsabores de los últimos tiempos tienen muy traba-
jado al Emperador. Una nerviosidad llena de amargura le atormenta,
y unos padecimientos de hígado empiezan a causarle inquietantes
dolores. La Emperatriz comienza a temer que su esposo vaya consu-
miendo sus fuerzas en un trabajo de Sísifo, como es el de subir mon-
taña arriba la roca de su actividad de gobernante para verla después
desplomarse al precipicio. Si ordena algo, después le niegan que lo
haya hecho. Y es por lo que decide seguir el ejemplo de su padre
político, que se comunicaba por carta con sus propios hijos, que ha-
bitaban en su mismo palacio, y daba por escrito las órdenes a sus
ministros y jefes de Gabinete.

"Ahora —observa—, ya no se puede andar afirmando que el
Emperador dijo esto o aquello, que desea esto a aquello; ahora todo
está escrito y firmado". Al principio se enojan algo los miembros del
Gabinete, pero, con el transcurso del tiempo, se van acostumbrando,
aunque aquella medida no contribuye en nada a crear una situación
conciliadora, de armonía.

Con Loysel, laméntase Maximiliano de la insinceridad de Bazai-
ne, que pinta en París como magnífica la situación militar de Méjico,
mientras, en realidad, va empeorando de continuo. Él, el Soberano,
ha de sufrir humillaciones e injusticias de toda suerte; en una pala-
bra, se lleva a cabo "con los Emperadores un juego cínico", y es for-
zoso que aquella situación termine. Maximiliano tiene las manos
agarrotadas por la situación financiera y por Bazaine, pero no están
las cosas tan allá para que pueda perder inútilmente el único triunfo
que tiene en la mano, la amenaza de abandonar la empresa. Pero
no se atreve a jugarlo porque teme que se le acepte la propuesta y
sea, por lo tanto, puesto en evidencia ante todo el mundo, y especial-
mente ante su familia de Austria. No le queda, pues, más que ligarse



142 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

del todo a los franceses, agarrarse desesperadamente a ellos, por mucho
que en su interior los mande a todos los diablos. Su celo en poner en
marcha innumerables reformas no tiende a disminuir. Sus funciona-
rios no valen gran cosa; pero, sea como fuere, se propone "reorgani-
zarlo todo desde el fondo", para que la nación mejicana quede ca-
pacitada para situarse dignamente junto a las primeras naciones del
mundo. Quiere volverse su propio ministro de Hacienda, atiende con
dilección a las escuelas, y recomienda en Méjico el estudio de las
lenguas clásicas, de las ciencias naturales y "de aquella ciencia de
la Filosofía tan poco cultivada de ordinario", pues son tales conoci-
mientos "los que educan la inteligencia, enseñan al hombre el descu-
brimiento de sí mismo, y el orden ético de la sociedad deriva de ellas
de manera necesaria".

Los ministros sonríen, la teoría es admirable, pero más adecuada
para otra clase de país. Maximiliano no se arredra: funda una Acade-
mia de Ciencias, reúne una colección iconográfica de todos los do-
minadores de Méjico desde Moctezuma; presta ayuda a las pesquerías
de perlas, y se afana en volver a Méjico las joyas y tesoros que Cortés
tomara antaño a Moctezuma y que, regalados luego a Carlos I, se en-
contraban en los museos de Viena. Con todo, la situación militar
era más desastrosa cada vez; Maximiliano ya no logra ahora engañarse
a sí mismo. Los salteadores y bandidos de Juárez muestran una mara-
villosa eficiencia militar. Los grandes dignatarios eclesiásticos procu-
ran arruinar por todos los medios al Imperio y Maximiliano se ve
forzado a crear una policía secreta especial para vigilar sus actos.

En este ambiente, llega justamente una carta de Gutiérrez, quien
desde el seguro reposo de Europa expone de nuevo en ochenta y cua-
tro páginas el tema de siempre, que la lucha a favor del Catolicismo
constituye el motivo principal y el fin más egregio de la restauración
monárquica en Méjico. Gutiérrez fulmina contra la tolerancia de
todos los cultos, por Maximiliano, contra la debilitación de la in-
fluencia eclesiástica, el más sólido apoyo de la idea monárquica. La
carta enoja aún más a Maximiliano contra los partidos del "cangre-
jo", como se llama en Méjico a todos los conservadores. Sin duda
alguna, Maximiliano y Gutiérrez se hallan ahora situados frente a
frente. En Méjico nunca ha existido una monarquía, se ve forzado
finalmente a destruir las ilusiones en las cuales vive Gutiérrez y en
las cuales viviera él mismo antes de su viaje a Méjico, cuando no era
más que archiduque. No existe en Méjico una mayoría católica. La
gran masa es indiferente en materia religiosa; la conducta del clero,



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 143

desde el punto de vista moral, un triste capítulo. No es un solo par-
tido el que ha de apoyar a la monarquía, todos se han de reunir en
el Palacio de Méjico. Gutiérrez no ha de olvidar que no ha estado
en Méjico desde hace veinticinco años y que, desde entonces, ha ido
creciendo una nueva generación que debe ser tratada de muy dife-
rente manera de como lo hace Gutiérrez. Tales razones vienen a ser
sólidos puñetazos en pleno rostro del emigrado ultramontano, que
hasta entonces complacíase en dejar traslucir con altanería que Ma-
ximiliano era emperador por obra y gracia suya.

Mientras tanto, Eloin ha llegado a París. Napoleón está en Argel
y es la Emperatriz quien se informa de la carta de Maximiliano su-
plicando garantías de las grandes potencias europeas para el caso de
una amenaza de los Estados Unidos. Eugenia, llena de sorpresa, es
de la opinión de que Maximiliano tiene una imaginación ardiente y
está siempre inclinado a pedir cosas imposibles, como, por ejemplo,
estas garantías. No se llega ni a tomarlas en cuenta. La otra petición
relativa al aumento de las tropas francesas destacadas en Méjico es
pura y simplemente rechazada. Eugenia se atrinchera tras el hecho de
la ausencia del marido. "Dominar todo Méjico es imposible —opina—,
y las tropas que se encuentran allí son suficientes para asegurar la
paz en una buena parte del país. El Mariscal, con su innegable ener-
gía y prudencia, conseguirá poner las cosas en orden".

Eloin se va con las manos vacías en busca de su soberano de
Bruselas. Allí no andan mucho mejor las cosas: el rey Leopoldo está
débil y enfermo y se ve obligado a confesar que la victoria del Norte
sobre el Sur en los Estados Unidos es una gran desdicha para Méjico,
y que Inglaterra desea más que nunca quedar al margen de todo aquel
embrollo. Sólo saben ofrecer a Eloin esperanzas y buenos consejos.
Ahora ya está perfectamente enterado: no hay que contar con la ga-
rantía de las potencias. Llegado, finalmente, a Viena, no consigue ni
ver personalmente al emperador Francisco José, el cual comunica a
Eloin, por Un intermediario, que conserva un gran afecto a Maximi-
liano y que hará cuanto pueda en favor suyo cuando los acaecimien-
tos le obliguen al abandono de Méjico.

Eloin informa prolijamente a su señor con una fidelidad absolu-
ta, y no se olvida de hacer notar la situación considerablemente des-
favorable de Hidalgo en la corte imperial francesa. Aquel personaje,
propiamente, ya no representa los intereses de Méjico, sino que en
todo puede decirse que sirve a Francia, quizá con objeto de sostener
su decreciente favor en la corte mediante aquella voluntaria misión.



144 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Pero el Emperador tiene informes más directos de la situación
y la opinión en Europa, y especialmente en la corte de París, por el
general Douay, que partió para Francia al repatriarse la primera bri-
gada, volvió luego a Méjico y era muy buen amigo de Maximiliano.
El 9 de julio de 1865, sostuvieron en confianza una conversación que
puede llamarse memorable. Douay informa que todo el mundo en
París desea la terminación de la campaña de Méjico, la cual dura
mucho más de lo que se pensara al principio. Expone sus esfuerzos
para contrarrestar los efectos de los informes optimistas de Bazaine.
Douay tiene palabras muy duras para el Mariscal, que, según su opi-
nión, desde buen principio, estuvo engañado sobre la importancia y
el alcance de la empresa. Al Mariscal le resulta desairado, así piensa
Douay, regresar a la patria antes de haber rematado la obra que se le
confiara, y como siempre sostuvo que se trataba de una fruslería, anda
medroso de que de un momento a otro se rasgue el velo y quede to-
do en evidencia. Él, Douay, no ha compartido nunca tales ilusiones.
Está convencido de que el partido gubernamental en Méjico ha de
apoyarse, naturalmente, en el ejército francés, y el comandante de
éste ha de ser, por lo tanto, persona adicta al Emperador. El mo-
narca ha de ser una especie de dictador con una gran fuerza militar
a sus órdenes, con objeto de poder obligar a los mejicanos a sacrifi-
cios que de buen grado no querrían prestar. La comandancia supe-
rior del ejército francés tendría que estar a las órdenes del Empera-
dor y no lo contrario.

"¡Ah, si usted fuera ese comandante superior!", insinúa Maxi-
miliano.

"A causa de mi jerarquía, no es posible".

"¿Por qué no? Bien pasa el Mariscal por encima de todo. No
me ha procurado a nadie para organizar el ejército. La guerra civil ab-
sorbe todo el dinero. Los impuestos prácticamente no existen. Cuan-
do pienso en las palabras que me dijo Napoleón antes de salir de
París: "Querido Príncipe: Vais a encontrar a Méjico pacificado; el
empréstito puede prestaros gran utilidad para ferrocarriles, carrete-
ras y toda suerte de obras útiles . . ." ¿Y ahora? ¿Adonde hemos lle-
gado? La situación es peor que el año pasado".

"Majestad, sólo un poder dictatorial puede sacaros del mal paso.
A ello ha de prestarse el ejército francés, pero no lo hará, sin duda,
si se le dirige tan locamente como hasta ahora".

"Ciertamente, y todo ello viene agravado por el asunto Jecker
y por las insensatas cargas financieras que se nos han echado encima".



COMIENZA EL HUNDIMIENTO 145

"Sí, es cierto —añade Douay— ; es la creencia general en Fran-
cia, que el único fin de la empresa consiste en prestar ayuda a este
especulador para salvar su dinero".

"Mi querido Douay, ha de comenzar usted a tener en cuenta que
no es difícil que venga a usted la herencia que en justicia le corres-
ponde. Es el predestinado a ponerlo todo en orden".

En realidad, una conspiración del Emperador contra el general
Bazaine. Douay anhela, a pesar de su pudorosa objeción de que era
demasiado joven, el cargo del Mariscal. Éste lo sabe muy bien desde
hace tiempo, y sabe también que el general intriga contra él, tanto
en París, como en Méjico. Llénase de indignación al saber que el
joven general de división pacta con el Emperador a espaldas suyas.
Bazaine siéntese por un momento gozoso y satisfecho en palacio, an-
te el presente imperial de boda a su joven esposa, pero en definitiva
aquel momento de alegría no suaviza gran cosa sus relaciones con la
Corte. El Mariscal se ve herido en su amor propio; desde aquel punto,
ya Maximiliano no puede encontrar en él un apoyo. La indefectible
amistad de Douay no podrá reparar un daño semejante. No han pa-
sado muchos semanas cuando Bazaine destaca al general Douay para
una acción militar en el interior del país.

El Mariscal se mantiene firme en la silla. En París, no se le deja
caer. La emperatriz Eugenia y Napoleón se hacen los sordos a las
quejas de la pareja imperial mejicana; recomiendan, al contrario, a
Bazaine con palabras entusiastas, ponen de relieve sus grandes dotes
de inteligencia y de energía, y rechazan los mal disimulados ataques
de Carlota y Maximiliano. Las siguientes líneas provienen justamen-
te del momento en que los emperadores mejicanos se hallaban ape-
sarados por el apartamiento de Douay.

"Ha tenido que partir —escribe Carlota a la emperatriz Euge-
nia— para sus tareas en el interior del país, de seguro para no hacer
allí gran cosa. Le hemos dicho adiós con el corazón oprimido, y él
también con gran pena. Es un hombre extraordinario como soldado,
como político y como organizador. El Emperador y él parece como si
se electrizasen mutuamente y diríamos dos antiguos amigos, casi dos
hermanos. La boda de nuestro querido Mariscal parece que marcha
muy bien: los veo muchas veces juntos a caballo, esta misma ma-
ñana los encontré".

Estas últimas y lacónicas palabras es todo cuanto Carlota sabe
decir sobre Bazaine; el contraste con los himnos de elogio a Douay
queda harto visible. Por otra parte, es muy inoportuno que Carlota



10



146 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

hable con tanta pasión de las relaciones entre Maximiliano y Douay,
pues justamente lo que Napoleón se proponía era que el mando su-
perior de Méjico estuviese en manos de un hombre bien suyo y bien
separado de Maximiliano y no desearía otro cuarto comandante en
jefe. Eugenia se propone en su nueva carta ser más clara aún sobre
el particular.

"Douay —escribe— es sin duda un excelente general, pero Bazai-
ne es el mejor soldado que tenemos, y a mis ojos tiene el mérito de
no haberse desanimado nunca: en ningún momento le flaqueó el
espíritu. Le ruego, pues, que muestre más confianza hacia él y le
considere como merece".

Después de tales palabras, Carlota se bate en retirada: "Mien-
tras Bazaine tenga la confianza de los emperadores franceses, la ten-
drá también de los de Méjico". Carlota, empero, se dice en su inte-
rior: El primer gran ataque contra Bazaine ha fracasado, hay que
esperar mejor ocasión para emprender de nuevo la ofensiva.



Capítulo XI



De crisis en crisis



Las cosas no van por el mejor camino. El pobre Maximiliano,
afanoso de engañarse a sí mismo y de engañar a los otros, vacila
ahora entre el temor y la esperanza. "¡Esta gente fatal de los Estados
Unidos! Si por lo menos fuesen neutrales. Militar y financieramente
estamos en plena indigencia. Esta guerra eterna lo consume todo".

A pesar de estas razones, no pasa por la mente de Maximiliano
que es imposible la duración de aquel imperio; ve con pena, y a me-
nudo se lamenta de ello, que el Cielo no les envía descendencia. Le
preocupan problemas como el de la sucesión del trono. Piensa en
los descendientes del desventurado emperador Iturbide y quiere adop-
tar como príncipe heredero a un joven nieto de aquel personaje.
La familia Iturbide aprovecha la ocasión para engrandecerse en el
sentido social y económico. Un tratado secreto entre Maximiliano
y los Iturbide prevé la elevación de éstos al rango de príncipes y
grandes ventajas materiales. Maximiliano quiere tomar consigo al fu-
turo heredero de la corona, que cuenta sólo tres años. La madre hace
grandes objeciones a este plan; casi a la fuerza se le ha de quitar
el niño. Con ello hay una preocupación más en el hogar de Maxi-
miliano.

También para Carlota aquella cuestión resulta muy penosa, pues
aunque el pequeño Iturbide no ha sido proclamado oficialmente he-
redero del trono, todo el mundo se da cuenta de que su educación
en el propio palacio no puede tener otra finalidad. Para salir al paso
de la impresión que pueda causar en Europa, en sus cartas intenta
presentar el asunto como si se tratase simplemente de hacer justicia
a la familia de aquel emperador que acabó tan tristemente; no tiene
nada que ver con la sucesión al trono. Así pretende ocultar que su
esposo ya no cuenta posible tener hijos de ella un día u otro. Esta
falta fisiológica, en lo que ella nada puede hacer, la llena de amargu-
ra. De momento en momento, va sintiendo Carlota más agobiador el
peso de su jerarquía. "Envejezco visiblemente —escribe a su abuela



H8 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

María Amelia—; si no aun a los ojos de los otros, por lo menos ante
los míos, y las ideas y los sentimientos que me animan son muy otros
que los que podría hacer creer mi aspecto exterior".

Una especial preocupación le inspira Norteamérica. Su esposo
lo toma un poco a la ligera. En los Estados Unidos, se fundan clubs
enemigos; los periódicos polemizan ardientemente contra el Empe-
rador; los altos funcionarios de aquella nación, en los asuntos de Mé-
jico, sólo quieren tratar, ahora como antes, con los representantes re-
conocidos por Juárez, o a lo sumo con el embajador francés Montho-
lon, enemigo también de Maximiliano.

En vano intenta el Emperador sobornar periodistas. El conde
Ollivier Resseguier es enviado a Nueva York para que, de acuerdo
con otros agentes, intente provocar un acercamiento con los Estados
Unidos. Resseguier hace cuanto puede, pero sólo alcanza ser abuchea-
do por todos los corifeos democráticos del país. A sus informes, a ma-
nera de avisos, o de amonestaciones, no presta oídos Maximiliano,
pero sí a las notas optimistas de los aduladores, como antaño escu-
chara a Gutiérrez y compañeros.

Es simplemente grotesco que Maximiliano se empeñe en demos-
trar a su hermano de Viena la superioridad de Méjico sobre Austria.
Un oficial de su Guardia que había regresado luego de una tempora-
da de licencia, decía, y por pura lisonja, que estaba ansioso de volver
a Méjico. Estas palabras las comunicó el Emperador a su hermano.
Para este buen oficial la vieja Europa había resultado "repelente en
muchos puntos, hermética y altanera, y en otros simplemente risible",
hasta tal extremo que habíase sentido como impulsado a la "vida
fresca y libre" del Nuevo Continente.

"Sólo puedo asegurar —escribía Maximiliano a Francisco José—
que si ahora me encontrase de nuevo en Miramar y viniese a mí otra
vez la diputación mejicana, no vacilaría ni un instante, no pondría
ninguna condición, antes daría un "sí" rápido y alegre. Y comprendo
que no he de hacerme grandes ilusiones: el nuevo edificio en el cual
trabajamos puede hundirse a los embates de la borrasca, yo puedo
hundirme con él, pero nadie podrá arrancarme la convicción de ha-
ber trabajado con buena voluntad por una idea noble y elevada, y
esto siempre será más digno y consolador que pudrirse en Europa
entregado al ocio. Existen personas que encuentran muy filosófica la
vida de mi hermano menor; tal existencia sería para mí algo inhospi-
talario, la muerte en un cuerpo viviente, y una cosa más triste aún: la
encuentro digna de risa. No hay nada más lamentable que un prín-



DE CRISIS EN CRISIS 149

cipe muy bien situado y abastecido de lo necesario y lo superfluo,
que lleva una vida que llaman sin cuidados".

Quiere también persuadir al emperador de Austria que el des-
arrollo de los acontecimientos en Méjico le vienen a dar la razón,
pero por vez primera menciona la posibilidad de un fracaso. Ahora 7
como antes, teme las molestas recriminaciones y cargos de los per-
sonajes de su país. Resulta enojoso en extremo para Maximiliano que
en Europa pueda creerse en su arrepentimiento por haber marchado
a Méjico, y por esta razón no se cansa de afirmar lo contrario en to-
das sus cartas.

El 16 de septiembre, en que se conmemora el comienzo del al-
zamiento contra los españoles, da ocasión al Emperador para informar
a Europa del esplendor de aquella fiesta. ¡Cabalgatas, cañonazos,
procesiones solemnes, la Emperatriz en una magnífica carroza, el
Emperador a caballo, tedeum, revista de tropas, regocijos populares
y ópera de gran gala! Al leer tales relatos podría pensarse que todo
anda en Méjico con un orden perfecto. Y es que, realmente, el tor-
bellino de la fiesta vuelve a despertar en Maximiliano la antigua
pasión por su cometido, por su empresa de procurar felicidad a un
pueblo y hacerlo rico y poderoso. El romántico que hay en él ins-
pira sus discursos del día de la Independencia:

"Mi corazón, mi alma, mi actitud toda, todos mis leales esfuer-
zos pertenecen a vosotros y a nuestra querida patria. Ninguna fuerza
del mundo podría desviarme de la senda que me conduce a la coro-
nación de mi empresa; cada gota de mi sangre es ahora mejicana para
siempre, y si Dios quiere permitir que nuevos peligros amenacen a
nuestro querido país, me tendréis luchando entre vuestras filas por
vuestra libertad y vuestra integridad. Puedo morir, es cierto, pero
caeré a los pies de nuestra gloriosa bandera porque ninguna fuerza
humana sería capaz de obligarme a que abandone el lugar al que
vuestra confianza me llamara".

Con ello quería referirse a la amenaza por parte de los Estados
Unidos, y era peligroso, porque fácilmente podría tomarse las pala-
bras del Emperador cuando las circunstancias lo requiriesen. Por otra
parte, es un hecho característico: cuanto más desastrosamente andan
las cosas, tanto más salen semejantes afirmaciones de la boca de
Maximiliano. Por ejemplo, dice en las notas de uno de sus viajes:
"La gente es apática, lenta, difícil de mover; pero yo soy más tenaz
y más difícil aún de apartarme de mis planes".

Como en toda ocasión, no le abandonan los malos espíritus



150 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

que le aconsejan, como le aconsejaron antaño, con palabras engaño-
sas, y sólo le anuncian, a él que no más tiene oídos para lo agradable,
las cosas satisfactorias, cuando, rindiendo culto a la verdad estricta,
los informes habrían de ser contrarios. Hidalgo se desata contra los
Estados Unidos, pero también anuncia desde París que allí se ve el
asunto mejicano muy de "color de rosa" y se tiene la fe más firme
en un buen resultado; que allí se encarece el espíritu caballeresco y
la prudencia con que el Emperador va despertando a una nueva vida
cuanto toca con su mano egregia. En una alusión bien manifiesta
a la emperatriz Eugenia añade Hidalgo: "En nuestra época tienen las
mujeres voto e influencia en la cosa pública, y cuando toman alguna
cuestión a la sombra de sus alas muy raras veces les ha sido negado
el éxito. Por tales razones nunca olvidé la interferencia de este gracio-
so complemento del sexo masculino en mis negocios, particularmente
el de aquellas mujeres que por su situación y por sus dotes de talen-
to y perspicacia pueden sernos de harta utilidad'/

Así hablaba Hidalgo, aun en aquellos momentos en que todo
París se daba cuenta de los incontables daños y desdichas que con
aquella táctica suya provocara. El secreto de sus éxitos eran, cierta-
mente, sus buenas maneras y un innegable encanto en el trato, que
atraía especialmente a las mujeres. Ya no era recibido en los círculos
íntimos del Emperador y de la Emperatriz, la gente comenzaba a se-
pararse de él, mientras su víctima imperial, allá, en Méjico, se deba-
tía heroicamente en una lucha a muerte con problemas casi insolu-
oles, como, por ejemplo, la cuestión religiosa.

La Comisión enviada al Papa por Maximiliano nada había po-
dido alcanzar. Ya nadie la tomaba en serio, ni se dignaba recibirla.
El Emperador está lleno de cólera por el "descaro infantil de la
pequeña corte papal". Y, no obstante, persiste en la idea de recon-
ciliarse con ella. Existía por aquel entonces un padre jesuíta llamado
Agustín Fischer, predestinado a representar un infausto papel en la
vida del Emperador. Había dejado tras de sí una vida aventurera; fué
a California en 1848, como emigrado alemán devorado por la fiebre
del oro, y, siendo protestante, fué convertido por los jesuítas y admi-
tido en la orden. Exonerado a causa de penosos acaecimientos, con-
siguió, no obstante, el año 1864, en calidad de jesuíta que hablaba
alemán, alcanzar la intimidad del emperador Maximiliano.

De excepcionales dotes en el orden intelectual, buen adulador y
un hábil estilista, captó del todo, como un día Gutiérrez, el ánimo
del Emperador con su oratoria y su arte de exposición y argumenta-



DE CRISIS EN CRISIS 151

ción. Se hizo cargo de poner en orden el asunto del concordato con
Roma. El Emperador lo presenta al Papa en una carta autógrafa como
"uno de los más destacados miembros del clero mejicano" y de esta
manera tuvo de nuevo ocasión para levantar castillos en el aire sobre
la posibilidad del éxito de la misión Fischer en Roma. Para la tran-
quilidad de su ánimo era esto tanto más necesario cuanto que la si-
tuación militar del país tornábase más desfavorable de día en día.

Las tropas europeas de las tres naciones han sido duramente
castigadas por la agotadora guerra de guerrillas. Su moral está muy
baja. "En los tres ejércitos —escribe un soldado francés de por aquel
entonces—, apenas si se contarían unos centenares entre oficiales y
soldados que no estuviesen profundamente hastiados de aquel género
de vida y que no deseasen ardientemente, ya que aquella situación
parecía no tener fin, el regreso a Europa. Cada día se ve al Gobierno
más cuesta abajo y defendemos aún un edificio que se resquebraja
por todas partes. Mal humor y descontento constituyen el terreno en
el que medran la discordia y la lucha intestina. Los austríacos no se
llevan bien con los franceses, y los belgas no quieren a ningún pre-
cio obedecer a un mejicano. En última instancia, todos acuden al
Emperador, que ha de tomar sobre sí la penosa tarea de solucionar
las rencillas. No todos, por lo tanto, pueden hacer lo que les place:
quedan siempre descontentos, que luego andan rezongando del Em-
perador".

Bazaine va siguiendo, entre tanto, las órdenes de su jefe supremo,
quien desea que sean concentradas lo más posible las tropas actual-
mente dispersas, en atención al final de la guerra civil norteamericana,
que puede producir el ataque de un verdadero cuerpo de ejército ene-
migo contra el cual habrá que luchar en batalla campal. Las consecuen-
cias son las de siempre: lugares evacuados, de nuevo ocupación jua-
rista, actos de venganza. Aun los oficiales franceses, que desconocen
las razones profundas de aquella concentración, critican a su jefe,
que dispone las cosas desde la comodidad de su palacio de Méjico,
sumido en las delicias de su reciente felicidad conyugal. Bazaine, em-
pero, mantiene su decisión. Ya no se persigue a Juárez, y ciudades y
pueblos son abandonados. "Ya no puede el Imperio defender a sus
amigos", dice la gente por todo el país.

Las consecuencias resultan ser un creciente desorden y la defec-
ción de numerosos partidarios del Emperador. Bazaine quiere luchar
contra ello aplicando el máximo rigor de los tribunales militares.
El Emperador, que ha de firmar las sentencias, indulta a muchísimos.



152 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Ciertamente, no le place al Mariscal este proceder, y recomienda al
Emperador, atento al contenido de una carta de Napoleón III, que
no dé muestras de "liberalismo" como hasta aquí, y de "clemencia
inoportuna", antes bien que revele "empuje y energía férrea y acuda
a draconianas medidas". Maximiliano se defiende, pero Bazaine y el
Cuartel general francés le acusan abiertamente de debilidad de carác-
ter. Maximiliano se siente herido por tales recriminaciones y, finalmen-
te, el 3 de octubre de 1865, le arrancan un decreto, que prácticamente
entrega a cuantos se hallen haciendo armas contra el Emperador a
los tribunales militares y a sus procedimientos sumarísimos, o sea a
la muerte. Todos acuden ahora al Emperador a felicitarle por "su
energía y su mano férrea". Pero con un ojo guiñan ya a Europa, adonde
en todo caso, pueden escapar y ponerse en seguridad. Bazaine dice en
una orden no oficial: "Estamos ahora en una lucha de vida o muerte:
ninguna contemplación, ningún prisionero".

Estas órdenes fueron seguidas. Por azar, cayeron en manos de un
coronel monárquico dos cabecillas republicanos y los mandó fusilar
a raja tabla. Ambos eran personas muy conspicuas en el país y te-
nidas en gran fama de valor y honradez; eso sí, muy conocidos tam-
bién por sus ideas republicanas. Una gran indignación fué la conse-
cuencia del hecho, y aquella ejecución aportó a Juárez gran afluencia
de partidarios.

El enojo de las gentes llegó al rojo vivo. El Emperador mandó
que su Gabinete Civil le procurase informes secretos sobre la opi-
nión de la nación. Fueron desconsoladores. Aquellos ministros ávidos
de dinero y poco de fiar paralizaban la buena voluntad del Emperador.
Los elementos eclesiásticos eran culpables de mucho vicio y de mucha
ignorancia y fetichismo. Provocaban insistentemente la discordia y
fomentaban el odio contra el monarca. En sus marchas, se deshacía
el ejército por su vergonzosa impedimenta de innumerables mujer-
zuelas. Los partidos sólo trabajaban en beneficio propio. Pero todos
estaban de acuerdo en criticar al Emperador y la Emperatriz.

En verdad Maximiliano no es un soldado, pero el capitán más
genial no hubiese podido componer gran cosa en una tal confusión.
El mal procedía de los fundamentos sobre los cuales se levantó la em-
presa. La insuficiencia personal del Emperador agudiza, sin duda,
los desfavorables resultados. Cada uno parece sentirse llamado a cri-
ticar prolijamente al Emperador y a su gobierno, pero nadie sabe decir
qué hay que hacer para mejorar la situación. Maximiliano se da cuen-
ta de tan desconsolador panorama, pero cree, en el fondo, que una



DE CRISIS EN CRISIS 153

poderosa columna sostiene aún la monarquía de Méjico: la amistad
de Napoleón III. Pero ésta comienza a vacilar tan ostensiblemente,
que ha de ser ya motivo de preocupación. El emperador de los fran-
ceses envía de nuevo a Méjico un consejero para la Hacienda, llamado
Langlais, que trae a Maximiliano un memorándum con mil y mil
consejos, pero que ni un momento olvida los deseos ambiciosos y
egoístas de Napoleón.

Existe en París una creciente preocupación a causa de la acti-
tud de los Estados Unidos, quienes ya no se recatan en exigir que la
intervención ha de tener un fin y que las tropas francesas han de ser
repatriadas. El ministro francés del Exterior teme que el sucesor de
Lincoln sea un demagogo de izquierda, que se deje arrastrar contra
la monarquía por la masa y los resentidos republicanos de Méjico.
Napoleón mira cada vez con más angustia hacia los Estados Unidos.
"Os doy cordialmente las gracias —le escribe, sin embargo, el
emperador de Méjico— por los amistosos consejos del más grande
soberano del siglo. Noticias muy tranquilizadoras llegan de los Es-
tados Unidos. La guerra continúa y sus gastos constantes, son la ver-
dadera dificultad para poner las cosas en orden. Yo confío que vuestra
sincera amistad, es la única cosa que hará posible que yo pueda llevar
a honroso cumplimiento mi tal difícil cometido. Por lo demás, os en-
viaré dentro de poco varios volúmenes de disposiciones organizadoras
que dan testimonio de mis trabajos en política, administración y
justicia".

Aunque tanto el Emperador como los ministros no saben cómo
componérselas por falta de dinero, se exprime de ellos numerosos
millones a beneficio de los acreedores franceses. Méjico puede consi-
derarse sin representación en París, pues Hidalgo navega, para mante-
nerse a flote, agarrado al cable de remolque de los emperadores fran-
ceses. Ya se atreve a escribir a Maximiliano, considerando razonable
que los Estados Unidos se sientan molestos por la presencia de tropas
francesas en Méjico; que el mejor partido para asegurar la persisten-
cia del Imperio sería retirar las tropas.

De tal suerte se ha de ir acostumbrando Maximiliano a lo que
le depara el futuro, pues, vista la actitud de Norteamérica y el peligro
que de allí puede provenir, Napoleón está firmemente decidido, en
cuanto pueda realizarlo de una manera honorable, a desvincularse
de la empresa mejicana. Eugenia ya no tiene valor para contradecirle.
Abunda también la Emperatriz en el criterio de que sus sueños de
antaño han sido destruidos por entero. Las oposiciones, ensoberbecidas



154 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

y fuertes ahora de manera increíble, toman con predilección como
blanco de ataque la cuestión mejicana.

En correspondencia con la mudanza de sus ideas, la Emperatriz
comienza a separarse de Hidalgo, que en sus esfuerzos por mante-
nerse en su favor se da perfecta cuenta de que ya no es más que el
representante de Maximiliano en la corte francesa. Habla ya de la
envidia que acecha, de disfavor, de calumnia. Es verdad que ha sido
invitado al castillo de Compiégne a pasar ocho días con los Empera-
dores, tal como siempre había hecho, pero le sirvió justamente para
percatarse del cambio de actitud de los soberanos para con él. El
caballero mejicano ve que su causa, que es aún la de Maximiliano,
está perdida y siéntese inclinado a pensar en sí mismo y en su pro-
pio porvenir.

Antes de que el Emperador perciba claramente las ideas que rei-
nan en París sobre el asunto mejicano, solicita Hidalgo una renta fija
independiente de su sueldo y un título nobiliario, porque "más de
cuatro veces, por falta de título nobiliario, perdió la ocasión de hacer
una buena boda". En palabras chorreantes de endiosamiento y ego-
latría, pone en valor sus "veinte años de servicios" en pro de la mo-
narquía, que le costaron la salud, y acaba pidiendo un año de licencia
y una suma de dinero lo suficientemente crecida para que pueda vi-
vir durante este tiempo con el decoro que corresponde a su jerarquía.

En lugar de dar a conocer, tal como su deber le mandaba, a su
Emperador la mudanza que paladinamente adivinaba en las intencio-
nes de Napoleón referente a los asuntos de Méjico, Hidalgo, sólo
preocupado de sí mismo, deja para anónimos escritores el cometido
de amonestar a Maximiliano que no fíe con exceso en Napoleón,
siempre gozándose en los brazos del amor y tan lejano física y espi-
ritualmente del emperador de Méjico. A Hidalgo le aguarda, empero,
una gran disilusión. Maximiliano decide súbitamente llamarle a Mé-
jico para que le informe. Es un rudo golpe para el mejicano, tan rega-
ladamente instalado en París. En tono lastimero ruega con gran in-
terés que, si es absolutamente preciso que vaya a Méjico, se le procure
una fuerte escolta para el viaje de Veracruz a Méjico, porque ha oído
referir que las diligencias son asaltadas y que muchos perdieron allí
la vida. Además, ha recibido muchos anónimos amenazadores de los
partidarios de Juárez. Aquel bravo caballero, temeroso de las conse-
cuencias de sus intrigas, sólo abriga ahora el deseo de poder vivir "en
cualquier rincón tranquilo".

Maximiliano tenía desde largo tiempo la intención de visitar las



DE CRISIS EN CRISIS 155

regiones que no conocía de su Imperio, como, por ejemplo, la pe-
nínsula del Yucatán, habitada principalmente por una población de
tendencias conservadoras y muy leal al Imperio. La difícil situación
del país no había facilitado nunca la realización del proyecto. Es que
el propio Emperador había de vigilar a los ministros, que, según las
propias palabras de Maximiliano, hacen como que trabajan y se tum-
ban tranquilamente en una deliciosa vagancia, cuando su señor y rey
se aleja. Pero como el viaje está anunciado de tiempo ha, Maximiliano
decide que lo emprenda la Emperatriz. El curso intrincado de sus
ideas y proyectos puede deducirse de las instrucciones secretas que
dio a Carlota. La península de Yucatán ha de ser "el centro de gra-
vitación de todos los restantes Estados de América Central", que han
de ser inclinados por todos los medios posibles "a organizarse a su
alrededor". Ha de venir un día en el cual algunas provincias limítro-
fes pasarán al dominio de la Unión Norteamericana, y será conve-
niente entregárselas a beneficio de una más considerable ampliación
del Imperio en dirección de la América Central. "Nuestro verdadero
destino va implicado en la consideración de nuestro Imperio como
la gran potencia central del Nuevo Continente, mientras el dominio
del Norte ha de adjudicarse a los Estados Unidos y el del Sur al Im-
perio brasileño".

Maximiliano está muy lejos de considerar su postura como in-
atacable, pero el excelente recibimiento de que ha sido objeto su bella
esposa en aquella península le afirma aún más en sus ideas. A menudo,
en su viaje, tuvo ocasión la Emperatriz de oír, especialmente en boca
de los indios, exclamaciones lisonjeras dedicadas a su padre: "¡Viva
el gran Leopoldo!", que les habían sido enseñadas. Pocos sospechaban
aún que, en Europa, el Rey estaba agonizando.

En Europa, se tiene de los asuntos de Méjico una idea mucho
más clara. Juárez se encarga de ello. Su representante en Europa,
Jesús Terán, que antes de la aceptación del trono reconvino ya a Mi-
ramar, se pone al habla con el ministro de Negocios Extranjeros de
Austria y le informa de la crítica situación del Emperador. Asegura
con firmeza que, tarde o temprano, vendrá para Maximiliano una
catástrofe, una caída humillante: aconseja que se retire prudente-
mente, mientras sea aún ocasión. Terán hablaba sin pasión y con una
calma perfecta. Todos tuvieron la impresión de que eran palabras ins-
piradas por convicciones profundas, y fueron comunicadas rápidamen-
te a Maximiliano. Sin tardanza contestó el Emperador: "Sí, en verdad,
cuanto comunicaban Gutiérrez y amigos era falso; pero también Te-



156 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

rán peca por exceso, ve las cosas demasiado negras. Mi mayor deseo
es una avenencia con Juárez, porque puede prestarme gran ayuda en
mi difícil empresa; yo le recibiría con tanto gusto como a otro me-
jicano cualquiera".

Pero una reconciliación parecida es imposible, pertenece al mun-
do de los sueños. El Emperador no posee una visión clara del carác-
ter duro e inflexible de Juárez, y no puede, por lo tanto, imaginar qué
abismo infranqueable se abre entre él y aquel indio. Y por ello juz-
ga que la situación puede ser relativamente favorable, teniendo en
cuenta que él, el Emperador, se ha demostrado benigno con la raza
de su enemigo, ya que se ha ocupado del problema del indio con
pasión, buscando una fórmula para favorecer a esta raza, que consti-
tuye la mayoría, y está sometida por entero al autoritarismo de un
pequeño grupo de blancos. Nada pudo obtener la buena voluntad
de Maximiliano ante la resistencia de los dominadores, El resultado
fué, empero, que los indios perdieron la fe en él y los blancos no le
perdonaron sus esfuerzos. A cualquier parte que se gire, en toda cues-
tión que emprenda, no deja a nadie contento, y menos que a cualquier
otro a Napoleón, cuyo ánimo desvíase ahora totalmente del empera-
dor de Méjico. El 29 de noviembre del 1865, Napoleón, desazonado
en extremo, escribe a Bazaine que es necesario procurar por todos los
medios que se constituya finalmente en Méjico un ejército nacional,
para que, a su debido tiempo, las tropas francesas puedan abandonar
el país: "El emperador Maximiliano ha de comprender que no pode-
mos permanecer para siempre en Méjico. Ha de construir menos
teatros y palacios, tener más orden en la Hacienda y alcanzar más se-
guridad y tranquilidad, pues es preciso persuadirle que es más fácil
abandonar a su fatalidad un gobierno que nada ha hecho por sí para
seguir viviendo, que continuar apoyándolo sea como sea".

También ahora la emperatriz Eugenia censura cuanto hace Maxi-
miliano: su sentido liberal en la manera de gobernar y su actitud
concordante con esta tendencia, en sus relaciones con la Iglesia.
Olvida totalmente que al principio ya se pidió esto en París, y se mues-
tra de una ingenuidad singular cuando, reciente su lectura de la his-
toria de la conquista de Méjico por Hernán Cortés y su puñado de
valientes, pregunta al general D'Hérillier cómo es que ahora se ne-
cesita tanta gente y tanto tiempo para pacificar a Méjico. El general
a duras penas logra hacerle comprender que entonces luchaban las
armas de fuego contra arcos y flechas, que los mejicanos no tenían
caballos, y los indígenas vieron en los conquistadores a unos seres



DE CRISIS EN CRISIS 157

fabulosos dotados de una rapidez increíble y que, por otra parte, las
circunstancias eran esencialmente distintas. Pero la Emperatriz no
escucha razones. No obstante, horrorizada, comienza a reconocer en
su interior que sus reiteradas y apasionadas instancias fueron las que
enredaron a su imperial esposo y a toda Francia en tan peligrosa aven-
tura. Ahora se propone salir lo más pronto que pueda del espinoso
zarzal. El general D' Hérillier queda encargado, de trasmitir a Maxi-
miliano de viva voz los consejos de Napoleón. Éste le amonesta a que
proceda con el máximo rigor y energía en la represión del "bandidaje",
como denomina aún el Emperador todo lo que se relaciona con Juá-
rez, y le observa que ya es hora de que dé como liquidada "la época
de la blandura"; sería lo más prudente promulgar pocos decretos, pero
hacerlos cumplir estrictamente y con severidad, mucho más que pu-
blicar una profusión de leyes para que resulten letra muerta.

El general D'Hérillier visita también al anciano rey Leopoldo,
quien, receloso e inquieto, le pregunta qué confianza cree que se puede
tener en el futuro. Pues, en su nación, la gente opina contra cualquier
envío de más tropas belgas a Méjico. Es visible que la vida del Monar-
ca llega ya a sus postrimerías. Un grave mal de piedra ha hecho pre-
ciso varias operaciones. Aun se interesa con pasión por la suerte de sus
hijos, y uno de sus últimos escritos a ellos está dirigido. Pero es confu-
so, casi ininteligible: "El éxito pertenece a América; todo lo demás
es pura poesía y gasto de dinero —añade con alguna exactitud; pero
luego brotan de súbito desconcertadas razones—: Y ahora God bless
you ( x ), no puedo más". Pocos días más tarde, el 10 de diciembre de
1865, muere Leopoldo, y con él pierde la pareja imperial mejicana uno
de los más valiosos soportes que tenía en Europa.

La impresión en Carlota fué muy profunda. Quería a su padre
con verdadera ternura. Pero aquella muerte le aporta una cuantiosa
herencia en tierras, valores, objetos de arte, oro y plata. Su importe
se evalúa en unos diez millones de francos, aunque ella está demasiado
enredada en las cuitas cotidianas del gobierno de Méjico para pen-
sar en otra cosa.

Cuanto más concentra Bazaine las tropas, tanto más aumentan
las quejas por las venganzas de los juaristas en los partidarios del Em-
perador. El mal humor de Maximiliano para con Bazaine va creciendo.
"Sólo se ocupa de su joven esposa", le reprocha. Como si jugasen a
la gallina ciega, lo han atraído a Méjico, donde no domina ni la déci-



(1) Que Dios os bendiga.



158 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

ma parte de la nación, y se le abandona en el mal paso. La fuerza de
Juárez crece visiblemente: sus guerrillas llegan ya hasta las puertas de
Veracruz. Maximiliano implora repetidamente a Bazaine que procure
contrarrestar tales progresos del enemigo. El Mariscal se hace el sordo,
y no atiende poco ni mucho a sus ruegos, tanto más cuanto que oye
decir a todos los que llegan de Francia que en París se habla muy mal
del Emperador.

De hecho toda la corte francesa arremete ya contra Maximiliano.
Se le reprocha excesiva dilapidación, duplicidad e incuria. Su carácter
es tildado de reservado y poco abierto. Parece como si todos se hu-
biesen conjurado contra él; cada vez aparecen más frágiles las últimas
columnas sobre las que se asienta su vacilante edificio, y el pilar prin-
cipal, Napoleón, comienza a ceder de una manera inquietante. El
mismo emperador de los franceses está pensando en la manera más
expeditiva y rápida de escapar del callejón sin salida de la empresa
mejicana. Aparece a su imaginación atemorizada la rapidez con que,
dado el caso de estallar la guerra, podría derrotar la pujanza de los
Estados Unidos a los débiles contingentes franceses que se encuentran
en Méjico, y la enorme pérdida de prestigio que comportaría todo ello
en el Nuevo y aun en el Antiguo Continente. Ahora se agarra como
a una tabla de salvación a la idea expuesta por su ministro de la Gue-
rra, quien propone que se trate de substituir a los franceses en el aque-
larre de Méjico por otras naciones, especialmente por Austria.

Dicho y hecho. El emperador de los franceses escribe a Maximi-
liano para exponerle la idea: "Hoy me propongo tratar de procuraros
un atisbo de las ventajas que reportaría a todos la organización por
parte de Vuestra Majestad de un verdadero ejército a base de tropas
austríacas. Si esto tuviese lugar, podrían ser retirados mis soldados
de Méjico, lo que restaría a los norteamericanos el fundamento de
sus objeciones. Obtendríamos la ventaja de hacer en Francia la guerra
de Méjico menos impopular y de prestar al Gobierno de Vuestra
Majestad un aire más estable, contribuyendo, por lo tanto, a forta-
lecer en todos la confianza en el futuro. Ruego encarecidamente a
Vuestra Majestad se ocupe preferentemente de este asunto, pues yo
veo en él las, mejores perspectivas para la consolidación de vuestro
trono".

La propuesta es atacable en más de un sentido. No se ve claro
por qué los Estados Unidos han de soportar mejor que sean tropas aus-
tríacas, en lugar de francesas, las que protejan el Imperio de Méjico,
y, por otra parte, es inexcusable que no recuerde Napoleón la actitud



DE CRISIS EN CRISIS 159

de Austria hasta el momento presente, que no ha querido nunca in-
miscuirse en aquella aventura. Sin contar la oposición personal en-
tre los dos emperadores hermanos, que no ha podido ser aún superada.

La naturalidad con que Napoleón escribe esta carta causa a
Maximiliano la impresión más penosa que darse pueda. Por vez pri-
mera, ve realmente avecinarse el peligro amenazador de encontrarse
totalmente abandonado por Napoleón; no obstante, se resiste a creer
del todo en semejante desastre: confía aún en la buena amistad que
le une personalmente con el emperador de los franceses. En los pos-
treros días de diciembre de 1865, se decide a abrir su corazón al em-
perador francés y pintarle la situación, sin composturas ni afeites: "El
consejo referente a las tropas austríacas es ciertamente feliz, como
cuanto brota de la privilegiada inteligencia de Vuestra Majestad;
pero, ciertamente, no hemos de tomar tan a la ligera nuevos derrote-
ros. La guerra civil está devorando los recursos de la nación. Sería har-
to prematuro repatriar ahora a las tropas francesas cuando las bandas
rebeldes merodean hasta escasamente dos horas de la capital. Sin ha-
blar del contrato con el banquero Jecker, el cual acepté para prestar
un verdadero servicio al mejor de mis amigos. He de confesar abier-
tamente a Vuestra Majestad la verdad entera: mi situación es en ex-
tremo difícil; y yo, como un amigo sincero, he de añadir, que es peli-
groso el momento presente para mí y también para Vuestra Majestad;
para Vos porque puede ser en menoscabo de vuestro nombre glorio-
so; para mí porque no podrían mis esfuerzos cristalizar en una reali-
dad que respondiera a mis deseos y a los vuestros. Entre tantas dificul-
tades corre el peligro de quedar destruida la gran idea de la reconstruc-
ción de Méjico. Sea lo que fuere, me tranquiliza para el futuro que
nada ni nadie podrá quebrantar la confianza y la amistad que reina
entre nosotros dos.

"Desde hace algún tiempo, la prensa europea deja comprender
que Vuestra Majestad tiene la intención de retirar para dentro de bre-
ve tiempo sus tropas de Méjico. He de confesar a Vuestra Majestad
que tal declaración podría aniquilar en un día la obra que tres años
de denodados afanes ha ido erigiendo, y que el anuncio de semejan-
te proyecto sería suficiente para destruir todas las esperanzas de cuan-
tos simpatizan con nosotros y enajenarnos para siempre la confianza
pública ... Y aún más : el honor del ejército francés quedará muy mal
parado ante la opinión pública de toda América, pues no faltará quien
interprete la brusca retirada a otras causas. El tiempo es una ayuda
esencial para la reconstrucción de un país castigado durante más de



160 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

medio siglo por hondas perturbaciones, por cuyas tierras discurren aún
de acá para allá 16.000 guerrilleros armados. La Unión Mejicana no
desespera de su porvenir, porque sabe muy bien que Vuestra Majes-
tad declaró solemnemente que vuestras tropas no abandonarían a Mé-
jico sin que hubiese quedado pacificado por entero y toda resistencia
y rebeldía rotas y dominadas. Anunciarnos lo contrario significa sim-
plemente dar la más exaltada voz de alarma, que puede reportar unas
consecuencias mortales. Con el ánimo de llegar al más perfecto acuer-
do, en esta carta he expresado a Vuestra Majestad mis convicciones
más íntimas; ahora os ruego que respondáis con la franqueza a la fran-
queza y me deis a conocer, como a un verdadero amigo, todas las fal-
tas que en nuestra gestión encontréis, todos los errores en que haya
podido incurrir, sin olvidar, empero, el procurarme todos aquellos con-
sejos y amonestaciones que juzguéis necesarios, de los que siempre me
sentiré orgulloso, porque provienen de un tan gran amigo y de la más
alta capacidad del siglo en que vivimos, y de una persona en quien puse
todo mi afecto desde el instante que tuve la ventura de conocerle".

En esta carta nos presenta Maximiliano su corazón al desnudo.
Conserva aún amistad para el hombre que le ayudó a subir al trono,
cree aún en él y le habla de hombre a hombre. Ya no quedan ni aso-
mos de aquellos bellos colores con que sabía pintar las cosas antaño.
La carta es de una gran franqueza, más de la que era dado soportar
a Napoleón. La lisonja de las últimas frases no consigue ocultar lo
que allí es formulado fríamente: que no permite el honor de las ar-
mas francesas que su obra sea dilapidada sin resuello y a la callada,
como el propio honor de Napoleón no podría sobrevivir al incumpli-
miento de una promesa prestada con toda solemnidad. Las palabras
de Maximiliano no hirieron a Napoleón en lo más profundo, decidi-
do como estaba ya desde largo tiempo a abandonar la monarquía me-
jicana a su suerte. Son palabras que no traerán conciliación, que no
mejorarán en nada las cosas; al contrario, despiertan enojo en el áni-
mo del emperador francés, le acucian más contra Maximiliano, a quien
cree causa de continuas dificultades y constante malestar. La máscara
de Napoleón comienza a aflojarse ante su rostro; no tardará en arran-
cársela francamente.

En congruencia con la intención de dejar en el momento oportu-
no a Méjico en el mal paso, tanto el Gobierno francés como los par-
ticulares se afanan en dar curso lo más rápido posible a sus peticiones
de dinero. El sobrino de Jecker quiere hacer valer ante el Gobierno
francés la preferencia de sus pretenciones. Pero su generoso protector,



DE CRISIS EN CRISIS 161

el Duque de Morny, hermanastro de Napoleón, ha muerto ya, y en
París abandonan a Jecker.

Pero aquello no es más que una gota de agua sobre una piedra
caliente. Las medidas defensivas contra los destacamentos juaristas,
cada vez más amenazadores, absorben todo el oro, y a pesar de ello
no puede pensarse en emprender contra los sublevados acciones de
mayor intensidad. El Emperador no logra, sin embargo, abandonar
sus ilusiones. ¿Quizá aquel nuevo llamear de desórdenes es el último
esfuerzo de los rebeldes para llamar sobre sí la atención del Congreso
de los Estados Unidos? Maximiliano decide cambiar su táctica res-
pecto a Bazaine. Quiere acceder ahora a todos los deseos del general,
para estar con él en buenos términos y tratar de infundir, de este
modo, nueva vida a la remitente actividad del ejército francés.

Al principio, justifica Bazaine "su momentánea inactividad", ale-
gando que ha de procurar descanso a las tropas tan castigadas, y que
es, además, un acto de precaución ante los Estados Unidos. Una vez
recobradas las fuerzas, organizado de nuevo el ejército, promete Ba-
zaine enviar fuerzas a todos los rincones del país y demostrar al Em-
perador de fehaciente manera que la situación militar en Méjico, de
la cual es responsable Bazaine, no habrá de constituir ya su mayor zo-
zobra. Ello aporta a Maximiliano una verdadera satisfacción. De nue-
vo se elevan claras las llamas de su esperanza. Entusiasmado, respon-
de a Bazaine: "Pongo toda mi confianza en su promesa de llevar pron-
to a buen término la pacificación militar del país; sé muy bien que
nadie está más capacitado que usted para coronar la difícil tarea y
crea en el más sincero testimonio de mi agradecimiento".

Piensa ahora Maximiliano que todo andará bien para el nuevo
año. Es que está flotando de nuevo en lo alto de la ola.



11



Capítulo XII



Napoleón falta a su palabra



En cuanto halla Maximiliano un poco de calma, se refugia en su
segundo "Buen Retiro", tan querido también, en su casa y par-
que de Cuernavaca, situado maravillosamente. Encuentra allí "la ple-
nitud de la vegetación tropical con sus embriagadores perfumes, un
clima tan placentero como un mayo italiano, pero lleno de dulces
frutos y de bellos tipos humanos de cordial y honrado continente".
Feliz discurre por el jardín de profusos follajes maravillosamente os-
curos donde florecen siempre las rosas de té. Naranjos y almendros
centenarios difunden frescor de sus copas sombrías. En la terraza cuel-
gan hamacas de red, donde se puede soñar escuchando los cantos de
numerosos pájaros de vivos colores.

Aquí mora el Emperador con su esposa y el pequeño Iturbide.
Lejos del tráfago de la capital es feliz, cobra buen ánimo y se entre-
ga al goce de los encantos de la Naturaleza. Es emocionante su pasión
por las plantas y los animales. Se pasa horas enteras contemplando los
colibrís, que han hecho nido justamente bajo su ventana, y, cuando
se les quiere sacar, se opone resueltamente. Ahora le torna a obsesionar
aquella idea de hacer patente a la mohosa Europa que no se arrepien-
te ni un ápice de haber aceptado aquel plan. "Puedo aseverarle en ver-
dad —escribe en cierta ocasión a su amigo el Conde Hadik — que he
escogido el buen partido y por nada en el mundo abandonaría este
camino para volver a mi vida de antes. Lucho con dificultades extre-
madas, pero la lucha es mi elemento y la vida de Méjico es bien digna
de estos esfuerzos. Por lo menos se cosecha en este Continente algo
que en vano buscara en mi vida anterior: agradecimiento y compren-
sión. Es por lo que la vida resulta aquí mucho más agradable, más li-
bre, más resuelta. No se conocen en Méjico las prevenciones y vanida-
des de la vieja y débil Europa: aquí cada uno es el forjador de su
propia ventura; quien trabaja goza de la existencia, quien no trabaja,
sucumbe. El país y las gentes son mucho más agradables de lo que dice



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 163

su fama, y usted se maravillaría de ver cómo la Emperatriz y yo, me-
jicanos ya del todo, vivimos placenteramente entre ellos. Lo que no
comprenden los periódicos europeos, yo lo encuentro muy natural,
pues les falta a ustedes una medida adecuada; nosotros, los hijos del
Nuevo Mundo, no andamos tan preocupados de cuestiones de sangre,
miramos sólo hacia adelante y por encima del hombre a la alicorta,
pobre y caduca Europa. Que en nuestro Continente se viva con mayor
alegría y bienestar y de manera más sana que en el Viejo, no pueden
perdonárnoslo los europeos, y de ahí su envidia y su enojo".

Maximiliano esboza una idílica pintura de su vida en el campo
y pone de relieve que toda su Corte da muestras de vivir alegre y con
buen ánimo, como si nunca hubiese conocido otra cosa. Sin transi-
ción, bruscamente, pasa de lo sombrío al más vibrante gozo de vivir.
Ahora, embriagado por tantas campestres bellezas, no tiene realmente
el temple que precisa para imponer aquellas extremas severidades que
todos van pidiendo de él y a las cuales, en su último decreto, parece
al fin consentir.

Ahora comienza a rebelarse con todas sus fuerzas contra la "ener-
gía", tan insistentemente predicada por Napoleón y los franceses de
Méjico, energía sinónima de "ahorcamientos", pues esos son extre-
mos que no se avienen ni con el carácter ni con la suave tesitura moral
de Maximiliano. Semejante severidad es recomendada especialmente
por el jefe del Gabinete militar, el capitán general Pierron, quien sim-
patiza en extremo con Maximiliano. Está firmemente convencido de
que la dureza es necesaria en absoluto y combate el parecer de Maxi-
miliano, que pretende subtituir la pena de muerte por el destierro.
Para ello utilizó un singular argumento. Presentó a los ojos de Maxi-
miliano un caso parecido en la Historia.

El primer Napoleón había erigido a su hermano en el trono de
España. También allí se impuso un rey de nacionalidad extraña, apo-
yado por las bayonetas francesas, sobre un pueblo de arraigados senti-
mientos nacionales, con gran sentido de la libertad y gran aversión a
cualquier dominio extranjero. También el primer Napoleón recomen-
dó en aquel entonces "energía", pero no escogió esta palabra más
correcta y más bien sonante, como su sobrino tan inferior a él, sino
que lisa y llanamente habló a su hermano de "horcas, pólvora y
galeras". Pierron subrayó los párrafos más expresivos de estas cartas
de Napoleón y escribió en el sobre: "Selección para ser leída por su
Majestad el emperador Maximiliano. Los nombres cambian, los lu-
gares cambian, pero el corazón humano permanece siempre el mismo".



164 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El Emperador tomó en sus manos el cuaderno: "Si no se libra a
Madrid de un centenar de tales revoltosos —leyó en aquellas hojas—,
no podrá hacerse nada. De estos cientos, ordenad que se ahorquen o
se fusilen a doce o quince y enviad el resto a galeras. No he tenido
tranquilidad en Francia ni he podido confiar de veras en la gente bien-
intencionada hasta que hice prender a más de doscientos personajes
levantiscos, los asesinos de septiembre, y los hube mandado a las colo-
nias. Desde aquel punto, el ambiente de la capital cambió como por
ensalmo. Todos vosotros os empeñasteis, hicisteis lo imaginable, para
que perdonase a tales forajidos. Fueron colgados y fusilados. El po-
pulacho sólo considera y estima a quien teme, y este temor de la chus-
ma es únicamente lo que puede reportar a quien lo obtiene el amor
y el alto aprecio de la nación".

Pierron añadió al margen de esta carta: "Lo que actualmente
ocurre en Méjico es literalmente lo mismo. Ya que se tiene tribunales
militares, es sensato dejarles trabajar y aplicar sus sentencias". Pierron
fuerza la analogía hasta los últimos límites. Con aquella selección de
cartas quiere demostrar que el rey José, en sus tendencias a la blandu-
ra y a la conciliación, no quiso seguir las exhortaciones de Napoleón I,
que él, José, atribuye a desconocimiento de la nación, y como con-
ducentes, a su juicio, a extemporáneas medidas de rigor. "Nada se
obtiene con la severidad excesiva —opinaba entonces el rey José — ,
y yo menos que cualquier otro. Es una desdicha que mi hermano no
pueda realizar su tantas veces anunciado viaje a España. El Emperador
ha de conocer toda la verdad; yo mismo no sé qué habré de hacer den-
tro de ocho días para pagar mi comida. Sin dinero, sin tropas, sin au-
toridad, ¿cómo puede estar aún a mi lado la opinión pública?"

Realmente, estas últimas frases tiene un sorprendente parecido
con las usadas por el emperador Maximiliano en sus últimas cartas a
Napoleón III. Y ¿cuáles fueron las consecuencias en España? En 1812,
tras la batalla de Vitoria, el rey José tuvo que abandonar a España.
Estas cartas habían de ser para Maximiliano un memento de que sólo
la fuerza, la severidad implacable y la energía pueden traer valimiento,
y en caso contrario, con debilidad, se produce una honorable decaden-
cia, justamente lo que más temía Maximiliano.

Esta refinada argumentación estaba destinada a inducir al Empe-
rador a obtener al fin paz y orden en el país con medios de rigor y de
fuerza y así justificar la retirada de las fuerzas francesas y evitar que la
opinión mundial murmurase como si se hubiese cedido al creciente
poder de Juárez y a las amenazas de los Estados Unidos. Y éstos sabían



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 165

muy bien que con una intervención militar en Méjico determinaría
la retirada sin condiciones de las tropas francesas. La ocasión para in-
tervenir enérgicamente se les vino a las manos, pues, a comienzos del
1866, la tensión entre las potencias europeas continentales iba en au-
mento de manera alarmante.

Ahora podía usar la Unión Norteamericana con Napoleón las
altaneras palabras que éste usara con ella. Pide ya sin ambages la re-
patriación de las tropas francesas. Para Napoleón, ya no puede ofrecer
ningún lugar a duda. Un ataque de las tropas de los Estados Unidos
significaría la catástrofe de las suyas en Méjico. Y a ello hay que aña-
dir la presión de la opinión pública de Francia. Nunca se sintió en
esta nación gran entusiasmo por la aventura mejicana, y solía decirse
en todas partes: Es un mal negocio que cuesta dinero y hombres y no
reporta nada. Los ministros presionan al Emperador para que se halle
un fin a la situación, en las Cámaras se va formando la tempestad, el
Ministro de Hacienda se niega a sacrificar un céntimo más para
Méjico.

La situación de Hidalgo ante la corte francesa está harto quebran-
tada. Ya no se atreve a enviar a los Emperadores mejicanos aquellas
sus erróneas y fantásticas cartas. Además, el cielo político de Europa
comienza a cubrirse de amenazadoras nubes de guerra. Lleno de an-
gustia, decide Napoleón acabar de una vez. El 15 de enero del 1866,
envía a Maximiliano el anuncio de su renuncia a la empresa:

"Mi querido hermano: Escribo a Vuestra Majestad no sin un
sentimiento de pena, pues me veo obligado a comunicaros la decisión
que me he visto forzado a tomar ante las dificultades provenientes de
los asuntos de Méjico. La imposibilidad de obtener de las Cámaras
nuevos recursos para sostener el ejército de Méjico y la declaración de
Vuestra Majestad sobre lo difícil que resulta atender a ello con sus
propios medios, me obligan finalmente a poner un término definiti-
vo a la ocupación francesa. Según mi parecer, sería conveniente que la
retirada de mis tropas se realizase lo antes posible. A este objeto, en-
vío al Barón Saillard para que se ponga de acuerdo con Vuestra Ma-
jestad en lo tocante al tiempo que será preciso para la retirada gradual
de mis tropas en forma que no suceda de una manera brusca, que no
altere la paz pública, y que no represente ningún peligro para los inte-
reses cuya protección tan al corazón nos llega. Si vuestra Majestad,
como no tengo duda alguna, sabe mostrar en tan difíciles circunstan-
cias la energía necesaria, si logra organizar adecuadamente su ejérci-
to, el mejicano y el extranjero, que está a sus órdenes, y si consigue,



166 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

procurando toda suerte de economías, hallar medios para desarrollar
las riquezas naturales de vuestro Imperio, creo sinceramente que se
fortalecerá a vuestro trono, con todo y la debilitación momentánea
que significa le retirada de nuestras tropas, cosa que, por otra parte,
implica la ventaja, de quitar a los Estados Unidos cualquier pretexto
para intervenir. Y lo repito, no creo que la situación de Vuestra Majes-
tad quede muy agravada por una medida que es evidente que me ha
sido impuesta por la fuerza de las circunstancias. Buen hermano de
Vuestra Majestad,

Napoleón".

Al mismo tiempo, el "buen hermano" escribe al mariscal Bazai-
ne que el plazo para la retirada de las tropas termina a comienzos de
1867; el Ministro de la Guerra desea que principie la repatriación en
el otoño de 1866. El Mariscal ha de crear en Méjico "algo duradero",
con objeto de que tantos esfuerzos y tantos dispendios no hayan resul-
tado vanos. Napoleón desea, ciertamente, que Maximiliano no se man-
tenga en el trono de Méjico, pero sus dudas sobre este particular pue-
de claramente deducirse del hecho que habla a Bazaine de la posible
elección de un presidente para Méjico.

En pleno idilio de Cuernavaca, donde Maximiliano se retirara
algún tiempo para descansar, cae como un bólido que bajase de aquel
cielo tan radiante la aciaga carta de Napoleón. De un golpe, quedan
barridas del futuro todas las visiones color de rosa. Se estremece ate-
morizado el emperador de Méjico y siéntese herido en su orgullo. Ha-
bía tenido gran confianza en que su última carta, tan abierta y tan segu-
ra del interés de Napoleón, no había de fallar en su cometido. Ésta, em-
pero, había de ejercer una impresión en Maximiliano tanto más peno-
sa por cuanto que no tenía un verdadero concepto de la presión que
se ejercía sobre el emperador francés. Trata con intemperancia y rude-
za al Barón Saillard, inocente mandatario en este caso, quien regresó
a París ofendido y declaradamente hostil al emperador de Méjico.

Inmediatamente, Maximiliano envía a Eloin a París para que en-
tregue personalmente la respuesta. Lleno de amargura se pregunta
Maximiliano cómo es posible que Napoleón no tenga ahora en cuen-
ta los tratados solemnemente convenidos apenas hacía dos años:

"Lejos de mí la idea de convertirme en un peligro para Vuestra
Majestad, para vuestra persona o vuestra dinastía. Retirad inmedia-
tamente vuestras tropas. Un Habsburgo como yo, tratará dignamente
de salir adelante con sus solas fuerzas y la ayuda de sus fieles subditos



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 167

de Méjico. Continuaré dedicando mi vida y mi alma al servicio de
mi nueva patria".

Llegado a París, Eloin encuentra a Napoleón avejentado y de una
nerviosidad enfermiza. Recorre rápidamente la carta de Maximiliano
y se le nota visiblemente confuso. "Por lo que se ve —añade — , el Em-
perador quedó presa de gran excitación. No lo tomo a mal, com-
prendo la impresión que mi carta había de causarle. Pero comprenda
también usted que en el mundo hay ocasiones en que no se puede
hacer lo que le place a uno. Me he visto constreñido a buscar una so-
lución inmediata, y creo que podremos entendernos; lo principal, por
el momento, es que los ánimos se calmen. Desde que está usted en
Europa habrá podido, sin duda, percatarse perfectamente del estado
de la opinión. Todos los informes que de allí recibimos concuerdan
en afirmar que le falta a Maximiliano la suficiente energía; se limita
a redactar decreto tras decreto, a promulgarlos luego, sin tener clara
idea de si son viables o no".

Eloin se esfuerza en defender a su emperador. Olvida, ciertamen-
te, que hay algo de verdad en las palabras de Napoleón y también que
éste ha de hablar asi necesariamente para cubrir de tal manera su ine-
vitable retirada y enmascarar el incumplimiento de sus promesas echan-
do la mayor parte de las culpas sobre los hombros de Maximiliano. Par-
ticipa Eloin a Napoleón que las relaciones entre Bazaine y Maximilia-
no son muy tirantes y cada vez se hacen más insostenibles.

En plena conversación penetra súbitamente en la estancia la
Emperatriz en traje de calle. Se interesa, como de pasada, por la sa-
lud de los emperadores mejicanos, y propone a su esposo que aprove-
che para dar un pequeño paseo el magnífico sol que luce aquel día.
Como quitándose un peso de encima, Napoleón se despide rápida-
mente del personaje belga. Éste reprime su habitual sonrisa y ni tan
sólo tiende la mano. Eloin ha comprendido: aquel paseo estaba prepa-
rado, las cosa están muy mal en París, mucho peor de lo que hubiese
podido creer.

Eloin se da también cuenta en seguida de cuánto ha descendido
la posición de Hidalgo. Ya no reporta ninguna ventaja a este persona-
je dedicar palabras lisonjeras a los emperadores franceses, olvidando la-
mentablemente los intereses de su señor. Napoleón y Eugenia se re-
tiraron del trato de sus amigos mejicanos, que antes frecuentaban, pero
muy especialmente de Hidalgo.

El ministro mejicano lleva también el encargo secreto de reclu-
tar en Europa tropas mercenarias que puedan reemplazar en Méjico



168 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

a los soldados franceses. Se piensa en un regimiento de negros de Egip-
to, pero la cuestión de numerario coloca siempre las negociaciones en
un punto muerto. De París, piensa Eloin trasladarse a Bélgica, donde
ha subido al trono un hermano de su emperatriz. Con gran sorpresa
suya, Leopoldo II le hace saber que no desea verle. Mientras el anciano
rey hizo cuanto estuvo en su mano para ayudar a sus hijos que lucha-
ban en aquel lejano país con toda suerte de peligros, ahora no se quie-
re en Bélgica oír hablar de sacrificios de soldados y dinero para una
infructuosa aventura en tan lejano país. El nuevo rey no ha sentido
nunca una simpatía especial hacia su hermana y así, pues, se inclina
de buen grado ante la opinión pública. Tampoco por aquí hay que
esperar gran cosa.

Los desfavorables informes de Eloin excitan a Maximiliano con-
tra su representante en París. Por tercera vez exige el Emperador de
Hidalgo, angustiado éste y vacilante, que vaya a Méjico para informar.
Al fin se decide aquel hombre a emprender el viaje. Llega a Méjico
temblando de miedo: una lamentable visión, un espectáculo digno de
risa. En sus paseos, sale armado hasta los dientes, y se sorprende en
extremo de que Maximiliano sólo lleve consigo un simple lacayo.

El Emperador atribuye aquellos síntomas de zozobra a los infor-
mes de la prensa europea, en la que se leen las más insensatas e infa-
mes mendacidades sobre la situación en Méjico. Dice a menudo Maxi-
miliano que quien cuenta en Inglaterra con el Times, y en Austria
con la Neuen Freien Piesse, cuenta de hecho con la opinión pública
de estos países. Lo considera un hecho político innegable. "Con los
publicistas —opina Maximiliano—, la diplomacia está desplazada, se
conquistan solamente por dinero o dando pávulo a su vanidad". In-
dica a su cónsul general en Austria, Herzfeld, que ensaye la conquis-
ta de la "desvergonzada" prensa europea con onzas contantes y sonan-
tes y abundancia de condecoraciones. Así podrá, sin duda, obtenerse
que la prensa de Europa no presente la situación en Méjico más ame-
nazadora de lo que es en realidad. Pero los temores de Hidalgo no
son del todo infundados. La inseguridad es realmente algo sobre toda
ponderación. Hasta la embajada extraodinaria que venía para anunciar
la subida al trono de Leopoldo II, fué atacada, y asesinado uno de los
grandes amigos del Rey. Puede imaginarse lo que Juárez habría hecho
con Hidalgo si llega a caer en sus manos justamente un personaje así.

Maximiliano recibe de Hidalgo, para quien no cabe aguardar que
pueda regresar a Europa, la más desfavorable impresión. Lo releva de
su cargo de embajador, y lo nombra consejero de Estado de Méjico



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 169

en activo. Apenas recibe el decreto que significa su permanencia en
Méjico, es presa de un verdadero terror pánico. Comprometido como
está; convencido, por otra parte, de que aquel Imperio mejicano por
el cual luchó con tan apasionado celo, si Napoleón retira su mano, se
ha de hundir fatalmente, ve claramente ante sus ojos su propia per-
dición. Sin entretenerse mucho a meditarlo, sin despedirse de nadie,
una noche de niebla desaparece de Méjico y huye a Europa. Luego
vivió una existencia completamente privada en París, lleno de desen-
canto y mal humor. Su poco afortunado papel había terminado y va
contemplando ahora, como simple espectador y a prudente distancia,
aquel vacilante edificio cuya primera piedra puso.

Francia y Bélgica abandonan, pues, a Maximiliano, y aun en su
propia patria, en Austria, no encuentra apoyo alguno. El conde Bom-
belles, enviado a Viena, para tratar del pacto de familia, no ha podido'
obtener ventaja alguna.

"Ya estoy acostumbrado —arguye Maximiliano— a que los míos
no me comprendan y que no logren comprender el sentido de mis
actos y de mis intenciones: tal vez lo consigan en un remoto porvenir,
si no es ya entonces demasiado tarde". Es solamente un gesto de Fran-
cisco José el envío del escudo de Moctezuma y del relato original de
la conquista de Méjico per Cortés, procedentes ambas piezas, solicita-
das por Maximiliano, de los Museos imperiales. En cambio se niega
a entregar un código jeroglífico azteca. Maximiliano se lo agradece,
pero en realidad siéntese obligado por muy pocas cosas más. Le fe-
licita por los progresos que parece que se van llevando a cabo en la
patria, pero es en eso tan poco sincero como cuando al terminar
la carta dice: "Aquí, en Méjico, las cosas andan con alguna lentitud,
pero avanzan indudablemente, y he tenido ya el particular consuelo
de ver cómo las tropas del país se han ido organizando y cómo han
luchado como leones. Las relaciones con nuestros vecinos se aclaran
también; con firmeza y consecuencia puede alcanzarse mucho de ellos".

Maximiliano confiesa su verdadera opinión sobre Austria en
una carta a un amigo vienes: "Desgraciadamente, todo parece ahí
marchar montaña abajo, y lo algo importante que aun brilla aquí
o allí, va desapareciendo cada vez más para dejar sitio a la muche-
dumbre de mediocres".

La actitud de Austria y de su emperador en la cuestión mejica-
na es de entera pasividad, y no lleva trazas de alterarse. En manera
alguna quieren acarrearse dificultades con los Estados Unidos por
causa de Maximiliano. El embajador de Austria en Washington con-



170 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

tinuamente le pone en evidencia. Por lo tanto, cuando, el 5 de febrero
de 1866, en la fiesta conmemorativa de Lincoln, se dijo en uno de
los discursos que Maximiliano no era más que un aventurero aus-
tríaco, no le quedó más recurso al Embajador que permanecer sen-
tado aparentemente tranquilo, por muy penoso que le resultase re-
presentar tan desairado papel.

La actitud de los Estados Unidos es cada vez más amenazadora:
se moteja a Maximiliano de ser un infeliz subordinado de Napoleón
que, cuando las tropas francesas salgan de Méjico, no tendrá más
remedio que salir con ellas.

Al recibir Bazaine en Méjico la última carta de su emperador,
comprendió claramente que su misión militar estaba terminada, pero
que había de tomar las pertinentes medidas para la retirada general
y para poner a salvo la familia y los bienes de su esposa. Por todas
partes se va enterando de la forma cómo los emperadores mejicanos
han trabajado contra él en París; y abandona ya ahora los miramientos
y escribe a su jefe supremo hablándole sin rebozo de la mala volun-
tad de Maximiliano y de sus constantes quejas, injustas siempre y
rayanas en la ingratitud. Pero no quiere reconocer que la situación
militar sea tan desfavorable como se va diciendo. El país, afirma,
está más pacificado que en cualquier otro momento. Y eso es una
mentira manifiesta, pues aun el propio embajador francés Daño
anuncia sin ambages que la mayor parte de la nación está en manos
de los sublevados y que el porvenir se anuncia muy incierto. Y acon-
seja con grande afán a su emperador que haga cuanto pueda para que
Maximiliano salga del país con las fuerzas francesas. Cuanto más
favorable pinte ahora Bazaine la situación más acusada habrá de
resultar luego la ineptitud de sus sucesores.

También el ministro francés de Hacienda tiene que ver con
Méjico. La Tesorería francesa recibe la orden de cerrar definitiva-
mente la cuenta del Gobierno mejicano. Pero Maximiliano confía
aún en el consejero francés Langlais, quien se ve obligado nada menos
que a confesar que los dos primeros empréstitos a Méjico habían sido
prácticamente saqueados en Francia, que sólo había quedado dispo-
nible un remanente insignificante. Maximiliano es captado rápida-
mente por los nuevos consejeros que le van saliendo al paso y pone
en ellos un exceso de confianza cuando dan muestras de integridad
y saben despertar grandes ilusiones, sin perjuicio de que, a lo mejor,
cambie de parecer y les muestre una aversión proporcional a la sim-
patía que les tuvo. Era harto dudoso, empero, que el propio Langlais



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 171

consiguiese poner orden en una situación hacendística tan embro-
llada. No hubo ocasión. El 23 de febrero de 1866, falleció Langlais
de un ataque cardíaco y puso un fin brusco a las grandes esperanzas
que se ponían en su persona.

Pese a todo lo pasado, Maximiliano no quiere desprenderse por
completo de Gutiérrez. Aunque éste nunca cayó en la tentación de
pisar el ardiente suelo mejicano, el Emperador había conservado siem-
pre con él una activa correspondencia. Pero lo máximo a que se atreve,
estriba en la pregunta: "¿Por qué no se deciden, usted y sus hijos,
a emprender un viaje a nuestra dulce y bella patria?"

Gutiérrez es el mismo de siempre; a las verdades sin afeites
de la última carta de Maximiliano contesta con una respuesta hin-
chada y grandilocuente de unas ciento doce páginas: "Es preciso
buscar, Majestad, consejo y ayuda en el episcopado. Aunque no
habite ahí, conozco muy bien a mi país. Habéis emprendido algunos
paseos un tanto liberales, y he aquí la causa de vuestra escasa for-
tuna. Confiad por entero en los partidos conservadores, monárquicos
y católicos y no tengáis duda de que todo irá bien".

Maximiliano contesta así: "Miles de kilómetros de distancia y
cincuenta años de ausencia no son buenos consejeros para juzgar
con exactitud un pueblo, por más que sea de él propio. Venga usted
a Méjico y podrá analizar como es debido mis puntos de vista". Lo
que sigue resulta emocionante por la meticulosidad y energía con
que se defiende Maximiliano de los reproches de Gutiérrez. Una vez
más siente que le llegan muy adentro las cosas que proceden de
aquel hombre. Comienza a sentirse inseguro, desconcertado, como
si no hubiese seguido, desde el comienzo, los consejos de este perso-
naje, por muy intransigentes y radicales que fuesen. El día 10 de
abril, aniversario de su aceptación de la corona, concede a Gutiérrez
la más alta condecoración mejicana de que dispone.

Sin embargo, este hombre quiere ser recompensado en moneda
de buena ley. Hasta aquel punto, siempre puso a sus hijos por de-
lante cuando se trataba de exigencias pecuniarias. Pero como éstos
no habían recibido la indemnización, solicitada a su tiempo, por las
supuestas depredaciones en sus propiedades, ahora se dirige al propio
Emperador cumpliendo, según dice, el "más imperativo y sagrado
de los deberes". Pone de relieve sus servicios en favor de la funda-
ción del Imperio y sostiene que, además de todos los sacrificios per-
sonales que llevó a cabo, hoy se encuentra con que su familia está
al borde de la ruina víctima de sus convicciones políticas.



172 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

En realidad las cosas andan de manera muy distinta. También
Gutiérrez teme el hundimiento del Imperio y la consiguiente pérdi-
da de sus propiedades. Su familia quiere permanecer lejos de Méjico
y vivir en Europa cómodamente de una indemnización. Este hombre
muestra ahora bien a las claras que está a la misma altura de Hidalgo.
Así eran en realidad los creadores de la idea de un Imperio mejicano.

El capitán general francés en la secretaría del Emperador, Pie-
rron, se indigna que se haya concedido una condecoración tan alta
a Gutiérrez. Si, en verdad, este señor creyó en la monarquía, la fe
no vale sin las obras, y a la brecha acudieron otros. En el momento
de peligro, no bastan los buenos deseos. Además, se subleva ante la
idea de las peticiones financieras de Gutiérrez; pero Maximiliano
está preso en absoluto por las redes del hechizo de las ciento doce
páginas desbordantes de fanatismo, mas también de lisonjas, de su
seductor. En parte sigue el consejo que se le da en aquella carta de
nombrar un ministro conservador y provoca la dimisión de los seis
ministros liberales, que substituye por personajes de significación
conservadora. Gutiérrez, según su inveterada costumbre de comuni-
car a tercera persona las cartas más íntimas, entrega en seguida la
contestación de Maximiliano a Napoleón, quien la da a leer a su
esposa y se entera de algunas frases que el emperador de Méjico
dirige contra Francia.

Mientras tanto, la situación general de Europa va tornándose
más crítica. Bismarck cree llegado el momento de decidir por las
armas si será Austria o Prusia quien ejercerá en lo futuro el dominio
de Alemania. Ha ido urdiendo sus hilos en Italia y ha comenzado
su acertada combinación respecto a París, que tiene por objetivo se-
ducir a Napoleón con promesas efectivas, para que contemple cruza-
do de brazos el desarrollo de la batalla. Un ambiente de nerviosidad
se extiende por toda Europa, y es especialmente manifiesto en París,
que era aún entonces la ciudad central en la política del mundo.
Y aquí, en París, se percibía en la expedición a Méjico la desagrada-
ble sensación de algo que perturbaba y molestaba. Napoleón III ha
de mostrarse muy avisado si quiere mantener en Europa su papel
directivo.

Las nuevas de los preparativos guerreros de Prusia le excitan
sobre manera; en su interior siéntese ya completamente desvinculado
de la empresa mejicana. Le asalta un ardiente afán de terminarla lo
más pronto posible. En este sentido, escribe a Bazaine en 1866. Todas
las teorías para sacar a Méjico del atolladero han sido largamente



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 173

aplicadas; es hora de retirarse, de abandonar todo el país; quizá las
recaudaciones de aduanas podrían mantenerse algún tiempo aún.
De Maximiliano habla muy poco.

Si el emperador Maximiliano hubiese conocido el texto y el tono
de la última carta de Napoleón a Bazaine, habría perdido en absoluto
todas sus ilusiones. Aunque la última dirigida a Maximiliano era lo
bastante expresiva. El Emperador no puede, ni quiere creer que Na-
poleón sea capaz de pensar seriamente en abandonarle en el momento
difícil, en el mal paso. "Me parece imposible —opina Maximiliano—
que el monarca más inteligente del siglo, y la nación más poderosa del
mundo cedan de manera tan poco airosa ante los yanquis".

En el ínterin recibe Napoleón la carta de Maximiliano, rebosando
enojo y disgusto, pero digna no obstante. Más que nada apena al
emperador francés que le reproche la ruptura del tratado de Miramar.
Y se difiende, a pesar de todo, alegando que fué Max quien primero
faltó a él al anunciar que no le era posible el pago del importe com-
pleto para sostenimiento de las tropas francesas. De hecho, Maximi-
liano ha tenido siempre la buena voluntad de realizar aquellos pagos,
y las asignaciones mensuales han sido abonadas siempre; a lo sumo
quedaban atrasadas cantidades pequeñas. Ciertamente, los gastos de
la campaña excedían de cuanto se había previsto en Miramar. En
este momento, Napoleón comete un acto que no debería realizar,
por cuanto está ya resueltamente decidido a volver las espaldas al
asunto mejicano. Procura despertar en Maximiliano, que se agarraría
a una brizna de paja, nuevas esperanzas:

"He de confesar abiertamente a Vuestra Majestad que mi más
vivo deseo, como mi interés mejor entendido, se enlazan con la
subsistencia del Imperio mejicano. Llevaré, pues, a cabo cuanto sea
preciso y dependa de mí para ayudar a Vuestra Majestad en la con-
solidación de su gobierno. Según mi criterio, en estos momentos todos
los esfuerzos vuestros han de ser concentrados en la hacienda y el
ejército. Vuestra Majestad ha de tener un poco de comprensión para
mi difícil situación. En Francia, no han llegado a comprender nunca
qué interés podemos tener en la fundación de un gran Imperio en
Méjico, y hoy puede llegar a resultar imposible pedir a los Cuerpos
colegisladores nuevos sacrificios en beneficio de una empresa que sus-
cita tantos perjuicios y que puede ser causa de intrincadas com-
plicaciones".

El añadido "y que dependa de mí" procura en verdad una
vaga posibilidad de hallar una salida para no cumplir la promesa.



174 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Pero, como de costumbre, Maximiliano sobreestima el valor de estas
palabras.

La emperatriz Eugenia aprovecha el regreso de Loysel a Méjico
para encargarle de palabra diversas observaciones para los soberanos
de Méjico. Les deja comprender claramente que los considera cul-
pables de la situación desesperada de la hacienda, del trato poco
agradable que mostraron para con el Barón Saillard y del incumpli-
miento de la mayor parte de las leyes. Es la consecuencia del impru-
dente anuncio de Maximiliano tocante al envío de "varios volúme-
nes" de ellas. Carlota contesta excitada: "que el dinero se da para
que se gaste. Nosotros no somos culpables de la situación financiera
y no podemos arreglar nada en aquel estado de cosas". La carta es
poco cordial y más bien fría, y muestra el evidente abandono de
aquel aire de confianza sentida y sincera que antes reinaba en el
trato de las dos emperatrices. Eugenia se muestra disgustada y no
lo oculta a Carlota. La correspondencia de ambas se va acercando
a su fin.

Mientras, Maximiliano decide que Almonte vaya de embajador
a París. El favorito de Napoleón ha de acudir a la brecha, ya que
Hidalgo ha fallado. Lleva consigo el esbozo de un tratado secreto,
que, con un total desconocimiento de la situación del Gobierno francés,
solicita prestaciones que van más allá de lo que se había pactado
en Miramar. Las tropas de Napoleón habrían de permanecer en
Méjico y Bazaine dejaría el mando, que sería tomado por el propio
emperador de Méjico. Además, le Tesorería francesa continuaría fa-
cilitando anticipos hasta la completa pacificación del país, Méjico,
empero, lo devolvería todo, hasta el último céntimo. Como contra-
partida, Maximiliano concedería a Bazaine el título de duque y man-
daría acuñar unas medallas con la efigie de ambos emperadores y
condecoraría con ellas a todos los franceses que le hubiesen servido
en Méjico.

Maximiliano cree conveniente dar aún a este proyecto de tra-
tado el carácter de ultimátum, señalando el plazo del 15 de julio para
su aceptación. Tales eran las indicaciones oficiales que diera a Al-
monte. Los secretos van más allá aún. En lo que se refiere a Francia,
sitúase Maximiliano en una postura que, dada la situación de las cosas,
es completamente incomprensible. Recuerda la del jugador que tiene
la banca y a quien en realidad le es indiferente el curso del juego.
Además, concede a Almonte plenos poderes para que, en el caso de
que Napoleón no quiera saber nada con el nuevo tratado, le anuncie



NAPOLEÓN FALTA A SU PALABRA 175

que el emperador de Méjico exige la inmediata retirada de las tropas
francesas. Su Majestad el emperador Maximiliano no desertará de su
gran obra, sino que, fiel a los deberes que se ha impuesto, como buen
mejicano defenderá el Imperio y compartirá, próspera o adversa, la
fortuna de éste.

Poco antes de llegar Almonte, había regresado a París el Barón
Saillard, muy ofendido del trato que en Méjico recibiera, y expuso
sin reservas que, según su criterio, la monarquía mejicana no podía
sostenerse. Sus informes exaltaron aún más las opiniones contrarias
a Maximiliano que reinaban en París. Para el emperador francés
resulta evidentemente penoso apartar a Maximiliano de su favor.
En el fondo, no tiene nada que ver con el hombre versátil y cruel
que con una sonrisa glacial abandona a Maximiliano como un ju-
guete, que es tal como podría aparecer considerando únicamente su
proceder de entonces. Antes bien y ve en el asunto de Méjico una
causa perdida, en la que le enredaron los impremeditados consejos
de su esposa y el hecho de que los Estados Unidos quedasen fuera
de la liza por causa de la Guerra de Secesión, y que, tras la nueva
situación de las cosas en América y en Europa, puede esconder gra-
vísimos peligros para Francia. Por todo ello llega el Emperador a la
conclusión de que es preciso reducir al silencio los motivos personales,
y que aun las promesas dadas no pueden atarle cuando se trata de
salvaguardar a la nación, y con ella a su dinastía, de aquellos peligros.

El 20 de mayo de 1866, llega Almonte a París, cargado con su
proyecto de tratado secreto. Cuando los emperadores franceses y los
ministros responsables leen aquel esbozo, su estupefacción ante las
desplazadas ilusiones que se hace aún Maximiliano con respecto a
Napoleón no conoce límites. Almonte ha llegado a Francia en unos
momentos especialmente difíciles. En las seis semanas de su travesía
por el mar el conflicto austroprusiano ha tomado formas agudas.
Francia puede también verse arrastrada a una guerra y la Unión
Norteamericana adopta de día en día una actitud más provocadora.
Los emperadores franceses sienten una profunda agitación ante la
perspectiva de una guerra europea que puede empujar al conflicto
una nación tras otra. Ante el tratado secreto ofrecido por Maximi-
liano, no pueden menos de sonreírse. De que se ordene la suspen-
sión del regreso a la patria del ejército francés no puede ni hablarse.
He aquí la respuesta: "Absolutamente inaceptable".



Capítulo XIII



Las acusaciones de cobardía



Poca cosa sabe Maximiliano de todo ello. Las medidas ordenadas
por Bazaine para concentrar las tropas van prosiguiendo; los
pueblos evacuados son ocupados al punto por tropas republicanas.
Maximiliano se ocupa lleno de celo en su futura independencia y
responsabilidad. Sus pensamientos giran ahora alrededor de un pun-
to central: el de abrirse paso en los terrenos militar y financiero
contra viento y marea, para mostrar a Napoleón que ya no le nece-
sita para nada. Max se propone dirigir él mismo la organización del
ejército, sin duda también a causa de su hermano Francisco José,
que le aconsejó pusiera mucho tiento en una tal empresa, porque
él, Maximiliano, no era más que oficial de navio y no podía entender
gran cosa en ejércitos de tierra.

Al punto ordena el Emperador mejicano que se redacte un
gran trabajo sobre la nueva organización del ejército y la remite sin
tardanza a la corte de Viena, para demostrarles que también es inte-
ligente en aquellas materias y que sabe tratarlas en una forma "como
tal vez nunca produjo la rutina de los profesionales en Europa".
Este tono de superioridad no cuadra mucho cuando la organización
del ejército mejicano está aún en plena infancia, y con aquellas pa-
labras parece que quiere dejar comprender, no que está en el mismo
pie de los bien trabados ejércitos europeos, sino que aun viene a ser
superior. ¿Y la "dirección personal" que está en todo? A los catorce
días de esta carta, Maximiliano ha de entregar toda la organización
a Bazaine. Y simplemente porque ya no cuenta con un céntimo.

Bazaine se encuentra en una situación cruel. Por un lado, se le
prohibe gastar dinero; por otro, ha de poner en marcha la organiza-
ción de un ejército mejicano. Se esfuerza cuanto puede en ser un
soldado obediente y sumiso a la disciplina, pero aquellas órdenes
contradictorias de París le hacen la vida imposible. La gente que las
dicta observa las cosas solamente desde el punto de vista europeo y,
ni con mucho puede llegar a tener una visión exacta de las circuns-



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 177

tandas en Méjico. Y a pesar de todo es más necesario que nunca
un ejército eficiente.

En Washington están firmemente decididos a poner en Méjico
otra vez la república sobre la silla. El secretario de Estado, Seward,
declara que la Unión Norteamericana considerará toda ulterior inge-
rencia de una potencia extranjera en los asuntos de Méjico como
una declaración de guerra. Austria es el primer Estado que recibe
la reprimenda. Maximiliano, en su angustia por la partida de los
franceses, trata de hallarles substitución, y ruega con gran insistencia
a su hermano que le envíe mayor número de voluntarios, lo que al
fin, en I o de mayo, le es concedido. Inmediatamente, interpone su
protesta el Gobierno de los Estados Unidos. En caso de no ser aten-
didos, se considerarían en guerra con Austria. Es demasiado para
el Gobierno austríaco cuando es inminente la ruptura con Prusia.
Arría prudentemente la bandera y suspende el envío de voluntarios.

La noticia ha de recorrer un largo camino antes de que llegue
a Maximiliano. Mientras, se ocupa de la suerte del concordato con
Roma, que se esfuerzan con afán en alcanzar, de una parte, los tres
miembros de la Comisión especial, y, de otra, el padre Fischer, secre-
tamente su hombre de confianza para aquellos asuntos. Ninguno de
ellos ha obtenido aún visibles resultados. Por más que crea Maximi-
liano que, ''cuantos más motores, más veloz anda un navio", tan-
tos comisionados se estorban, y en los respectivos informes se cu-
bren de denuestos unos a otros. La Comisión dejó comprender muy
claramente a Méjico que no era conveniente la actuación del padre,
y éste informa de nuevo que el Papa le dijo, refiriéndose a los miem-
bros de la Comisión: "El primero es un niño, el segundo un tonto
y el tercero un intrigante".

Pero, tanto el padre como los comisionados, no tardan en reco-
nocer que no es practicable un concordato en el sentido que Maxi-
miliano desea; mas todos ellos se dedican a mantener viva en el
Emperador la esperanza de que, sea como sea, llegará a buen término.
Por otra parte, se vive muy regaladamente en Roma con el dinero
del Estado y las noticias que llegan de la patria no son para hacer
muy deseable el regreso.

Maximiliano, en su optimismo, esperaba un rápido resultado de
las gestiones del padre. Como con tanto tiempo nada se pudo recoger,
parece llegado el momento de intervenir para proponer concesiones
fundamentales. En estos tiempos, en marzo de 1866, la corresponden-
cia con Roma es particularmente activa. El jesuíta escribe gruesos



12



178 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

diarios que contienen todas las murmuraciones de la corte de los
papas. Allá se puede leer lo más nuevo sobre la amiga del cardenal
Antonelli, o cómo el cardenal Alfuri vendería su alma a quien fuese
con tal de que le ayudase a obtener la tiara. Sensacionalismo y disi-
mulación astuta son las dos características de estas cartas a manera
de libelo. Fischer escribe afirmaciones habitualmente dirigidas contra
sus enemigos. Las notas marginales del impresionable monarca mues-
tran bien a las claras cómo se había dejado aprisionar por Fischer.
Repetidamente expresa al autor sus "gracias más sinceras" y no se
cansa de afirmar cuánto reconoce la actividad del padre: "Con
íntima alegría he recibido sus dos queridas cartas del 11 de mayo,
y quedo maravillado del certero espíritu y clara comprensión que res-
plandecen en cada línea. Si yo tuviese tan sólo seis diplomáticos
como usted, esté bien seguro de que nuestros asuntos andarían muy
de otra manera. Piense que cuanto más me escriba, más contento
estaré. Viene a serme ya una necesidad".

Y en verdad no tiene el Emperador grandes motivos para estar
tan satisfecho. Ciertamente, el padre Fischer obtuvo tan poco como
la Comisión especial. Su único éxito lo constituyen sus bellos in-
formes.

Pronto se revela la verdad con toda su rudeza: la Curia va
siguiendo los acontecimientos con ojo avizor. Por todos conductos
le llegan noticias de Méjico afirmando que el Imperio no podrá
sostenerse. Queda con ello eliminada cualquier base para hacer con-
cesiones. Así pues, con uno u otro pretexto, se van alargando las
negociaciones. Siéntese el Emperador desengañado y se enoja con
los "discursos de doble fondo" y las "promesas nunca cumplidas",
y, para demostrar que no abandona la fe de sus mayores e impresio-
nar con ello a la Curia, abriga la intención de comprar en Roma una
antigua iglesia y consagrarla a Nuestra Señora de Guadalupe.

Maximiliano atribuye el fracaso del concordato a las intrigas
de la clerecía mejicana, cuyo mal comportamiento considera que
merece un castigo ejemplar.

Lleno de enfado y mal humor ordena a la Comisión que pre-
gunte categóricamente a la Curia si está o no dispuesta a concertar
un concordato. Es un ultimátum semejante al que encargara a Al-
monte en París. La Comisión prevé la derrota total, no cumple el
mandato y todo queda de nuevo en el aire.

En el ínterin Napoleón ha tenido noticias de Méjico que le
dejan comprender sin lugar a dudas que todo el edificio del Imperio



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 179

mejicano se hundirá fragorosamente en un instante si las tropas fran-
cesas, antes de su partida, no hacen tabla rasa con las fuerzas mili-
tares de los juaristas y con sus cabecillas. El emperador de los fran-
ceses sabe muy bien, por otra parte, que un hundimiento tal dañaría
extraordinariamente a su prestigio en el mundo. Así pues, tenía ya
decidido, antes que Almonte diera el paso que ya conocemos, exigir
súbitamente de Bazaine que persiga sin piedad a los jefes juaristas
y que los aniquile antes de la repatriación. Lo que no pudo obtenerse
en cuatro años, pretende que se obtenga rápidamente en el último
instante.

La vida disoluta y el mal estado de salud del emperador Napo-
león condicionan su actitud ante las nuevas que llegan de uno y otro
sector, a menudo contradictorias. Sus actos van tomando un carácter
vacilante, incierto; órdenes y contraórdenes se neutralizan unas a
otras. La emperatriz Eugenia puede equivocarse, pero cuando quiere
una cosa marcha hacia ella en línea recta. Mas, después del fracaso
de Méjico, el Emperador apenas si la escucha ya. La nueva orden
llega a las manos de Bazaine a mediados de junio. En una época,
por lo tanto, en que el movimiento de evacuación de las tropas ocu-
pantes está muy avanzado y las fuerzas juaristas, acudidas de todas
partes y que, conocedoras ya de la inminencia de la retirada fran-
cesa, van engrosando como un alud, obtienen éxitos muy importantes.
El Mariscal mueve, como dudando, la cabeza; pero mandato es
mandato, y se dispone a llevar a cabo cuanto sea posible.

Entonces llega la noticia de que no se autoriza en Austria el
cuerpo de voluntarios pedido, resultado de las gestiones de los Esta-
dos Unidos. Maximiliano había depositado en estos refuerzos sus
mayores esperanzas y se lamenta, desengañado en lo más profundo,
de la imperdonable debilidad de las potencias europeas frente a la
Unión Norteamericana. Para la desleal actitud de Austria no tiene
más que indignación y enojo.

Sólo le queda ahora, ante el espectáculo desesperanzador de
ciudades y pueblos cayendo en las manos de Juárez, suplicar el auxi-
lio de Bazaine, pues la situación empeora a cada momento. El gene-
ral imperial Mejía, que defendía la importante ciudad marítima de
Matamoros, centro importante de aduanas, se ve forzado a capitular.
Pero tanto él como la guarnición obtienen libre retirada. Entre las
tropas imperiales predomina la deserción y la apostasía, y aun en
la legión belga se llega a las manos. Entre los austríacos reina des-
contento por la irregularidad de las pagas y la mala calidad de los



180 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

alimentos. El comandante general de aquéllos, el Conde Thun, en
su fuero interno está convencido de que el Imperio se hundirá, y que
muy pronto llegará el momento de dar la voz de sálvese quien pueda.
Él y los generales franceses siempre andan con envidias y rivalidades.

Maximiliano juzga severamente a Thun: "Este hombre no co-
noce ninguna ley, ignora qué cosa es el interés público o los engra-
najes de un buen gobierno. Es por lo que la verdadera sabiduría
del gobernante, ya en tiempos antiguos, ha de exigir que la gente
de espada obedezca, pero que no hable ni pretenda enjuiciar".

El embajador austríaco, en su informe del 28 de junio de 1866,
escribe una verdadera oración fúnebre del Imperio: "El juarismo
levanta la cabeza por todas partes, los más activos partidarios se van
volviendo apáticos, la antigua popularidad del Emperador deja su
lugar a una indiferencia fría, por más que respetuosa; los liberales
continúan siendo enemigos irreconciliables del trono, al que se acer-
can para traicionarlo mejor".

Contra todo, el Emperador continúa aferrado a su programa
optimista; quiere apoyarse en la raza indígena, crear un buen ejér-
cito nacional, sanear la hacienda mediante el incremento de las ri-
quezas naturales y apiñar a su alrededor un grupo de gente honorable
y leal.

El jefe del Gabinete militar, Pierron, que es ahora la persona de
confianza del Emperador, no se cansa de predicarle "energía". Está
convencido de que es el buen consejo que precisa su Emperador.
Maximiliano no cierra sus oídos. En un consejo de guerra, se dictan
cinco sentencias de muerte; pero de nuevo indulta Maximiliano a los
reos. Pierron está decididamente contra la suavidad y quiere esta
vez ilustrar a su señor con una anécdota:

"Un príncipe filósofo visitaba en cierta ocasión una cárcel; todos
los reclusos sostenían que eran inocentes, excepto uno que se reco-
noció culpable. ¿Mandó el príncipe que fuesen soltados los que
hacían protestas de inocencia? En manera alguna. "Que se suelte
al culpable —exclamé) — , es indigno que tenga que vivir entre gentes
tan honorables".

Fueron obtenidas del Emperador medidas draconianas casi por
la violencia, a pesar de su resistencia tenaz. En las postrimerías de su
Imperio él sólo tendrá que rendir cuentas de aquellos actos, mientras
los que le aconsejaron obrar con dureza se encontrarán ya desde largo
tiempo en lugar seguro. Maximiliano quiere substituir la muerte por
el destierro. Se acuerda de Napoleón III, su modelo, quien, durante



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 181

el golpe de Estado de la noche del 1 al 2 de diciembre de 1851, mandó
prender los dieciséis jefes principales de los partidos contrarios y los
envío al destierro. Pierron recibe la orden de confeccionar una lista
de personas sospechosas de la capital y de los alrededores, que luego
habrán de ser detenidas por sorpresa en la noche y deportadas a
Yucatán.

Maximiliano no logra librarse jamás de su ángel malo: Napoleón.
Sobreestima aún la fuerza del emperador francés y cree posible que
en un congreso de potencias europeas puede dirigir las cosas en el
sentido de que se acuerde mantener con energía el principio de las
legítimas influencias de aquellas naciones en el Nuevo Continente.
Consecuente con sus convicciones, escribe a Napoleón una carta
que es un verdadero ramillete de deseos y peticiones, solicita genera-
les e intendentes para la reorganización del ejército, y aguarda con im-
paciencia subsecretarios franceses para Justicia, Enseñanza y Comer-
cio. Cuanto más se esfuerzan los franceses en sacar las manos de los
asuntos de Méjico, tanto más parece proponerse el emperador Maxi-
miliano, que al principio velaba con tanto celo por los derechos de
los mejicanos, ligar cada vez más a Francia con su Imperio.

La respuesta de Napoleón a las gestiones de Almonte, que mues-
tra claramente cómo aquél abandona ya por entero la aventura de
Méjico vuelve a la dura realidad el ánimo de Maximiliano. No so-
lamente es negativa del todo, sino que intenta atribuir a Maximiliano
la plena responsabilidad de los fracasos en Méjico. Se exige también
de él la retención de la mitad del montante de las recaudaciones de
aduanas; de lo contrario las tropas francesas serían retiradas inmedia-
tamente. Napoleón abandona ciertamente el mal asunto mejicano y
pretende salvar del desastre todo el dinero que pueda. En Maximilia-
no ya no se piensa para nada: que salga del mal paso como pueda.

En su confusión, Almonte acompaña la nota francesa con el
consejo de que sería conveniente en Méjico una política cada vez
más conservadora, totalmente reaccionaria. Después de su fracaso, le
falta valor para atenerse a la orden secreta de Maximiliano, referente
a la inmediata retirada de Méjico de las tropas francesas. Él mismo
está demasiado bajo en la seducción de su antiguo protector, el em-
perador francés, para atreverse a tanto. Y las cosas se presentaron en
tal forma que el emperador Maximiliano hubo de sufrir la humilla-
ción de que Napoleón le amenazara con retirar las tropas, como una
imposición, cuando él, Almonte, con aire de dignidad ofendida, lo
hubiese podido exigir.



182 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

De pronto, como un relámpago, se hace luz en las tinieblas;
súbitamente, Maximiliano ve con claridad: le traicionan y le aban-
donan; ya nadie le obedece. De todos los ámbitos del Imperio, una
tras otra, le llegan nuevas como las que llevaban a Job. Todo el norte
está sublevado; Juárez cuenta con el apoyo de los Estados Unidos;
aun las comunicaciones de Méjico al mar, tan importantes, están
amenazadas; la organización del ejército no adelanta; los comandan-
tes de las tropas piden las pagas de los soldados y las arcas del Es-
tado están vacías. Para colmo de desdichas, el 6 de julio por la ma-
ñana, llegan las nuevas de la guerra que acaba de estallar entre Aus-
tria y Prusia, y de la febril agitación que domina a toda Europa. Existe
el temor general de que la guerra se extienda por Europa entera, y
sólo la idea de que esto pueda suceder es tanto como decir que Mé-
jico queda abandonado a su suerte.

Consejeros cuyos consejos habían sido solicitados y consejeros
espontáneos acudían alrededor de Maximiliano. Unos, ocultando ra-
zones egoístas, personales; otros, como el subsecretario Leoncio Dé-
troyat, un francés, muy bienintencionado para con Maximiliano, y
que abiertamente y a guisa de advertencia escribe:

"La suerte del Imperio se está jugando ahora. El velo se ha
rasgado al fin. La política de Napoleón, dudosa desde hace algún
tiempo, es ahora bien patente a todos los ojos. La consecuencia
de ella será la caída de Vuestra Majestad. No se ha de pensar más
en las promesas de Miramar ni en la amistad de un soberano que
venía a ser como un hermano vuestro; ya no existe una sola per-
sona que haya recibido una carta de Europa que no le repita lo
mismo: "Se dejará caer al Emperador". Vuestra Majestad tiene aún
esperanzas en la lucha, en la resistencia; yo, por mi parte, creo que
todo ello es más que inútil, peligroso ... A todo precio han de ser
retiradas las tropas francesas. Bazaine no es otra cosa que un es-
torbo, ejerce una especie de tutela mal intencionada y mal apli-
cada que va madurando frutos venenosos. Ahora, dice Napoleón:
"No puedo mantener mis promesas, he de romper todos los pactos,
retiro mis tropas, exijo mi dinero y os abandono". Majestad: anun-
ciad a vuestros mejicanos, en una proclama, que vinisteis aquí para
salvarles de la anarquía. Habéis aceptado una ardua encomienda
confiando ciegamente en las promesas de un soberano que había
jurado ayudaros y no abandonaros jamás. Ahora todo ocurre al con-
trario. Mal servido y peor ayudado, no habéis podido llevar a buen
término la magna empresa que fuera vuestro sueño y os veis for-



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 183

zado a ceder ante la cruel necesidad y retiraros a vuestro país de
origen, sin que nunca queráis, empero, perder de vista en lo futuro
los intereses de Méjico. Así lo haría yo, sin demorarme un instante,
sin perder un minuto. Sire, os he hablado desde el verdadero fondo
de mi corazón".

Estas palabras sinceras, fieles, que describían con singular exac-
titud la situación, de aquel hombre honrado, al cual hay que hacer
todo el honor que merece, pues siendo francés adoptaba una pos-
tura tan imparcial y no exenta de peligros; estas palabras causaron
profunda impresión en el emperador Maximiliano. No puede ne-
garse ya a reconocer, que su consejero tiene la razón por entero
y ve llegar el momento en que se considerará obligado a declarar
que es inútil cuanto se intente. Sostiene una lucha terrible con-
sigo mismo; le resulta especialmente doloroso volver a Austria y
verse constreñido a declarar a su hermano y a cuantos le advirtieron
que se ha engañado, que aquella obra emprendida con entusias-
mo tan ardiente falló. Pero no ve otra salida, ni en realidad exis-
te otra.

Cuando ya estaba decidido a publicar su abdicación al trono,
interviene la emperatriz Carlota. En todo aquel año se había ocu-
pado menos de los asuntos políticos, pero sí infatigablemente de
obras de beneficencia. No obstante, al ver ahora amenazados a su
esposo y al trono, despiértase en ella de nuevo la ambición y el
afán de poder que recibiera de su padre como herencia. ¿Ha de
ser sacrificado su esposo a las intrigas, a la mala voluntad de las
gentes, a los caprichos pasajeros de la fortuna? La brillante obra
del Emperador, por la que ella tantos años se afanó y padeció,
¿todo se ha de hundir a un solo embate? ¡No, mil veces no! Carlo-
ta imbuye en su vacilante marido que abandone semejantes ideas,
que cobre ánimo, que persevere. Y, finalmente, se ofrece a ir per-
sonalmente a Europa para tratar con el Papa y Napoleón III la
manera de encontrar una potencia más eficaz que permita satisfa-
cer las necesidades vitales de Méjico.

Maximiliano siéntese animado de nuevo ante la energía y la
fortaleza de la Emperatriz: en el fondo de su alma, aquella deci-
sión le causa una gran pena. Se aferra, pues, con ambas manos a
esta última áncora de salvación. Es decidido el viaje de la Empe-
ratriz a Europa, y se fija que sólo visite a Roma y a París. El 5 de
julio, Maximiliano anuncia a su madre, la archiduquesa Sofía, el
inminente viaje de la esposa:



184 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

"Muy querida madre: Aprovecho la segura ocasión del viaje
de Carlota a Europa para enviarte estas líneas. Carlota emprende
este paseo al Viejo Mundo para trabajar en pro de los asuntos me-
jicanos como el más seguro y hábil de nuestros embajadores. Va
provista de mis instrucciones secretas y tiene como misión princi-
pal recordar, para bien de Méjico, el valor de ciertas promesas y
pedir ayuda para resolver determinados problemas. Cuánto me ha
costado separarme de ella no lo pueden describir las palabras. Es-
pero confiadamente, sin embargo, que Carlota dejará pronto listos
sus negocios, y que, dentro de unos meses, volverá a estar conmigo.
El período de tiempo que tendré que vivir separado de ella por el
océano constituirá, sin duda, la prueba más penosa de mi vida; mas,
para grandes fines, hay que afrontar grandes sacrificios.

"Desde que Europa, de un lado y de otro, nos abandona de la
manera más vergonzosa y todo ese continente caduco tiembla co-
bardemente ante Norteamérica; aquí es preciso desarrollar una do-
ble y esforzada actividad.

"Que los monarcas de Europa, con una debilidad imperdona-
ble se inclinen ante la República vecina nuestra, en realidad sin
conocerla, es algo que de sobra tendrán ocasión de lamentar amar-
gamente; pero esto no es a mí a quien importa; yo me he de pasar
día y noche meditando una manera de salvar a mi nueva patria,
que quiero ya con verdadero ardor. En este propósito del deber y
del amor, Carlota está fielmente a mi lado, con gran honradez y
actividad, y he aquí la causa de su viaje a Europa, pensado y he-
cho, decidido sin tardanza. Que Dios la guíe y nos la devuelva sana
y salva y llena de gozo. Va acompañada por el ministro del Exte-
rior, que es un hombre fiel y noble, y que sin duda le ayudará en
todos sus pasos con honradez. Además, figurarán en su séquito el
Conde Bombelles y una deliciosa dama del palacio de aquí. Por
razones políticas, no visitará esta vez a Bruselas ni a Viena. Te lo
ruego de todo corazón, dedícame muchas de tus oraciones, a mí,
que voy a quedar solo en un mundo tan lejano y agitado".

Apenas escribiera esta carta ya asaltaban de nuevo al Empera-
dor cavilaciones y dudas .No podía apartar de su memoria las pa-
labras de Détroyat. ¿Por ventura no es su esposa la única persona
que se arriesga a un consejo semejante? ¿Tiene esta mujer joven un
juicio político suficientemente maduro para decidir en un problema
de tanta monta? Otra vez comienzan las vacilaciones de Maximi-
liano y se pregunta de nuevo si el viaje de la Emperatriz sólo re-



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 185

portará desengaños y si no será, por lo tanto, preferible abdicar in-
mediatamente la corona.

En cuanto Carlota adivina el estado de ánimo de su marido,
recurre a procedimientos más enérgicos. Le conoce muy a fondo y
sabe cuan susceptible es en materia de honor. "No y cien veces no
—escribiera no ha mucho la Emperatriz—; prefiero de mucho una
situación que pueda ofrecerme actividades y deberes, y si se quiere
peligros, que pasarme estúpidamente hasta los setenta años contem-
plando el mar". Caricia se propone atacar a su esposo trayendo a
colación su honor de hombre y de príncipe, y en aquella hora de-
cisiva redacta una detallada memoria que personalmente hace lle-
gar a manos de su marido. El Emperador abre el cuaderno y va
leyendo con creciente agitación los conceptos de su esposa:

"Carlos X de Francia y Luis Felipe, mi abuelo, consumaron, al
abdicar, su propia derrota. Es un error que no debe repetirse. Ab-
dicar quiere decir juzgarse, sentenciarse a sí mismo, exhibir la pro-
pia incapacidad, y esto sólo es aceptable en ancianos o en débiles
mentales, pero no es el caso en un príncipe de treinta y cuatro años,
lleno de vida y de perspectivas en el porvenir. La soberanía del rey
es el bien más sagrado que pueda darse entre los hombres; no se
puede dejar un trono como se puede salir de una asamblea que un
destacamento de policía acordona. Desde el punto que se acepta
el destino de una nación, es algo que se realiza con riesgo propio,
y uno ya no es libre para dejarlo cuando le plazca. No conozco
ningún caso en que la abdicación no represente otra cosa que un
error o una cobardía.

"En una batalla, Luis el Grande dijo a un inglés que quería
hacerle prisionero: "Amigo mío, en las derrotas, los reyes no han
de dejarse hacer prisioneros". Y es natural añadir que tampoco los
emperadores. Mientras aquí haya uno, existirá un imperio, aunque
de hecho sólo disponga de seis pies de tierra. Que no tiene dinero
no es una objeción suficiente: mediante crédito, puede ser procu-
rado, y el crédito con el éxito, y el éxito, naturalmente, hay que
conquistarlo.

"Y si no se tuviese ni una cosa ni otra, no hay que desesperar-
se, porque se respira y se ha de tener confianza en sí mismo. Si de
una cosa que se ha emprendido y se ha tenido por posible, luego,
cuando ya está en curso, decimos que no es practicable, nadie nos
creerá. Añadir que nos retiramos porque si en un tiempo creímos
establecer un régimen que reportase felicidad a la nación luego nos



186 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

enseño la realidad que era justamente al contrario, es algo como
darnos de puñetazos al propio rostro; además, es una mentira cuan-
do se representa para la nación la única áncora que pueda salvarla.

"Deducciones: El Imperio es la única fórmula capaz de sanar
a Méjico de sus males y, por consiguiente, hay que aplicar todos
los medios para salvarlo, a lo que venimos obligados por la palabra
y el juramento, y ninguna imposibilidad, creída un tanto a la li-
gera, puede librarnos de tales obligaciones. Si la cosa, ahora como
antes, resulta impracticable, el Imperio ha de ser conservado, su
esplendor defendido, y, si es preciso, ampararlo con decisión y de-
nuedo de cuantos quieran atacarle. Si no cabe abandonar el puesto
ante el enemigo, ¿por qué ha de admitirse que se abandone una
corona? Los reyes de la Edad Media aguardaban a lo menos que
viniesen a arrebatarles los reinos por la fuerza; nunca los entregaban
de buen grado, y las abdicaciones se inventaron cuando el monarca
había echado en olvido montar en su corcel de guerra en los ins-
tantes amenazadores. La guerra civil no existe por cuanto, habiendo
terminado el período de la magistratura de Juárez, carece de todo
pretexto legalista. No es decoroso dejar el sitio a un enemigo de tal
catadura; no puede decirse, como en una casa de juego o en un
teatro, que la banca quebró o que ha terminado la farsa, para apa-
gar al punto las luces. No sería digno de un príncipe de la Casa de
Habsburgo, ni de Francia y de su ejército, que hubiesen sido lla-
mados para consentir y contemplar tal espectáculo. ¿A quién de-
fenderá el mariscal Bazaine hasta el próximo año? Existiría funda-
mento sobrado para pensar en la alusión de Julio Favre a Don Qui-
jote si procediésemos de tal guisa, porque de lo sublime a lo ridículo
realmente no va más que un paso. Salir a la liza como portadores
de cultura, como salvadores y regeneradores, y volverse a casa ale-
gando que no hay nada para civilizar, nada para salvar, nada para
regenerar, y todo ello en íntimo acuerdo con Francia, que descolló
siempre como el país del espíritu y la cultura, habéis de confesar
que sería para unos y otros el mayor absurdo que pueda darse bajo
la luz del sol. Estas mismas razones pienso exponer al otro lado del
mar. Si no es decoroso que se juegue con las personas, mucho me-
nos lo es con las naciones, y Dios castigará a quienes lo intenten".

Estremecido, el Emperador deja caer de su mano la hoja. No
logra comprender que aquella memoria muestra la más elemental
incomprensión de las circunstancias en Méjico y que sus pruebas
fundamentales están basadas en analogías históricas de otra parte



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 187

de la Tierra. Son ideas vagas, que la emperatriz Carlota recibiera
con la leche materna. La mayor desilusión de su padre el rey de los
belgas fué la abdicación de su suegro, pues en este parentesco con
la Casa real francesa, que procuró fortalecer con otras alianzas en
la familia Coburgo, cifraba sus mejores esperanzas para el futuro.
La renuncia al trono de Luis Felipe en el año 1848 destruyó de
golpe todos sus planes y abrió el camino a un napoleónida, con el
cual no le unía parentesco alguno, y que, tal como el rey de los
belgas temía, con relación a Bélgica desarrolló otra vez la misma
política del primer Napoleón. Siempre se habló en aquella casa
con amargura de aquella renuncia al trono y fué un hecho que per-
maneció indeleblemente grabado en el ánimo de Carlota. Estos re-
cuerdos aciertan a determinar ahora, acuciados por una ardiente
ambición, que no pueda tolerar la idea de que ella, hija de reyes
de la más noble sangre sajona y borbónica, juntamente con su es-
poso, un archiduque y hermano del emperador de Austria, se vea
desposeída de su trono por las hordas republicanas y obligada a vol-
ver, rebajada y humillada, a su casa de Europa de donde salieran.
¿Qué inimaginable papel irían a representar ahora en la corte de
Austria? Sólo de pensarlo siéntese herida en lo más hondo.

Maximiliano queda sometido a su influencia, se rinde a sus
razones. Carlota sabe valorarlo exactamente, y conoce sus puntos
neurálgicos. En negocios que atañen a su honor, es donde el Em-
perador se muestra de una más exacerbada sensibilidad. Acaba de
recibir una carta de Eloin, de un tono verdaderamente triste, pero
que deja, no obstante, flotando ante la imaginación una engañosa
imagen de glorias y éxitos.

"Sire, no podemos hacernos ya muchas ilusiones: no solamente
el Gobierno, sino también el jefe supremo, la última esperanza a
la cual he dirigido mis ojos, inclina la cabeza bajo el peso de la
opinión pública y abandona con un impudor y una falta de dignidad
inconcebibles a quien, bajo el hechizo de una confianza inquebran-
table, creyera demasiado tiempo en las promesas y las obligaciones
solemnemente contraídas. Ni un punto dudo ahora que la presen-
cia de los ejércitos franceses en Méjico es más dañosa que conve-
niente a nuestra causa y estoy enteramente seguro de que, con unos
diez mil hombres abnegados y aguerridos, el Imperio puede preva-
lecer y sostenerse. Los mejicanos, liberados de una intervención ex-
tranjera, recibirían sin duda con palmas al príncipe que ha tenido
el ánimo y la abnegación de sacrificarlo todo en beneficio de ellos.



188 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

¡Qué gloria para el hombre que llegase a ejecutar tal programa y
qué ludibrio para los que le abandonaron a medio camino!"

"Sí, este hombre tiene razón —se dice Maximiliano—. No quie-
ro que mi mujer me haya de reprochar cobardía; quizá todo andará
mejor de lo que imaginamos y conseguiré llevarlo todo a término
feliz". Va desvaneciéndose el eco de las advertencias de Détroyat.
El Emperador permanecerá en Méjico y la Emperatriz emprenderá
sin tardanza su viaje, con el principal objeto de obtener de Francia
que restablezca de nuevo la entrega mensual de dos millones y me-
dio de francos que había interrumpido recientemente. He aquí la
parte más importante, la escasez de dinero es terrible, paraliza la
organización del ejército y toda la máquina del Estado. Aun el mis-
mo dinero para el viaje de la Emperatriz hubo de ser retirado de
unos fondos reunidos para fines benéficos. La Emperatriz lleva con-
sigo una detallada memoria de Pierron sobre la situación financiera
y sobre los destructores efectos de la persistente guerra civil. El Go-
bierno mejicano renunciaría a la mitad de las recaudaciones de las
aduanas marítimas si se le procuraban aquellos subsidios y un em-
préstito de cincuenta millones. Carlota redacta de propia mano una
relación de cuanto ha de pedir en Europa. Muy confiada en la
victoria, comienza el documento indicando que Napoleón se obli-
gue a pagar del Tesoro del Estado, hasta el final de 1867, veintisiete
mil hombres de tropas mixtas, así como a relevar a Bazaine, a sus-
tituirlo por Douay en el alto mando, y a no retirar las tropas fran-
cesas hasta que el ejército nacional se halle organizado del todo. Los
deseos de Carlota van más allá, y penetran ya en la zona de las
más especiales atribuciones de Napoleón; no obstante, la Empera-
triz confía en obtener buen éxito.

Maximiliano deja partir a su esposa con una vaga impresión
de temor. "El viaje de Carlota —escribe a su hermano menor— es
el sacrificio más penoso que he ofrendado a mi nueva patria, y tan-
to más penoso, por cuanto Carlota ha de atravesar la mortífera re-
gión de la fiebre amarilla en la peor época. Con la precisión de su
tacto, sabrá informarme hasta qué punto podemos confiar en el
auxilio de esa vieja y carcomida Europa. Si el Viejo Continente
nos abandona del todo por temer a los Estados Unidos, como Aus-
tria hizo recientemente, por lo menos sabremos claramente que
sólo hemos de confiar en nosotros y en nuestras propias fuerzas".

El 9 de junio de 1866, a primeras horas de la mañana, salió la
Emperatriz de la capital; el Emperador la escoltó un buen trecho.



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 189

La lluvia y la borrasca dificultaban el viaje hacia la costa. Quebrá-
ronse las ruedas del carruaje y la Emperatriz quiso continuar el
viaje a caballo. En Veracruz fué recibida silenciosamente. Teníase
por doquier la impresión de que la Emperatriz partía para ponerse
a salvo y que el Emperador no tardaría en seguirla.

Aquella valerosa mujer está muy ajena a propósitos semejan-
tes; al contrario, iba pensando sosegadamente en el tiempo en que
volvería a Méjico como salvadora y auxiliadora del país y del
Imperio.

En Veracruz, no logra contenerse y expresa simbólicamente su
indignación ante la primacía francesa en todo. En el muelle, le
aguarda un bote con bandera francesa que ha de conducirla al va-
por Emperatriz Eugenia. Se niega a subir al bote si no se enarbola
al momento en lugar de la bandera francesa la mejicana, y aguarda
en el edificio de la prefectura del puerto hasta que se dé satisfac-
ción a sus deseos.

La situación militar de Méjico va siendo cada vez más amenaza-
dora. Cuando, el 15 de mayo, Napoleón solicita de Bazaine que ata-
que a los juaristas, el Mariscal se propone salir de su pasividad, em-
prender una ofensiva en dirección norte y salir él mismo con las tro-
pas. Mientras, llega de París la contraorden. A pesar de todo, Bazaine
decide salir de la capital, pero solamente para observar mejor los im-
prescindibles movimientos de retirada.

Maximiliano, que está bajo la impresión de las desoladoras noti-
cias de París, se niega a recibir al Mariscal que había ido a despedirle.
Es una altanería absolutamente inoportuna ahora, en los momentos
en que la Emperatriz va a París para obtener que Francia y Napoleón
se interesen de nuevo en favor del Imperio mejicano. Ahora se arre-
piente Maximiliano de que, en el estado de ánimo de lanzarlo todo
por la borda y abandonar a Méjico, negase la audiencia que se le pe-
día. Al contrario, en estos momentos, Maximiliano decide nombrar
ministro de la guerra al general Osmont, y de Hacienda al intendente
general Friant, y ruega a Bazaine por escrito que quiera dejarle aque-
llas dos personas excelentes y de grandes dotes. Expresa también la
esperanza de que las operaciones militares del Mariscal sean coronadas
por el éxito. En su fuero interno, atribuye Maximiliano a Bazaine la
culpa de que no pueda disponer aún de un ejército bien organizado,
y espera de Osmont que logrará reunirle en tres meses cuarenta mil
hombres de tropas ejercitadas. "He de aguardar —arguye Bazaine— a
ver cuál es la actitud de Vuestra Majestad ante la última nota fran-



190 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

cesa; pues, si no es aceptada, tengo orden de concentrar mis tropas".
Con ello quiere decir, naturalmente, concentrarlas en retirada.

Esta exigencia amenazadora de someterse a todas las imposicio-
nes francesas es lo suficiente clara. Conforme al plan acordado con la
Emperatriz, el Emperador decide acatar todos los deseos de Francia.
Sólo así puede aguardar un feliz resultado de las gestiones de la Em-
peratriz. "Me avengo a todas las peticiones francesas", contesta Ma-
ximiliano. Pero esto ya no puede alterar en nada el curso de las cosas.
Bazaine desaloja el país. Disimula la retirada declarando que es más
prudente una eventual colocación de las líneas fronterizas más a re-
taguardia, con lo que el país será de más fácil vigilancia y se podrá
defender con menos tropas. Los legionarios se dan perfecta cuenta de
que el propósito de Bazaine es abandonar vergonzosamente el Impe-
rio mejicano a su suerte. En los países extranjeros, algunos represen-
tantes se separan del Imperio, como las ratas de un buque que se va
a hundir. Sólo uno, el cónsul general en Viena, Herzfeld, acude a Mé-
jico, para encontrarse ahora, cuando el peligro amenaza, junto a su
imperial señor. Respecto a Austria, está Maximiliano en los peores
términos, aun cuando el embajador mejicano en Viena no ha cum-
plido el encargo de denunciar todos los contratos existentes con el
Estado imperial.

Mientras, en París aparecen de nuevo Gutiérrez y Almonte. Pre-
cisamente cuando por aquel entonces consideraba el Emperador la
conveniencia de un cambio, también en sentido político, con objeto
de satisfacer los deseos franceses y bienquistarse con Napoleón, llegan
cartas de aquellos personajes que dan el impulso definitivo a decisio-
nes de gran amplitud. En una carta de cuarenta y cuatro páginas
conjura de nuevo Gutiérrez al Emperador para que adopte la única
solución para salvar el Imperio que a su entender existe aún: entre-
garse del todo en brazos de los conservadores, que le elevaron del
palacio de Miramar al trono imperial de Méjico. La verdadera monar-
quía, la verdadera política católica han de ser su norte y su guía, y
no solamente han de ser todos sus ministros conservadores, sino que
los principios fundamentales de la gobernación del Estado han de
obedecer a esta tendencia.

"Sincero, leal y respetuoso", dice Gutiérrez que ha de ser su
consejo. Maximiliano se deja seducir por la verborrea. Justamente
había mandado devolver aquellos bienes solicitados por los ausentes
hijos de Gutiérrez, aunque ya pertenecían a otras personas desde largo
tiempo. Así, pues, aun a costa de su propia popularidad, el Empera-



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 191

dor da lugar a que este Gutiérrez pueda aseverar sin tregua que él
comenzó la obra que Maximiliano está en vías de terminar.

También Almonte escribe que le intranquiliza en extremo la si-
tuación del Emperador en el caso desdichado de que no se entregue
del todo en brazos de aquellos hombres que le elevaron al poder.

Esta vez el Emperador cede. Se reconoce fracasado en sus ten-
dencias liberales; quizá ellos tengan razón; quizá es él quien estaba en
un error. No le queda ninguna otra salida: capitula en nombre de
Dios, aun en este terreno. Así, pues, ha de comenzar una nueva polí-
tica, que pretende ser realista. El pensamiento dirigente será, desde
ahora: en el interior, energía, protección de la gente honorable y pa-
cífica y severidad con los enemigos del orden; en el exterior, conexión
íntima con Francia.

La energía demostróse, a propuesta de Pierron, con el encarcela-
miento, el 14 de julio, de dieciséis de los más conspicuos enemigos del
Imperio, o sea de hombres que, unos, tal vez habían incurrido en alta
traición y, otros, acaso no habían delinquido en nada, excepto en no
haberse hecho simpáticos a los franceses.

En todo, en cada caso, sigue Maximiliano inspiraciones francesas;
cuanto más se separa Francia de él, tanto más quiere acercarse a Fran-
cia; el Emperador se comporta como una mujer, que trata con frialdad
a su apasionado galán, y que, cuando percibe que comienza a enfriar-
se y se retira, se lanza a su cuello ardientemente. Nombra, pues, sin
aguardar el permiso de Bazaine, ministros a los dos generales france-
ses Osmont y Friant en un ministerio absolutamente conservador, a
cuya cabeza figura el presidente de aquella Asamblea de Notables que
eligiera emperador a Maximiliano. Este paso significa la completa
retractación por parte del emperador de Méjico de sus convicciones
políticas, por más que Eloin recibe al mismo tiempo el encargo de
asegurar en la prensa europea que Maximiliano se mantiene fiel a los
principios liberales.

En estos momentos, accede Maximiliano a todas las exigencias
financieras de Francia, que, mientras sus tropas están aún sobre el
país, intenta sacar cuanto puede. Entre tanto, el Emperador aguarda
que sus concesiones decidirán por parte de Bazaine una enérgica ac-
ción militar hacia el interior del país, aunque de hecho se van cum-
pliendo las órdenes de evacuación. Douay se retira, con amargura y
vergüenza en el corazón, de sus posiciones en el norte. La importante
plaza aduanera de Tampico es evacuada de súbito. Inmediatamente
los juaristas levantan una horca en la plaza mayor y cuelgan al pre-



192 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

fecto imperial. La evacuación del norte por los franceses es encarecida
y trompeteada por los juaristas en todo el país como una gran vic-
toria suya.

Maximiliano está profundamente consternado. Se queja al gene-
ral Osmont "de la manera defectuosa y llena de peligros como se
lleva a cabo la operación". Quiere saber en concreto qué propósitos
abriga Bazaine, con el fin de que, en los distritos que piense evacuar,
los partidarios del Emperador puedan ser puestos sobre aviso, como el
más elemental sentido del honor obliga. "Pues — dice Maximiliano —
si el Mariscal ha de cuidar del honor de Francia, yo he de estar atento
a la defensa del honor del Imperio y de Méjico".

Bazaine, siguiendo las instrucciones de París, justifica cuanto va
realizando con toda suerte de pretextos. Si, a causa de la inminente
partida de una parte de las tropas, hay que abandonar algunas pobla-
ciones, va diciendo, más tarde, cuando el enemigo esté "gastado y
debilitado, podrán ser reconquistadas con facilidad". Pero no es en
Méjico solamente donde andan mal las cosas.

El 8 de agosto, el Emperador recibe la noticia de la derrota de
los austríacos en Kóniggratz. Su embajador le describe el pánico que
se apoderó de la corte de Viena, y Eloin sostiene en sus informes que
muchos archiduques se proponían poner sus palacios bajo la protec-
ción de la bandera mejicana para salvarlos de los prusianos. Esto pro-
bablemente no era cierto, pero que tal rumor corriese como verosímil
resultaba bastante significativo. Eloin refiere también que la gente
recuerda en Viena las proféticas palabras de Maximiliano al abando-
nar a Miramar, sobre el destino de Austria, y que todos lamentan que
"nuestro Max" se halle tan lejos. No obstante, es exacto que, a poco
de la batalla de Kóniggratz, cuando se dirigía Francisco José en coche
del Burg a Schónbrunn, la multitud callada y glacial irrumpió de
pronto en exclamaciones de "¡Viva Maximilianoi"

Las noticias de las derrotas austríacas no dejaron de causar gran
sensación en todo Méjico, especialmente entre la legión de aquel
país, y naturalmente todo ello redundó en perjuicio del prestigio de
Maximiliano, hermano, al fin, del emperador vencido. Aquél, que
nunca estuvo de acuerdo en la manera como andaban las cosas en
Viena, herido personalmente por muchos desdenes de la corte aus-
tríaca, ante las terribles desventuras de su patria supo acallar en un
momento todo su enojo y su resentimiento. "Mucho tiempo ha que
preveo la total catástrofe de mi país —escribía entonces—, y entre
bastidores fui viendo siempre cómo se avecinaba. Pero que tuviese un



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 193

desarrollo tan rápido nunca lo imaginé. Aguardaba los resultados,
porque conocía muy bien las causas, pero confiaba en un poco más
de resistencia y de capacidad".

Le procuró una ligera satisfacción que, el 15 de agosto, comenzase
la explotación del cable eléctrico entre América y Europa, cosa que
haría posible recibir noticias del otro lado del océano en pocos días,
cuando antes estaban en camino varias semanas, y aún más.

Pero Maximiliano no puede hallar reposo. De todas partes le
asaltan nuevos sinsabores. La familia Iturbide, viviendo cómodamente
de sus cuantiosas rentas, observa con atención los azares del Imperio
mejicano desde París. Naturalmente no se les escapa que la monar-
quía de Méjico, de hecho, ha sido abandonada ya por Francia, y la
madre del pequeño Iturbide comienza a temer por la suerte de su
hijo, el pequeño Agustín Iturbide, que continúa viviendo con Ma-
ximiliano. Sin tener en cuenta las estipulaciones del contrato con-
certado por sus familiares con el Emperador, solicita con premura la
devolución de su hijo. El Emperador comprende al punto que es la
desconfianza en su destino lo que impulsa aquella insistente petición;
no obstante, contesta que tendrá mucho gusto en ver a la señora
Iturbide por Méjico para visitar a su hijo, pero la amonesta también
a que no destruya, por precipitación o ligereza, el sonriente y glorioso
porvenir que sin duda le aguarda. Alicia de Iturbide, por otra parte,
ciudadana norteamericana, dirige ahora sus ruegos a Washington, a
fin de que, por todos los medios, su pequeño sea reintegrado al hogar
paterno. En el temple de opinión que reinaba por aquel entonces
en los Estados Unidos este suceso fué abundantemente explotado
por la propaganda contra Maximiliano.

Entre tanto, hacia el 25 de agosto, regresa Bazaine a la ciudad
de Méjico. La situación ha empeorado en grado extremo; el norte
se ha ido desmoronando poco a poco, puede dársele por enteramente
perdido ya; a más de las bandas juaristas, destacamentos de nortea-
mericanos procedentes de Texas y de California penetran hasta el
mismo corazón de Méjico. En el sur, no andan las cosas mucho mejor.
Aun dentro del propio Veracruz se forman algunas bandas. Se produ-
ce así, pues, un anillo que poco a poco va acercándose a la capital,
mantenido, empero, a cierta distancia de ésta por las tropas francesas.
En todo lugar donde los juaristas penetran adoptan al punto las medi-
das más rigurosas contra los partidarios del Emperador. Y, como el
poder imperial va declinando más y más, comienza la desbandada
general. Con amargura, laméntase Maximiliano de la funesta política



13



194 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

del mariscal Bazaine, que neutraliza todos los honrados esfuerzos de
los ministros Osmont y Friant, y solicita de Almonte que exponga
a Napoleón el cuadro preñado de amenazas de las circunstancias en
Méjico.

Mientras en derredor suyo todo vacila, Maximiliano no abandona
sus vastos planes. Se propone desde largo tiempo llevar a efecto la
apertura del istmo de Tehuantepec para poner en comunicación el
océano Atlántico con el Pacífico. En verdad, tiene ya otorgada la
concesión a una sociedad norteamericana; pero, en vista de la actitud
de los Estados Unidos, quiere deshacer lo pactado, confiar la empresa
a los franceses y de esta suerte ganar el favor de Napoleón. Mientras
Maximiliano va pidiendo auxilio, todos comienzan a abandonarle.
El comandante de los voluntarios autríacos, Conde Thun, se retira.
Nunca tuvo gran fe en el Imperio y ahora, cosa natural, menos que
nunca. Su ejemplo es para sus subordinados una invitación a imitarle.

En Roma, no avanza ni un ápice el asunto del concordato. El
padre Fischer se da perfecta cuenta de que, para mantener la confianza
de Maximiliano, ha de volver a Méjico con algún éxito, aunque sea
una simple apariencia. Desde Roma, dispone que los obispos mejica-
nos regresen a su país y que se reúnan para redactar una propuesta de
concordato. Dice al emperador Maximiliano que esta medida consti-
tuye un éxito y emprende él también su viaje de regreso. Cuando
el padre Fischer llega a Méjico encuentra al Emperador lleno de es-
peranzas sobre el éxito de la misión de la Emperatriz y dando como
cierta una nueva ayuda de Napoleón. También está convencido de
que mejora la actitud de los Estados Unidos. Realmente, la opinión
en este país se muestra menos agresiva porque es general allí el con-
vencimiento de que, a la corta o a la larga, aquel imperio se hundirá
por su propio peso. Pero Maximiliano no cuenta con ninguna persona
en quien pueda confiar del todo, en cuyo consejo pueda descansar,
y más que nunca siéntese necesitado de apoyo.

El camino está libre para el padre Fischer; en muy breve tiempo,
con seductoras razones y buenas palabras, consigue hacerse entera-
mente suyo al Emperador. Le adula con destreza, le da consejos, y
no tarda en percatarse de que el más íntimo deseo de Maximiliano es
el de sostenerse en el trono. Conocedor de esta pasión, ya sobre esta
base, expone detalladamente al Emperador su plan para sostenerse
con sus propias fuerzas y sus propios medios si los franceses le abando-
nan. Esta ilusión capta al Emperador y halaga su orgullo. El padre
Fischer puede dar el juego por ganado. También de puertas afuera



LAS ACUSACIONES DE COBARDÍA 195

su posición se destaca claramente con gran firmeza. Conviértese en
el sucesor de Eloin en la secretaría del Gabinete imperial, y a poco de
ello puede considerársele omnipotente en Méjico.

La nueva conquista de la ciencia, el telégrafo, trajo unas breves
líneas de la Emperatriz sobre el resultado de su misión.



Capítulo XIV



Desengaños de Carlota en París



Los emperadores de Méjico no estaban suficientemente informa-
dos de los cambios habidos en el escenario político de Europa.
Mientras Napoleón III obtuvo éxitos en su política internacional,
la situación interna de su Imperio permanecía relativamente tranquila.
Ahora, empero, que con la retadora actitud de Prusia parecen amonto-
narse negros nubarrones sobre el cielo de Francia, la paz interior co-
mienza también a resquebrajarse. El partido de Thiers y la oposición
se van fortaleciendo, y aun en el seno de la familia imperial reina di-
versidad de opiniones sobre la ruta que hay que seguir. Por todas partes
se amontonan dificultades y, personalmente, el Emperador parece ha-
ber perdido resistencia para sufrir las adversidades. No posee, cierta-
mente, aquella capacidad de tensión propia del primer Emperador
napoleónida, que le capacitaba, justamente en los momentos más di-
fíciles, para dar un rendimiento que parecía sin fin. Napoleón III
se siente fatigado, se lamenta de que el peso del incesante trabajo le
agobia, que le está matando. Los padecimientos que han de acabar
con él se insinúan ya. Las constantes aventuras amorosas del Empera-
dor están aniquilando sus fuerzas. Excitabilidad neurótica, fatiga,
sensación de malestar, dificultan la concreción de claros juicios que
le permitan ideas precisas sobre los acontecimientos.

"Mi esposo —se lamenta la Emperatriz al embajador Metter-
nich— , desde hace casi dos años va cuesta abajo. Apenas si se ocupa
ya de los negocios del Estado y emplea todas sus fuerzas trabajando
en su JuJio César. Casi nunca está en disposición de ánimo para pre-
sidir los consejos y apenas puede andar; ha perdido el apetito y no
duerme casi nada".

No es ninguna maravilla, pues, que Napoleón quede arrinconado
cuando comienza a brillar en el mundo político un gran hombre de
Estado como Bismarck, que logra fijarle en la posición de neutralidad,
tan necesaria para Prusia en aquella lucha decisiva contra Austria pa-
ra el predominio del mundo germánico. Ahora, Napoleón delira por



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 197

salir del barrizal encharcado de los asuntos de Méjico. Gutiérrez y
compañeros jugaron en falso.

También la emperatriz Eugenia se da cuenta ahora de que con
su entusiamo de antaño por Méjico ha llegado a crear una situación
que, ante la tempestad que para Europa se avecina, puede tener de-
rivaciones graves. Si jamás logró formarse una idea clara de los asun-
tos de Méjico y se dejó engañar por las informaciones erróneas de uno
y otro, no obstante, juzga ahora con una lúcida claridad la situación de
Europa. Por intuición, de manera instintiva, adivina que Prusia está
dirigida por una mano maestra y que allí va creciendo y fortaleciéndose
un enemigo para atajar el paso del cual nunca será bastante pronto.
Mientras el Emperador tiene por segura la victoria de Austria, Eu-
genia duda sobre este particular y quiere que se ayude a Austria
contra Prusia, para evitar la posibilidad de que Prusia, vencedora,
fortalecida por lo tanto y coronada de laureles, se vuelva contra el
Imperio francés. Napoleón cree aún que podrá representar el papel
de arbitro. Llégase a la guerra y a la derrota del valeroso ejército aus-
tríaco en Kóniggratz. Al recibir esta noticia, exclama el ministro de
la Guerra francés: "Somos nosotros los que hemos sido batidos".

En un momento dado, la confianza de Napoleón cede su lugar a
un total hundimiento moral y físico. ¿Cuál fué la consecuencia? Tras
prolongadas vacilaciones, decidióse por la política de pasividad. Des-
oye los consejos de Eugenia, que le incita a la guerra, a la actividad.
Una vez siguió incondicionalmente sus consejos y se precipitó en la
espinosa aventura de Méjico, en males sin cuento, en un vano dis-
pendio de sangre y de dinero. Este golpe errado cuarteó la confianza
de Napoleón en la perspicacia política de su esposa. De nuevo ella
le aconseja la acción, pero Napoleón no quiere esta vez dejarse influir
por Eugenia.

Pero ahora justamente el consejo de la Emperatriz es el único
que conviene a Francia. Con emoción, ve Eugenia que su marido ya
no la escucha: "Mis palabras ya no pesan nada —dice—; me quedo
sola con mis convicciones; se exagera el peligro de hoy para ocultar
mejor el de mañana . . . pero yo no puedo más, ya casi no sé lo que
pasa. Marchamos de cara a nuestra perdición y quizá lo mejor sería
que el Emperador se eliminase, al menos por algún tiempo".

Mientras en la corte napoleónica se desarrollaba esta lucha, los
prusianos realizan una enorme tarea. A pesar de los éxitos austríacos
de Custozza y de la batalla naval de Lissa en el frente italiano, se es-
tablece rápidamente una paz altamente desfavorable para Austria,.



198 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

de cuyas negociaciones se tuvo más o menos apartado a Napoleón.
El emperador de los franceses creyó siempre poder abrir paso a sus
reivindicaciones sin necesidad de pasar por una guerra. Pero va con-
templando el curso de las negociaciones con creciente zozobra.

En aquellos días llenos de inquietudes, se anuncia la llegada
de la emperatriz Carlota a Europa. Tras una travesía feliz, durante la
cual se ha mostrado unas veces grave y como ensimismada en sus
ideas, y en otras nerviosa y aun sombría, ha llegado al puerto francés
de Saint-Nazaire. Aquí es donde recibe la primera noticia, tanto de
haber estallado la guerra entre Austria y Prusia como de su resultado.
La nueva de Kóniggratz conmueve en alto grado a aquella joven graciosa
y delicada de veintiséis años, encargada de un cometido tan difícil;
se da perfecta cuenta de que la humillación de Austria disminuirá
la consideración y el respeto que Napoleón sentía hacia esta nación
y que, además, se le acrecentarán a éste hasta tal punto los motivos
de inquietud, que harán doblemente arriesgado aceptar cualquier
nueva carga en beneficio de Méjico. Todo esto ya no tiene remedio,
y el hecho es que la joven emperatriz está en Europa y firmemente
decidida a hacer cuanto pueda para llevar sus deseos a feliz realización.

La noticia de la llegada de Carlota corre como un relámpago.
Una gran multitud se agolpa en el muelle, y el burgomaestre parece
como cortado y sorprendido de tener que hacer los honores de la
llegada a la Emperatriz. No ha tenido anuncio alguno de que fuese
preciso preparar un recibimiento, y, por lo tanto, los preparativos no
corresponden a la regia visita. En toda la población no se ve ni una
sola bandera mejicana. La emperatriz Carlota se indigna:

"Os doy las gracias, señor Burgomaestre — le dice con aire mo-
lesto—, pero, ¿dónde está el prefecto? ¿No ha venido a ofrecernos sus
respetos? Tampoco veo tropas para rendir los honores. Me propongo
telegrafiar y continuar mi ruta. Le ruego me acompañe a la estación,
pues he de ver al Emperador mañana mismo".

Salen tres telegramas. Uno para Bruselas y otro para Viena con
la comunicación de que la Emperatriz no podrá visitar ni a Bélgica
ni a Austria, a causa de la actitud de los respectivos Gobiernos. Esto
constituye casi una ofensa para ambas cortes. A Napoleón le telegra-
fía simplemente: "He llegado a Saint-Nazaire con el encargo del Em-
perador de hablar con Vuestra Majestad sobre diferentes asuntos del
mayor interés para Méjico. Ruego a Vuestra Majestad que acepte el
testimonio de mi amistad y de la satisfacción que habrá de procurar-
me el volveros a ver. Carlota"



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 199

Sobresaltado e impresionado penosamente, el Emperador de los
franceses tomaba poco después en sus manos la inesperada noticia.
A tantas cuitas e inquietudes viene a sumarse esta nueva perturbación
para castigar más aún a un hombre que luchaba entre los partidarios
de la guerra y los contrarios a ella, que se hallaba colocado ante las
más trascendentales decisiones y atormentado por dolores físicos y
agotadoras dolencias. Pero Carlota está ya en Francia; ¿qué hacer?
En su afán de aplazar todo lo posible las cosas molestas y difíciles,
propone a la Emperatriz que vaya antes a Bruselas para visitar a su
hermano.

Excitada lee rápidamente Carlota la imperial respuesta: "Acabo
de recibir el telegrama de Vuestra Majestad. Habiendo regresado de
Vichy, enfermo, obligado a guardar cama, no me encuentro en situa-
ción de salir a recibiros. Si, como presumo, se propone Vuestra Ma-
jestad visitar a Bélgica antes que nada, daréis tiempo para que me
restablezca.

Napoleón".

Amable manera de decir que no está en casa, y burdo intento
de dirigirla primero a Bélgica, donde su hermano muestra claramente
a la Emperatriz qué desagradable sorpresa constituye su visita para
Napoleón. Sin tomar en cuenta tales presunciones, mantiénese firme-
mente decidida a ver, y lo más pronto posible, al Emperador, cueste
lo que cueste. Prosigue, pues, su viaje a París.

Llega a la capital francesa el 9 de agosto a las cuatro de la tarde.
En esta capital la aguardan un ayudante y un oficial del Cuarto mi-
litar del Emperador, con los carruajes correspondientes, pero, por
desdichado azar, en una estación equivocada. Sólo algunos mejicanos,
muy bien enterados por Almonte, se encuentran en el sitio conve-
niente, entre ellos Gutiérrez y sus hijos. Naturalmente, Hidalgo no
se encuentra allí; está lejos de París, en un viaje por el Rin. La Em-
peratriz, llena de secreta pesadumbre de que aquel error quizá haya
sido solamente una manera intecionada de soslayar el recibimiento
en la estación, se dirige en un coche de alquiler al Grand Hotel. Ape-
nas ha penetrado en él, los representantes de Napoleón, que se han
dado cuenta del error, llegan alarmados y confusos y se deshacen en
mil excusas y satisfacciones.

El general ayudante, por orden expresa de Eugenia, pregunta a
la Emperatriz mejicana a qué hora de la mañana siguiente tendrá
gusto en recibirla.



200 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Quiso Eugenia ahorrar a su marido la penosa entrevista, pero no
supo, no obstante, contenerse de hacer preguntar también, con una
curiosidad mal disimulada, cuánto tiempo permanecería la Empera-
triz en París. Repuso Carlota que recibiría a Eugenia a la hora que
pluguiese a ésta, con gran placer y satisfacción, y que por lo demás
pensaba permanecer algún tiempo en París, ya que, de hecho, no
tenía en el resto de Europa ni familia ni cualquier otro interés espe-
cial. Se inclinaron respetuosamente los oficiales y volvieron silencio-
sos a Palacio para comunicar la respuesta.

El 10 de agosto, muy de mañana, comienza Carlota los prepara-
tivos para recibir dignamente a la emperatriz de Francia y al mismo
tiempo para mostrarle, como ella dice, "la alta calidad y refinamiento
de las maneras y la educación en la corte de Méjico". Se le ha anun-
ciado que la visita de Eugenia tendrá lugar a las dos de la tarde y
que vendrá de Saint-Cloud.

Para aprovechar en lo posible el tiempo hasta la hora señalada,
Carlota manda llamar al general Frossard, que fué uno de los primeros
en firmar en los pliegos de visitas. Ha de acordarse muy bien de los
convenios de Miramar y no ha de tener duda alguna de que Francia
no puede abandonar al Imperio mejicano sin manchar su bandera y
condenar al exterminio a sus nacionales en Méjico. Carlota le presen-
ta una memoria y le muestra un mapa de Méjico donde aparecen se-
ñalados con una claridad aterradora los progresos de los juaristas.

Todo ello viene a resultar una ardiente requisitoria contra Bazaine,
y cuanto ha realizado en Méjico; pero como, por lo general, Bazaine
no hizo más que cumplir como obediente soldado las órdenes de su
jefe supremo, cosa que naturalmente Napoleón sabe muy bien, mien-
tras Maximiliano no tuvo ninguna idea exacta de la correspondencia
del Emperador francés con Bazaine, Napoleón habrá de sentir sobre
sí todo el peso de las acusaciones formuladas en aquella memoria.
El contenido del escrito que Carlota entrega a Frossard no es el más
apropiado para hacer fáciles las gestiones de ésta en la corte de Francia.
No ha de contribuir en nada a inclinar a su favor el ánimo de los em-
peradores franceses.

El 10 de agosto, a las dos de la tarde, llega la emperatriz Eugenia
ante el Grand Hotel, con expresión grave, llena de gracia en toda su
persona, y, a pesar de tantos sinsabores y disgustos, radiante de salud
y belleza. Desde hace un año había hecho la cruz a la expedición a
Méjico. Ahora se trata de enfrentarse cara a cara, viendo cada una
el efecto que causa a la otra, con la esposa de aquel hombre cuya



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 201

caída está determinada por aquella actitud de Eugenia. Es un paso
verdaderamente penoso.

La Emperatriz viene con numeroso séquito. En la puerta de la
calle, la aguardan el camarero mayor de Carlota, Del Valle, el Conde
Bombelles y la dama de corte, señora Del Barrio, una mejicana pe-
queña y fea, a quien, según el concepto europeo, no encajaba mucho
el predicado de "deliciosa" que Maximiliano le aplicara. El ministro
Castillo permaneció arriba con la Emperatriz Carlota, para hacer re-
saltar, como miembro del Gobierno mejicano, su importancia y dig-
nidad. Carlota salió al encuentro de su egregia visitante, la saludó efu-
sivamente en el primer peldaño de la escalera, abrazándola y besándola.

Eugenia fué inmediatamente conducida al salón, donde queda-
ron solas las dos emperatrices. Carlota desarrolla al punto con emo-
cionadas palabras la difícil situación de su marido y de ella en
Méjico, y trata de impresionar a Eugenia por el lado que sabe
sensible, por la simpatía de ésta por algunos mejicanos de París,
y le hace leer la vibrante apelación que Gutiérrez ha escrito reciente-
mente para el emperador Napoleón.

La emperatriz de los franceses no derrama lágrimas, es verdad,
pero se muestra tan conmovida, que, como refiere Carlota a su
marido, tuvo la impresión de que le "resbalaban las lágrimas sobre
el corazón". Eugenia habla poco y escucha a su hermana con un
vivísimo interés. Cuando ya habían sido expuestos los más penosos
asuntos y Eugenia hubo señalado el hecho de la situación completa-
mente nueva de las fuerzas políticas europeas, la emperatriz de los
franceses procuró derivar la conversación a cosas menos trascenden-
tales, con gran animación y vivacidad, mostrándose, como antaño,
llena de interés hacia todo lo de Méjico. Desea saber especialmente
cómo se encuentra el Emperador y muestra curiosidad por todas
las particularidades de la corte mejicana, por las fiestas, las soirées,
las recepciones, así como por el palacio de Cuernavaca. La empera-
triz Carlota, en sus contestaciones, se esfuerza en dar a su interlo-
cutora una sugestiva impresión de grandiosidad y de magnificencia
al describir las cosas de Méjico. Finalmente, vuelve Carlota al tema
principal. En verdad, el equilibrio europeo ha sido roto, pero la obra
de Francia en el Nuevo Mundo queda por terminar, falta mucho
aún. Y en la escalera de la gloria los peldaños se bajan con mayor
presteza que se suben.

"¿Habéis tenido buen tiempo en la travesía", añade Eugenia,
desviando la conversación.



202 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

"Excelente. ¿Cuándo será de vuestro agrado que os devuelva
la visita?".

"Pasado mañana, si place a Vuestra Majestad".

"¿Podré tener el gusto de ver al Emperador?".

"¡Ah, tiene el pobre tan mala salud!".

"Os ruego que queráis acceder a mi visita para mañana y que
enteréis inmediatamente de ello a su Majestad el Emperador. Me es
indispensable verle, y, si no se me permite, me dirigiré a él directa-
mente pasando por encima de todo protocolo. Hemos de tratar, y
con urgencia, asuntos de la mayor importancia". Y con esto dio
Carlota por terminada la conversación.

Impresionada y llena de perplejidad abandona Eugenia a la
emperatriz de Méjico, quien la acompaña hasta la escalera. Pensativa
y con las mejillas rojas de excitación vuelve Carlota a sus aposentos.
La ligereza con que en un momento dado, aquella mujer que acaba
de abandonarla, dio el golpe final a la intervención en Méjico, se le
hizo patente por vez primera en el transcurso de aquel coloquio.

"Me sorprende —escribe Carlota inmediatamente de eso a su
marido— considerar que conozco mejor a China que esta gente a
Méjico, donde se arriesgaron en una de las más arduas empresas en
que haya ondeado la bandera francesa. Creo haber notado que la
Emperatriz ha perdido mucho de su juventud y de su fuerza desde
la última vez que nos vimos, y que, en medio de todas sus gran-
dezas, hay algo, real o imaginario, que pesa sobre Napoleón y su
esposa, una opresión que se adivina que ya no pueden tolerar más.
El trono de Francia avejenta rápidamente a quienes lo ocupan, y,
por otra parte, la Historia nos enseña que esta belicosa nación, como
la diosa Fortuna, sólo sonríe a la juventud".

La emperatriz Eugenia regresa a Saint-Cloud presa de profundas
preocupaciones. No ha podido obtener la renuncia de Carlota a una
entrevista personal con Napoleón. Ha de aceptar el fracaso de no
poder anunciar a su marido otra cosa sino que no puede ahorrarle
la temida visita de Carlota, que es inminente. Todo ello le resulta
tanto más penoso por la circunstancia de que el embajador en la
corte de Prusia, Benedetti, justamente llega también a París el 10 de
agosto. Anuncia al Emperador la firme decisión de Bismarck de ir
a la guerra en caso de que Napoleón mantenga sus pretensiones
territoriales y coloca a éste ante el dilema de exponer al filo de la
espada un ejército carente de la necesaria preparación militar o de
ceder. Eugenia, que se esfuerza en desarrollar una política activa,



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 203

siente profundamente la molestia de verse obligada a traer a la me-
moria del Emperador la empresa mejicana, en la cual se ve ostensi-
blemente en terreno falso. ¿Qué ha de hacer, empero? La empe-
ratriz Carlota ha manifestado de manera inequívoca su voluntad
resuelta de ver, en todo caso, a Napoleón, aun penetrando en su
despacho por la violencia. Las palabras de la soberana de Méjico
fueron terminante y amenazadoras. Así, pues, transcurrió el' 10 de
agosto en el palacio de Saint-Cloud en una nerviosidad y excitación
indescriptibles; todo era ir y venir de diplomáticos y generales, vaci-
laciones y dudas, sin que lograsen fijar una resolución definitiva.

Al día siguiente, 11 de agosto de 1866, al mediodía, un coche
a la Daumont con las armas imperiales recogió a Carlota en el
Hotel para conducirla a Saint-Cloud.

Cuando la Emperatriz, con un largo vestido negro de seda algo
ajado por el viaje y un gran sombrero blanco apareció en la puerta
del Hotel para subir al coche, fué saludada cordialmente por una
compacta muchedumbre. Durante todo el camino se repiten las
manifestaciones de entusiasmo. Carlota, que siempre oyó hablar de
la aversión de la población francesa hacia Méjico, queda muy favo-
rablemente impresionada. Recibe la sensación de que en aquella hora
tan decisiva para su marido y para ella son muchos en Francia los
que desean su bien. A pesar del calor que reinaba en aquellos días,
la Emperatriz se echa sobre los hombros una mantilla negra de
encajes, que mueve de un lado a otro nerviosamente. Ante la hora
del destino que va a sonar, la excitación y la zozobra la tienen do-
minada; temblando, se agarra del brazo de la señora Almonte y lo
oprime como buscando protección. Cuando el coche penetra en el
parque y desfila la guardia de Palacio, armas al hombro, entre
redoblar de tambores, la Emperatriz recobra la serenidad habitual.
Con una graciosa inclinación saluda a la bandera nacional que ondea
en lo alto de la torre.

El coche se detiene ante la escalera que conduce a las habita-
ciones particulares. Un destacamento de la Guardia imperial, ele-
vadas figuras con los históricos gorros de piel de oso, queda allí
destacado como guardia de honor. La Corte entera se agrupa al pie
de la escalera. El pequeño príncipe imperial, que contaba entonces
diez años, ostentando el collar de la orden mejicana del Águila en
torno a su cuello, se adelanta hacia la Emperatriz y la toma de la
mano para ayudarla a subir la escalera, bordeada por el doble muro
de los marciales cent gardes, la guardia personal de Napoleón. En



204 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

lo alto de la escalera, la aguarda la emperatriz Eugenia y la conduce
inmediatamente al gabinete privado del Emperador.

Carlota comienza diciendo:

"Sire: He venido para salvar una cosa que es vuestra también.
He aquí una carta de mi esposo, una exacta y prolija memoria sobre
la situación, y todos los documentos referentes a la Hacienda. Ruego
a Vuestra Majestad con el más vivo interés que retire de Méjico
al mariscal Bazaine, que sean abonados los sueldos de las tropas de
auxilio y que permanezcan en Méjico las tropas expedicionarias hasta
la completa pacificación del país. Yo os conjuro a que no abandonéis
una causa tan íntimamente entretejida con los intereses de vuestra
dinastía. ¡Pensad en la terrible situación de mi esposo! Vuestra
Majestad le prometió que nunca le abandonaría. Yo sé muy bien que
tenéis un honor, un delicado sentido de la justicia y, por lo tanto,
sé también que no nos precipitaréis sin compasión en el abismo".

Carlota defiende su causa de manera que llega al corazón, fir-
memente convencida de su justicia y su grandeza, con una alma tan
encendida, que la pareja imperial francesa, aunque muy decidida a
poner punto final a la aventura de Méjico, guarda silencio profun-
damente conmovida. El emperador Napoleón aparece tan enfermizo
y nervioso que produce una impresión penosa. Con gesto de desam-
paro, como alguien que ve que se hunde, no sabe qué hacer y dirige
los ojos suplicantes a su esposa. Unas lágrimas resbalan por sus me-
jillas. Al fin, se rehace un tanto y balbucea: "No depende sólo de
mí; simplemente, nó puedo hacer nada".

Carlota mira a aquel hombre de pies a cabeza; así —piensa-
queda demostrada la gran fuerza de los ministros en Francia. "Pero,
Majestad, ¿olvidáis del todo, por ventura, el formidable poder de
vuestro pueblo de cuarenta y tres millones de habitantes, que posee
la hegemonía en Europa? ¿No goza vuestro pueblo del más alto
crédito que a nación alguna pueda concederse, y no cuenta siempre
para sus empresas con invencibles ejércitos? En tales circunstancias,
no tenéis, Majestad, el derecho de sostener que no os es posible
hacer nada para defender vuestros importantes intereses en Méjico'
y el imperio que allí comenzaba a prosperar".

Excitada y llena de pasión vibra por la sala la voz de aquella
mujer en plena lucha. Inoportunamente, se abre una puerta y apa-
rece un criado que lleva naranjada en resplandecientes botellas de
cristal tallado en una bandeja de plata. Una dama de la Corte, a
quien aburría aquella conversación de más de hora y media, había



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 205

tomado aquella disposición a causa del gran calor. Carlota queda
sorprendida de la inesperada y molesta interrupción; pero la Empe-
ratriz, calmosa, le ofrece un vaso de aquella bebida, no sin un gesto
de timidez. Carlota contempla la copa con desconfianza. Al princi-
pio se niega a beber y deja comprender que lo encuentra inadecuado
en una conversación tan en extremo grave como aquélla. Pero Euge-
nia le insta insistentemente, y prueba al fin, vacilante y despacio,
un sorbo. A poco vuelve sin demora a su objeto. "Ahora veo clara-
mente dónde radican las dificultades. Pero tomaré los ministros de
mi cuenta y los iré convenciendo uno a uno".

"Probad a hacerlo, Majestad. Yo también lo volveré a consultar
con mis ministros, antes de tomar una resolución definitiva".

Después de dos horas de un diálogo apasionado y violento, aban-
dona Carlota a los emperadores franceses. Sus brillantes confianzas
han sido defraudadas, en verdad, pero existe aún un ligero resplandor
de esperanza, pues sale llena de fe en las conferencias con los mi-
nistros, Vayan como vayan las cosas, quiere trabajar ardientemente,
sin tregua, a fin de tener, cuando menos, tranquila la conciencia
de haber cumplido con escrupulosidad sus deberes. Quiere mostrarse
a los emperadores franceses tal como es.

En Saint-Cloud se han hecho todos los preparativos para obse-
quiar espléndidamente a la Emperatriz; rehusa, empero, Carlota las
insistentes invitaciones de Eugenia y pide su coche. Los cocheros, a
quienes se dijo que la Emperatriz se quedaría a cenar, han desen-
ganchado los caballos y están de paseo. Hay que irlos a buscar. Car-
lota está inquieta, ya sobre un pie ya sobre otro, o da vueltas de aquí
para allá. Al fin, todo está a punto y puede partir. Llena de angustia,
se acuerda de su marido, que, bajo el reproche de cobardía que ella
le hizo, se ha quedado en Méjico entre mil peligros. Agotada, pálida
de nerviosidad y de cansancio se deja caer sobre los cojines del coche.
Apenas si puede contener las lágrimas. La caída vertical de lo alto
de tantas esperanzas es demasiado rápida.

Ahora ya sólo cabe tratar de influir en los ministros. Al primero
que visita es el ministro del Exterior, que parece un hombre compren-
sivo y fácil de convencer. Pero Carlota ignora que lleva ya su dimi-
sión en el bolsillo, porque Napoleón no quiere seguir su consejo, que
por otra parte es también el criterio de la Emperatriz, de no ceder
a las exigencias de Birmarck e ir a la guerra si conviene. Con lástima,
lleno de conmiseración, va siguiendo el embajador de Austria Metter-
nich las gestiones de Carlota, sus luchas y sus afanes. Se muestra



206 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

muy escéptico. "Sería un brillante e inesperado éxito —opina el em-
bajador—, si consiguiese alcanzar un solo hombre, un solo franco y
el retraso de un solo mes en la repatriación". Mientras acude Car-
lota al ministro francés de Hacienda, Aquiles Fould, cuya rapacidad
es legendaria. La Emperatriz trata de hacer brillar ante sus ojos
seductoramente la riqueza en plata de Méjico; el ministro desvía,
empero, el tema, algo confuso y la colma de cortesanas frases ano-
dinas. Con Napoleón, se muestra el hombre mucho más sincero.
Con él se declara francamente, sin ambages, contra todo ulterior
auxilio a la aventura mejicana. "Comercialmente y políticamente
—opina—, las cosas en Méjico están mucho peor para Francia que
antes de la intervención. El partido monárquico no tuvo nunca la
fuerza que le asignan los emigrados, y, cuando Maximiliano se apoya
en los liberales, le abandonan. Ahora se encuentra desamparado en-
tre los dos partidos y es seguro que no podrá resistir mucho tiempo.
A mi entender sería lo más acertado renunciar a la corona y proponer
al pueblo mejicano la elección de un nuevo gobierno y de un nuevo
monarca. No se me oculta —añadía Fould a su imperial señor— que
no será empresa fácil hacer abdicar a Maximiliano. Pero, si Vuestra
Majestad declarase a su esposa, sin lugar a dudas, que no podéis apor-
tarle auxilio alguno sin reunir los Cuerpos colegisladores, cuya opi-
nión queda ya por descontado cuál sería, quizá Carlota logre decidir
a Maximiliano a la aceptación de la renuncia, que es la única fórmu-
la posible".

Fould anda equivocado. Carlota no transigirá jamás en nada
parecido. Ésta ha conferenciado también con el ministro de la Gue-
rra, que de igual manera dice que sí a todo cuanto le propone la
desventurada dama, mas, en su fuero interno, piensa lo contrario.
Pero el 13 de agosto, aparece de improviso la Emperatriz en Saint-
Cloud, de incógnito, sin pompa alguna. Se propone obtener que se
continúen pagando las cuotas mensuales. Según su plan, los libra-
mientos han de ser entregados el 16 de agosto para que puedan salir
aún en el vapor que emprende el viaje aquel día. Para ello recurre a
las más violentas presiones sobre el Emperador:

"Leed de nuevo, Majestad, vuestras propias cartas de marzo de
1864. Podréis considerar una vez más, escritas de vuestra propia ma-
no, las promesas y seguridades que nos disteis cuando creíais aún que
mi marido no aceptaría la corona. Tanto él como yo las tuvimos siem-
pre por moneda de la mejor ley: "Le ruego cuente para siempre con
" mi amistad. Mi auxilio no le ha de faltar nunca . . . ¡Qué pensaría



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 207

" en realidad de mí, cuando su Alteza Imperial se encuentre ya en
" Méjico, si yo le dijera que no podía cumplir las condiciones que
" había avalado con mi firma!"

Napoleón no halla palabras para salir de tan apurado paso. El
contenido de aquella carta le resulta extremadamente penoso. Al fin,
encuentra una salida, nada más que un expediente dilatorio: "Ruego
a Vuestra Majestad que tenga un poco de paciencia. Aguardo la de-
cisión de un Consejo de ministros que se celebrará mañana bajo la
presidencia de la Emperatriz". De nuevo ha de intervenir Eugenia pa-
ra librar a su marido de Carlota. Comprende perfectamente que aque-
lla mujer está fuera de sí, en plena exaltación, y teme nuevas escenas
penosas. Con gran trabajo logra arrastrar a Carlota a sus habitaciones
privadas, donde aguardan el ministro de la Guerra y el de Hacienda.
Carlota no logra dominarse más. Saca de su interior todo lo que
piensa:

"¿Qué fué de la diferencia con el valor nominal del empréstito
mejicano; cuál resultó ser la cifra insignificante que realmente llegara
a Méjico para atender a los pagos? Vuestros banqueros y hacendistas
han especulado bárbaramente y han robado, y me propongo saber
cuáles fueron los bolsillos a los que fué a parar todo el oro exprimido
de Méjico. Y Bazaine nos ha engañado y fingido en lo tocante a
vuestra actitud, y sus disposiciones han suscitado la catastrófica situa-
ción actual. ¿Y es ése el mejor de vuestros generales? Si hubiesen tra-
mado en París una conjuración para hundir al Imperio de Méjico,
difícilmente habríais encontrado un instrumento más a propósito".

Fould intenta defender a sus emperadores: "Vuestra Majestad
no lleva razón. Fueron precisamente los mejicanos quienes especula-
ron y robaron. Cuanto Vuestra Majestad acaba de exponer es pura
ingratitud —se arriesga a decir—. Por todas partes no reinaba sino la
desconfianza y la intriga. Si las cosas prosiguen por este camino, no
vamos a tener más remedio que abandonaros en vuestro apurado
trance".

Carlota se levanta airadamente de la silla. Olvida casi la presencia
de la emperatriz Eugenia:

"¿Que cuanto digo es falso? —fulmina—. ¿Hasta aquí llega vues-
tro impudor? Me río de vuestras costumbres y de vuestra etiqueta.
Fórmulas todo y falsedad. Son las disimulaciones de aquellos que nos
precipitaron a la desgracia conscientemente y con cálculo".

El ministro de la Guerra está rígido, de pie, como una estatua. La
emperatriz Eugenia no puede resistir más. Recurre a la antigua y



208 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

conocida solución de tantas mujeres, cuando no saben qué partido
tomar: se deja caer en una butaca, solloza, tapándose la cara con su
pañuelo y de un momento a otro parece que va a desmayarse. Al fin,
se suspende la visita entre la más indescriptible confusión y zozobra.
Los cortesanos y el servicio acudían de todas partes, dudando entre
intervenir o disimular.

La emperatriz Carlota logra al fin dominar su cólera y su indig-
nación; no resulta muy diplomático tratar de aquella suerte a dos
de los ministros más importantes, el día antes de un consejo de mi-
nistros y ante la propia Emperatriz. Pero ya es tarde, nada puede
componerse en la situación creada. Lo que haya de sueeder sucederá.
En las deliberaciones del día siguiente son decisivos el temor a los
Estados Unidos y el futuro de la dinastía; que no se puede contra-
poner a toda la opinión pública de Francia sin amenazarla gravemen-
te. Se acordó finalmente abandonar del todo a los emperadores me-
jicanos a sus propios medios, y con el vapor del día 16 enviar instruc-
ciones a Méjico que representan justamente lo contrario de cuanto
la emperatriz Carlota se proponía obtener en su viaje a Europa.

Angustiosamente espera Carlota el resultado del consejo. Es com-
prensible que las noticias tardasen en llegarle. Cuando finalmente se
entera de cómo han ido las cosas, no quiere acabar de considerarlo
como una resolución definitiva. Acude a Almonte para emprender
gestiones por vía diplomática. No logra convencerse de que su par-
tida se perdió irremisiblemente. El día 15, por la mañana, envía al
emperador francés una felicitación con motivo del día de su santo.
Al punto recibe las gracias más expresivas. Quizá las cosas no están
tan mal, piensa la angustiada Emperatriz, como esta hoja formularia
y repelente que tengo en mi mano pudiera dar la sensación. Pero,
¿cómo he de escribir a Maximiliano? El vapor sale mañana y he de
enviar la carta. La verdad no puede ocultarse del todo; por otra parte
no ha de dejar a su marido sin esperanza alguna. Así nació una nota
en mal alemán en la cual Carlota logra sortear, sin comprometerse en
uno u otro sentido, los conceptos más contradictorios:

"París, 15 de agosto 1886.
"Tesoro mío querido:

"Antes que nada ten la seguridad de que me sienta muy bien el
viaje y que sobre este punto puedes estar tranquilo. En segundo tér-
mino, estoy convencida de que algo se alcanzará, porque existe un



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 209

verdadero interés, aunque la mala voluntad y la escasa tendencia a
prestar un favor son muy grandes en las altas esferas y, además, según
me entero por Metternich, desde hace dos años parece ser que el
emperador Napoleón se halla muy abatido física y espiritualmente.
La Emperatriz no tiene condiciones para dirigir los negocios, no sirve
de dique a los ministros y descompone las cosas más que las arregla.
Se están haciendo viejos y ambos vuélvense como niños, se les ve
llorar a menudo; en verdad, que no atino a qué conduce todo ello.
Yo hice cuanto pude, créeme, lo imposible e inimaginable, y eché
mano aún del ultimátum al Emperador. He trabajado sin tregua para
obtener que los subsidios sean enviados por este vapor, pero he tenido
que ver que todo fué en vano; parece que es algo obligado. No obstan-
te, con el Emperador no se jugaron aún todas las cartas. He visto dos
veces al Emperador; la segunda le presenté unos extractos de sus car-
tas donde constan las promesas que nos hizo, para que esto le fuese
rovendo a la callada —así consta en la carta—. Habló de Méjico, pero
de mucho tiempo ha parece haber olvidado nuestras cosas. Lloró
más la segunda vez que la primera. Y, tal como van las cosas aquí,
así en Roma y en Washington.

"Esta carta es tan deshilvanada, tan atropellada, porque ha de
salir al momento. Durante todo el día, he tenido gente y me han to-
mado mucho tiempo.

"Te abrazo desde lo más profundo de mi alma.

Carlota".

Mientras esta mujer lucha por lo más grande de su vida, y los
mismos Napoleón y Eugenia en el fondo sienten compasión por ella,
la corte de París toma la cosa por el lado ligero. Los palaciegos, y
también aquel escritor y bibliotecario que fué Próspero Merimée,
por su amistad con la madre de Eugenia amigo íntimo de la imperial
pareja, hacen observaciones frivolas sobre la emperatriz exótica que
interrumpe de tanto en tanto "la amable falta de etiqueta" de Saint-
Cloud, cuando le es ofrecida una comida de gala a la Majestad meji-
cana. "De seguro que se le dará muy bien de comer —opina el es-
critor—, pero no sacará ni tropas ni dinero".

Los ministros, las Cámaras, la opinión pública están contra Mé-
jico, como también los que rodean a los emperadores, y éstos mismos
se hallan firmemente decididos a poner punto final a la aventura:
he aquí la desesperada situación contra la cual ha de luchar Carlota.
No desmaya y siempre vuelve a probar fortuna. En último término,



14



210 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

pasaría por sólo la conversión del empréstito o el pago de las consig-
naciones atrasadas de los embajadores. Pero nada obtiene. Carlota se
propone hablar de nuevo con el Emperador. Napoleón, que está en
el campamento con las tropas, se siente poco inclinado a ello; aguar-
dará, pues, su regreso. Por más que lo indicado sería que él fuese a
verla. Negocia con el Gobierno francés, pero observa y considera a
los ministros como meras "individualidades". "Quiero —dice— que
la respuesta me venga del propio Emperador, pues a él ha sido a
quien dirigí mis preguntas. Tal vez no podré alterar su voluntad,
pero pondré en evidencia, castigaré como se merecen, todas sus ex-
cusas y sus falsedades sin fundamento".

Ya no queda más remedio a Napoleón que dar el doloroso paso.
El 19 de agosto de 1866, a las cuatro de la tarde, aparece en el Grand
Hotel, inmutado y nervioso. Su dolencia, la derrota diplomática que
le infligiera Bismarck, las zozobras del viaje de Carlota, le han asen-
dereado fuertemente. Se muestra siempre muy excitado, aun con su
propia mujer; en vano ha intentado encargar a otros el penoso come-
tido de la negativa a Carlota. Pero ésta logró impedirlo. No tiene más
remedio que acudir a la brecha personalmente. Llena de emoción
habla la emperatriz de Méjico al Monarca: "Reunid, Majestad, los
Cuerpos colegisladores, que concedan éstos las cantidades mensuales
para ayudarnos, y, si no es posible obtener su aprobación para estos
recursos, dirigios entonces directamente a Francia en un manifiesto.
Un día fuisteis elegido emperador; sin duda los franceses os conti-
nuarán siguiendo, y de seguro se entusiasmarán con los asuntos de
Méjico. Sólo un equilibrio de fuerzas en el Nuevo Continente puede
ser de utilidad a Francia y un imperio aliado al otro lado del Atlánti-
co puede constituir un mercado excelente para los productos del tra-
bajo francés".

Napoleón rechaza todas las proposiciones. Y cuando se propone
formular que no aguarde la emperatriz de Méjico ningún auxilio de
su parte, Carlota se da cuenta y le interrumpe para evitar que pueda
expresar la negativa total.

"Sería conveniente —logra decir al fin el Emperador— que Vues-
tra Majestad no se hiciese ilusión alguna".

"Pero la empresa interesa en primer término a Vuestra Majestad
— prosigue Carlota— y creo que no podéis situaros en este terreno".
Ya en este punto se levanta el Emperador sin decir palabra, se inclina
fríamente ante Carlota y abandona la estancia.

Dos días más tarde, comunica a la Emperatriz, con todas las



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 211

formalidades, que no puede acceder a sus ruegos. Quien pensase que
Carlota intentaría convencer a su marido de que abandonara la em-
presa y saliese de Méjico no conocería bien la psicología de la Empe-
ratriz. Su ardiente ambición le hace sentir profunda y dolorosamente
el fracaso de su misión, pero no aparece aún en su ánimo la idea de
que sea preciso abandonar el campo. Nunca se expresa en este sentido,
sino que, al contrario, hace notar siempre que hay que mudar de
procedimiento, que hay que tentar otros caminos, para conseguir man-
tenerse a flote sobre aquel tempestuoso mar. Es muy aguda, empero,
la pena que su derrota le causara. En noches insomnes atormenta su
cerebro buscando una salida. Le devora un odio implacable contra
Napoleón que le arrebata la posibilidad de considerar las cosas fría-
mente y con claridad. Compara al Emperador con el diablo y a su
corte con el infierno.

La angustia por su esposo y por la grande obra de los dos al otro
lado del océano martillea día y noche en sus sienes. A veces, cree que
la persigue el diablo Napoleón y no se recata de referir que en Saint-
Cloud se la quiso envenenar con aquella naranjada. En vano la ro-
busta naturaleza de aquella joven mujer entra en lucha con la terrible
conmoción espiritual que asalta y sacude su atormentado cerebro.

Fuera de sí, de puro dolor e indignación, escribe a su marido,
poco antes de su partida del tan odiado París, con fecha 22 de agosto
de 1866:

"Tesoro mío tan querido:

"Mañana salgo de aquí para Miramar, vía Milán, lo cual quiere
decir que no he podido obtener nada. Tengo la satisfacción de haber
pulverizado todos sus posibles argumentos, de haber destruido todos
los falsos pretextos y de haberte procurado con ello un triunfo moral;
pero pura y simplemente no quiere saber nada de nosotros; para mo-
verle, ninguna fuerza es bastante, porque él tiene el infierno consigo
y yo no. No se puede cuJpar a las oposiciones, ya que él mismo elige
los cuerpos legislativos, y mucho menos al temor a los Estados Unidos;
la causa es su deseo de incurrir en una acción fea, sucia, preparada de
antemano cuidadosamente; no por cobardía, ni por natural vileza, o
por cualquier otro motivo, sino porque él representa en el mundo al
espíritu del Mal y quiere exterminar al Bien, pero sin que la huma-
nidad se dé cuenta de ello y le adore. Nunca le permití decirme de-
talladamente lo que ayer me expuso, a fin de ganar tiempo y lograr



212 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

poner en movimiento mis trabajos y mis actividades más denodadas
y demostrarte así que el único obstáculo es él, pues si me hubiese te-
nido que enfrentar con cualquiera de sus ministros habría cedido sin
duda alguna. Es preciso, pues, que sepas las cosas con claridad; yo le
tengo por el mismo diablo, y en nuestra última entrevista tenía una
expresión de rostro como para poner los pelos de punta; estaba re-
pugnante, que tal debía de ser el aspecto de su alma; todo el resto son
superficialidades. Del principio al fin, nunca te tuvo afecto, porque
no quiere ni puede querer a nadie; simplemente te ha fascinado, como
la serpiente; falsas fueron sus lágrimas, como sus palabras, y todos sus
actos puro engaño. Creo que has de procurar escurrirte de sus garras
lo más pronto que puedas. Desde su última negativa, con la cual cree
que te ha hundido, aparece encantado, un Mefistófeles lleno de ama-
bilidad; hoy incluso me besó la mano al despedirme, pero todo es co-
media, porque un par de veces he logrado penetrarle y aún me siento
horrorizada; el mundo no vio nunca nada semejante ni lo verá jamás;
pero su reinado toca a su fin, y luego podremos volver a respirar.

"Quizá creerás que soy exagerada, pero todo me recuerda al
Apocalipsis, y esta Babilonia hace muy al caso; viviendo tan cerca del
diablo, podría convertirse más de un incrédulo. Bazaine y Fould son
sus satélites ... Al primero, tendrías que arrojarlo violentamente de
Méjico o no hacer nada; otra cosa sería si todo fuese a dar en manos
de Douay, pues algo podríamos hacer entonces.

"Un gran resultado de mi presencia aquí, es que le vin est dé-
voilé (1), y todos los hombres lo ven, se maravillan y se llenan de
menosprecio. He visto los estados de cuentas de la Comisión de Ha-
cienda: suciedad todo, del principio al fin. Germiny ha dicho que
hubiese podido obtener yo el pago de las deudas a los pobres legio-
narios si le hubiese correspondido a él decidirlo; mas todo esto son
mentiras. Pero ni por un momento has de creer que yo he mendiga-
do ante esa gente: sólo he fulminado contra ellos mis razones y les
he arrancado las caretas del rostro, sin descortesía, no obstante; todos
quedaron convencidos de que nunca, desde que existen, les había
acontecido nada tan desagradable. Así, pues, querido, te has de li-
brar de la vecina influencia de un infierno tal. Si aquí desean o no
que abdiques, no he podido verlo claro aún, pero has de mantenerte
firme, pues fuera no hay más que el infierno; sería en interés de
Francia y de toda Europa la creación en Méjico de un gran imperio y,



(1) Se ha tirado de la manta.



DESENGAÑOS DE CARLOTA EN PARÍS 213

créeme, esto nosotros lo podemos hacer. En el Viejo Mundo, todo
es deprimente, repugnante. Él está tan cercano, y se le huele en todo
charco de sangre y en toda nación que busca su unidad; Bismarck y
Prim son sus agentes, hace propaganda en todos los países y se ríe
de cada nueva víctima que cae. A la otra orilla del mar, se le puede
plantar cara . . .

"Tú no puedes habitar en la misma parte de mundo que él; te
consumiría hasta reducirte a cenizas, apenas puede resistir tu nombre
en sus labios. Sus agentes financieros, los has de expulsar también
o dominarlos y arrancar a los franceses los asuntos militares, de lo
contrario estás perdido. Todo el problema del ejército y su coordina-
ción lo demostró hasta la saciedad. Si puedes apoyarte en elementos
del país, la cosa es posible, pero no te fíes de franceses, que nunca
se sabe si él los ha traído. Cuando Europa se entere de tu situación,
te llegará el dinero de todas partes. Todos los franceses tienen en nues-
tra empresa un interés material para su comercio o para su predominio.
Cuando yo vuelva contigo, piensa que seré más feliz, pero no olvides
que tú no puedes existir con él en Europa y que él llena todo el aire,
del cabo Norte al cabo Matapán. Confío que me llamarás en seguida
a Méjico en cuanto te hayas liberado de él. Mi viaje fué para él el
golpe más violento que desde hace mucho recibiera, y hay mucha gen-
te en todas partes que se interesa por mí.

"Te abrazo de todo corazón y soy tuya y fiel para siempre.

Carlota".

"Naturalmente en parte alguna han ido aquí las cosas como tú
deseaste. Dinero me llega de todos lados, los adornos son muy bellos,
el Toisón de Oro que tengo para ti, magnífico. Que permanezcamos
allá es para ellos el mayor daño y para nosotros la mejor salvación.
Tampoco de P. te fíes mucho: todo el plan de abdicación fué, cier-
tamente, obra suya".

A pesar de cuanto ha sufrido Carlota, se aferra con desesperación
a que lo primero es permanecer en Méjico y mostrar a Napoleón que
también marchan las cosas sin él. Pero ya no razona con tanta clari-
dad como antes. Las excitaciones de los últimos tiempos han destro-
zado sus nervios. Aquel estallido de odio primario contra Napoleón
es el primer síntoma de su manía persecutoria que comienza a nublar
la inteligencia de Carlota, como es anormal también la idea frecuen-



214 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

temente repetida, de que en su primera visita a Saint-Cloud quisieron
envenenarla. Habla también con insistencia del Apocalipsis. Su pa-
dre poseía unas magníficas pruebas de los famosos grabados al boj de
Durero sobre las visiones de San Juan, y la hoja en la cual se repre-
senta cómo, tras la ruptura de los cuatro primeros sellos del libro del
Destino por el Cordero, la Peste, la Guerra, el Hambre y la Muerte
se apartan veloces del cuerpo dolorido del ser humano, causara en su
ánimo una impresión indeleble. Ahora, en su desesperación, aquella
imagen vuelve con frecuencia a su espíritu. En su rostro, tan agracia-
do antes, se notan ahora señales de una profunda alteración nerviosa.
Las manchas sonrosadas en las mejillas apenas si se desvanecen, pero
sus ojos tienen aún a veces un brillo febril y extraño. Se enoja en
extremo de que su hermano, el rey de Bélgica y el Conde de Flandes
no vengan a París para invitarla a Bruselas, olvidando con ello que ya
les ha comunicado anteriormente que por razones políticas no puede
poner los pies en Bélgica.

El Príncipe de Metternich se esfuerza en convencer a Carlota
para que, antes de que salga para Méjico procure zanjar las diferencias
y rencillas con su imperial familia de Austria, pues sólo en el seno de
ella encontrará el consuelo que su valeroso corazón y su triste sino
merecen. Ni una sola palabra del Príncipe, dotado de una verdadera
delicadeza moral, salió de su boca para recordar a la Emperatriz con
cuánta razón intentó antaño disuadirles de semejante aventura.

La emperatriz Carlota encuentra que lo más digno es dirigirse a
Miramar pasando por Italia, y antes de emprender nuevas gestiones
aguardar allí noticias de su marido. Sus consideraciones sobre lo que
éste debiera hacer en lo sucesivo culminan en un consejo que le da
por carta: "Yo creo, desde que los franceses no hacen nada y que lo
tratado en Miramar está roto, que has de separar estos dos campos,
reorganizarlos bajo tu dirección y alejar a todos los franceses de tu
alrededor, incluso a Pierron".

Su misión ha fallado, sus esperanzas se han desvanecido, pero la
valerosa dama no dobla aún su frente. Quiere seguir luchando hasta
que ya no pueda más.



M



Capítulo XV



Ilusiones peligrosas

ientras, aguarda Maximiliano, agobiado de angustia, que lle-
guen nuevas del resultado de las gestiones de su esposa. Ape-
nas ella salió de Méjico, volvieron a la conciencia del Emperador el
cúmulo de dificultades que se le venían encima sin demora. Bazaine
iba evacuando pueblo tras pueblo, y aun la propia ciudad de Veracruz
estaba amenazada.

"¿Para todo eso —se pregunta Maximiliano — ha recibido Bazaine
instrucciones? Yo no abandonaré el país en los momentos graves, pero,
¿qué va a pasar después, cuando todos estos desastres se suceden ya sin
que ni un soldado francés haya abandonado aún el país?"

Las dificultades de dinero se van haciendo más apremiantes cada
vez y son bien ostensibles ya aun en los pequeños detalles. El editor
del "Boletín Oficial" del Imperio ha de pagar muchas veces de su pro-
pio bolsillo el papel para el número del día siguiente. La salud del
Emperador sufre sobre manera por las continuas excitaciones y emo-
ciones, como también por el clima, al cual nunca el Emperador logró
adaptarse del todo. A lo mejor, sufre de dolores en el cuerpo, que lo
dejan en un estado de flojedad y de abatimiento, síntoma acostumbra-
do también en los momentos en que es preciso tomar decisiones de
importancia. Los Estados Unidos le crean dificultades continuas.
Apenas se sabe en Washington el nombramiento de los franceses
Osmont y Friant como ministros de Maximiliano, presentan inmedia-
tamente una reclamación en París contra el proceder de aquel prín-
cipe "que pretende ser emperador de Méjico".

Los dos generales trabajan bien y con energía. La organización
del ejército hace más progresos que bajo Bazaine, quien contempla
esta obra con desconfianza y envidia. A Friant, logra atacarle a fondo;
pues cuando éste se propone pagar los sueldos de los recién creados
batallones de cazadores, interviene Bazaine y declara que la situación
de ministro de Hacienda del Imperio mejicano es incompatible con
la de jefe de la Tesorería del Cuerpo expedicionario francés. Friant
no acierta a comprender qué significa todo aquello. ¿Qué pretende



216 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

en realidad?, se pregunta. Si no es derribar a Maximiliano, cualquiera
lo diría. Bazaine está aguardando una indicación de París, donde entre
tanto, Napoleón, presionado por los Estados Unidos, expresa su des-
aprobación al nombramiento de los dos generales franceses como mi-
nistros mejicanos.

Aunque la situación cada vez es más desesperada, aunque Alicia
Iturbide, con manifiesta desconfianza ante el porvenir, pide con ur-
gencia la devolución de su hijo, no empece para que Maximiliano,
en sus cartas a Europa, excepción hecha de las que dirige a Napoleón,
se empeñe en pintar la situación más sonriente de lo que es en reali-
dad. A Gutiérrez le escribe que ya no conoce su propio país, que
venga a Méjico y verá como sus puntos de vista no corresponden a la
situación. Le expone sus ideas sobre reacción y liberalismo: "En Mé-
jico nadie comprende lo que es en realidad una monarquía: quizá
lo comprenda la juventud que sube. Ahora estamos en aquello de
"ayúdate y Dios te ayudará". De Francia, sólo podemos contar con
ayuda moral, un par de personalidades y un poco de dinero. Quien
pide más de ella, pide lo imposible, y en política no hay que contar
jamás con imposibilidades, porque éstas traen en pos ilusiones, y
éstas a su vez desengaños. La última y decisiva carta que me queda,
es, en mi concepto, el partido conservador, con los franceses en el
timón".

He aquí el punto sensible. Maximiliano combate las concepcio-
nes políticas de Gutiérrez más que nunca, para velar el hecho de ha-
ber cedido, de haber inclinado las armas ante aquellos principios.
Gutiérrez sonríe al leer aquella carta. La nueva invitación de ir a
Méjico cae también en el vacío, como las anteriores. Cosa bien expli-
cable y natural. Gutiérrez oye crujir ya la techumbre y se muestra
apremiante en sus demandas financieras. En verdad, el Emperador
sabe penetrar a Gutiérrez; pero ahora, como antes, siéntese obligado
hacia aquel hombre, porque con todas las fibras de su corazón está
unido siempre a la corona. La tendencia romántica de la imaginación
y del pensamiento de Maximiliano es lo que explica que tan fácil-
mente se deje adormecer por su esposa, o por quien sea, con nuevas
esperanzas e ilusiones y que logre siempre interpretar los informes
según sus deseos. Está aguardando con impaciencia que pronto sea
llamado Bazaine, pues cuenta ya como seguro que el Mariscal le
abandonará. Sin duda aguardará en vano. Napoleón no quiere dar la
impresión de que el ejército francés ha sido obligado a la retirada
por sus fracasos militares. Aunque a su alrededor se tejan toda suerte



ILUSIONES PELIGROSAS 217

de intrigas contra Bazaine, el emperador francés hace escribir a su
ministro de la Guerra que el Mariscal permanecerá en Méjico hasta
la salida de la última columna. Ya que con esto queda descartado el
temido nombramiento de Douay, se propone ahora Bazaine mejo-
rar un tanto sus relaciones, harto tirantes por aquel entonces, con
Maximiliano, y le hace comunicar que en lo sucesivo tratará de
prestarle la más firme ayuda a fin de asegurar el orden y la paz en
el Imperio.

De nuevo el Monarca pronuncia un grandilocuente discurso, el
16 de septiembre, con motivo de la fiesta de la Independencia, en el
cual afirma solemnemente que un verdadero Habsburgo no abandona
su puesto en el instante de peligro. No conoce aún el fracaso total de
las gestiones de la Emperatriz. Sólo ha recibido la carta del 15 de
agosto, donde la ausente le refiere la visita de la emperatriz Eugenia
y la suya a Saint-Cloud. No anuncia ningún resultado favorable, pero
Maximiliano se agarra, para nutrir su optimismo, a la última frase
de la carta: "Por consiguiente, tengo confianza en que, al fin, se
obtendrá alguna cosa, porque va en ello un bien entendido interés
para Francia".

Maximiliano continúa fiel a su costumbre de considerar las cosas
desagradables como no ciertas hasta que la realidad viene a mostrar
con toda su rudeza que realmente lo son. Ya en esto, recibe una carta
del comandante de la legión belga, teniente general Van der Smissen:
Todo el norte ha sido evacuado por los franceses. Miles de bandidos,
capitaneados por el general juarista Escobedo, anuncian para dentro
de muy poco la total liberación de Méjico. "Poneos al frente de una
de vuestras divisiones, Majestad, y salid al campo contra los enemi-
gos. Una victoria así alcanzada electrizaría a la nación y miles y miles
se agruparían en torno de la institución monárquica. Ruego a Vues-
tra Majestad que me permita dirigir con mi brigada belgoaustríaca el
ataque principal, y empeño mi palabra de caballero de que aquel día
significaría una gran victoria y que el enemigo perderá toda su arti-
llería y por lo menos tres mil prisioneros. Estos los convertiremos
en nuevos soldados imperiales y a poco por todo el país se levantará
un grito de entusiasmo a favor vuestro y podréis mirar de muy otra
manera el futuro".

Frases realmente muy optimistas, que son algo así como repar-
tirse la piel del oso antes de matarlo. Pero la idea seduce a Maximi-
liano. ¡Salir al campo a la cabeza de las tropas y vencer al enemigo!
¡Magnífica fantasía! Pero no sirve para el momento presente, y para



218 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

más tarde hace falta verlo. Previamente, es preciso retener a los
franceses.

Apenas han pasado unos días, recibe el Emperador la noticia de
una lucha sostenida por el cuerpo belga con muy poca fortuna. Las
tropas mejicanas han atacado al enemigo y Van der Smissen, para ha-
cer honor a su carta, asaltó un lugar ocupado por los juaristas y tuvo
que retirarse con grandes pérdidas perseguido por la caballería ene-
miga. El jefe belga ha sido objeto de una ruda lección, pero su impe-
tuoso consejo al Emperador sigue viviendo a pesar de todo en el co-
razón de éste.

Tras aquellos desgraciados sucesos militares, la familia Iturbide
vuelve a mover su asunto. La madre del pequeño Agustín ha llegado
a Méjico, quiere presentar sus demandas al propio Maximiliano y ver
a su hijo. El Emperador ordena que la suban a un coche y la fuercen
a salir del país. La desconsolada madre se dirige, pidiendo auxilio, al
secretario de Estado de los Estados Unidos, para que intervenga a
través de Francia. "Directamente —le hace presente Seward— , no
puedo hacer nada cerca del llamado Gobierno imperial de Méjico en
la cuestión del secuestro de vuestro hijo, porque no estamos en rela-
ciones de ninguna clase con esos señores".

A todo esto, Bazaine, según los deseos del emperador francés,
ha instado a los generales Osmont y Friant, que desempeñaban sus
cargos a entera satisfacción de Maximiliano, para que dejen sus carte-
ras de ministros o abandonen el Cuerpo expedicionario, y ambos sa-
len de los respectivos ministerios.

Maximiliano se enoja y se exalta sobre manera. Finalmente, ha-
bía encontrado dos auxiliares excelentes y abnegados y los separan de
él sin miramientos. Por carta se queja de ello amargamente a Napo-
león. Sus lamentaciones caen en el vacío. Los juaristas han avanzado
ya hasta la entrada del valle de Méjico y los imperiales.se ven forzados
a tener dispuesta constantemente caballería en la capital, para segu-
ridad de la población. Los franceses, en su retirada, no son molesta-
dos en lo más mínimo por los juaristas, seguramente a causa de acuer-
dos secretos.

Entre tales circunstancias, Maximiliano aguarda ansiosamente no-
ticias de Carlota. El correo de Europa llega el l p de octubre. Trae dos
cartas de la Emperatriz, una de ellas, la que escribió el 22 de agosto
en París, que informa de su partida y contiene las palabras: "Esto te
demuestra que no he podido obtener nada". Además, anuncia por
cable que regresará a Méjico hacia la mitad de noviembre. Maximilia-



ILUSIONES PELIGROSAS 219

no experimenta un profundo desengaño; también estas esperanzas,
en las que había puesto una tan íntima y secreta fe, se resuelven en
nada.

El Emperador se da cuenta de que está obligado a comunicar
algo a la opinión sobre el resultado del viaje; pero como no quiere
dejar traslucir el resultado desfavorable, solamente manda publicar en
el diario oficial las siguientes frases: "Según las noticias que han lle-
gado recientemente, la Emperatriz ha terminado las diferentes gestio-
nes relacionadas con la misión que la llevó a Europa y regresará, por
lo tanto, a Méjico dentro de poco". Cómo resultaron las tales ges-
tiones, se deja al criterio del lector. Pero esto no es bastante aún. El
correo del l 9 de octubre trajo también las desdichadas cartas de Na-
poleón, quien ya pierde con Maximiliano toda suerte de miramientos
y le dice con todo brutalidad:

"Me es muy penoso, pero ha pasado ya la época de los términos
medios: de ahora en adelante, me es absolutamente imposible enviar
a Méjico ni un hombre ni un franco más. Si Vuestra Majestad consi-
dera que puede protegerse con sus propias fuerzas, de acuerdo con los
pactos, las tropas permanecerán hasta el l 9 de enero de 1867: en caso
de abdicación, os aconsejo que publiquéis un manifiesto declarando
qué obstáculos insuperables os fuerzan a tomar tal resolución: sería
también conveniente que, presentes aún las tropas francesas, se reu-
niese una asamblea nacional para elegir el Gobierno que les pluguiese
pero que ofreciese garantías de estabilidad. No hemos de abandonar-
nos a ilusiones color de rosa", es la última frase de aquella "carta
singular", según palabras de Maximiliano.

Tales conceptos causan en el Emperador una impresión aplas-
tante. Ahora es cuando atisba con claridad la magnitud de la derrota
que sufriera Carlota. Estudia y examina aquellas páginas con todo
detenimiento en compañía de su astuto amigo el padre Fischer.

Con Bazaine, Napoleón habla aún más claro:

"¡Termine usted esta expedición lo más pronto posible y de
cualquier manera! El nuevo Gobierno que venga ha de garantizar
forzosamente las obligaciones financieras con Francia y los derechos
de los subditos franceses. Pero no retire usted totalmente las tropas
sin que las fuerzas de Juárez, demasiado seguras de la victoria, hayan
recibido un buen recuerdo".

El padre Fischer se acerca cada vez más al vacilante Emperador
y su influencia aumenta rápidamente en fantásticas proporciones:
"Yo aconsejo a Vuestra Majestad que no intente retener por más tiem-



220 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

po al ejército francés, cuya presencia he considerado siempre como una
gran desdicha, y que se dirija al Presidente de los Estados Unidos.
Un congreso nacional sería el llamado a decidir sobre el futuro ré-
gimen del Estado mejicano. Todo puede reorganizarse aún conve-
nientemente".

El antiguo cónsul general mejicano en Viena, Herzfeld, un ver-
dadero amigo de su príncipe, para quien conserva una devota y fiel
amistad desde los tiempos de sus viajes comunes por mar, le aconseja
lo contrario del padre Fischer, que abdique en redondo y abandone
a Méjico.

La situación es harto compleja, por parte alguna se descubre
una perspectiva favorable. El honor, la vida misma de Maximiliano,
están en juego. El padre, por otra parte, no es más que un instrumento
del clero y del partido conservador; éste actúa a través de él sobre el
Monarca y así acontece que se convierte Fischer por aquel entonces
en el personaje esencial de Méjico. El modesto secretario episcopal,
despedido un día por diversas faltas, siéntese hoy el dueño de vidas
y haciendas de millones de seres humanos. El poder que el Emperador
le concede es ilimitado, sobrepasa toda medida; este altivo edificio ha
de caer como un castillo de naipes el día que salga Maximiliano de
Méjico: entonces llegará al poder el partido enemigo, y el padre Fis-
cher tendrá que huir. Por tales razones está dispuesto a utilizar todos
los medios para obtener que el Emperador no abandone el país: su
oratoria, su inteligencia y su energía son poderosos auxiliares de su
propósito. Además, sus deseos se avienen en gran manera con los
más íntimos del Emperador, que son los de agotar tedas las posibi-
lidades para quedarse en Méjico y conservar la corona.

Eloin, desde Europa, aconseja en términos parecidos a los de
Fischer: "Ponga Vuestra Majestad a consulta del pueblo mejicano,
libre de la presión francesa, si realmente desea que permanezcáis ahí.
En caso negativo, Vuestra Majestad puede volver a Europa con su
honor intacto para desempeñar en los acaecimientos que se avecinan
el papel que, Sire, os corresponde. Pues el emperador Francisco José
se ve abatido, y el pueblo pide ya sin disimulo su abdicación; todas
las simpatías se dirigen a vuestra persona, y aun en Venecia guardan
un buen recuerdo para el gobernador general de otros tiempos".
Maximiliano leyó por vez primera esta carta absolutamente íntima y
secreta, que contenía además penosas particularidades sobre Napoleón,
¡en la prensa norteamericana! La carta pudo ser apresada y fué publi-
cada inmediatamente con gran satisfacción. En París, así como espe-



ILUSIONES PELIGROSAS 221

cialmente en Viena, causaren estas palabras de Eloin una triste im-
presión. Todo se conjuraba contra el atormentado monarca.

Maximiliano vacila aún de un lado para otro; quiere consultar
al embajador inglés y a otras personas de prestigio, pero en conjunto
está ya casi ganado a favor del partido de confiar su destino a la de-
cisión de una asamblea nacional y "aguardar la libre voluntad del país
con calma y dignidad" en Orizaba, a poca distancia de Veracruz. Allí
podrían estar reunidos sus fieles, con Fischer a la cabeza, y allí habían
de quedar guardados los objetos de valor de la Emperatriz. En su in-
terior está, amparado por Fischer, firmemente convencido de que el
acuerdo de una tal asamblea le será altamente favorable, un verdade-
ro triunfo.

"Si la nación se inclina —escribe, el 5 de octubre, a su esposa—
por el Imperio, podremos volver a la capital con una fuerza de legi-
timidad auténtica para consagrarnos y sacrificarnos para siempre al
país; si la nación quiere otra forma de gobierno, nos retiraremos dig-
namente con la conciencia limpia y elevada de haber cumplido hon-
radamente con nuestros deberes. Sobre todo lo demás, Dios es quien
ha de juzgar y a su juicio me someto en plena confianza de su infi-
nita justicia. Dentro de unas pocas semanas, espero, gozo de mi vida,
poder abrazarte sobre mi maltrecho corazón. Tuyo y fiel para siempre.

Max".

Al Emperador Napoleón le contesta evasivamente que su con-
ciencia no le permite tomar una resolución definitiva. Ninguna palabra
de indignación o de enojo; al contrario, más bien muestras de una
viva simpatía y de indiscutible adhesión se encuentra por doquier en
aquella carta. En verdad no puede pretenderse que fuese sincera, pero
es una prueba de que Maximiliano quería evitar, a toda costa, una
ruptura personal con Napoleón.

A Bazaine le han impresionado profundamente las terminantes
indicaciones de Napoleón y comienza a sentir cierta compasión ha-
cia Maximiliano, porque sabe muy bien qué destino le aguarda si
llega a quedarse solo. En cierto sentido, tampoco se siente sin culpa
de todo ello, ya que más de una vez aconsejara a Napoleón que, sin
contemplaciones, abandonase a Maximiliano. Ahora, empero, ve ante
sí toda la catástrofe. Sus sentimientos son dispares, como tiene dos
aspectos su conducta en los críticos tiempos que se avecinan.



Capítulo XVI



Locura en Roma



Mientras Maximiliano andaba luchando con mil cuitas y peli-
gros en Méjico, su esposa cavila sin descanso en París cómo,
a pesar de su fracaso inicial, podrá serle útil. Siente ahora un verdadero
menosprecio hacia Francia. Si a su llegada a Saint-Nazaire experimentó
el desengaño de no encontrar una brillante recepción, a su partida
le parecen despreciables las colgaduras, las escaleras engalanadas, la
música. Le falta tiempo para volver la espalda al odiado país. Con gozo
indecible, contempla, a su paso por el Mont-Cenis, los paisajes de un
salvaje romanticismo que tanto le recuerdan la grandiosidad de las
tierras de Méjico. Llegada a la frontera de Italia, le parece respirar
con más soltura, ya que ha logrado abandonar el país donde "él"
habita e infecta el aire con su maldad. En su travesía por el Piamonte
ve soldados de todas las regiones de Italia unidos bajo la misma ban-
dera, y el entusiasmo de la joven nación que acaba de obtener su uni-
dad tan ansiada le resulta una visión llena de fe y de vigor:

"Aquí se reconoce muy bien, a qué detentadores de hombres
Austria hubiese procurado el triunfo para ahogar en ciernes la nación
italiana, tan rica ahora de porvenir, si se piensa en lo que ha sido
de Napoleón", va cavilando Carlota. En todos los lugares de Italia
es recibida cordialmente y con muestras de simpatía y consideración.
Si Carlota y Maximiliano no hubiesen sido austríacos, habrían sido
adorados en la Lombardía y el Véneto por sus tendencias liberales,
su caballerosidad, y su verdadera y profunda simpatía hacia el pueblo
italiano. Sabíase muy bien que estaban en desacuerdo con Francisco
José, pero ¿qué valor tenía esto entonces? Habían de ver forzosamente
en ellos los representantes del dominio extranjero. No obstante, era
cierto que al ser materialmente expulsados de Italia por Francisco José
en 1859 habíase acrecentado sobre manera la simpatía de los italianos
para con los jóvenes archiduques. Ahora, lejos ya de todo resentimien-
to político, después de la derrota austríaca en Koniggratz, en el umbral



LOCURA EN ROMA 223

de la libertad y unidad, tan deseadas, los italianos sentían más bien
bien simpatía y conmiseración por los emperadores de Méjico.

Por todas partes fué Carlota saludada con entusiasmo, pero las
fatigas y las excitaciones del viaje la habían debilitado en extremo.
Se propone descansar un tanto y sólo emprende una excursión desde
Milán al lago de Como, a la magnífica villa de su difunto padre, el
primer rey de los belgas. El pasado surge de nuevo ante ella cuando
discurre bajo los laureles y las adelfas de aquel rincón de mundo tan
bendecido por Dios, donde un día transcurriera su luna de miel. Re-
cién llegada escribe al punto a su marido:

"Mi tan profundamente querido Max:

"En esta tierra que guarda tantos recuerdos del goce y la felici-
dad de los primeros tiempos de nuestra vida en común, pienso sin ce-
sar en ti y te envío estas líneas como testimonio de ello. Todo pare-
ce respirar de ti; su lago de Como, que tanto querías, lo tengo ante
los ojos en su reposo azul, y tú estás ahí, lejos, lejos, y casi diez años
han pasado. Y, no obstante, es como si fuera ayer; esta naturaleza me
habla de una felicidad sin nubes, nada me dice de penas y desengaños.
Todos los nombres, todos los acaecimientos de entonces brotan nue-
vamente de los rincones desconocidos de mi cerebro, y vuelvo a vivir
en nuestra Lombardía como si nunca la hubiese abandonado; en dos
días he vuelto a vivir aquellos dos años que nos son tan queridos.

"¡Si estuvieses conmigo! ¡La gente es aquí de una tal afabilidad!
Esta mañana temprano oí misa ante la sepultura de San Carlos y vi-
sité la catedral que, en un cerrar de ojos, quedó llena de gente; y no
era curiosidad, sino, verdadero afecto, y aquí en mi dormitorio encon-
tré, quizá colgada por mi misma, tu imagen juvenil con la inscripción
Gobernatore genérale del Regno Lombardo-Véneto . . . Espero, tesoro
mío, que estarás satisfecho de mí, pues he trabajado sin descanso a
favor de los fines que me señalaste . . . Ahora hay claro de luna y se
oyen cantos a lo lejos; es de una indecible belleza".

Aquella naturaleza espléndida, el amor de que se siente rodeada
en aquella Italia tan copiosa en belleza, el descanso, todo sienta bien
a la Emperatriz; sus nervios se van aplacando, los síntomas de excita-
ción remiten. Era urgentemente necesario un reposo más largo; pero
la inquietud de su corazón, los cuidados y zozobras por la situación
de su esposo, su ambición, viva ahora como antes, no consentían que
durase más aquel idílico vivir. A los pocos días, emprendió el viaje
hacia Miramar. Fué un recorrido triunfal; por todo el suelo italiano
encontraba veneración y respeto, y también allí donde quedaban aún



224 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

tropas austríacas. La bandera tricolor italiana, tan parecida a la de
Méjico, ondeaba sobre las estaciones donde aparecía reunido lo mejoi
de las juventudes de Italia. En un discurso, aludió Carlota a los tres
colores de las banderas de las dos naciones, y le contestó un general
garibaldíno: "¡Oh, el emperador Maximiliano habría llevado tras sí
a toda Europa!" Nadie disimulaba que se sabía muy exactamente
con qué mayor ardor y más vivo sentimiento quería Maximiliano a
la nación italiana en comparación de su hermano el emperador de
Austria.

Donde se encuentran aún guarniciones austríacas, rinden a Carlo-
ta honores imperiales. Entusiasmada manifiesta a su esposo en el lejano
Méjico: "El reino de Italia nace con un aire de cosa de maravilla y
sorprende la trasmutación del espíritu revolucionario en un nuevo y
robusto espíritu nacional. Ya no más rostros reprimidos, como vuel-
tos para adentro: todas las miradas son abiertas y cordiales ... A mi
parecer, Italia será una gran potencia. El Rey vino en persona a Padua
para saludarme. Me fué más simpático de lo que aguardaba y me rogó
con mucha insistencia te dijese cuan agradecido estaba de tus bonda-
des hacia él y que te enviase el testimonio de todo el aprecio que siente
por ti. Parece un hombre de corazón. Tiene una robusta fe en Italia
y desempeña un importante papel; actúa más de lo que de ordinario
se cree. Le considero uno de los más ilustres reyes que actualmente
existen en Europa y tiene un gran amor a su pueblo. . . Austria e
Italia me conceden honores de reina. La vieja y la nueva Europa com-
piten en ver quién tendrá más atenciones para con la esposa del em-
perador de Méjico. Nada se les pide, pero no rehusan nada y creen
conveniente que las potencias de Europa se inclinen con respeto
ante una soberana de Méjico".

Tras un tempestuoso viaje desde Venecia, llega la Emperatriz
al puerto de Trieste, donde la flota que ha librado al mando de Tette-
thoff la batalla de Lissa se encuentra fondeada. En la Marina imperial
es inolvidable Maximiliano. Pasa Carlota en su navio, saludada por
los estentóreos hurras de las marinerías formadas sobre cubierta, en-
tre los buques de la escuadra. Es recibida con grandes pruebas de sim-
patía y aprecio en el buque almirante de Tettethoff y se llena de
satisfacción cuando éste le recuerda que fué su marido quien implantó
en la Marina la eficiencia y la voluntad de vencer que la caracterizan
ahora.

Ver de nuevo su querido Miramar la emociona hasta saltársele las
lágrimas. A pesar de los esplendores del paisaje mejicano, de tantas



LOCURA EN ROMA 225

bellezas como viera hasta entonces, la visión de Miramar le encanta
siempre. "Te ha de causar satisfacción —escribe a Maximiliano— que
los mejicanos están llenos de maravilla con Miramar, y yo misma tal
vez lo aprecio por vez primera en todo lo que se merece".

Sin cesar discurre Carlota por los ámbitos del palacio y se goza
como un niño en cualquier fruslería. En el comedor se ha colocado
el escudo de Méjico con la corona imperial. Quédase un instante
suspensa la Emperatriz, porque la corona es de espinas. Todo fué
obra del médico Jilek, siempre ardiente enemigo de aquella aventura
en tierras lejanas.

"Piensa, Max, que las hiedras en el pabellón del jardín se han
convertido en "una maravilla del mundo" y las palmeras, los sauces
llorones y el bosque de pinos, como también los cedros, están sober-
biamente crecidos. Todo el mundo admira las dos grandes obras del
príncipe ausente: la batalla de Lissa y el palacio de Miramar. Hoy,
ha desfilado ante Miramar la victoriosa escuadra en orden de batalla,
con Tettethoff a la cabeza en el acorazado Archiduque Fernando Max.

"Esta escuadra envía un primer rayo de gloria sobre tu creciente
poder, sobre tu independencia comprada a un precio tan alto; ha sal-
vado la costa que tú tanto quisiste, y ahora abandonará a tu hermano
y a Austria a su destino. Su misión ha terminado. La tuya también.
El honor de la Casa de Austria se fué con el nombre de una de sus
últimas victorias Novara (la fragata) a través del Atlántico. Se pone
aquí con el sol, para permanecer allí con el sol. Plus ultra era la divisa
de tus abuelos. Carlos V nos mostró el camino. Tú le has seguido.
No te arrepientas, Dios te acompaña".

Así deliraba la Emperatriz en la confusión de su inteligencia.

De aquel mundo de brillantes imágenes le arrancó de súbito
una pregunta del embajador mejicano en Viena. Quería saber si era
preciso dar curso a la orden enviada el 25 de julio disponiendo la
denuncia de todos los tratados existentes entre el Emperador y Aus-
tria y declarando como no válido el pacto de familia. La Emperatriz
decide aguardar la llegada del secretario de Maximiliano, don José
Blasio, que está en camino con instrucciones concretas.

Mientras, Maximiliano ha ido siguiendo el viaje de su esposa y
las escasas noticias que de ésta le llegan, con una tensión llena de
cuidados. El 17 de agosto, estando aún el Emperador bajo la impresión
de la caída de Tampico y del asesinato del prefecto imperial de esta
ciudad, telegrafía a su esposa que el Ministerio, con la colaboración
de los generales franceses Osmont y Friant, funciona a la perfección,



15



226 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

y que se ha firmado con Francia la solicitada convención de aduanas.
Pero se lamenta con gran amargura de que Bazaine, a pesar de sus
promesas por escrito de pacificar el país, va evacuando una población
tras otra en forma que los juaristas luchan ya en los aledaños de Ve-
racruz y de Jalapa. El Emperador suplica que se comuniquen en se-
guida estas noticias a Napoleón.

El telegrama llega a la Emperatriz en Miramar y la pone en un
estado de excitación extrema. Luego de prolongadas vacilaciones se
decide, a despecho de lo acontecido, a escribir a Napoleón una vez
más formulando nuevamente una súplica vehemente de auxilio.

Al mismo tiempo remite una carta de Almonte y le ruega que
difunda entre los hombres representativos de Francia la nueva de
un cambio de política por parte de Maximiliano en el sentido de ener-
gía en lo interior y estrecha colaboración con Francia en lo exterior.
Pero, al punto de enviar estas cartas y algunos periódicos, le asaltan
de nuevo dudas y cavilaciones. Se acuerda de la profunda humillación
que hubo de sufrir en París. El orgullo de la sangre borbónica, que
proveniente de la madre corre por sus venas, sublévase a la sola idea
de rebajarse otra vez ante un hombre de la familia de advenedizos
que son los Bonaparte, para suplicarles algo a lo que tiene harto de-
recho, pero que una vez ya le fué rehusado con dureza. Quedáronse
sin salir las cartas ya escritas, mas aquella decisión le costó nuevas lu-
chas morales y nuevas zozobras.

Una posibilidad existe aún para obtener auxilio y amparo; pue-
de solicitarse la intercesión del Papa cerca del emperador francés.
También este paso resulta muy penoso, atendiendo a la profunda dis-
paridad de pareceres entre Maximiliano y la Iglesia en la regulación
de los problemas eclesiásticos. Por mediación del representante belga
en Roma, ha hecho llamar a esta puerta. El Papa responde que está
animado de los mejores deseos respecto a la Emperatriz, a quien apre-
cia y considera en lo mucho que se merece, por más que no logró
impedir determinadas medidas que pusieron a la Santa Sede en la
mayor perplejidad. Pero que haría cuanto estuviese en su poder con
tal que de la parte opuesta se le ayudase debidamente.

He aquí que Carlota decide tentar este camino. Ya durante su
viaje por Italia, las tristes impresiones que trajo de París se han ido
desvaneciendo un tanto. Muy lejos de pensar en la posibilidad de una
abdicación al trono, se deja mecer por nuevas esperanzas. A todo ello
se añade un optimista telegrama de Méjico dando cuenta de un éxito
momentáneo de las tropas imperiales. Al punto vuelven a surgir en el



LOCURA EN ROMA 227

ánimo de Carlota vastas y luminosas ilusiones. Olvida que, poco antes,
el Emperador, en un telegrama, había hablado de la "detestable si-
tuación militar". El gran amor a su marido deja aparecer con una
excesiva presteza las cosas bajo una luz favorable. Queda profunda-
mente impresionada por una de las cartas de Maximiliano. Llorando
lleva a sus labios las dos fotografías que su marido le envía. No se can-
sa de considerar las razones que hayan determinado la ruptura de los
pactos de Miramar por parte de Napoleón, aunque intenta consolarse
pensando que es justo considerar como un gran bien el fin de la ayuda
francesa. Extravíase de nuevo en fantásticas ilusiones, confusas, inex-
tricables, que traslada en las cartas Maximiliano:

"Tengo la terminación de la tutela directa de Francia como una
gran fortuna; tan grande, que puede compensarnos ampliamente de
la falta de ayuda material y de dinero. También sé de origen muy se-
guro que los Estados Unidos te reconocerán tan pronto como sepan
que eres el señor independiente de Méjico, pues entonces la doctrina
de Monroe no podrá objetar nada contra el hecho estricto del Impe-
rio. La nación mejicana dejará de existir en el justo momento que tú
le abandones y ya no podrá gobernarse con independencia. Juárez sólo
representará la libertad de la nación hasta que llegues, pues ahora
serás el depositario de la independencia y de la autonomía de los
mejicanos, ya que eres el único que podrás reunir en tus manos
la bandera tricolor de todos los partidos, que juntos componen la
totalidad que llamamos pueblo: blanco, la clerecía que tú amparas
como príncipe católico; verde, el partido conservador, y rojo, los
liberales y todos los elementos avanzados. Nadie sino tú es capaz
de juntar estos elementos, y nadie sino tú puede gobernar. Todo ello
implica un sentido único y siempre el mismo: la independencia de
los mejicanos. Para ti, pues, la bandera, porque eres la nación misma.
El Soberano, como decía Juárez.

"Hay que decir, pues, bien claro a todos: Yo soy el Emperador,
no es preciso un presidente: el hijo de un emperador no puede llamar-
se presidente; su deber es introducir, con todo el sentido reverencial
que exige, la monarquía, aunque tal como ésta se interpreta moderna-
mente. Sería forzoso inclinar ante ti la cabeza, pues la República no
es más que una nidada de cuervos, como el protestantismo, y la mo-
narquía la salvación de la humanidad; el monarca viene a ser el buen
pastor; el presidente, el asalariado; con ello está dicho todo. Si se
logra resolver el problema de reunir, con esta base, a los mejicanos,
todo queda resuelto, pues dinero no dejará de encontrarse, por una



228 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

parte u otra, tropas no se precisan muchas si la rebelión termina, y
te encontrarás ante el mundo apoyado sobre tu pueblo.

"Si todo esto va adelante, como necesariamente ha de ir, la
emigración de Europa y del resto de América acudirá a tu país,
y tendrás el más bello imperio del mundo, pues Méjico ha de heredar,
y en mayor grado, la fuerza de Francia. Pero esto no podrá suceder
hasta que Méjico esté bien consolidado. En Europa, se producirán
grandes convulsiones. Austria perderá todos los pueblos con ella fe-
derados. Y ninguno de estos países, Alemania y Constantinopla, Ita-
lia, España, llegarán a ser lo que será Méjico con sólo que tú trabajes
en ello, pues todo vendrá en tu ayuda, que es lo que llena de temor
al amigo Napoleón. Su misión en América está terminada . . .

"Tú eres en ambos hemisferios el heredero de su grandeza".

Tales palabras vienen a ser un vuelo en el país de los sueños, lejos
de la realidad. No es sólo el mal alemán en que están escritos lo que
confunde el sentido; el pensamiento va en una continua vacilación de
acá para allá, en zigzag. No obstante, en conjunto, sigue cierta dirección.
Hay que despreciar lo que se lee en los periódicos, ya que ahora, al
separarse Venecia de Austria, se fundará un Estado independiente con
Fernando Max, cuando vuelva de Méjico, a la cabeza:

"Mi tan querido tesoro: Las cosas marchan al parecer muy bien.
Las excelentes noticias de Méjico, donde tú (y es reconocido por to-
dos ) has realizado tan eximias tareas, favorecen infinito la causa . . .
Con este vapor francés va, según dicen, el general De Castelnau, con
una carta de él —Napoleón — para ti. Presumo que esta carta no es del
todo extraña a la situación en Venecia ... La envidiable situación de
Méjico difícilmente sería cambiable por una ciudad encharcada — Ve-
necia— y una población agostada por el fisco, que se remonta a poco
más de dos millones, una visión de miseria en la rica Italia y la des-
vencijada Europa.

"Puede suceder que entre las potencias americanas aparezcan otras
nuevas, pero nosotros podremos siempre, según nuestro albedrío, cam-
biar los Estados y nombrar reyes. En nuestro Continente tenemos tal
riqueza de juventud y de futuro, que ya no nos es precisa la civiliza-
ción del Viejo Mundo; tanto los subditos como nosotros alcanzamos
unas alturas desconocidas antes por la humanidad. Todo en Europa
aparece como un juego de niños en comparación con esto. ¡Qué bien
se comprende la pequenez y la flaqueza de lo de aquí, cuando se
viene de allá . . .!"

Confusos en su alocada ambición se agitan, discurren, los pensa-



LOCURA EN ROMA 229

mientos de la Emperatriz. ¿Trocar una corona imperial por un dogo-
nato veneciano? Jamás. El ayudante de campo del emperador fran-
cés, el general De Castelnau, enviado por aquel entonces a Méjico,
llevaba, empero, un encargo muy diferente.

Carlota siéntese febrilmente agitada por el telegrama de Maximi-
liano instándola con vivo interés a tentar en Roma un camino que
pueda traerles ayuda. El secretario de Maximiliano, Blasio, que llegara
por aquellos días, aconseja lo mismo, y el viaje a Roma queda decidi-
do. El Papa constituye la última esperanza. Antes de emprender el
penoso peregrinaje de súplica, festeja aún Carlota en el palacio de
Miramar, el 17 de septiembre, día de la Independencia mejicana, con
fastuosidad y esplendor. Antes de su partida, celebra, como antaño,
un banquete solemne que preside con su resplandeciente belleza,
una expresión de felicidad en el rostro y una magnífica diadema en
su cabello. Quien en aquellos momentos la hubiese admirado, estaría
muy ajeno de imaginar cuánto acababa de sufrir en París y qué trá-
gico destino le reservaba el inmediato futuro.

A causa del peligro de cólera en los puertos, dieron muchos ro-
deos por el camino. Blasio y el funcionario del tesoro, Kuhacsevich,
se adelantaron para preparar la instalación de la Emperatriz y alla-
nar las dificultades. El 18 de septiembre, parte del camino en tren,
parte en diligencia, llega la Emperatriz a Bozen. Durante el viaje,
no cesa de cavilar y de preocuparse: la incertitud del resultado de sus
nuevas súplicas le atormenta, y la fatigan sobre manera las incomodi-
dades del viaje. Sí, es verdad que en París tuvo un gran fracaso, pero
la sagrada cabeza viviente de la Cristiandad seguramente podrá y
querrá auxiliarles. Nuevas esperanzas vivifican su corazón. Pero, ¿y
si se malogra esta última tentativa? Como una oleada caliente le sube
al rostro y parece que la angustia le apretase la garganta. Y, como siem-
pre que siente miedo y congoja, sus pensamientos van a Napoleón.

Él tendrá sin duda sus sicarios en Roma, que la acecharán, que le
seguirán los pasos, que quizá querrán matarla. Probablemente él debe
de haber introducido entre los que la rodean un traidor que se dispone
a matarla. ¿Quizá aquel Blasio, que ha poco llegó de París, o cualquier
otra persona? Con desconfianza va examinando a su séquito.

En Bozen, se presentan señales inequívocas de una grave an-
gustia mental. Súbitamente manda llamar al ministro mejicano Cas-
tillo, que viaja con ella:

"No quiero proseguir el viaje a Roma. No me siento bien. Pro-
bablemente me han dado un veneno. Por lo que más quiera, por



230 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Dios mismo, redoble usted la vigilancia". Ya se han dado las órdenes
para suspender el viaje, pero la Emperatriz dice de pronto: "¿Qué
pasa aquí? ¿Cuándo proseguimos el viaje?"

Carlota se dirige a Mantua en tren especial. Esta ciudad tiene
aún guarnición austríaca. Las tropas están formadas y una gran mul-
titud se congrega en las calles para ver a Carlota de Méjico. Ciento
un cañonazos saludan a la Emperatriz. Revista a las tropas ante el
hotel y, por la noche, toda la ciudad es un mar de luces. Austríacos e
italianos rivalizan en festejar a la emperatriz de Méjico, que, a pesar
de las duras luchas entre ellos, es simpática a unos y a otros.

En todo el camino del Po a Roma, por todas partes, es saludada
la Emperatriz con entusiasmo; por todas partes paradas militares,
músicas, cañonazos.

Este aire de fiesta la distrae algo, aunque tantas solemnidades y
ceremonias significan la mejor intención, pero le resultan fatigosas.
El Papa manda que la saluden ya a tres horas de Roma. La Ciudad
Eterna quiere ofrecerle un banquete cuando llega Foligno, pero Car-
lota no puede tomar parte. Violentos calambres y palpitaciones de
corazón la tienen muy molesta. Tarde, en la noche, llegó la comitiva
a la capital. A pesar de la hora avanzada, la aguardan algunos carde-
nales con sus vestiduras rojo escarlata. Guardias nobles y gendarmes
papales, así como una escolta de coraceros, presentan las armas. Llue-
ve a torrentes. La Emperatriz desciende del carruaje, vestida de ne-
gro, pálida como una aparición fantasmal y con gesto de agotamiento.
A la luz de las antorchas, es conducida con su séquito al Grand Hotel.
Aquella comitiva da más bien la impresión de un entierro que del
recibimiento de una emperatriz joven y bella.

Sin embargo, al día siguiente, despertó Carlota fortalecida y dis-
puesta; hacía un sol claro y brillante. Curiosa de ver algo de la Ciudad
Eterna, que siempre visitara rápidamente, de paso, incapaz a causa
de la interna agitación que no la dejaba un momento en reposo de
permanecer en casa, desoyó tranquilamente el consejo de su médico
de cámara, que le aconsejaba un ahorro de fuerzas para los inminen-
tes esfuerzos, y salió de paseo por las calles de Roma, acompañada
de su camarista, la señora Del Barrio. Sube al monte Pincio, a fin
de contemplar desde allí la magnífica visión de la ciudad que fuera
antaño la dueña del mundo, y, al mediodía, regresa al hotel fatigadí-
sima y, a causa del bochorno del día, bañada en sudor.

La visita del cardenal Jacobo Antonelli está anunciada para aque-
lla tarde. Es el cardenal secretario de Asuntos Exteriores y su palabra



LOCURA EN ROMA 231

tiene casi el mismo valor que la del Papa, quien se ocupa casi exclu-
sivamente de asuntos espirituales. Aquella visita viene a significar
en cierta manera lo mismo que la primera de la emperatriz Eugenia
en París. Como ésta quiso ahorrar entonces a su marido la violencia
de la negativa a la emperatriz de Méjico, paralelamente Antonelli se
propone lo mismo en favor del Padre Santo. En vestidura talar pur-
púrea y en purpúreo manteo, desciende del carruaje ante el hotel,
sube la escalera bendiciendo a la multitud, y, en el peldaño superior,
la Emperatriz le aguarda. Departen juntos más de una hora; el carde-
nal expone a Carlota todas las culpas cometidas por su esposo contra
la Iglesia y acaba por preguntar a la angustiada dama por qué razón
no hubo manera de concertar un concordato.

En tales momentos era difícil empresa proponer una intercesión
cerca de Napoleón III, y no obstante la formuló. El Cardenal rehusa
el compromiso. No se muestra deseoso de entrar en discusión con el
emperador francés, cuyas tropas son en Roma el último sostén del
Estado Pontificio amenazado por el incendio de la unidad italiana.
Es el criterio de Roma retener estas tropas lo más que sea posible.
Le asegura que el Papa tenía los mejores propósitos, que la bendice
con sus mejores deseos; en resumen, deja transparentar el histórico
non possumus.

Antonelli quiere convencer a la Emperatriz de que en la audiencia
concedida por el Padre Santo no hable para nada de política. Sabe
muy bien de antemano que sólo obtendrá buenas palabras y la prome-
sa de hacer "cuanto sea posible" a su favor. Carlota no está en manera
alguna dispuesta a obligarse de aquella suerte. Vuelve a sus habitacio-
nes con el ánimo oprimido. Trata de consolarse con la idea de que no
tiene la última palabra, no ya de Antonelli, sino ni aun del Papa.
Su invencible optimismo, su confianza ante la sepultura abierta, ya
no la abandona. A última hora, ¿no podría ir todo para bien?

Exteriormente, no se adivinan los cuidados que atormentan a la
Emperatriz. La más alta nobleza romana, los diplomáticos, las perso-
nalidades de la curia y los elevados funcionarios, todos hacen acto de
presencia. De la mañana a la noche no se da la Emperatriz un punto
de reposo. Una visita sigue a la otra, con algunos intervalos para los
trabajos de la Comisión del concordato.

La audiencia concedida por el Papa a Carlota está anunciada
para el 27 de septiembre, a las once. Con gran emoción, pero muy due-
ña aún de sí misma, sube al coche de gala tirado por dos troncos de
caballos, y entre la escolta de un destacamento de coraceros se dirige



232 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

al Vaticano atravesando una gran muchedumbre que la aclama con
entusiasmo. Allí se recibe a la Emperatriz con los más altos honores.
Desde el pie de la gran escalera hasta la Sala del Trono, en lo alto,
se ven en fila los guardias del Papa con sus brillantes y suntuosos uni-
formes proyectados nada menos que por un Miguel Ángel. En la sala
del trono, aguarda el Papa, rodeado por los dignatarios de la Iglesia,
a la Emperatriz y a su séquito. Cuando Carlota inicia el gesto de pos-
trarse a los pies del Papa, éste lo impide con benevolencia y sólo per-
mite que le bese el anillo. Luego de haber dado la bendición papal,
diríjese al Padre Santo, seguido de ambas comitivas, a una cámara con-
tigua para sostener una conversación aparte con la Emperatriz.

Temblando de emoción, entrega Carlota el proyecto de concorda-
to que ella misma redactara. Pío IX le habla con palabras llenas de
afabilidad. Pero, en lo esencial de la cuestión, se mantiene firme.
"No puedo llegar a un acuerdo concreto —manifiesta— sin que el
episcopado mejicano exprese su opinión. La intercesión cerca del em-
perador francés es imposible y no conducirá a nada". La Emperatriz
ha escuchado al Padre Santo en una creciente excitación. Se desvane-
cen sus últimas esperanzas. Su juicio se nubla. Trabajosamente trata
aún de enlazar la escueta realidad con el mundo de sus sueños. Su
espíritu enloquece entre el temor y la esperanza, la angustia y la con-
fianza. De repente, se levanta: "Amparadme, Santidad. Cuantos vi-
nieron conmigo, cuantos están allá fuera aguardando, buscan quitar-
me la vida. Por mandato de Napoleón quieren envenenarme".

Con terror, contempla el Sumo Pontífice aquella mujer arro-
dillada a sus pies, sollozando con ojos extraviados. De pronto, com-
prende toda la realidad: se trata de un ataque de locura. Horrorizado,
llama a los cardenales y prelados. Acuden y rodean a la infeliz. Ésta,
de pronto, se levanta, rígida la figura. Con una indecible altivez en
el rostro, silenciosa y sombría, abandona la cámara papal y en su co-
che regresa al hotel. Una vez allí, ordena a los suyos brevemente:

"Salid todos. Comeré sola en mi estancia".

Luego se encierra en su habitación. El servidor de guardia en-
cuentra la puerta cerrada. Al cabo de mucho tiempo, despacio y con
tiento, se abre una estrecha rendija en la puerta; le entran rápidamen-
te la comida, que no fué probada. Por la noche, súbitamente, ordena
la Emperatriz: "Que se retiren inmediatamente las músicas y las
guardias. No quiero que se me rindan más honores".

Conturbadas comprueban las personas del séquito la profunda
alteración en la manera de ser de la Emperatriz.



LOCURA EN ROMA 233

Al día siguiente, se pregunta desde el Vaticano por el estado
de Carlota. Había pasado una buena noche, se había levantado per-
fectamente alegre y dispuesta y desayunado con apetito normal. Co-
mo si nada hubiese acontecido. En vista de tales nuevas, decidió el
Papa devolverle la visita, con el propósito, empero, de que fuese lo
más breve posible. Pío IX aparece en el hotel; todo se desarrolla
rápidamente y con la más ceremoniosa cortesía. De política ni una
palabra. Carlota llama a todos los que la acompañan para que reciban
la bendición papal. Siéntese, en cierta manera, protegida y tranquila
mientras el Padre Santo está presente:

"Ruego a Vuestra Santidad que me permita venir a menudo
al Vaticano, quizá mañana por la mañana".

"Naturalmente, Majestad; siempre que gustéis".

El papa Pío IX le habla en tono conciliador. Apenas Su Santidad
ha abandonado el hotel, vuelve a mostrar la Emperatriz una gran
desconfianza para con los suyos. A ningún precio, a pesar de tener
mucha sed, quiere probar un vaso de agua que le escancia una dama
de su corte. Por la noche, ha sido invitada a una cena. Asiste con
aire sereno, pero no quiere probar bocado. Dispone que le traigan
un plato con naranjas y nueces. Coge cada fruto y lo examina minu-
ciosamente, para ver si la cascara o la piel está enteramente intacta.
Cuando lo ha comprobado, lo engulle con hambre canina, que dice
muy poco en una Emperatriz.

Al día siguiente, el 30 de septiembre, a las seis de la mañana,
se despierta Carlota con una sed abrasadora. En todo el día anterior,
por miedo a que las bebidas contuviesen algún veneno, no ingirió
nada líquido. Ahora, manda llamar a la señora Del Barrio y, con el
primer coche de alquiler que encuentran, se dirigen a la Fontana
Trevi. Allí se inclina sobre la pila de la fuente y bebe ávidamente
agua de los vasos de metal que cuelgan de una cadena. Vuelve luego
al coche y ordena que las lleven al Vaticano. Aún no son las ocho,
y es justamente la hora en que los coches papales han de salir para
recogerla al hotel. La señora Del Barrio se esfuerza en hacérselo
presente, pero Carlota no atiende razones.

"Majestad, no podéis hacer la visita al Papa, porque no lleva-
mos el velo para cubrirnos la cabeza".

"¡Ah, no importa!; ya saben ellos muy bien que los emperadores
y las emperatrices ellos mismos se ordenan la etiqueta, y que no
es su costumbre someterse a nadie, sea quien sea".

Carlota que fué siempre suave, cordial y correcta, dice estas



234 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

palabras en un tono tajante y glacial. Su orden prevalece. Se dirigen
al Vaticano. Apenas llegada allí, Carlota pide apresuradamente que
se le conduzca junto al Papa. Sorprendidos de aquella extraña actitud
notan allí que no llevan el vestido necesario para una visita al Sumo
Pontífice. Su Santidad ha terminado la misa matinal, pero no se
ha desayunado aún, es preciso aguardar. Con agitación extremada,
insiste la Emperatriz en su propósito. Se anuncia la visita al Papa,
quien ordena que dos médicos se vistan como secretarios de cámara
y decide recibir a la Emperatriz. Apenas ésta, vestida de negro, ha
penetrado en la estancia papal, se precipita a los pies del Padre
Santo exclamando: "Santidad, os lo ruego por lo que más queráis:
mandad que prendan a todos los de mi séquito. Me quieren enve-
nenar. En el hotel, sólo estoy rodeada de espías de Napoleón".

Compasivamente y procurando calmarle se dirige el Papa a la
infeliz. Ésta se levanta, parece un tanto sosegada, habla muy juicio-
samente de los asuntos de Méjico. Aparece un paje y anuncia que
el desayuno está servido. Pío IX la invita. En la fisonomía de la
hambrienta Emperatriz parece que se hace un resplandor. Se sien-
tan a la mesa, se sirve chocolate. Ante la Emperatriz, han servido
también una taza de la perfumada y humeante bebida. Con descon-
fianza contempla el vapor que de ella se desprende. De pronto,
mete tres dedos en la taza: "No, no, este chocolate está envene-
nado. Prefiero morirme de hambre antes que probarlo".

El Papa manda traer otra taza. Carlota exclama de pronto: "¡Un
gato, quiero un gato!" Los sirvientes se miran indecisos. "Un gato",
grita la Emperatriz otra vez, y, en efecto, a poco traen uno a la
estancia. La Emperatriz da al animal la segunda taza y le observa
atentamente para ver si el veneno lo mata. Viendo que el gato con-
tinúa con vida, hambrienta vacía con avidez la primera taza, que
no habían retirado aún, tranquilamente y sin temor.

Luego sigue departiendo con el Papa. Se extiende sobre la si-
tuación en Méjico, sobre el concordato y el papel de Francia. No
se percata de que el Papa se va intranquilizando. Ha sonado la hora
de la audiencia general y, además, se siente molesto en la proximi-
dad de aquella enferma. Finalmente, se levanta y abandona la es-
tancia. Intentan entonces convencer a la Emperatriz de que vuelva
al hotel, pero ella anuncia que en ningún caso abandonaría el Va-
ticano, porque ante la puerta le aguardan sus asesinos. Todos se
estuerzan en convencer a la infeliz en vano. Finalmente deciden
darle la razón, acceder a sus deseos. El cardenal Antonelli se dirige



LOCURA EN ROMA 235

al hotel donde se hospeda la Emperatriz, manda trasladar todas las
personas señaladas por ella como "envenenadoras" a otro albergue
y telegrafía al Conde de Flandes en Bruselas que acuda inmediata-
mente a Roma, porque su hermana, la emperatriz Carlota, sufre un
ataque de enajenación mental. La desgraciada solicita entretanto
que le permitan pasear por los jardines y toma un vaso de agua
que le ofrece monseñor el Mayordomo, pero va hablando constante-
mente del temor de morir envenenada. Le ofrecen luego una vi-
sita a la Biblioteca del Vaticano.

"Muy bien, pero Su Santidad ha de acompañarme".

Pío IX va con ella realmente. Pero en un instante en que la
Emperatriz está absorta contemplando un curioso ejemplar, consi-
gue el Papa escabullirse sin ser visto. Hacia el mediodía, intentan
de nuevo convencerla de que regrese al hotel: no hay manera. Soli-
cita comer en el Vaticano. La señora Del Barrio y el cardenal An-
tonelli siéntanse con ella a la mesa. Se sirve la comida en el plato,
pero no la prueba. Observa atentamente a su dama de compañía
mientras ésta come, y, sólo después que la ve pasar algunos bocados,
se decide Carlota a probar algo de cuanto le sirvieron. Por lo demás,
se muestra perfectamente razonable, habla mucho y aun con alegría
y agudeza. Al fin, el coronel de la gendarmería, Bassi, destacado a
su servicio, consigue a las ocho y media de la noche conducirla al
hotel mediante engaños.

Llegada a su habitación, al principio se muestra muy sosegada.
Pero, de pronto, se da cuenta de que falta la llave de las dos puer-
tas que dan acceso a las habitaciones con ventanas a la calle, mientras
la estancia suya da a una terraza del jardín. Se excita en gran manera
por ello y, a las diez de la noche, huye secretamente de su habitación,
se dirige corriendo al Vaticano y ruega e implora allí que le permi-
tan dormir en el palacio, pues en el hotel no podría dormir ante
el constante peligro de verse asesinada. Reina en el Vaticano una
gran confusión. No había recuerdo humano de que jamás se alber-
gase allí una mujer. La Emperatriz, con gritos que parten el alma,
va diciendo:

"¡Pasaré la noche sobre las losas de los corredores si no se me
concede una habitación!"

Los secretarios de cámara, los médicos, los sirvientes, procuran
convencerla; todo es inútil. "Yo vivo mi vida —va diciendo—, ¿qué
me importa la etiqueta? Sólo junto al Padre Santo me siento pro-
tegida, sólo aquí estoy segura".



236 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Al fin, ordena Pío IX que se acondicionen dos camas en la
Biblioteca, una para la señora Del Barrio y otra para la Emperatriz.
Muebles riquísimos, pesados candelabros de plata, selectas tapicerías,
en un abrir y cerrar de ojos procuran en la severa mansión un fas-
tuoso dormitorio. Carlota, que casi no comió ni bebió nada, presenta
síntomas de un profundo agotamiento. En brazos la conducen a
la cama, a cuya cabecera vela toda la noche la abnegada señora Del
Barrio. Un sueño profundo y reparador envuelve ahora el extraviado
espíritu de la Emperatriz.

Al día siguiente, repítese el mismo espectáculo. Se proyecta
conducirla a dar un paseo y con este pretexto llevarla al hotel. Pero
se niega a poner el pie en el carruaje que el Papa le ofrece. Durante
la comida, sólo quiere probar los alimentos que están destinados al
Papa y rechaza los que se preparan para ella. Convencida de que
sucumbirá a un envenenamiento, escribe numerosas cartas de despe-
dida y disposiciones testamentarias. No quiere ser "embalsamada ni
expuesta al público" después de su muerte, sino sepultada de la
manera más simple en la basílica de San Pedro, si es posible cerca
de la tumba del Apóstol. Carlota lega a Maximiliano todos sus bienes
y todas sus joyas y adornos, y sólo le ruega que entregue un recuerdo
suyo a los hermanos. En unas cuantas líneas conmovedoras se di-
rige a su marido:

"Roma, 1 octubre 1866.
"Tesoro mío tan querido:

"Me despido de ti, Dios me llama. Te doy gracias por la
felicidad que supiste procurarme en todo momento.

"Dios te bendiga y te permita alcanzar la eterna beatitud.

"Tu fiel,

Carlota".

La desgraciada mujer escribe también al Papa e implora, "ya
en el umbral de la muerte", la bendición de Su Santidad. Cuando,
al anochecer del l 9 de octubre todos estos escritos y cartas estu-
vieron terminados y firmados, intentóse de nuevo sacar a Carlota
del Vaticano.

El cardenal Antonelli combina un ardid. No muy lejos del
Vaticano se encuentra el convento de San Lorenzo. Las religiosas
de esta santa casa podrían invitar a la Emperatriz que visitara el
orfelinato. Se presenta, pues, la Superiora y expone su deseo, Car-
lota accede complacida, no sin dejar de hacer presente a la religiosa



LOCURA EN ROMA 237

que acepta la invitación si pueden garantizarle que no va a sufrir
daño alguno. Durante el camino, la Emperatriz oculta el rostro.
La visita al convento marcha al principio sin dificultad alguna; la
Emperatriz habla amablemente con los huerfanitos. Pero una de las
hermanas comete la temeridad de mostrar la cocina a Carlota y le
invita a probar uno de los guisos que allí se cocinan. Hay en la
cuchara una pequeña mancha. "¡Veneno, veneno! —grita al punto—;
fortuna que lo vi a tiempo". Y cae de rodillas en medio de la cocina.

"Te doy gracias, Señor Dios de clemencia, que me has querido
salvar".

Ya en esto, la desventurada dama, que está hambrienta porque
casi no comió nada en más de veinticuatro horas, ve una gran olla
donde hierve un trozo de carne. Y, antes que nadie pudiese im-
pedirlo, hunde los brazos en el agua hirviente, arranca un pedazo
de carne y lo engulle con avidez, mientras los brazos y la boca se le
cubren de quemaduras terribles. "Así, así —exclama—, puedo al fin
satisfacer el hambre, porque esto sí que no está envenenado". Pero
entonces comienza a sentir el dolor de las quemaduras. Cae des-
mayada, gran beneficio en aquellos momentos. Se le vendan con
toda solicitud las heridas y es conducida rápidamente al coche. Co-
rren las cortinillas y los caballos echan a andar. Pero con el movi-
miento del coche despierta la Emperatriz de su desmayo. Arranca
de un tirón las cortinillas de las ventanas.

"¡Auxilio, auxilio! —grita con voz exasperada—, me quieren lle-
var al patíbulo".

Mientras, se habían procurado una camisa de fuerza. Se la
echaron encima y los caballos partieron al galope por entre la mul-
titud, que movida por la curiosidad afluía a la Piazza.

El séquito de la Emperatriz se reunió en el hotel y tomó el
acuerdo de enviar a Méjico uno de los médicos de la Emperatriz
para enterar al Emperador de la enfermedad de su esposa. Llenos
de zozobra, aguardan la llegada del Conde de Flandes y del Conde
Bombelles, que ha sido avisado en Miramar.

Del 2 al 3 de octubre, la Emperatriz pasa el tiempo con aire
caviloso y sombrío en sus habitaciones, en compañía solamente de
la camarista, a la cual no se ha extendido aún su desconfianza. Por
indicación del médico, el resto del séquito se mantiene apartado de
la enferma.

La comida es su mayor preocupación. La camarista la prepara
por sí misma en un infernillo de alcohol, ante los ojos de la Em-



238 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

peratriz, y aquélla ha de probar un bocado de cada plato. Tres pollos
están atados a la pata de una mesa y la infeliz camarista los ha de
matar, desplumar y guisar. Han traído también un gato y le dan un
poco de todos los manjares antes de que los pruebe la Emperatriz.

Por lo demás, la Emperatriz se ocupa constantemente en re-
dactar decretos, por los cuales licencia a los miembros de su sé-
quito por traición e intento de asesinato. Del Vaticano, se trajo un
vaso y cada día, acompañada de su camarista, se dirige a una dis-
tinta fuente pública de la ciudad para no morirse de sed.

El 5 de octubre, recibe una carta del papa Pío IX devolvién-
dole el proyecto de concordato que le entregó la Emperatriz en la
primera audiencia y con palabras amables procura calmar a la exal-
tada dama:

"Majestad:

"Adjunto el proyecto que tuvisteis la bondad de entregarme.
Me causa satisfacción que aquel vaso os haya sido de utilidad. Ruego
cada día a Dios para que devuelva a Vuestra Majestad el reposo es-
piritual y aleje de vuestro ánimo aquellas sospechas que tanta desazón
os ocasionan. Os bendigo de todo corazón.

Pío IX".

El estado de la Emperatriz es más amenazador cada vez. Casi
no duerme de pura congoja de ser asesinada durmiendo. Inquieta y
nerviosa habla sola, ya con violencia, ya como un murmullo. Todo
el día anda de un lado para otro en la habitación. Sus facciones
muestran el sello de la enfermedad: unas rosetas en las mejillas re-
saltando sobre la palidez de la cara, los ojos hundidos en sus cuencas,
la mirada incierta y móvil. Comienza a descuidar la compostura, no
puede sufrir ni que intenten arreglarle el cabello y parece ver en
cada diente del peine el puñal de un asesino. De cuando en cuando,
tiene momentos de pleno raciocinio y habla y obra entonces con
entera razón, y la idea del veneno apenas si aparece en estos breves
intervalos. La camarista, que no se ha separado un punto de su
señora, está que no puede más, no alcanza a soportar tan prolongada
tensión, tantas impresiones terribles a todo momento. Se busca una
persona que la substituya, pero se teme poner junto a la pobre loca
una mujer extraña, y aún más confiarla a una de aquellas damas del
séquito que eran el blanco de sus sospechas.



LOCURA EN ROMA 239

El 7 de octubre, aún habla Carlota muy cuerdamente sobre
Méjico, sobre su recibimiento en Roma y la simpatía que aquí todos
le demostraron, así como sobre la muerte de dos conocidos mejicanos.
Ambos murieron de muerte natural, pero también supone la Em-
peratriz (y aquí aparece ya su locura) que fueron asesinados. Por
la noche, acompañada del Conde Bombelles, llegado recientemente,
se dirige a la estación para aguardar a su hermano el Conde de
Flandes. Profundamente conmovido, el Conde saluda a su pobre
hermana. A los pocos días, estando los dos juntos en cierta ocasión,
ella levantóse de pronto de la silla y dio orden de que comprasen un
corazón de plata. Luego ordenó que grabasen en italiano sobre este
corazón las siguientes palabras: "A la Santísima Virgen, en agrade-
cimiento de haberme salvado la vida el 28 de septiembre, estando
yo en peligro de muerte. Carlota, emperatriz de Méjico". Y lo manda
a la basílica de San Pedro como exvoto. El 8 de octubre, por la
tarde, la Emperatriz recibe la visita de los que fueron reyes de Ña-
póles, que se encuentran por aquel entonces en Roma. Le recomiendan
que procure estar tranquila y que coma y beba sin temor. "Andad
con cuidado que no os envenenen también a vosotros", fué la con-
testación de la Emperatriz.

La noche del 9 de octubre, el Conde de Flandes permanece en
la habitación de su hermana, que no se acuesta un momento ve-
lando o dormitando alternativamente, casi siempre hablando como
para sí misma.

Luego, el Conde logra conducir a Miramar, sin más incidentes,
a su trastornada hermana. El corazón de la Humanidad, Roma, co-
mo decía Carlota, y el cerebro de la Humanidad, París, la habían
rechazado; abandonada por el trono y el altar, aplastada por la
responsabilidad enorme que se echó encima con el fatal consejo que
diera a su marido, su razón sucumbe al peso del desengaño.

Dos años antes nada más, había salido de aquel palacio junto
al Adriático, como una joven de floreciente belleza, llena de gozo
y de avidez de vivir, animada por los más altos ideales; ahora regresa
a él nublado el espíritu, tronchada en la flor de sus años mejores.

Pero no quiere permanecer en Miramar: "He de partir inmedia-
tamente para Viena y Bruselas con objeto de obtener algo a favor
de mi marido". Instantes de lucidez, en los cuales reconoce la peli-
grosa situación de Maximiliano en Méjico, alternan con otros de
total ofuscación. Como, naturalmente, no se le permite salir, repe-
tidas veces intenta huir sin sombrero ni abrigo, y muchas veces se



240 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

le tiene que impedir a la fuerza. Aguarda cada día la llegada de
Maximiliano, y un día, a la hora de comer, pregunta de súbito a un
criado: "¿Por qué no viene el Emperador a comer a la hora?"

La idea de que todos se han conjurado para envenenarla, no
la abandona. Es un tema constante, al cual vuelve sin cesar. "Nin-
guna personalidad famosa ha desaparecido de muerte natural: mis
padres, Palmerston, el príncipe Alberto, todos fueron eliminados por
el veneno. ¿Y es Napoleón quien manda estas bandas de asesinos
o el propio Maximiliano? ¿También él amenaza mi vida? ¡Ah!, si
en aquella ocasión me envió a Yucatán para hacerme asesinar allí".
"Pero, Majestad —le dicen los médicos—, qué estáis pensando; todo
eso no son más que fantasías".

"Cierto, cierto —exclama sollozando de alegría, y se precipita
al cuello del doctor alienista—. Dios sea alabado". De repente, sién-
tese como aligerada de un gran peso.

El 4 de noviembre, es su santo y el del Conde Bombelles. Recibe
cordialmente a éste, sin acordarse siquiera de que tantas veces le ha
acusado de querer envenenarla. "Mis felicitaciones más sinceras" y
Carlota ofrece la mano al Conde. Goza como una niña con los re-
galos y las felicitaciones. Pero, por la tarde, cuando la Emperatriz
con los médicos y los invitados acuden al pabellón del jardín, donde
cuatro músicos se disponen, para celebrar el santo de Carlota, a eje-
cutar su predilecto cuarteto para instrumentos de cuerda, de súbito,
la enferma se pone a temblar y cree adivinar en los músicos unos ase-
sinos que han venido para matarla. Desde aquel punto empeora vi-
siblemente el estado de la Emperatriz, la desconfianza crece de día
en día; todas las personas del palacio son objeto de sus desatentadas
sospechas, especialmente un antiguo y fiel servidor, anciano ya, por-
que tiene, según dice Carlota, unas ojeras oscuras en los ojos. Todos
han sido contratados para "retenerla prisionera", como va afirmando
la pobre enferma. En las mujeres que lavan en la fuente cerca de
Mora, en los obreros de la aclle, en fin, en todo el mundo, ve los
espías pagados por Maximiliano. La Emperatriz se niega a tomar
ninguna clase de agua porque su marido le refirió en cierta ocasión
que en Orizaba habían intentado envenenarle por este procedimiento.
Arremete duramente contra el doctor Jilek, lo que obliga a éste a
tratarla con gran severidad y aun con amenazas. Tampoco este pro-
cedimiento surte efecto alguno. La enferma se calma sólo en apa-
riencia y por miedo, pero la amargura de sus observaciones y la in-
sistencia sobre ciertos puntos demuestra que su delirio prosigue.



LOCURA EN ROMA 241

Resulta impracticable retenerla en cualquier ocupación reposada
y seguida: pronto se cansa de cuanto emprende, sea pintar, tocar el
piano o leer, y todo ello no la conduce a nada que le reporte sa-
tisfacción y que valga la pena de ser proseguido. Sólo excita verda-
deramente su interés la política, que es su tema predilecto; pero es
muy comprensible que no le sea muy conveniente abordar aquellos
temas, por cuanto toman en seguida un matiz profético y místico, de
delirio también, y en ellos representa su marido un papel central.
Siempre alude a las revelaciones de San Juan, que no ha podido ol-
vidar nunca. El siniestro grabado de Durero representando los jinetes
del Apocalipsis flota día y noche ante sus ojos.

La enfermedad de Carlota no ofrece esperanza alguna; es una
realidad que no puede ser ocultada por más tiempo al esposo que
aguarda a la Emperatriz en Méjico, colmado el ánimo de zozobras
c inquietudes. El amargo cáliz está lleno hasta el borde, y Maxi-
miliano lo ha de vaciar hasta las heces.



18



Capítulo XVII



Los últimos estertores del Imperio



Las desdichas de la emperatriz Carlota impresionaron a Napoleón
más profundamente de lo que se cree. Cuando aun estaba ella en
París, de todas partes llegaron quejas y quejas sobre Bazaine. En el
Cuerpo expedicionario, tenía el mariscal pocos amigos, y las intri-
gas de los generales en contra suya eran continuas. La conciencia
despierta ahora en Napoleón. Quizá aquella desventurada dama, que
tan rudamente tratara él en París, llevaba toda la razón y su ma-
riscal, allá, en Méjico había malogrado con su proceder aquella em-
presa espinosa por sí misma. Napoleón tiene un ayudante de campo,
el general de brigada De Castelnau, un gran amigo de Douay, que
es quien ha facilitado a los emperadores más de una de las cartas
acusadoras que llegaron de allende el mar. El monarca francés se
propone enviarle a Méjico para que procure hacerse cargo de cómo
andan las cosas. Asegura por carta a Bazaine que continúa gozando
de su confianza y que ha de seguir siendo la cabeza responsable de
la expedición, pero al mismo tiempo concede al general De Castelnau
plenos poderes para revocar eventualmente las decisiones de Bazaine
y aun para forzarle a tomar el camino de Francia. Ha de exponer
también a Maximiliano que es un acuerdo firme la retirada de los
auxilios para la próxima primavera, tratando por todos los medios
de inclinarle a la abdicación del trono y procurando que el Gobierno
que le suceda sea favorable a los intereses de Francia.

Castelnau llega, el 12 de octubre, a Veracruz. "Napoleón tuvo
razón —declara a los mejicanos que salen a recibirle— al anunciar
que las tropas sólo habían de quedar en Méjico hasta principios
del 1867, pero por otros supuestos. La situación de Europa ha
cambiado de tal manera, que Francia se ve obligada a concentrar
todas sus fuerzas". De los Estados Unidos y de sus amenazas no
dijo una palabra. París quiere velar esta presión que considera hu-
millante.



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 243

Tras algunas breves conferencias en Veracruz, De Castelnau si-
gue su camino para verse cuanto antes con Bazaine y el Emperador.
Maximiliano, que vuelve a sufrir de paludismo, recibió, el 18 de
octubre, un telegrama de Europa, donde se le dice que la emperatriz
Carlota, acompañada de unos médicos, llegó por aquel entonces a
Miramar. No se le anuncia claramente la terrible verdad; sólo se
menciona la llegada a Miramar del doctor Riedel, de Viena. Maxi-
miliano pregunta a su médico de cámara si conoce el nombre de
aquel doctor.

"Sí, Majestad, es el director del Manicomio de Viena", contesta
Basch, sin medir la importancia de lo que decía.

Con ello queda dicho todo. La aterradora verdad conmueve
terriblemente al Emperador, débil a causa de su dolencia. Ambos es-
posos se querían sinceramente y Maximiliano se da cuenta de que
ha perdido su idolatrada compañera, su apoyo y sostén en los momen-
tos difíciles. Carlota le instó a permanecer en Méjico, porque confiaba
encontrar ayuda en París y en Roma; ahora queda sepultada toda es-
peranza de éxito. Hasta ahora, no decide el apenado y conmovido
Emperador a seguir el consejo de Herzfeld, que cada vez con mayor
insistencia le aconseja que abandone el país. En la noche del 18 de
octubre, fué tomada la decisión, que se puso en conocimiento del
comandante de la corbeta austríaca fondeada en Veracruz. Comien-
zan, pues, los preparativos del viaje y Maximiliano escribe a Bazaine
que piensa dirigirse a Orizaba porque precisa a su quebrantada salud
un clima más suave. Esta población está situada en el primer tercio
de la gran carretera que va a Veracruz. Se comunica a la señora Itur-
bide que le devolverán su hijo. No hay duda, Maximiliano aban-
dona el país.

Los acontecimientos de la Corte causan gran sorpresa en los
círculos conservadores de la capital. Están al corriente de lo que su-
cede por los informes que procura el padre Fischer, quien ve hun-
dirse todos sus planes para el futuro. Maximiliano ha comunicado sus
intenciones al jesuíta, y éste se indigna de que no se le haya lla-
mado a consejo.

"Es imposible que Vuestra Majestad abandone el país sin pro
curar por la suerte de las legiones austríaca y belga, sin poner en
orden los mil y mil asuntos que quedan pendientes, sin hacer algo
en favor de sus partidarios". De nuevo la fatídica palabra. En toda
ocasión salió a relucir y nunca fallaron sus efectos. Meditabundo
queda el Emperador, pero la terrible impresión de la enfermedad de



244 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

la Emperatriz predomina aún. Mantiene la decisión de su viaje a
Orizaba. Pero Fischer no se da tan pronto por vencido. En Orizaba
piensa pasar el Emperador una temporada, no faltará ocasión para
ganar su voluntad y hacerle mudar de propósito. Los ministros con-
servadores presentan sus dimisiones. Fischer parlamenta con ellos y
les hace ver que, dado el carácter del Emperador, no han de consi-
derar la causa como perdida aunque de momento le vean abatido. A
tenor de estas razones, deciden continuar en sus puestos.

En el ínterin el Emperador va planeando un manifiesto: "Las
luchas y resistencias en el país no parecen entrar en sendas de paz,
hacen imposible la tan necesaria concordia; la felicidad de mi vida
acaba de ser aniquilada por la grave enfermedad de mi esposa, mis
fuerzas disminuyen, y, como hombre honrado y leal, pienso que no
cabe prolongar un estado de cosas que sólo puede acarrear una
agudización de los males de Méjico. Se nombrará una regencia que
gobierne el país hasta que recaiga acuerdo en el Congreso". Pero
la idea de lanzarlo a la publicidad le hace vacilar aún.

Tronchado moral y físicamente, emprende, el 20 de octubre,
el viaje a Orizaba. Le oprimen el ánimo la dureza de las leyes que
se aplican contra sus contrarios políticos. Es preciso que Bazaine sus-
penda todos los juicios sumarísimos y toda suerte de persecuciones,
así como todo acto de violencia.

En una de las paradas que hicieron para pernoctar, el coche de
Maximiliano se eruza con el séquito de Castelnau. El general solicita
al punto una audiencia. El Emperador, no obstante, se hace excusar:
su médico le ha prohibido en absoluto recibir visitas. Está decidido
a la abdicación, enfermo y deprimido, y no le place recibir a un
general que viene de parte de aquel hombre que le ha traicionado y
abandonado. Castelnau, que viene a ser el otro "yo" de su señor,
siéntese profundamente ofendido, y la consecuencia de todo ello fué
una marcada aversión hacia Maximiliano, igual que la que llevaba
hacia Bazaine. Decepcionado, prosigue Castelnau el camino de la
capital, y, antes de partir, tiene ocasión de contemplar cómo el "tan
enfermo Emperador" sube con paso ágil a su magnífico coche ti-
rado por seis muías blancas, que le fueron robadas al siguiente relevo.

Todos consideran como seguro el fin del Imperio y hablan ya
sin ningún miramiento. En tanto, llega Castelnau a Méjico indig-
nado por el trato despectivo de que ha sido objeto. Al cabo de un
par de días de encontrarse allí, juzgaba ya muy severamente a Ma-
ximiliano y sus métodos de gobierno: "No es un Empereur, sino un



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 245

empireur (M; su escasa inteligencia, su debilidad de carácter, sugie-
ren los peores augurios. Su mayor entusiasmo consiste en resultar
desagradable a los franceses, y si alguien existe en el mundo que nos
odie más que él, es justamente su esposa Carlota. Por otra parte, el
país es capaz de disciplina, apto para ser bien gobernado; no falta
más que un gobernante de veras".

Bazaine recibe al joven general de brigada con un aire de ili-
mitada superioridad que todo un mariscal de Francia es conve-
niente que adopte. Sentimientos muy dispares le agitan. No obs-
tante, Bazaine es ante todo un soldado. No es cosa de su carácter
rebelarse contra cualquier acto de su señor, aunque le parezca des-
acertado, turbio o hiriente. Recibió al ayudante de campo con muy
buenas maneras, un poco confuso quizá, y cerró su desagrado con
siete llaves en lo más profundo del alma.

Seis días después de su llegada, envía Castelnau un detallado
informe: "El Emperador es un hombre del cual hay que temerlo
todo. El ejército mejicano no vale gran cosa y, si Maximiliano in-
siste en permanecer aquí, no es difícil imaginar cuál ha de ser el
final. Casi todo el país, hasta las dos carreteras principales, está en
manos de Juárez, cuya fuerza y prestigio aumentan de día en día.
Si Vuestra Majestad se retira de Méjico, este hombre queda dueño
de la situación. No existe, pues, para Maximiliano más recurso que
la abdicación. Hay que hacer esfuerzos a fin de que instaure un
Gobierno presentable; de lo contrario, todo puede ser arrastrado
en la caída del Imperio".

Mientras, el Emperador ha llegado a (Drizaba. Allí le tenían
preparado los conservadores un solemne recibimiento. El jesuíta
Fischer inventa todas las combinaciones para prolongar el viaje del
Emperador y amaña minuciosamente aquellas fiestas: conocía la sen-
sibilidad de éste por las manifestaciones populares de afecto; jus-
tamente en aquellos momentos es preciso halagar su amor propio
y sus deseos de popularidad, a fin de provocar aquel estado de ánimo
que es el único que podía dar esperanzas de impulsarle a un cambio
en su propósito.

El plan tiene éxito: cuando Maximiliano se entera del recibi-
miento que le preparan, ordena que quede rezagada la escolta fran-
cesa, sin la cual no hubiese llegado sano y salvo a Orizaba, y se pro-



(1) Juego de palabras en francés, completamente intraductible al español. La
ingeniosa combinación tiene por base la semejanza de las palabras "Empereur" (Em-
perador) y "empireur" (empeorador) . — N. del T.



246 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

sigue el viaje a caballo seguido sólo de su escolta personal, para
hacer la entrada en la ciudad, donde los conservadores le reciben
con grandes manifestaciones de júbilo. Siempre se esforzó Maximi-
liano en mostrarse en público lo menos posible acompañado de
franceses, para no herir los sentimientos nacionales de los mejicanos.
Y ahora que los franceses le abandonan en los momentos difíciles,
tiene naturalmente muchas más razones para ello.

No toma consigo ni al comandante Pierron, que muestra gran
odio y rivalidad hacia los nuevos consejeros del Emperador, Fischer
y Herzfeld. Cuando está lejos de Méjico, intenta influir aún sobre el
Emperador con sus telegramas. El buen hombre es un intrigante, ora
al lado de Bazaine, ora al de Castelnau, e intenta convencer a cada
uno de los dos generales de que está completamente de su parte.

Ahora, se encuentra situada en el primer plano la cuestión del
futuro régimen político, pues aun el solemne recibimiento en Orizaba
no consigue apartar definitivamente al Emperador de su propósito de
abandonar la palestra y salir para Europa. Los preparativos del viaje
van siguiendo su curso. Cajas y cajas, con los objetos de propiedad
particular del Emperador y con el archivo secreto, son trasladadas a
la fragata austríaca, a cuyo capitán se ordena que tome carbón y
apareje la nave para salir en cualquier momento que precise.

Herzfeld anima al Emperador para que no deje de mano su
proyecto; ha venido personalmente a Méjico para ayudar a su im-
perial amigo, de quien recibiera favores y dignidades, y a quien tiene
grande afecto, para tratar de salvarle de aquellos momentos que con-
sidera de gran peligro. Encuentra la situación más amenazadora de
lo que juzgaba desde Europa, y redobla sus esfuerzos ante las noti-
cias fatales que llegan de París y de Roma. Hasta entonces, hacía
caso Maximiliano de sus palabras; pero el padre Fischer quiere
desembarazarse del inoportuno huésped; el jesuíta está decidido a
la eliminación de Herzfeld, e insiste cerca del Emperador para que
le envíe a Europa "a preparar las cosas del regreso".

El Emperador comienza de hecho a vacilar; va preguntando su
opinión a todos los que le rodean. Como, por ejemplo, la de su
médico de cámara, el doctor Basch, que le aconseja que no tome
una decisión precipitada. Basch no conoce suficientemente al Em-
perador para adivinar que cada nueva demora, con el espíritu vaci-
lante de éste y su íntimo deseo de mantenerse en el poder, constitu-
ye un peligro evidente para la decisión de retirarse del país. Se so-
licita el parecer hasta del director de los Museos, Bilimtk; en suma,



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 247

todo el mundo ha de dar su consejo, para que una sola persona al-
cance a ver con claridad la situación y luego anuncie y realice un plan
preciso e irrevocable: el propio Maximiliano. El padre Fischer de-
nomina siempre la retirada del país, no sin cierto énfasis, "la huida".
Son argucias que comienzan ahora a surtir su efecto. Además, no
deja de pensar el Emperador cuan penoso habría de ser su regreso a
la patria y va apartándose del criterio de Herzfeld. Consiente que
se le reintegre a Europa; el padre Fischer sabe amañar las cosas de
tal suerte, que Herzfeld y el Emperador no vuelven a verse cara a cara.
Apenado pero lleno de resignación, y sin presentir siquiera quien
tenía en sus manos los hilos de la intriga, emprende el fiel amigo
su viaje de regreso. Desde La Habana, quiere amonestar de nuevo
al Emperador y escribe a Fischer:

"Muy distinguido señor:

"Confío que estas líneas no las recibirá usted en tierra mejica-
na. Cada instante de retraso centuplica el peligro. Los pretextos que
da el Emperador para justificar su permanencia ahí son, a todas lu-
ces, fútiles. Salgan, salgan de esa tierra que dentro de muy poco va
a ser el teatro de una de las más crueles guerras civiles que jamás
se hayan visto. Por todos lados se aprestan al asalto; los norteameri-
canos intervienen. Cueste lo que cueste, insten al Emperador. Yo le
obedecí, pues me dijo que mi presencia era más perjudicial que útil.
Al Emperador, no le volví a ver; no lo comprendo, caí en desgracia
y no acierto a imaginar cuál haya podido ser la causa; de nada me
siento culpable. Mi preocupación constante fué la seguridad y la
libertad del Emperador. La Providencia ha reservado a usted el papel
de completar y terminar esta obra. Salve usted a nuestro desventu-
rado y noble Rey. Austria, Europa entera le han de quedar agradeci-
das. Muéstrese firme, no se deje influir por el ambiente de Méjico...
Salve al Emperador, al hombre.

"Envíe a Nueva York la noticia de la partida y actúe bajo su
propia responsabilidad, según exijan los intereses del Emperador.

"Présteme usted apoyo, defiéndame contra acusaciones injustas,
como yo hice siempre con usted. Sepa usted que estuve a punto
de ser detenido por los franceses; esto lo debo a Pierron. Adiós,
amigo; cuente con la verdadera amistad de su devoto,

HerzfeJd".



248 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA.

El padre Fischer lee la carta con una reposada sonrisa y la pone
a un lado. Ha conseguido engañar a este hombre sencillo. Es de
buen agüero la ausencia de Herzfeld y la mejoría en la salud del
Emperador que se ha producido por aquellos días. Otro aconteci-
miento favorable: el 30 de octubre fué nombrado auxiliar del ca-
marero mayor de Maximiliano y le fué confiado el despacho de todos
los asuntos personales del Emperador. Pero no ha llegado aún a la
meta de sus deseos. Maximiliano continúa escribiendo cartas de des-
pedida a unos y a otros, que comienzan casi todas con estas palabras:
"A punto de separarme de nuestro querido país, etc." Está ya re-
dactado el telegrama para su madre anunciándole que, tras una des-
pedida emocionante de su tan querido Méjico, se ha embarcado para
Europa. Queda sin curso, como una nota para Bazaine respecto al
transporte de las legiones belga y austríaca y a muchos otros asuntos
relacionados con la partida.

Bazaine cree aún que Maximiliano abandonará el país. Pero
¿qué Gobierno puede sucederle en Méjico que responda a los deseos
de Napoleón? Negociaciones con Juárez es algo que considera im-
posible y poco honroso. Intenta ofrecer la presidencia a diversos
jefes liberales del partido de Juárez, para contrapuntarles con el jefe,
pero sin resultado.

Los partidarios del Presidente obtienen un éxito militar tras otro
y se van creciendo, tornándose cada vez más altaneros. La propia
legión austríaca sufre una gran derrota. Desde la retirada del general
Thun está abandonada a sí misma, la dirigen todos y ninguno. Los
franceses no hacen ya nada y procuran ponerse a buen recaudo.
Nadie les respeta ya y, aun en la propia ciudad de Méjico, comien-
zan a desaparecer todas las consideraciones de que gozaban antes.
En uno de los teatros de allí, se representa una pieza en la cual apa-
recen en escena Napoleón, Maximiliano, Juárez y partidarios de unos
y otros. Mientras los juaristas son aplaudidos, se lanza contra ambos
emperadores y sus paladines toda guisa de denuestos e injurias y aun
amenazas de muerte. Bazaine exige el inmediato cierre del teatro y la
destitución del jefe de la Policía. Los funcionarios mejicanos, consi-
derándolo como un ataque a sus derechos, reciben con indignación
las exigencias de un hombre que está en trance de abandonar el país.

He aquí las consecuencias de la decisión del Emperador. De
nuevo puede comprobarse el espectáculo de cómo entre la desvenci-
jada armazón de un Imperio que se hunde, los principios, el carác-
ter, las opiniones, todo se funde como la nieve al sol. Juramentos,



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 249

fidelidad, adhesión, incormptibilidad, valor, ¿dónde se fueron? A mi-
les se separan de la fracción vencida; por doquier no se ve más que
un doble juego; sólo unos pocos se mantienen fieles y valerosos hasta
el último instante; sólo unos pocos mantienen enhiestos el honor y
la cabeza.

Desde Orizaba, Maximiliano se da muy poca cuenta de todo
ello. Si el recibimiento cordial le causa vivísima alegría, el clima de-
licioso y la belleza del paisaje realizan el resto del milagro. El Em-
perador se repone visiblemente y comienza de nuevo a cobrar ánimos.
Los ministros conservadores renuevan sus esfuerzos. Le recuerdan
las palabras que pronunciara en la fiesta de la Independencia: que
un Habsburgo no huye en el momento del peligro; le recuerdan ei
juramento que prestara en Miramar. ¿Qué diría el mundo, qué diría la
Historia, si el Emperador no lo mantuviese? Le cuentan que va cre-
ciendo de día en día la animosidad del pueblo contra los franceses,
mientras aumenta la adhesión a su egregia persona. "Si Vuestra Majes-
tad nos abandonase —le afirman—, sería una espantosa calamidad para
toda la población de Méjico".

El odio de Maximiliano contra los franceses va incrementándose.
Una carta de Pierron, que le llega de la capital, lo atiza aún más: "Se
me han comunicado las últimas disposiciones del emperador Napo-
león. Prescriben categóricamente la prohibición para los funcionarios
franceses de prestar cualquier ayuda, sea de la suerte que sea, a Vues-
tra Majestad. Parece que se desea ardientemente alejar a Vuestra Ma-
jestad, forzaros a la abdicación, y con esta base negociar con los Es-
tados Unidos. Ciertamente, se deja comprender también que no
retrocederán ante una medida extrema, que insinúan".

No hay duda, los franceses, que le han dejado en el mal paso,
y de los cuales ya nada quiere saber, osan ahora amenazarle si no se
inclina a sus deseos. Maximiliano les mostrará ahora que él sabe
mandar solo. El estado de ánimo del Emperador ha mejorado, re-
corre los bellos alrededores de Orizaba, colgada al cuello su caja de
herborización, interesado por animales y plantas, y se frecuenta mu-
cho con el embajador inglés, que le anima a no lanzar el fusil en el
trigal. Pues, ahora que los franceses salen del país, las cosas son muy
distintas.

Inglaterra comienza a ganar una influencia preponderante sobre
el Emperador y ello constituye un hecho que no puede reportar sino
ventajas a esta monarquía de Centroamérica. El embajador inglés
llega a escribir una carta privada al padre Fischer, en la que califica



250 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

la abdicación de paso precipitado e innecesario. Es algo así como
traer agua a aquel molino; presuroso, acude al Emperador y le
muestra la carta del representante inglés. Maximiliano decide apla-
zar su salida de Orizaba para dentro de unos días. El padre Fischer
lo interpreta como una señal favorable, se frota las manos de placer,
quiere ganar la partida y ha de lograrlo.

Pierron llega en su auxilio con una falsa noticia. Escribe que el
embajador de Austria ha recibido el encargo de comunicar a Maxi-
miliano que se le prohibrá la entrada en su país mientras pretenda
mantener su derecho a una eventual sucesión en el trono de Austria.
La comunicación no ha tenido lugar, pero Maximiliano no abriga
duda alguna de que hay algo de verdad en el fondo de aquel rumor.
Y ello aumenta el desagrado que experimenta cuando piensa en la
probabilidad de reintegrarse a su patria de origen. Si los deseos del
padre Fischer no han obtenido ya un éxito total, tiene en gran
parte su fundamento en las nuevas que han llegado al Emperador
sobre este personaje, muy a propósito para hacerle entrar en dudas.
Especialmente por lo que atañe a sus supuestos éxitos en Roma, que
han resultado pura farsa. Vacila aún el Emperador entre si ha de
partir o ha de quedarse, cuando he aquí que, de golpe, le salen al
padre Fischer dos aliados poderosos.

Los generales Márquez y Miramón, conservadores de pura cepa
y en otros tiempos, cuando Maximiliano trataba de gobernar con los
liberales, enviados a Europa con el pretexto de unas misiones diplo-
máticas, ahora, de nuevo los conservadores en el poder, han regresa-
do de Europa. No están muy enterados de la verdadera situación ac-
tual de Méjico, pero se esfuerzan en convencer al Emperador de que
no salga del país, sin duda porque ven en ello el interés del partido.

Todos los franceses han sido apartados de la vecindad del Em-
perador, por cuanto casi todos los que le rodean son apasionadamente
antifranceses. El mando de la legión austríaca ha ido a parar a manos
del valeroso coronel Von Kodolitsch, quien se propone obtener que
todo aquel cuerpo de austríacos se ponga voluntariamente al lado
del Emperador. Pero entre la tropa existe una agitación que puede
dar mucho juego. Una comisión de soldados quiere presentarse al
Emperador para pedirle la disolución del cuerpo. Una carta de un
oficial superior muestra cómo juzgaban en la legión el estado de
cosas: "El Emperador se encuentra en Orizaba rodeado de verdaderos
aventureros y picaros; por otra parte, completamente en manos del
partido clerical, al cual pertenecen los generales Márquez y Miramón,



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 251

que le adulan de continuo con engañadoras esperanzas. El emperador
vacila, no sabe qué partido tomar; desafiando a los franceses, de
quienes está ahora distanciado, decide un día volver a Méjico, mien-
tras a la mañana siguiente se propone embarcar cuanto antes; todo
viene a aumentar la confusión que reina aquí; según mi opinión, en
el mejor de los casos la caída del Imperio puede ser demorada, pero
no en manera alguna evitada; pues el Emperador está en malos
términos con todos los partidos".

Como expediente postrero escoge Maximiliano la salida carac-
terística de los temperamentos vacilantes cuando vienen a dar con la
necesidad de tomar una resolución trascendental. Antes de su abdi-
cación, quiere oír el parecer de un "Consejo". Con este objeto invita
el 18 de noviembre a Bazaine y a todos los ministros y consejeros de
Estado, para que se reúnan en Orizaba en una conferencia donde ha
de decidirse el futuro régimen del Estado. Bazaine no comparece, y
sólo unos veintitrés consejeros conservadores se ven por Orizaba.
Maximiliano saluda a la Asamblea por escrito, explica los motivos de
su resolución de abdicar, pero expresa al final que está dispuesto,
si lo exigiese el interés de Méjico, a sacrificarse por la patria. Pasa
por alto, no obstante, la actitud de la población, que es de una
indiferencia manifiesta. A lo mejor, ha de quitarse él antes el som-
brero para recibir el saludo de un par de desarrapados que encuentra
en su camino.

Se reúne la Asamblea y, de los veintitrés representantes, once
votan por una pura y simple abdicación. Pero Maximiliano no es capaz
de abandonar la corona. Herzfeld cayó en desgracia porque era parti-
dario de la vuelta a Europa; Fischer, que era partidario de permanecer
en el país, ha ido ganando favor y Maximiliano no hace más que
oír, con placer infinito, de los doce consejeros restantes lisonjas, pro-
mesas y afirmaciones engañadoras.

En el embajador austríaco, el Barón Von Lago, no encuentra
apoyo alguno. Este hombre, que conoce el estado de las relaciones
entre los dos hermanos, envía siempre informes sombríos a la corte
de Austria: que el Emperador es inepto en lo físico y en lo moral,
incapaz de resoluciones firmes, entregado en los momentos críticos
a cazar mariposas. En una de sus cartas, se extiende sobre las maqui-
naciones de Eloin referentes a la sucesión del trono de Austria. Sabe
muy bien cuánta sensibilidad existe en Viena sobre este particular.
Además, este embajador da muestras de un miedo personal que raya
en lo pintoresco. Siente que el suelo quema bajo sus pies, y no le



252 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

anima otra idea que ver cómo podrá salvar su persona del hundi-
miento de aquel edificio. Maximiliano está aún en el país, pero Lago
aconseja ya a su ministro que le substituya para enviar a Méjico un
hombre más del agrado de Juárez.

En tales gentes, no puede aconsejarse Maximiliano. En este pun-
to decisivo llega una carta de Gutiérrez de Estrada desde París.

"¿Qué general —escribe desde la seguridad de Europa— aban-
dona el mando de sus tropas a la hora de la batalla por razones
privadas, sean de la naturaleza que sean? La Emperatriz dejó su salud
en la empresa, como lo hubiese hecho de buen grado con la vida;
todo el mundo siéntese lleno de unánime admiración y aplaudiría
sin reservas a Vuestra Majestad si supiese mostrar idéntico espíritu
de sacrificio. Quizá Dios le bendeciría con una resonante victoria y
acaso, sanada la Emperatriz por la satisfacción, podría volver a vuestro
lado. Si a pesar de todo fracasa la empresa, entonces podríais tener,
Sire, la convicción de haber empleado todos los recursos humanos
y de haber sabido guardar sin mancha vuestro honor personal y el de
vuestro linaje".

La apelación a su honor, el recuerdo de la Emperatriz, es algo
diabólicamente apto para mover el ánimo de Maximiliano. Sus efec-
tos no fallan, procuran el golpe decisivo. Aun en la mañana del 28 de
noviembre, se envían comunicaciones de despido a los embajadores
de Méjico en Europa, y en la tarde del mismo día toma ya el defini-
tivo acuerdo de resistir y quedarse en el país. Escribe notas para la
proclama que piensa dirigir al país: "Entregar el poder a manos ex-
trañas sería una traición, una huida; es cosa que no puede hacer un
Habsburgo; por lo tanto, proclama la reunión de un congreso en
plena libertad. Luego formula las condiciones "bajo las cuales decide
quedarse". Ante todo hay que liberarse del dogal de los franceses.
Ha de organizarse un ejército, hay que procurarse dinero. Pero no
derramar más sangre. ¡Como si los conservadores u otros cualesquiera
estuvieran en disposición de cumplir tales "condiciones"! Repite
el mismo juego de antaño.

También para la aceptación de la corona fijó Maximiliano unas
condiciones; si se cumplieron o no, vale lo mismo. Maximiliano se
declara dispuesto a cualquier sacrificio, en verdad, y en su irrefrena-
ble idealismo afirma que, en caso de que la nación opte por la
forma republicana, acudirá para desear las mayores felicidades al
nuevo presidente en calidad de primer ciudadano de la nación. Decla-
ra el Emperador en una proclama, que hace depender su permanencia



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 253

en el país del voto del Congreso nacional. "Esto es lo más amargo
—opina el Barón Von Lago— y no muy digno de un rey; no está bien
que se sitúe en el mismo plano que los subditos". Pero el acuerdo
está tomado ya y el Destino va siguiendo su curso.

Bazaine se alegra de que el joven ayudante De Castelnau, que
ha querido también meter baza en Méjico, para, como acaba de
enterarse, hablar mal del Mariscal en París, no haya podido obtener
ni tan sólo que Maximiliano saliese de Méjico. Y decide acabar con
la expedición. "El Emperador me comunica —transmite a París— que
puede sostenerse con sus propios medios; nuestro papel ha llegado a
su fin; no nos queda sino retirarnos lo más pronto posible. Hemos
de abandonar a Méjico cuanto antes".

En unión del general De Castelnau envía una nota a Maximi-
liano declarando que no consideran posible que el Imperio pueda
sostenerse por sus propias fuerzas. Pero el Emperador siente dema-
siada animosidad contra los franceses. No les considera ya para nada,
está prisionero de los ministros mejicanos y del padre Fischer, los cua-
les celebran en Orizaba su señalada victoria con un champaña íntimo.

En Nueva York causa satisfacción que Maximiliano se retire y
los Estados Unidos nombran inmediatamente un enviado para que
trate con Juárez de la constitución del nuevo régimen. En Veracruz
se entera el diplomático en cuestión de lo que a última hora ha
resuelto el Emperador, y regresa en el acto a su país. La actitud de
los Estados Unidos respecto a Maximiliano es peor que nunca, pero
entre tanto el padre Fischer no cesa en sus intentos para persuadirle
de que si enviara una embajada especial al Presidente yanqui tal vez
hallarían base para un acuerdo.

El general Castelnau anuncia telegráficamente a París la decisión
de Maximiliano. Los conceptos del informe que sigue al telegrama
muestran bien a las claras la cólera que despertaron en el ayudante
imperial la negativa a recibirle y la última decisión de Maximiliano.
Napoleón III se indigna también sobre manera y, el 13 de diciembre,
cablegrafía a Castelnau que se repatrie inmediatamente a todos los
franceses y aun a las legiones austríaca y belga, si se muestran dis-
puestas a ello. Así rompe Napoleón el Tratado de Miramar y arranca
a Maximiliano, a quien desposeyera ya de los mejores consejeros
franceses y de las rentas de las aduanas, las tropas extranjeras que
luchaban en su favor.

La misma orden es transmitida a Bazaine. La consecuencia es
que desaparecieron toda suerte de miramientos para con el Empera-



2¡>4 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

dor. El material de guerra que no pueda transportarse a Francia,
se ordena que sea destruido antes que entregado al Emperador. Los
franceses hubiesen preferido la salida de Maximiliano con ellos, porque
de esta guisa Napoleón hubiese quedado a cubierto del reproche de
haberle abandonado en el mal paso. Los mejicanos ya no obedecen
para nada a los franceses. En los puertos ios derechos de aduana se
pagan a éstos y a los mejicanos. Son disueltas las legiones belga y
austríaca.

En este punto, el general Castelnau y Daño, el embajador fran-
cés, intentan una gestión personal para convencer a Maximiliano de
que abandone el país. La gestión se realiza, pero el Emperador se
mantiene firme. Decide regresar a la capital, pero no al palacio, del
cual sus objetos particulares han sido desalojados ya. Se le hace inso-
portable la idea de que un día se le obligue a salir por una puerta
al tiempo que el Presidente penetre por otra.

Los conservadores no sueltan a Maximiliano de sus garras. El
general Márquez sale desde la capital a su encuentro con una columna
de mil hombres. El Emperador se aloja en una modesta casa de
campo, de un emigrado suizo, no lejos de Chapultepec. Bazaine se
presenta ante él. En palabras graves que dejan traslucir no obstante
una compasión sincera, expone el Mariscal a los ojos del Emperador
el hecho de que, según las órdenes de Napoleón, la retirada de todas
las tropas es ya completamente inevitable. "Retiraos, pues, a tiem-
po, Majestad".

Maximiliano confiesa que tal vez los conservadores le traicionan,
pero que no puede decidir sin tener de ello una certeza absoluta.
El defecto fundamental de Maximiliano estriba en aconsejarse de
otras personas, para hacer al fin lo que se ajusta a los deseos de su
corazón. En realidad, los conservadores le son tan antipáticos como
le han sido siempre. Las ideas liberales permanecen vivas en él. Es lo
que saben muy bien los conservadores, pero le necesitan, pues sin el
Emperador han perdido la partida.

Ahora han de intentar apoderarse realmente de los prometidos
resortes del poder; de otro modo, de bien poco les serviría la persona
del Emperador. Los partidarios de los generales Miramón, Márquez
y Mejía se agrupan en torno de sus jefes respectivos. Así se forman
tres grupos que hiperbólicamente reciben el nombre de cuerpos de
ejército. Tres enérgicos oficiales de la legión austríaca constituyen un
regimiento. De esta guisa existe sobre el papel un ejército de 30.000
hombres, que, según tal manera de evaluar, es inferior en muy poco



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 255

a las fuerzas juaristas. Y es por lo que se puede andar diciendo a
Maximiliano que su Imperio descansa sobre sus propias fuerzas. Pero
no se goza Maximiliano en este "triunfo". La fiebre le priva de tomar
parte en los consejos, y la idea de su esposa, presa de la locura, le
atormenta sin descanso. En esto, cierto día, el 12 de enero de 1867,
llega un telegrama de Viena anunciando que la emperatriz Carlota
se halla enteramente restablecida, física y moralmente. El Empera-
dor es presa de una indecible alegría ante la venturosa nueva, pero
al cabo de pocos días es desmentida por entero y la . desilusión que
todo ello engendrara castiga aún más los nervios de Maximiliano.

El plan de una asamblea nacional es utópico, todo el mundo,
lo. sabe, pero Maximiliano se aferra a esa idea, y, finalmente, para
darle gusto, se convoca una "Junta", formada únicamente por los
ministros y algunos notables del partido conservador. Una pura co-
media. De treinta y tres diputados presentes, dieciséis, entre ellos el
padre Fischer, votan a favor de que el Emperador no salga del país.
Ocho se abstienen de votar. A Maximiliano se le comunica que la
"Junta" acaba de acordar su permanencia en Méjico. Gozoso y sin
formular condición alguna, acoge el Emperador esta "decisión". Esta
vez Bazaine asiste a la Asamblea y sale de ella de mal talante, enojado
consigo mismo, por haber aceptado tomar parte en tan amañado y
grosero embuste. Además, había representado en aquella reunión, tan
auténticamente antifrancesa, un lamentable papel.

El Emperador continúa prisionero de los conservadores, que
apartan de él a toda persona de la cual sospechen que puede inducirle
a la abdicación. Por eso alejan también al embajador austríaco Lago,
porque saben con qué gusto saldrá él mismo de Méjico. Como por
la actitud de Bazaine durante la asamblea se percatan de manera
clara que el Mariscal constituye un peligro para sus planes, se ponen
a la obra con todas sus fuerzas para envenenar las relaciones de éste
con el Emperador. Una vez más advierte Bazaine la peligrosa acti-
vidad de aquel partido, que conduce a Maximiliano a una era des-
venturada:

"Hasta el último instante, Sire, estoy dispuesto a obrar aten-
diendo a las súplicas de Vuestra Majestad, inclinado en todo mo-
mento a concertar mis afanes con vuestros deseos".

Aquella misma noche, recibe Bazaine su propia carta con una
nota adjunta del padre Fischer comunicándole, por encargo del Em-
perador, que no podía permitirse que nadie hablase de sus ministros
en parecidos conceptos. Para el caso que Bazaine no se retractase



256 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

de sus palabras, el Emperador estaba dispuesto a no mantener rela-
ciones de ninguna clase con el Mariscal.

El plan de los conservadores prevaleció al fin. El padre Fischer
desempeñó con éxito su diabólico papel, el último obstáculo ha sido
superado. Maximiliano no es ahora sino una pelota en manos de
Márquez, Fischer y camaradas.

Mientras, el cuerpo expedicionario francés ha terminado de re-
unirse. En acuerdo secreto con los juaristas, se han ido concentrando
casi sin rozamientos de ninguna clase 26.000 hombres de tropas fran-
cesas, y la mayoría de los austríacos y los belgas se disponen al aban-
dono definitivo del país.

El 5 de febrero de 1867, sale el mariscal Bazaine de la capital
a la cabeza de sus tropas. El Emperador, sin embargo, le deniega la
audiencia de despedida. Escondido tras una cortina, contempla la
salida de las tropas y dice, como aliviado de un peso, a los suyos:
"Al fin, soy libre". Pero se indigna con el arzobispo que acompaña
al Mariscal hasta las puertas de la ciudad, como si fuese "su capellán
de Cámara". Aquel elevado personaje eclesiástico se siente desde
entonces dueño de sí mismo. Presiente la tempestad que va a estallar
dentro de poco. Aquel mismo día, renuncia a sus dignidades y se
pone en seguridad.

Los generales conservadores, con Miramón a la cabeza, están
convencidos, entre tanto, de que nada podría fortalecer más la de-
cisión del Emperador de permanecer en Méjico que un éxito militar.
Juárez se ha instalado ya, con todo su aparato gubernamental, en
Zacatecas, una población muy cercana a la capital. Sus generales van
avanzando concéntricamente sobre ésta, desde todas direcciones. Mén-
dez, Mejía y Márquez, con los restos de las fuerzas conservadoras,
luchan encarnizadamente contra ellos. Ya en esto, Miramón, con
activos alistamientos, ha conseguido aumentar sus tropas hasta unos
cuatro mil hombres y con ellas quiere intentar un osado golpe de
mano sobre Zacatecas, para ver de apoderarse de la persona del Pre-
sidente y ocasionar con ello una derrota decisiva a los republicanos.
Consigue realmente, mediante una hábil marcha forzada, sorprender
del todo la ciudad y su guarnición. Las gentes y el ejército huyen en
confuso desorden y por un pelo no cae Juárez en manos de la caba-
llería imperial, muy fatigada por otra parte.

La nueva del éxito de Miramón eleva hasta los astros las espe-
ranzas de Maximiliano. Aquel intento de captura del Presidente, que
casi obtuvo buen resultado, determinó una orden del Emperador



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 257

disponiendo que, en caso de éxito en lo futuro, Juárez fuese juzgado,
pero que la sentencia no podía cumplirse sin su autorización. Ahora
vuelve a escribir a sus parientes de Viena en tono de superioridad,
aunque no precisa hacerlo con su madre, a quien sedujeron siempre
los infonnes hiperbólicos del Emperador referente a la verdadera
situación de Méjico.

"No puedo por menos de aprobar del todo —escribe la archi-
duquesa Sofía— que hayas permanecido en Méjico, pues así has
evitado la sensación de haber sido echado, y ya que tanto amor,
adhesión y comprensión, así como la angustia de la anarquía que
iba a reinar tras de ti, te han retenido en tu nuevo país, he de ale-
grarme de ello y desear que las personalidades de Méjico hagan
posible tu permanencia ahí y tu defensa".

El archiduque Carlos Luis escribe aquel mismo día una carta
a Maximiliano: "Que hayas solicitado la opinión de la nación sobre
tu permanencia me parece un acierto. Mientras sea humanamente
posible, has de perseverar en tu sitio y no abandonar el país. La adhe-
sión que en todos los ámbitos has encontrado ha de serte un eficaz
lenitivo en tu desgracia".

Una alusión, las últimas palabras, a la enfermedad de Carlota.
Francisco José está tras esta carta. Hace escribir a sus familiares lo
que opinaba en aquellos momentos.

Ahora se vengan de los insistentes esfuerzos de Maximiliano
para dar a sus parientes de Austria una idea engañosa de la situación
en Méjico, haciendo surgir constantemente ante sus ojos la visión
de un Imperio grande y venturoso. De todos aquellos consejos y
cartas no se desprende más que un desconocimiento infinito de las
circunstancias reales en Méjico; nunca el maternal corazón de la
archiduquesa Sofía pudo aquilatar las cosas en su realidad.

El júbilo por la victoria de Zacatecas fué harto breve. El general
juarista Escobedo, a quien había arriesgadamente rebasado Miramón
en su avance, ataca ahora por su parte, y también de sorpresa, al
general del Emperador, el 1 de febrero de 1867. Y son los soldados
de Miramón los que corren ahora en fuga desatinada. Miles de
bajas y la caja imperial capturada por los juaristas, constituyen el
triste resultado. Juárez ha dictado órdenes para que se proceda con
toda crueldad contra los imperiales, con el fin bien manifiesto de
impresionar a éstos con el terror e inclinarlos a la retractación. Esco-
bedo manda fusilar, según la ley marcial, a más de cien hombres.
El propio hermano de Miramón es muerto a tiros, a la luz de una



it



258 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

vela, y después de atarle a una silla, pues, por haber resultado en la
batalla con las piernas destrozadas, no podía tenerse en pie. Aquella
calculada crueldad no dejó de surtir sus efectos. Con penas y traba-
jos consigue Miramón concentrar los restos de sus tropas en Que-
rétaro. También Márquez ha sido derrotado y Mejía está enfermo.

Estas nuevas arrojan a Maximiliano de sus cielos y una gran
depresión se apodera de su ánimo. No se ha cumplido ninguna de
las promesas que se le hicieron: dinero no se ve por parte alguna,
y de la Asamblea nacional, ni una palabra. ¿Dónde quedan aquellas
cosas de que hablara el padre Fischer en Orizaba con tan melosas
palabras? Maximiliano ha sabido también algo del banquete en que
el padre Fischer echó mano tan copiosamente del champaña que al
día siguiente no pudo acompañar al Emperador en el viaje de regreso.
Con todo ello, comienza a descender la influencia de Fischer: su
hora ha llegado, como la de todos sus antecesores.

Maximiliano habla ya sin ninguna reserva con el presidente del
Consejo de ministros de lo desesperado de la situación. ¡Y pide que
le oriente! Es como hacer al lobo pastor. Ahora es el propio Maximi-
liano quien han de decidir; ya no puede hacerlo en su lugar ni un
bienintencionado amigo, ni, mucho menos aún, un hombre de
partido que tiene sus especiales intereses. El Consejo de ministros se
da cuenta ya de que el Imperio no puede subsistir. Los conservadores
sólo se preocupan de asegurar los intereses del partido y de la clere-
cía, y proponen a Maximiliano que trate de obtener en negociaciones
directas con Juárez una amnistía general para los partidarios del Im-
perio y seguridades para sus bienes. Pero esto sólo puede obtenerse
si el Emperador logra dar la sensación de representar una fuerza
con la que sea decoroso entrar en negociaciones. Para este fin se
aconseja a Maximiliano que se fortifique en una ciudad especialmente
fiel al Imperio, en Querétaro, y se ponga allí a la cabeza de los gene-
rales fieles y del mayor número posible de tropas, dando fin con
su mando a las diferentes fracciones y presentándose de esta guisa
como un negociador digno de respeto.

Nuevamente se le aconseja que monte a caballo y salga a cam-
paña para demostrar sus dotes de capitán y hacer patente que, donde
fracasara Bazaine y nadie supo cómo salir del atolladero, él alcanzaba
a dominar la situación. El cálculo sobre las tendencias románticas y
el delirio de grandezas del Emperador obtuvo buen resultado. Maxi-
miliano se decide, ciertamente con encontrados sentimientos, a salir
para Querétaro, llevando en su corazón el deseo de encontrar a últi-



LOS ÚLTIMOS ESTERTORES DEL IMPERIO 259

ma hora un arreglo con el enemigo. Para los conservadores, que ven
ahora ya contados los días de su dominio, la permanencia del Em-
perador es una cuestión de vida o muerte. Sólo tratan de salvar lo que
sea posible, y para ello les es forzoso que el Emperador les cubra
la retirada. En la capital, así arguyen, los europeos conseguirían en
poco tiempo mover el ánimo de Maximiliano a dejar el país. ¡Pronto!
¡Es preciso que el Emperador abandone su palacio! Con cautela se
le va diciendo que las tropas extranjeras, ahora que él es un mo-
narca auténticamente mejicano, han de ser pospuestas a las mejicanas
de cepa, a las nacionales; que tal tendencia sería en el país bien
recibida por todos. Maximiliano transige con un vago sentimiento
de juego de azar, una sensación como si, en cierto momento, pudiese
aún acontecer un milagro que procurase a todo aquel cúmulo de des-
dichas una tendencia favorable y finalmente una salida feliz.

En los últimos momentos, el 13 de febrero, llega un parte de
Bazaine, quien se encuentra en la costa terminando el embarque:
"Aun puedo tender la mano a Vuestra Majestad y asegurarle un
feliz regreso a Europa. Dentro de pocos días ya no será posible".
El despacho llega demasiado tarde, el embajador francés no puede
entregarlo ya. Aquel mismo día, el Emperador había salido secreta-
mente de la capital.

Ya en esto, fueron embarcados los últimos soldados del cuerpo
expedicionario francés y lo que quedaba de las legiones extranjeras.
El mariscal Bazaine fué el último en abandonar el suelo mejicano.
Aunque siempre obró según le mandaban y, del primer día al último,
no fué más que un ejecutor de las órdenes de su señor, de momento
el emperador Napoleón parece ceder a las intrigas de los generales
Douay, Castelnau, etc. Necesita alguien que sirva de cabeza de turco
para desviar el descontento de la población francesa hacia él mismo
y su esposa. En lo profundo de su ser, empero, sabe muy bien qué
disciplinado militar es Bazaine y se propone volverlo a encumbrar
en la primera ocasión a lugares de brillo y responsabilidad.

Napoleón se ve al fin en el trance de una ruptura total con
Maximiiiano ante todo el mundo. El embajador mejicano en París
es retirado, y en lo sucesivo ningún diplomático mejicano ha de
pisar más tierra francesa ni utilizar un barco francés. Napoleón III
intenta en la apertura de las Cámaras echar un tenue velo sobre
aquel fracaso tan evidente.

"La desgraciada confluencia de diferentes circunstancias adver-
sas ha destruido en ciernes el renacer de un imperio milenario. La



260 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

idea fundamental fué la regeneración de aquel pueblo y a la vez
el plan de obtener una inmensas posibilidades futuras al comercio
y a la industria de Francia. Un día alcanzó mi ánimo el convenci-
miento de que los sacrificios exigidos sobrepasaban la cuantía de los
intereses que nos requería allende el océano, y fué entonces cuando,
al punto y por propio impulso, decidí la repatriación de nuestros
soldados de Méjico".

Pero aquellas palabras estaban destinadas a cubrir también la
verdad efectiva, o sea, que las fundamentales razones de aquella
retirada fueron la presión de los Estados Unidos y el temor a com-
plicaciones bélicas en Europa. El nombre del emperador Maximi-
liano no asomó para nada en aquel discurso. . .



Capítulo XVIII



La catástrofe



El Imperio ya no gobierna, en verdad, más que en cuatro ciu-
dades: Méjico, Puebla, Veracruz y Querétaro. Los generales
Miramón y Mejía, como también Méndez, se han retirado a Queré-
taro, con un conjunto de 9.000 soldados de tropas imperiales, muy
mezcladas ciertamente.

Méjico es defendida por unos cuantos europeos rezagados y por
algunos miles de mejicanos de las más diversas procedencias. Los
juaristas, con una fuerza de unos 26.000 hombres, marchan en tres
columnas sobre las fuerzas imperiales reunidas en Querétaro, sin
preocuparse para nada de Méjico, la capital. Están muy bien informa-
dos de lo que pasa en el cuartel general del Emperador y parten de
la base, evidentemente exacta, de que, luego de una victoria sobre
el grueso del ejército de Maximiliano, la capital y las fuerzas impe-
riales dispersas por el país se rendirán al punto por sí mismas. En
calidad combativa también son muy dispares las fuerzas de los
republicanos, y cabe contar por ambas partes con hazañas militares
inesperadas.

Los conservadores encargan al general Márquez, como su hom-
bre de confianza, el cometido de conducir a Querétaro al Emperador.
Escasez de dinero dificulta por un momento la partida, que tiene
lugar al fin el 13 de febrero. También la Emperatriz emprendió en
día 13 su viaje a Europa. Aun para los espíritus menos supersti-
ciosos, un curioso juego del azar. L500 hombres, entre ellos algunos
europeos, acompañan al Emperador. Entre éstos, se destaca el prín-
cipe Félix de Salm-Salm, un personaje muy dado a pendencias y
duelos, expulsado, por deudas, del ejército alemán y convertido más
tarde en uno de tantos aventureros americanos. Una amazona, bella
y joven, muy amiga también de aventuras, se había casado con él.
Maximiliano ha seguido, en general, el consejo de tener pocos euro-
peos a su alrededor, pero siente una alegría al descubrir que el va-
liente príncipe de Salm-Salm ha encontrado manera de acompañarle»



262 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Durante la marcha, tienen lugar frecuentes escaramuzas. En estos
momentos de lucha el Emperador se dirige siempre a los puntos
amenazados, porque sabe que nada alienta tanto a los soldados como
ver que el jefe comparte con ellos el peligro. Maximiliano se juega
la vida siempre que se presenta ocasión; su vivo sentido del honor
y su caballerosidad innata lo empujan siempre a los lugares de pri-
mera línea.

El 19 de febrero, llega el Emperador a Querétaro, que es una
ciudad de unos 40.000 habitantes extendida en un valle atravesado
por un río y rodeado de una corona de pequeños altozanos. Sólo la
parte oriental, con el convento de la Cruz, una especie de ciudadela
con casas a manera de fortaleza, está construida sobre una de aquellas
colinas. A oriente se levanta solitario el cerro de la Campana. Esta
ciudad es una verdadera trampa para un ejército demasiado débil
que no puede dominar los numerosos cerros sin fortificar que en un
amplio perímetro la circundan. Pero no fueron razones militares,
sino consideraciones políticas las que decidieron la elección de esta
ciudad. Había sido siempre un baluarte de los conservadores.

Se les tenía preparado un grandioso recibimiento. Rebullir de
multitudes, formaciones militares, discursos de bienvenida, nada faltó.
Los generales Miramón y Mejía, que a pesar de sus retiradas gozan
de gran prestigio militar, saludan efusivamente al Emperador. Todo
ello no deja de producir sus efectos. Maximiliano siéntese lleno de
entusiasmo y de emoción. La vibración popular, los himnos entonados
por miles de voces, los desfiles de tropas y las tempestades de aplau-
sos le conmueven profundamente. El júbilo es sincero, nada es allí
comedia. Pero luego viene el amargo desengaño. Falta dinero para
los sueldos de aquellas buenas gentes.

Y aún más: la desunión, las rivalidades entre generales. Allí
vemos al valiente y honrado Miramón, un día presidente de la Re-
pública, joven de unos treinta y seis años, militar de gran renombre,
pero, en realidad, con escasos dotes de estratega; luego Mejía, que
siviera durante veinticinco años la causa conservadora con ejemplar
fidelidad, valiente y sencillo, pero, como buen indio, cruel. Márquez,
el arquetipo del director de partido mejicano, pocos escrúpulos, astu-
cia reflexiva, insincero, intrigante. Finalmente, el enérgico y esforzado
Méndez, no del todo exento de crueldad, mas por otra parte honrado,
modesto y un convencido soldado conservador.

Estos, con Maximiliano, constituyen los cinco personajes del
drama que va a representarse en Querétaro. No hay manera de situar



LA CATÁSTROFE 263

aquellos generales unos a las órdenes de otros. Maximiliano, bajo su
personal mando supremo, los sitúa unos junto a otros. Y otorga justa-
mente el único cargo destacado, el de jefe del Consejo militar que el
Emperador preside, al más dudoso de todos, al general Márquez.

Entre los oficiales subalternos que Maximiliano trajo consigo,
sobresale el coronel López, un oficial de aire completamente europeo,
de bien torneada figura, facciones agradablemente dibujadas y refi-
nadas maneras, impecable y elegante en su cabalgar. Pertenece al
Cuarto militar de Maximiliano desde 1864; a la llegada del Empe-
rador fué de los que se encontraban en el accidente de la diligencia
y supo en seguida captarse la gracia de éste, aunque no la de sus
compañeros, de los cuales no era muy querido.

El 24 de febrero de 1867, convoca Maximiliano un consejo de-
liberante de altos oficiales. Es medida que suele tomarse cuando fal-
ta el generalísimo o éste vacila y no da muestra de energía. Ya Fede-
rico el Grande nos enseña que, cuando varias personas se reúnen para
"deliberar", la mayoría, o sea los necios y los inferiores adquieren
ventaja.

Miramón formula el único plan acertado: con las tropas con-
centradas en Querétaro, superiores en número a cualquiera de las
columnas enemigas, atacar a éstas sucesivamente antes de que pue-
dan reunirse. Márquez, al contrario, opina que conviene permitir la
reunión de las columnas enemigas, para atacarlas luego, reforzados
los imperiales por las fuerzas europeas que subirán de Méjico, y
destruir aquéllas de un solo golpe. Maximiliano habría escuchado
quizá el consejo de Miramón, pero su secreta esperanza de concertar
directamente la paz con Juárez, con la consiguiente realización de su
ideal de inteligencia y concordia entre los partidos, paraliza su ini-
ciativa; Para este fin es más adecuada la propuesta de Márquez.

El Emperador encarga a un agente que se ponga en relación
con Juárez. El Presidente está, empero, firmemente decidido a des-
pejar la situación únicamente por la espada. Su intención es retener
a Maximiliano hasta que las columnas de su ejército se hayan reunido
y ninguna de ellas pueda ya ser atacada separadamente por los im-
periales. Por su parte, el Emperador continúa con la idea del Con-
greso, que desde tanto tiempo se ha revelado una manifiesta utopía.
La asfixiante escasez de dinero le obliga a dirigir demandas urgentes
a los ministros en Méjico. Les ordena que vendan los caballos, los
coches, etc., lo más rápido que puedan, para que, cuando menos,
se pueda pagar la servidumbre. Un empréstito obligatorio sobre la



264 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

población de Querétaro será empleado únicamente en procurar di-
nero a las tropas.

Mientras, los generales juaristas Escobedo y Corona se van acer-
cando a la ciudad. El primero es comandante general del ejército
mejicano y abriga en secreto la ambición de ser un día elevado a la
presidencia. Tiene unos cuarenta años, y con su gran barba negra
presenta un aspecto sombrío y severo. Este general, como los otros
jefes, ha recibido la orden de proceder sin miramientos, es decir,
con crueldad, respecto a los partidarios del Emperador, para quitar
a las gentes el gusto de ponerse del lado de éste.

Aun podría precipitarse Maximiliano sobre una de aquellas co-
lumnas y deshacerla; pero, mientras, expuesto a toda la dureza de
la vida guerrera, con su Cuartel general en la colina llamada cerro
de la Campana, durmiendo al aire libre envuelto en una manta y
durante el día inspeccionando y organizando sin descanso las tropas,
vacila aún en tomar la decisión que le lleve a una rápida acción
liberadora y pierde lastimosamente el tiempo soñando en compren-
sión y armonía. Su innata bondad, que constituye la base de su carác-
ter, no puede alcanzar a comprender, a pesar de tan fatales experien-
cias como lleva sufridas, que el odio de los partidos, en todas partes
y de una manera especial en Méjico, es una fuerza ciega, irracional.

Así, pues, Escobedo y Corona tienen tiempo para reunirse ante
Querétaro y sitiar la ciudad con unos 25.000 hombres. Tropas y
generales, están muy mezclados y son de diversas procedencias: un
general fué antes el cochero de un potentado; otro, mozo de muías.
La infantería lleva, a lo más y como todo vestido, una camisa, unos
pantalones de algodón y unas abarcas en los pies. Las municiones
escasean. Aquellas fuerzas apenas si alcanzan para coronar las cir-
cundantes alturas con una línea muy poco compacta de soldados.
A retaguardia faltan las necesarias reservas. Los ataques de los sitia-
dos tienen, pues, probabilidades de éxito. El cerco de las tropas de
asedio puede ser fácilmente atravesado. Para arrancar a los sitiados
cualquier veleidad de comunicarse con el mundo exterior, los jua-
ristas cuelgan sin piedad de un árbol a cualquiera que sorprendan
atravesando las líneas. En los lugares de paso para dirigirse a Méjico,
se ve a menudo infelices soldados imperiales con el cráneo macha-
cado y colgados de un lazo por los pies. Esta visión deja aterrados
a los partidarios del Emperador.

Ya en esto, el Emperador traslada su Cuartel general al con-
vento de la Cruz. Un ataque de Escobedo, durante el cual el Príncipe



LA CATÁSTROFE 265

de Salm-Salm se bate con bravura inaudita y logra arrebatar por
sus propias manos armas al enemigo, es rechazado con sangrientas
pérdidas. En lugar de emprender inmediatamente un contraataque,
que hubiera puesto en gran apuro al enemigo, monta Maximiliano
a caballo y cabalga por las primeras líneas y se embriaga con las
exclamaciones de "¡Viva el Emperador!" de las tropas. La propuesta
de Salm-Salm para que vuelvan al ataque ha de ser objeto de una
nueva deliberación. Va pasando el tiempo. Va faltando dinero, asis-
tencia médica, forrajes, y las reservas de municiones se funden de
manera alarmante.

La nueva reunión de los jefes, celebrada el 20 de marzo, tomó
un acuerdo de gran trascendencia. El general Márquez, jefe del Con-
sejo militar, comienza a sentirse incómodo en la ciudad sitiada. Ya
que no viene ninguna ayuda de la capital y que los regimientos euro-
peos no llegan, expone al Emperador que considera a los ministros
de Méjico unas "viejas charlatanas" y que lo que allí hace falta es
un general enérgico y avisado que establezca el orden y se afane en
procurar al ejército de Querétaro, tan poco atendido hasta entonces,
una rápida ayuda financiera y militar. Márquez consigue que apoyen
su idea los generales Mejía y Miramón, prometiéndoles unos refuer-
zos que él mismo traerá de Méjico. Al Emperador le dice que sola-
mente la institución de un poder dictatorial y el nombramiento de
un general de su confianza para presidente del Consejo de ministros,
que naturalmente habría de ser él, podrían constituir una base para
dar a última hora una tendencia favorable a las cosas.

El Consejo militar decide que sea enviado el general Márquez
con mil soldados de caballería a la capital. Éste llevaría la consigna
de restablecer el orden, para luego, con la guarnición de Méjico y
todas las fuerzas que pudiese reunir, atacar por la espalda a los
asediantes de Querétaro. La propuesta interpretaba exactamente los
deseos del Emperador; lleno de júbilo le concede su aprobación,
nombra a Márquez lugarteniente del Imperio, le otorga plenos po-
deres; hace dimitir a la mayor parte de los ministros y le confía la
formación de un nuevo Gabinete. En suma: entrega casi del todo
la dirección de los negocios públicos al general, que antaño, cuando
el Emperador llegó a Méjico, por temor a su ambición y a su espíritu
de pendencia, fué enviado a Tierra Santa y a Constantinopla para
alejarle del país. En tan poco tiempo, supo Márquez captarse de
nuevo la absoluta confianza del Emperador. El general ha ponderado
todas las probabilidades, incluso la que Maximiliano muera o caiga



266 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

prisionero. Para este caso obtiene del Emperador que se le nombre
regente y así la eventualidad de tales desgracias puede dejarle frío.
Maximiliano ya no es más que una pieza en el juego de este aventu-
rero político. El Emperador entrega a su general en jefe algunas
líneas aclaratorias para el padre Fischer: "Márquez va a Méjico, para
proteger y amparar a mis verdaderos amigos. ¡Que Dios vaya con él!
Aquí, pese a todas las contrariedades, estamos contentos y con buen
ánimo y nos enojamos con las viejas pelucas de Méjico que de puro
angustiosas y acobardadas casi rozan la traición. Adiós, espero que
no tardaremos en vernos".

En el ínterin el Emperador ha ido sabiendo de muchas astucias
y manejos del padre y, entre otras cosas, que el buen religioso tiene
una bonita colección de hijos; pero todo esto ya le resulta indiferente.
De buena gana lo querría ahora junto a sí, porque ya está sobrada-
mente acostumbrado a verse rodeado de gente dudosa.

Márquez sale de Querétaro a la cabeza de 1.200 jinetes de los
mejores del ejército imperial, mientras la guarnición ocupa al enemigo
con un ataque en un sentido opuesto. No tarda en llegar felizmente
a Méjico. En el tiempo que sigue, mientras los sitiados han ido que-
dando reducidos a unos 7.000 hombres, el ejército de los sitiadores
alcanza los 40.000. En una proporción de más de uno a cinco el re-
sultado, si no viene ayuda, no es muy dudoso. Pero Maximi-
liano cuenta aún con una esperanza, a la que se agarra desesperada-
mente: la vuelta del general Márquez con grandes refuerzos. Esta
perspectiva alimenta sus ilusiones para el tiempo venidero y le man-
tiene en buen temple; no obstante, su estado de salud va empeo-
rando visiblemente a consecuencia de las fatigas, de los esfuerzos y
de la alimentación cada día más precaria.

Mientras, en Europa va creciendo la preocupación por la per-
sona del Emperador. El príncipe Metternich, por encargo de la corte
de Viena, pide a Napoleón seguridades efectivas. El Emperador de
los franceses le contesta: "Es natural que yo hubiese ofrecido todas
las garantías si el Emperador hubiese abandonado a Méjico con mis
tropas, pero luego de la repatriación de éstas ya no puedo hacer gran
cosa en su favor. Además, Maximiliano apartóse de la capital y se
puso a la cabeza de sus columnas y ha de sufrir, por lo tanto, las ine-
vitables consecuencias de su proceder. Esto tiene, sin duda, su gran-
deza; pero implica peligros, de los cuales no me es dado protegerle".

Repetidamente ruega Metternich a Napoleón que no olvide el
amparo de un hombre, cuya defensa prometiera tantas veces por es-



LA CATÁSTROFE 267

crito, ya que ahora, cuando se encuentra envuelto en innúmeros pe-
ligros, sería el momento de demostrar la sinceridad de las palabras.
Nada obtiene. Napoleón ya no dispone de fuerza alguna en América.
También el embajador austríaco en Washington recibe el encargo
de rogar al Gobierno de los Estados Unidos unas gestiones cerca de
Juárez con objeto de que sea respetada, cuando menos, la persona del
emperador Maximiliano. En los Estados Unidos, aquella actitud, tes-
timonio de valor personal, ha despertado simpatía, y se llevan a
cabo las deseadas gestiones; pero Juárez se muestra celoso en la de-
fensa de su independencia frente a la Unión Norteamerican y da
una respuesta cortés pero evasiva.

El 24 de marzo, los juaristas desencadenaron de nuevo un gran
ataque contra la ciudad de Querétaro, que fué de nuevo rechazado
con gran heroísmo, pero la guarnición consumió demasiadas muni-
ciones y experimentó grandes pérdidas, y ello mermó considerable-
mente el resultado de la victoria.

El general Méndez que está en abierta pugna con Miramón,
acucia al Príncipe de Salm-Salm para que intente llevar al ánimo
del Emperador el convencimiento de cuan forzoso es salir de Que-
rétaro, donde sólo van a perder el honor y la vida. Salm-Salm es
más optimista y procura inspirar al Emperador, cuyo inseparable
compañero es ahora, nuevos ánimos y nuevas energías. Además de
Salm-Salm, es ahora gran amigo del Emperador el coronel López,
y muy a menudo se le ve acompañado de este único jefe en sus
numerosas correrías por las líneas de fuego. Las tropas, que no tienen
la costumbre de ver con frecuencia a los altos jefes entre sus filas,
sienten verdadera emoción ante el proceder imperial, especialmente
cuando comprueban que se interesa de verdad por cuanto les atañe:
por si han recibido puntualmente el sueldo o si la comida estaba
en buenas condiciones. La adhesión personal de los soldados a su
jefe supremo va creciendo de día en día y donde le ven venir, re-
suenan al punto las exclamaciones de "¡Viva el Emperador!", en tal
forma, que los generales prohiben este grito, porque sirve de guía
a los juaristas para descubrir la presencia de Maximiliano.

Cuando, el 30 de marzo, el Emperador reúne los jefes, oficiales
y tropa, para repartir las medallas concedidas a los más valientes,
de súbito se aparta de las filas Miramón, el general más antiguo
por ios servicios prestados, se dirige al Emperador y en nombre del
ejército le pone sobre el pecho la misma condecoración que él con-
cede a los más valientes, ya que a su parecer la merece más que



268 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

cualquier otro. La breve escena conmueve en lo más hondo a Maxi-
miliano y le hace olvidar de momento en absoluto tantos miles de
afanes y cuidados y aun la propia gravedad de la situación, tan pre-
ñada de amenazas.

El primero de abril emprenden los sitiados un golpe de mano
para mejorar en algunos puntos su sistema defensivo, pero fracasan
totalmente y han de retirarse con grandes pérdidas. El cruel proceder
del enemigo, que mata sin piedad a los prisioneros y luego lanza los
cadáveres al río para que bajen flotando en las aguas hasta la ciudad,
tiene unos efectos deprimentes y desmoralizadores entre lo.! sitiados.
Lleno de creciente zozobra, aguarda Maximiliano el regreso de Márquez.

El día señalado para llegar con los refuerzos ha pasado ya con
mucho, y, no sólo no aparece, sino que nada se sabe de él. Maximi-
liano comienza a dudar de la fidelidad de Márquez. Los víveres y las
municiones son cada vez más escasos.

A pesar de tantas angustias, celébrase con gran solemnidad, el
10 de abril, el aniversario de la recepción de los representantes meji-
canos en Miramar y la aceptación de la corona. Tres años han trans-
currido desde aquella fecha, y ninguno de los que andaban entonces
afirmando su adhesión al Emperador está ahora a su lado. El ejército
del país, que por mediación de aquellos diputados, con tanta vehe-
mencia le suplicaba su venida a Méjico y su ascensión al trono, le
tiene ahora sitiado, a él y a un puñado de partidarios de un partido
sin fuerza, en una pequeña ciudad. El mariscal de Napoleón y sus
tropas en quienes tanto confiara, han desaparecido como por ensalmo
de aquel escenario, y los Emperadores franceses, tan grandes amigos
suyos antaño, le dejan de su mano. ¡Y la Emperatriz, su esposa, perdió
la razón! ¿Son éstos, los resultados de tres años de afanes y esfuerzos
continuos, siempre animados de los más elevados propósitos? Aun los
bellos discursos pronunciados aquellos días no pueden desvanecer las
sombrías imágenes que le acosan.

El Príncipe de Salm-Salm es el último consejero del Emperador;
su creciente intimidad con éste la notan todos en Querétaro. Es en
verdad un aventurero, pero un hombre valiente y fiel, y, por otra par-
te, de inteligencia no muy profunda, causa, sin duda, de que no per-
ciba la gravedad de la situación. Los generales mejicanos tienen opi-
niones diferentes, contrapuestas en ciertos puntos. Especialmente
Miramón y Méndez. Éste sostiene que Miramón traiciona también
al Emperador y que sus consejos conducen a la catástrofe. Lo último
es cierto, pero sin que la traición aparezca en nada.



LA CATÁSTROFE 269

"Mande Vuestra Majestad detener a Miramón —aconseja Mén-
dez—, salga con Mejía y conmigo a los montes de Sierra Gorda y con-
quistemos de nuevo la libertad de movimiento. Si no es así, estad cierto
que aquí todos seremos fusilados". Maximiliano no toma en serio la
propuesta: "Usted ve las cosas muy negras, Méndez, créame, no está
perdido todo aún; su plan se parece más de lo que conviene a una huida".

Maximiliano no quiere ceder sino a condición de delegar el po-
der en un Congreso. Defiende esta preconcebida opinión de una ma-
nera encarnizada. Así fué con la aceptación de la corona, con las con-
diciones de ayuda por parte de las naciones navales, con el concor-
dato, con la confianza en Napoleón. Ahora le toca el turno al Con-
greso nacional. "La gente es apática, lenta, difícil de mover, pero yo
soy más tenaz y más difícil aún de apartar de mis planes".

Maximiliano quiere que Salm-Salm vaya a la capital para ver qué
sucede allí. Las cosas no pueden continuar de aquella suerte, la guar-
nición de Ouerétaro no come ya más que carne de caballo y mulo,
y apenas si existen municiones. Márquez ha sido quizá detenido, y
los refuerzos luchan por rescatarle. Salm-Salm intenta romper el cerco,
el 17 de abril, pero esta vez sin resultado. El enemigo es demasiado
poderoso. Salm-Salm se ve forzado al abandono de su plan. El Em-
perador se decepciona, pero, en el fondo, confía en que un día con-
seguirá romper el cerco. Cada vez pone más confianza en el Príncipe
de Salm-Salm. Este es su compañero en el Cuartel general y es nom-
brado ayudante de campo.

Las cosas habían llegado a un punto crítico. En Viena, en el
seno de la familia imperial, reinaba, a excepción de algunos breves
momentos, un incomprensible y total descuido. En una carta de ocho
páginas, con fecha 10 de abril de 1867, el archiduque Carlos Luis es-
cribe al emperador de Méjico, en el tono con que se escribe a un
hermano a quien sólo hace unas semanas que se ha visto: le habla de
la salud de la emperatriz Isabel, de diversiones, del Burgtheater, de
los paseos en el Prater, de mil cosas del mismo estilo, como si Ma-
ximiliano, cómodamente instalado en un hotel de lujo, le interesase
estar al corriente de las novedades cotidianas de Viena. No obstante,
en las últimas páginas, antes de las fórmulas de despedida, se pueden
leer un par de palabras conmovedoras de manera especial si se con-
sidera la realidad de los hechos:

"¡Cuánto pienso en ti! ¡Que Dios te proteja, no te desampare y
te ilumine en todo momento; que te otorgue el don de conservar tu
Imperio y que te mantenga a ti mismo sano y salvo!"



270 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Todo ello sin que aparezca que el autor de la carta presiente la
terrible situación del hermano.

En Querétaro van creciendo las privaciones; el propio Empera-
dor come un pan que le procuran cada día las monjas de un convento
vecino, que emplean para fabricarlo la harina destinada a las hostias.
Entre las tropas no tardan en aparecer síntomas de verdadero desalien-
to. Un buen número de oficiales, bajo la dirección de un general,
piden a Mejía entrar en negociaciones con el enemigo para la capi-
tulación. Son detenidos al punto estos protestatarios y han de tomarse
medidas para evitar que, agravándose la situación de día en día, se
extienda el movimiento. A la larga, los numerosos medios utilizados
por el Emperador, como concesiones de cruces, otorgamiento del nom-
bre de un oficial a determinados cuerpos de ejército y distinciones de
índole parecida no sirven de gran cosa. Sea como fuere, la mayor
parte de la guarnición muéstrase en toda ocasión valiente y fiel, y r
si llegan los refuerzos de Méjico, según la opinión de Maximiliano,
todo puede salvarse aún.

Márquez no es en absoluto el traidor que se supone, sino que
ha tenido la intención de libertad primero a Puebla, y luego, reforza-
do con la guarnición de ésta, marchar a romper el cerco de Querétaro.
Avanza con demasiada lentitud hacia la ciudad y, durante este tiem-
po, el general juarista Porfirio Díaz emprende un asalto general y
Puebla cae y su guarnición se rinde sin condiciones. Libre ya el ejér-
cito juarista para atacar donde quiera, arremete contra Márquez, que
paga caro su retraso, y las tropas que éste manda, desmoralizadas
por las nuevas de los desastres de Puebla, se dispersan y huyen a la
desbandada hasta refugiarse en Méjico. La derrota causa gran impre-
sión en todo Méjico; ya no se habla de romper el cerco de Querétaro;
en la capital todos dan la causa del Emperador por absolutamente
perdida. Maximiliano se entera del desastre el 22 de abril, pero de
momento silencia la nueva.

Aquel mismo día se presenta un parlamentario de los republica-
nos. Exige la capitulación y declara que se concede libre paso al Em-
perador. Pero que no puede garantizarse la seguridad de sus partida-
rios y en ello no quiere consentir Maximiliano en modo alguno. Pro-
sigue la lucha. Una vez más el esforzado ánimo de los imperiales y su
entusiasmo encendido por la actitud llena de altivez del Emperador
determinan un nuevo intento para salir de la trampa en que están en-
cerrados. El 27 de abril, desencadenan una fuerte ofensiva, la ruptura
completa de una línea enemiga, veintiún cañones y muchas banderas



LA CATÁSTROFE 271

y prisioneros, son el resultado obtenido. Con pena consigue Escobedo.
echando mano de todas las reservas y tras unas horas de verdadera
angustia, organizar un nuevo frente, pero aquella victoria quedó in-
aprovechada, por más que la situación del ejército republicano fuera
durante un tiempo altamente crítica. Miramón juzga que aun habría
posibilidad de atravesar el cerco, si existiese para ello un verdadero y
decidido propósito. En tales acciones de guerra Maximiliano se ha
expuesto bravamente a los mayores peligros, y sólo con grandes traba-
jos han podido obtener los suyos apartarle un tanto de las zonas ame-
nazadas. Como cada momento aparece con mayor claridad que los
supuestos de Miramón no son exactos, se intenta convencer al Em-
perador de que tal vez tendría más probabilidad de pasar él solo las
líneas protegido por una simple escolta, que no todo el grueso de los
sitiados en un ataque de gran envergadura. Pero Maximiliano rechaza
el plan de acuerdo con su honor militar, que le manda resistir entre
sus fieles.

En aquel momento, Maximiliano no tiene un claro concepto de
la gravedac} de la situación. Los víveres y las municiones se están
acabando; no hay que confiar en refuerzos en mucho tiempo; su estado
de salud empeora cada vez más; su estado de ánimo es de día en día
más triste y agobiado. El Emperador está deshecho de tan largo ba-
tallar; sus nervios no pueden soportar más tantos esfuerzos; anhela el
fin, anhela reposo y paz. Y como no ve la salida, su mejor deseo es
una piadosa bala. En los primeros días de mayo eso se adivina con
claridad: el Emperador busca la muerte. Se pasa horas enteras en
aquellos lugares donde sabe que hubo más bajas; sigue sin descanso
las líneas avanzadas con una perfecta indiferencia, sin escuchar los
avisos de Salm-Salm.

"Si caigo —era su parecer—, no aguarda a la ciudad y a sus habi-
tantes un destino tan triste como si los abandono. Mi felicidad domés-
tica ha sido destruida, en la patria no me esperan más que sinsabores
y desengaños. Cansado de la lucha del vivir, no me quedan ya ni
ambiciones, ni esperanzas". La situación en la ciudad es cada vez
peor. El enemigo ha cortado las conducciones de agua, la población
arrastra una vida miserable; por falta de dinero, de alimentos, de
cualquier suerte de asistencia, vacila la fidelidad de aquella guarnición,
reducida sólo a unos 5.000 hombres.

Entre tanto, el coronel López ha substituido al Príncipe Salm-
Salm como consejero. El nuevo privado sabe despertar en el Empe-
rador la confianza que una inteligencia con los republicanos y con



272 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Juárez es algo que podría aún obtenerse. López distingue claramente
que las cosas no pueden continuar ni un momento más en aquella
forma. Y tiene a todos, y por lo tanto a él también, por perdidos, si
en los últimos instantes no logra hallarse una solución pacífica.

Según parece, había recibido algunas indicaciones del campo re-
publicano. Los generales conservadores contemplan con desconfianza
la creciente intimidad de Maximiliano con López, y especialmente el
plan que parece tener el Emperador de entregarle el mando superior
del ejército. Nunca les ha sido simpático aquel hombre y temen que
les traicione para salvar al Emperador y salvarse él mismo. Se dirigen,
pues, a Maximiliano y le hacen presente, que en cierta ocasión, en el
año 1847, fué expulsado López del Ejército por desobediencia, y que
es una personalidad tenida por turbia y sospechosa. Si López pen-
sara al principio obtener el perdón para todos, y vino a topar con una
rotunda negativa a sus pretensiones, ahora, luego de lo acaecido, no
se cree obligado a guardar consideración alguna a los demás. Sólo
pretende ya salvar su persona y la de Maximiliano, que fué su bien-
hechor en todo momento.

Los generales convencen al Emperador de que intente otra sa-
lida, y escogen para ello el día 10 de mayo. Pero López hace presente
al Monarca la inminencia de un acuerdo, el Emperador decide diferir
el ataque y fija para el 14 el Consejo militar que ha de resolver en
última instancia. El 13 por la tarde se dirige López, a espaldas de
Maximiliano, al campo enemigo y comienza allí unas negociaciones.
Un día después, el Consejo militar de Querétaro señala que el ataque
ha de comenzar a medianoche entre el 14 y el 15. Se han llevado ya
a cabo todos los preparativos. Hacia las once de la noche se presenta
López al Emperador y permanece largo rato con él en animada con-
versación. Maximiliano concede al coronel una medalla del valor y le
ruega una bala liberadora para él en caso de que no logre escapar del
cautiverio. López le expone que existen todas las probabilidades de
obtener un acuerdo moderado que ponga a salvo el honor tanto del
Emperador y de su ejército, como de la ciudad y sus habitantes. En
general es un cuadro optimista en exceso; pero López ha de presen-
tarlo así a los ojos del Emperador, para decidirle a que aplace para la
noche siguiente el proyectado ataque.

Poco después de su entrevista con el Emperador, dirigióse López
secretamente al campamento de Escobedo. Fué acogido como el día
anterior y conducido a presencia del Comandante general. Éste, ya
en la primera entrevista, pudo ver corroborada por las palabras de



LA CATÁSTROFE 273

López la desesperada situación de los imperiales, que conocía sobrada-
mente por las manifestaciones de los fugitivos. Y de estos datos de-
dujo, naturalmente, la actitud a tomar. Implacable, exige una rendición
sin condiciones y aun amenaza al propio López, si no se pone inme-
diatamente al lado de los republicanos y les entrega el convento de
la Cruz, cuya guarnición manda. Pera el caso de que López acceda a
a tales pretensiones, le prometen seguridad y libertad para él y faci-
lidades al Emperador para ponerse a salvo. Escobedo considera que
si Maximiliano cae en manos de Juárez no significaría para éste más
que una perplejidad y cree que el Presidente le quedaría agradecido
si dejaba escapar bajo mano al Emperador. López acepta en principio
la propuesta. En favor de los generales conservadores que le calum-
niaron y desacreditaron no está dispuesto a dar un solo paso. Escobedo
le deja comprender que ha de encargarse de apartar al Emperador
oportunamente, al cual no se pondría ningún obstáculo para dirigirse
donde le pluguiese, aunque no podía prometer nada en concreto.
Bien entendido de que López entregaría a los republicanos cuanto
estuviese en su mano.

El coronel acepta el pacto y se dirige al convento de la Cruz,
donde tenía su Cuartel general, para comenzar los preparativos rela-
tivos al caso. Da la orden de que sean retiradas las guardias y los ca-
ñones en las encrucijadas y caminos. Mientras, Escobedo dispone se
prepare con gran sigilo la ocupación del convento de la Cruz y de
la ciudad a las dos de la madrugada. En el intervalo regresa López al
Cuartel general de Escobedo para ponerse, con los jefes republicanos,
a la cabeza de las columnas de avance.

Cuando alcanzan las líneas imperiales, López se da a conocer
a los guardias que quedaban aún; éstos rinden las armas y son dete-
nidos inmediatamente. Todos los destacamentos de vigilancia fueron
sorprendidos de tal manera, en forma que los juaristas ocuparon el
Cuartel general de los imperiales sin disparar un solo tiro.

Entre tanto, el Emperador, que después de la entrevista con Ló-
pez no se acuesta hasta la una de la madrugada, de puro excitado no
puede en manera alguna conciliar el sueño. A las dos y media se ve
atacado de una tan fuerte descomposición de vientre que es preciso
despertar al doctor Basch para que le atienda. El médico permanece
con el Emperador cerca de una hora, hasta que éste cae en un breve
sopor.

Ya en esto, a las cuatro y media de la madrugada, después de
haber dado entrada a las tropas enemigas en el Cuartel general del



274 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

Emperador, irrumpe López en el dormitorio del Príncipe de Salm-
Salm y le grita con voz alterada y rostro descompuesto: "Aprisa, sal-
vad al Emperador, el enemigo ocupa el convento de la Cruz". Y sin
más cierra la puerta de golpe y huye. El secretario privado del Empe-
rador, Blasio, recibe un aviso igual de uno de los conjurados de López.
Al punto acude a donde está Maximiliano y le expone la situación.
Aplanado y pálido por la mala noche, pero relativamente sereno, se
levanta el Emperador, se viste y se ciñe la espada. Mientras Maximi-
liano baja la escalera, se le acerca el Príncipe Salm-Salm y agarrándole
con fuerza, en su excitación, el brazo izquierdo, le dice: "¡Majestad,
hemos llegado al instante decisivo: el enemigo está aquí!"

Cuando el Emperador, con sus cuatro acompañantes, traspone el
portal de la casa, de pronto, unos soldados juaristas le cierran el ca-
mino. Aparecen entonces López y un general liberal, y señalando a
los hombres que salían de la casa dicen: "Son simples ciudadanos y
pueden pasar".

Así se cumple la promesa dada a López de facilitar la fuga al
Emperador. Pero las ideas de Maximiliano no van en sentido de su
propia seguridad, sino antes en la del destino que aguarda a sus ge-
nerales Miramón y Mejía, a quienes manda buscar al punto para
comunicarles que él se dirige al cerro de la Campana, que acudan allí
sin pérdida de tiempo con las más fuerzas que puedan. Con ello no
había contado López. Maximiliano rehusa también el ofrecimiento
de procurarle un escondrijo seguro. En el momento del peligro no
quiere esconderse.

Cuanto más grave tórnase la situación, más crece la figura del
Emperador. Su sentido del honor, su noble altivez, dictan en todo
momento sus actos. Llenos de admiración, pero también de tristes
presentimientos, acuden sus fieles al cerro de la Campana.

En la ciudad reina entre tanto una confusión indescriptible; los
republicanos penetran en todas partes y las tropas imperiales se rinden
o se pasan al enemigo. De pronto suenan todas las campanas de la
ciudad, muestras de júbilo de los juaristas, en el puro aire matinal de
un clarísimo día. Por todas partes resuenan a coro el himno burlesco
Mamá Carlota, dedicado a la Emperatriz. A los ojos de Maximiliano
asoman las lágrimas. Mientras, los oficiales y jinetes del ejército im-
perial se van agrupando en el cerro de la Campana alrededor del
Monarca. Miramón, en su intento de prestar resistencia, fué herido
en el rostro, y yace en el lecho refugiado en la casa de un amigo.
Mejía comparece en el cerro. De todas partes ven avanzar ya grupos



LA CATÁSTROFE



275



de enemigos contra los imperiales establecidos en lo alto de la colina.
Maximiliano pregunta a Mejía si existe alguna posibilidad de abrirse
paso. El general hace con la mano un gesto de desaliento: "Ninguna,
señor". "Salm —dice el Emperador volviéndose a su fiel ayudante—,
que una bala me traiga la ventura que no hallo". Pero Salm no obe-
dece y ni el enemigo dispara ya. Otra vez pregunta el Emperador a
Mejía si puede intentar un ataque, y de nuevo es negativa la con-
testación del valeroso indio.

Rápidamente manda el Emperador quemar dos fajos de papeles
importantes, entre éstos una solicitud de la nobleza húngara, dirigida
a Maximiliano, después de la desventura de Kóniggratz, rogándole
que vuelva a Europa y tome de las manos de su incapaz hermano las
riendas del poder. Luego ordena izar la bandera blanca en lo alto del
cerro de la Campana y manda decir a Escobedo que está dispuesto
a rendirse. En el ínterin, el altozano ha sido cercado estrechamente
por las fuerzas enemigas. En la ciudad comienza a brillar el fuego.
Apoyado en su espada aguarda Miximiliano serenamente la llegada de
un general enemigo que se acerca a la cabeza de sus oficiales. Cor-
tésmente se cuadra Echegaray ante el Emperador: "¡Majestad, sois
mi prisionero"! Maximiliano hace un gesto negativo: "Ya no soy
emperador; mi acta de abdicación está en poder del Consejo de Es-
tado". Sereno y altivo, rodeado por un enjambre de oficiales repu-
blicanos e imperiales, cabalga Maximiliano hacia el comandante ge-
neral Escobedo, que justamente viene a su encuentro con un numero-
so y lucido séquito. Sus oficiales rodean al Emperador. Juntos se di-
rigen al cerro de la Campana, donde descabalgan. Maximiliano se
desciñe la espada y la entrega a Escobedo, quien, luego de una breve
vacilación y visiblemente confuso, la pasa a manos de sus ayudantes.

En este instante, Escobedo invita al Emperador a penetrar en
una tienda que ha sido montada al momento, donde los dos hombres
quedan unos instantes frente a frente, sin decirse nada. Maximiliano
aguarda que Escobedo tome la palabra. Como que no sucede así,
el Emperador comienza a hablar con voz profunda y firme:

"En mayo, abdiqué ya, rogando que por mi causa no se vertiera
más sangre. Si ahora se considera preciso, que se tome mi vida. En
caso contrario, ruego que se me deje salir de Méjico y se me acom-
pañe a un puerto cualquiera donde pueda embarcar. Tratad bien a
mis hombres, que en los tiempos más difíciles se han mostrado vale-
rosos y fieles".

Escobedo responde evasivamente: "Trasladaré fielmente sus de-



276 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

seos a mi Gobierno; pero he de aguardar la decisión de éste, y, por
lo tanto, he de dispensar a usted y a todos sus oficiales y secuaces el
trato de prisioneros de guerra". Ya en esto aléjase Escobedo, no sin
haber dado al general Riva Palacio la orden de conducir al Empera-
dor al convento de la Cruz, lo que realiza, dando pruebas de tacto
por un camino excusado. Allí, al descender Maximiliano de su caba-
llo, lo regala al general como reconocimiento por su delicado proceder.
Así cayó Querétaro tras una valerosa defensa de setenta y un
días, y así fueron hechos prisioneros el Emperador y todos sus fieles.
En toda la ciudad ondean ahora las banderas enemigas.



Capítulo XIX



Ultimo paso de Maximiliano



Llegado al convento de la Cruz, por un momento domina el dolor
a Maximiliano. Abraza llorando a su fiel médico de cámara, el
doctor Basch. No tarda, empero, en dominarse: "Cuando menos, no
se vertió mucha sangre". Pero las emociones sufridas han castigado
fuertemente la salud del Emperador. Se acuesta, pero halla poco re-
poso, pues constantemente, movidos de curiosidad, vienen a verle
oficiales juaristas. Al cabo de dos días, Maximiliano y los suyos son
trasladados, del Convento de la Cruz, al llamado de las Teresitas. Las
estancias que ocupan se encuentran completamente vacías y desnudas,
y a la llegada de los nuevos huéspedes han de ser provistas de las
instalaciones más rudimentarias y esenciales.

La población de Querétaro se muestra muy reservada ante los
nuevos dueños. El Emperador ha sabido despertar en todos los ciu-
dadanos de Querétaro, a pesar de los sufrimientos experimentados du-
rante el sitio, unas vivas simpatías, engendradas sin duda por la su-
gestión de su persona, por su nobleza de ánimo y por su porte ver-
daderamente principesco, simpatías que se mantienen hasta en los
momentos de mayor desgracia. Desde la conquista de la ciudad por
los juaristas, numerosas damas sólo visten de negro. En la ocupación
del Cuartel general fueron robados una gran parte de los efectos del
Emperador, especialmente ropa blanca y piezas de vestir. El Monarca,
desprovisto de dinero, ha de suplicar a Escobedo que le facilite víve-
res. Cuando supiéronse en la ciudad estas circunstancias, son muchas
las damas que envían diariamente al Emperador los platos más exqui-
sitos y le equipan ricamente en ropas y de todo lo necesario; hasta
tal punto, que Maximiliano hace notar, bromeando, que nunca en
su vida había tenido tan buena ropa como en el cautiverio. Las ven-
dedoras de los mercados obsequian al Emperador, en los primeros
días de su prisión, con las más escogidas frutas y hortalizas. Un co-
merciante alemán le procura todo el dinero que le hace falta.



278 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El consolador estado moral que tales emocionantes testimonios
de afecto popular despertaban fueron interrumpidos por una calami-
dad nueva. Escobedo dispone que todos los oficiales del Imperio se
presenten en el plazo de veinticuatro horas; de lo contrario serán fu-
silados donde se les descubra. A pesar de ello permanece escondido
el general Méndez, pero se le descubre y es fusilado sobre el terreno.
Le quisieron matar por la espalda, como a los traidores; pero, en el
último instante, volvióse de súbito, para morir como un soldado va-
liente, fija la vista en el enemigo. ¡El primero de los imperiales que
fué pasado por las armas!

Una triste noticia para todos los demás. Pero Méndez, en sus
buenos tiempos, había mandado fusilar a dos conspicuos personajes
republicanos, obedeciendo al desatentado decreto imperial, y era,
por lo tanto, explicable en cierta manera que se procediese en su
caso con especial dureza.

Los que rodeaban al Emperador querían ocultarle la noticia, pero
los juaristas se encargaron de comunicársela. Aquel mismo día, el 19
de mayo de 1867, llegó de San Luis de Potosí a Querétaro la princesa
Agnés Salm-Salm, esposa del ayudante de campo. La valiente y acti-
va dama se había entrevistado en Potosí con el presidente Juárez y
enterada de la nueva de la prisión del Emperador y de su marido, pú-
sose al punto en camino hacia la ciudad recién conquistada. Tenía la
reputación esta dama, de saber penetrar en todos los lugares, aun los
más altos, y de llevar los asuntos a buen término, a lo que no eran
ajenos, sin duda, su nombre y su belleza. Consiguió, pues, alcanzar
una entrevista con Escobedo y obtuvo permiso para visitar a su ma-
rido y al Emperador.

El comandante general se encuentra respecto a su egregio pri-
sionero en una difícil situación. Si procede contra el Emperador de
una manera cruel y sin miramientos echa sobre sus espaldas ante todo
el mundo una pesada responsabilidad; si se muestra compasivo, puede
perder el afecto de su pueblo y las perspectivas a la presidencia, que
es una ambición que abriga en secreto. Rodeado de una camarilla mi-
litar ávida de la sangre del Emperador, opta avisadamente por dejar
toda la responsabilidad de la suerte de Maximiliano a Juárez, y él,
por su parte, se limita a cumplir con penosa escrupulosidad los man-
datos del Gobierno republicano.

Los primeros días, incluso estuvo Escobedo en la prisión y visitó
al Emperador durante breves instantes. Maximiliano obtuvo licencia
para devolverle la visita. En coche descubierto, sin guardia alguno,



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 279

acompañado solamente de los príncipes de Salm-Salm, se dirige a una
hacienda donde habita Escobedo, en los aledaños de la ciudad.

Maximiliano penetra en la estancia de Escobedo: "¡Buenos días,
general! Me tomo la libertad de suplicar a usted que nos conceda el
permiso necesario para que los oficiales y las tropas europeas, y yo
mismo, podamos abandonar el país. Por mi parte me obligo a una
abdicación oficial y a la promesa solemne de no inmiscuirme jamás
en los asuntos interiores de Méjico. Además, suplico también enca-
recidamente benevolencia y perdón por parte del Gobierno republi-
cano hacia los antiguos defensores del Imperio".

Escobedo le escucha en silencio. Había recibido órdenes muy
severas. Sin ofrecer al Emperador ni una silla, contesta breve y reser-
vado: "Presentaré sus peticiones al presidente Juárez, porque él es
el llamado a decidir. Me despido de ustedes".

Así terminó la entrevista, y Maximiliano tomó de nuevo el ca-
mino de su prisión. Juárez contesta negativamente a la súplica de
Maximiliano y aparece plenamente decidido a descargar todo el peso
de la venganza del vencedor sobre aquel hombre que le obligó a re-
fugiarse en las más apartadas regiones de su país. Por mandato del
Presidente, la guardia que permitía al Emperador recibir visitas, recibió
órdenes más severas. La presente morada del Emperador no permitía
una vigilancia muy estricta, y por esta causa fué trasladado al con-
vento de los Capuchinos, donde en aquella sazón no disponían de local
para alojarle.

El comandante de aquella cárcel, un encarnizado enemigo del
Emperador, le hace pasar la noche en la cripta funeraria del convento,
entre las sepulturas. La estancia allí es tanto más terrible cuanto que
en aquel lugar recibe Maximiliano noticias tales, provenientes de la
residencia de Juárez, que hacen desvanecer casi por entero sus espe-
ranzas. Más tarde se traslada a Maximiliano, Miramón y Mejía^ a unas
celdas contiguas, cuyas puertas quedan abiertas. Frente a cada una hay
un centinela vigilando. La celda del Emperador, de seis pasos de larga
y cuatro de ancha, con un suelo de baldosas rojas, contiene una cama
de campaña, a cuya cabecera cuelga un crucifijo, y una mesa de caoba
con dos candelabros de plata. Otra mesa y algunas sillas completan
el ajuar. El crucifijo y los candelabros de plata son un mal augurio,
porque en Méjico suelen ponerse estos objetos en las celdas de los
condenados a muerte.

Mientras, el presidente Juárez había ordenado la instrucción de
un juicio sumarísimo contra el Emperador y los generales Miramón



280 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

y Mejía. Esta orden empeoraba la situación. Los tres prisioneros fue-
ron considerados desde aquel momento como malhechores, y para
los delitos de que se les acusaba no era valedera sino la ley que dictara
el presidente Juárez en 25 de enero de 1862. Esta ley no prohibe so-
lamente a los mejicanos, bajo pena de muerte, el prestar auxilio a
cualquier intervención extranjera, sino que también amenaza con la
muerte a los extranjeros que procedan de alguna manera contra la
independencia del país.

En aquellos días, lucha en el interior de Maximiliano el natural
instinto de conservación con el deseo de salvaguardar su honor. Aun
confía Maximiliano que Juárez no llegará a los últimos extremos. Le
pide que le conceda un plazo para llamar un defensor de Méjico y
para poner en orden sus asuntos particulares. Por telegrama solicita
también del "señor Presidente" una entrevista personal, para conver-
sar con él especialmente sobre los destinos de Méjico, y se declara dis-
puesto, a pesar de su dolencia, a emprender el camino hacia donde Juárez
se encuentre. Consiente Juárez en concederle el deseado plazo, pero se
niega a cualquier entrevista y le hace comunicar fríamente por Escobedo
que cuanto quiera decir lo podrá manifestar en el curso del proceso.

Para el indio Juárez, significa un gran triunfo que el orgulloso
descendiente de uno de los más antiguos e ilustres linajes reales de
Europa, entre cuyos antepasados se cuenta el vencedor del Imperio
de los aztecas, CarlosV, haya de solicitar humildemente una entre-
vista con él, un hombre descendiente de aquella raza vilipendiada y
esclavizada. Incluso desde este punto de vista no hay que aguardar
clemencia. Un encuentro con el Emperador constituiría para Juárez
una fuente de situaciones violentas, ya que está profundamente deci-
dido a no tener piedad alguna con su egregio prisionero. Ha de de-
mostrar ante el mundo qué terribles consecuencias acarrea la intromi-
sión en los asuntos interiores de Méjico a los que a tanto se atreven.

Maximiliano manda llamar a los embajadores de Austria y de
Prusia, que hasta entonces se habían mantenido en una actitud pa-
siva, para que vengan a Querétaro, con el fin de cambiar impresiones
sobre lo que podía hacerse para salvarle. En las cortes de Europa
reina una gran emoción ante la noticia de que Maximiliano está pre-
so y su vida en peligro. Todas acuden presurosas al Gobierno de los
Estados Unidos para que intervenga. Pero todo ello se gestiona por
vía diplomática, con tanta lentitud y tantos rozamientos que llega
demasiado tarde. Del extranjero tampoco puede provenirle a Maximi-
liano ninguna esperanza.



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 281

El Emperador piensa entonces en el remedio extremo y más
arriesgado, en la huida. Salm ha intentado diferentes veces emplear
toda su sugestión para convencerle. Y al fin lo consigue a condición
de que Miramón y Mejía entren también en el plan de fuga. Esta
actitud obedece a un noble estímulo, pero hace su propia huida
mucho más difícil, porque con las medidas que actualmente se han
tomado toda la atención se concentra en la persona del Empe-
rador. Salm había logrado ya sobornar mediante dinero a oficiales
y guardias.

En Maximiliano germina una nueva esperanza de vivir; piensa
tras una huida afortunada pasar por Londres y dirigirse sin tardanza
a Miramar, donde escribiría la historia de su reinado: considera tam-
bién la contingencia de viajes a Ñapóles, a Grecia y a Turquía, para
distanciarse de las violencias en la corte de Austria. Mientras va cons-
truyendo estos castillos en el aire, se acuerda de que había escrito a
los embajadores en Méjico para que viniesen a Querétaro. ¿Qué di-
rían estos señores si llegaran y se encontrasen con que el Emperador
había huido? El sentido excesivamente fino del honor no le deja
en reposo; tal vez los embajadores encontrarán una manera de salvarle
sin que haya de recurrir a la huida. Quizá sea preferible no meterse
en semejante aventura; no sería un espectáculo en verdad muy bri-
llante la persecución de un Emperador de Méjico y que lo capturasen
de nuevo. También le hace dudar su aspecto personal. La barba rubia
y partida, única en todo Méjico y conocida por todos, le traicionaría
sin duda, aunque se la arrollara, como le aconsejan, alrededor del
cuello. Cortársela tampoco le parece plausible porque luego, ya en
libertad, le sería penoso aparecer lampiño. Estas y parecidas conside-
raciones daban vueltas en la cabeza del Emperador.

La huida ha de ser llevada a cabo el 3 de junio por la noche.
Cuanto más se avecina la hora, tanto más crece la preocupación en
el vacilante ánimo del Emperador. En esto llega un telegrama que
dice que los defensores y los enviados de Prusia y Austria han salido
ya de la capital. La noticia fué de efectos decisivos. Maximiliano se
queda. Manda venir a Salm: "Es forzoso aplazar la fuga. No depen-
derá de unos días más o menos".

"Pero, Majestad —replica Salm—, todo está preparado, los guar-
dias sobornados. Una buena ocasión no vuelve nunca".

Maximiliano persiste en su negativa. Salm sale de su entrevista
desesperado. Piensa que al Gobierno republicano no le habría resul-
tado desagradable no verse, a causa de la fuga del Emperador, en el



282 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

trance de pronunciar y ejecutar la sentencia. Sea como fuere, desa-
provecharon el instante favorable.

El 3 de junio, llegaron a Querétaro el embajador de Prusia y
los defensores. Recibieron permiso para visitar al Emperador. Los de-
fensores se percataron al punto de que un proceso en aquellas cir-
cunstancias sólo podía conducir a una sentencia de muerte. Decidie-
ron, pues, acudir a Juárez para implorar gracia. Más luego se anunció
la llegada a Querétaro del embajador de Austria, Lago, y del de Italia,
el marqués Curtopassi. A pesar de la contumacia del Emperador,
intentan de nuevo sus partidarios, con los príncipes de Salm-Salm a
la cabeza, buscar la manera de preparar la fuga. Para ello se proponen
comprar a los dos coroneles que mandan la gurdia mediante fuertes
sumas de dinero. Pero el dinero contante falta y el tiempo apremia,
pues la primera sesión del consejo de guerra está señalada para el 12
de junio. Los dos oficiales consistieron, o fingieron consentir, es har-
to difícil saberlo exactamente, en comenzar unas negociaciones en
aquel sentido. Maximiliano les ofreció letras de cambio, pero los
coroneles exigieron el aval de los embajadores europeos. El Emperador
lo pide a Lago. Éste, ahora como siempre, únicamente preocupado
de su adorado "y°"> rehusa alegando que la fuga no puede dar ningún
resultado y que los coroneles realizaban un doble juego y con aquella
exigencia no se proponían otra cosa que comprometerle a él y a todos
sus colegas. Lago y los demás embajadores vacilaban entre una obli-
gación de honor y el riesgo en que se verían envueltos: tan pronto
firmaban el aval, como rompían en mil trozos el papel con su firma.

¡Qué distinto proceder el de la Princesa Salm-Salm! Una mujer
decidida y heroica, dispuesta a llevar a cabo en favor de Maximiliano
cuanto cupiese. Estaba segura de uno de los coroneles, pero del otro,
Palacio, no acababa de fiarse, por más que parecía también un admi-
rador de la belleza de la dama.

"Acompáñeme usted a casa", le dijo a éste, en cierta ocasión. Así
lo hizo el militar y ella lo condujo directamente a su dormitorio.

"Déme usted su palabra de honor, coronel, de que a nadie contará
cuanto oiga y suceda aquí". Vacilando le tiende el hombre su mano
derecha.

"Coronel, le ofrezco cien mil pesos si participa en nuestro plan de
liberación". Palacio calla, sorprendido, pero la princesa prosigue: "¿No
es suficiente esta suma? Aquí estoy yo para lo que falte". Y la bella
princesa comenzó a desnudarse. Conturbado hasta lo más hondo Pa-
lacio se dirige a la puerta. Está cerrada.



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 283

"Abra usted en seguida, Princesa —exclama—, mi honor está
doblemente en juego". La Princesa, semidesnuda, no se mueve.

"Si no abre usted la puerta inmediatamente —ruge el coronel—,
me precipito por la ventana a la calle".

"Cálmese —añade entonces la Princesa, abriendo la puerta—; sin
embargo, no olvide la palabra de honor que antes me diera".

Palacio huye de aquella casa. Mal andan las cosas con el plan
de fuga. Maximiliano, que esta vez estaba lleno de esperanzas, se
decepciona amargamente. La noche del 14 de junio, Palacio se pre-
senta a Escobedo y le descubre toda la conjura. El resultado fué la
expulsión de Querétaro de los embajadores y de la Princesa Salm-Salm.
Juárez envía una nota a los Estados Unidos en la cual se exponen
las razones porque el Emperador no puede ser tratado como un pri-
sionero de guerra y por las cuales ha de ser duramente castigado aquel
instigador, tras la retirada de los franceses, de una guerra civil sin fina-
lidad, perfectamente inútil.

La primera sesión del consejo de guerra se celebra el día 12; se
escoge como local el teatro de la ciudad; en el escenario el tribunal
y los acusados; en la platea y los palcos, espectadores y curiosos. La
última escena del drama imperial se representa literalmente en un
teatro. Es demasiado para el Emperador:

"En ningún caso apareceré sobre el tablado, me resistiré hasta el
último aliento. Por otra parte, estoy enfermo y casi no me puedo
tener".

Tras muchas vacilaciones decide al fin Escobedo que el Empera-
dor no aparezca en la escena. Miramón y Mejía, empero, han de obe-
decer la orden. El puro carácter militar de aquel tribunal ya sugiere
lo que va a resultar de todo ello. Un oficial de Estado Mayor y seis
jóvenes capitanes van a juzgar a un emperador, a un antiguo presidente
de la República y a un prestigioso general vencedor en innúmeías ba-
tallas. Maximiliano ha sido sometido previamente a un minucioso
interrogatorio. La acusación consta de trece puntos:

"Ante todo ha sido usted el instrumento principal de la interven-
ción francesa y con ello dañado gravemente la paz, la libertad y la inde-
pendencia de Méjico, apoderándose por la fuerza de la soberanía en el
país y disponiendo, contra todo derecho, de la vida y los bienes de
sus habitantes. Con su bárbaro decreto quitó usted la vida a numerosos
mejicanos y aun, luego de la retirada de los franceses, prosiguió usted
la guerra civil, causando con ello indecibles males a la nación".

"Me niego en absoluto —replica Maximiliano—, a responder a



284 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

estos cargos; se trata ahora de altas cuestiones de política, y nunca
puede ser un tribunal militar el llamado a decidir sobre ellas".

Así terminó la infructuosa diligencia.

La condena de Maximiliano sólo es ya un acto de política general,
de trascendencia altísima, ante la cual la persona del Emperador pesa
para Juárez menos que una pluma. El Presidente teme más que nada
los reproches de sus connacionales si se muestra indulgente con el
Emperador. Aun salvado éste, podría regresar y reanudar el intento
de recobrar la perdida corona, como hiciera antaño Iturbide. En el
campo enemigo, se conocía muy bien la versatilidad y el incorregible
romanticismo del ánimo del Emperador y de qué suerte aquella de-
rrota ardería siempre en su corazón, apasionado del honor, como una
herida incurable. Juárez recuerda muy bien la porfiada tenacidad con
que Maximiliano negóse en todo momento al abandono del país, y,
dado el carácter del Emperador, es forzoso prevenir todas las posibi-
lidades. Las promesas, que con tanta energía ofrece ahora, en otras
circunstancias pueden ser declaradas fruto de la violencia.

La condena del Monarca ofrece además al orgulloso indio una
ocasión excepcional para dar simbólicamente con el puño en el rostro
a todos los soberanos europeos y al propio principio monárquico,
que tuvo la osadía de querer intervenir en los destinos de Méjico.
Así, pues, la muerte del Emperador había de resultar fatal e irrevoca-
blemente de la farsa del Consejo de guerra.

Con una sonrisa de superioridad acoge Juárez la declaración del
embajador de Prusia, quien de acuerdo con los de otros Estados eu-
ropeos, quizá también con los Estados Unidos, declara que todas
las potencias garantizarán la independencia y libertad de Méjico si
se pone en libertad a Maximiliano. Juárez se goza ahora en la humilla-
ción de Europa. Ni el propio Garibaldi, que en un entusiasta manifies-
to felicitara a la nación mejicana por su gloriosa lucha en pro de la li-
bertad y que en este momento suplica también perdón para Maximi-
liano, le causa la menor impresión.

Ahora es la hermosa Princesa de Salm-Salm quien viene de Que-
rétaro a San Luis de Potosí, cae de rodillas a los pies de Juárez y le
implora llorando la vida del Emperador. Por un momento parece
emocionarse Juárez ante una tan inquebrantable fidelidad, pero su
rostro vuelve a cobrar dureza en seguida:

"Me duele infinito, señora, ver a usted de rodillas a mis pies;
pero, aunque viese en su lugar a todos los reyes y reinas de Europa,
no podría otorgaros esa vida. No soy yo quien se la arranca, son mi



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 285

pueblo y la Ley, y si yo no cumpliese su voluntad, el pueblo tomaría
de propia mano su vida y la mía por añadidura".

Estas palabras, que fueron dichas para que las oyese todo el mun-
do, intentan cargar la responsabilidad de verter aquella noble sangre,
no sin subrayar con altanería la impotencia de todos los monarcas
de Europa, en un conjunto, en un algo impersonal, imposible de asir:
en el pueblo.

Igual éxito estaba reservado a una comisión de doscientas damas.
Ni las imploraciones desgarradoras de la señora Miramón, que había
venido con sus hijos pequeños a pedir la vida de su esposo, consiguie-
ron ablandar a Juárez. El corazón de aquel descendiente de los azte-
cas permanece duro: de su parte no vendrá la salvación.

Maximiliano ya no se hace ilusión alguna. Si ha de perder la vida,
por lo menos que todo el mundo tenga ocasión de ver que un Habs-
burgo sabe morir erguido y valiente. Aquel innato sentido del honor
que alcanzaba en Maximiliano la perfección extrema adquiere en
sus postreros días una grandeza clásica. En todo momento, hasta
cuando observa desde su celda los preparativos de los verdugos, piensa
en los otros, en los valientes que lucharon a su favor, que no se apar-
taron de su lado y que sufren ahora por su causa. "Haga usted cuan-
to pueda, ofrezca cuanto sea posible —escribe al Barón Lago— para
salvar a los oficiales y soldados austríacos que quedan aún en Méjico
y para reintegrarlos a Europa".

Apenas había escrito estas líneas cuando le traen la falsa noticia
de que su esposa había muerto en Miramar. Con mano temblorosa
pone a la carta para Lago del 15 de junio la siguiente postdata: "Aca-
bo de enterarme que mi pobre esposa ha sucumbido a sus sufrimientos
y, por lo tanto, que ha quedado libre de ellos. Esta noticia, por mu-
cho que haya desgarrado mi corazón, en los presentes momentos me
procura, por otra parte, un consuelo indecible. Sólo me queda en la
Tierra un deseo: que mi cuerpo descanse junto al de mi esposa, y es
el encargo que le hago a usted, querido Barón, como representante
que es de Austria".

Mientras, se ha reunido el tribunal militar. Tres votos a muerte
y tres a extrañamiento perpetuo. Tuvo que decidir el joven oficial
de Estado Mayor que presidía. Con desenvoltura, tranquilamente
dijo: "¡A muerte!"

Así fué el triste desenlace de aquel proceso. No existe posibilidad
alguna de huir. El embajador de Prusia vuelve a Querétaro, lleno de
pesadumbre y de compasión hacia el desdichado Monarca.



286 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

El Emperador soporta con entereza sus últimos días a pesar de la
enfermedad que le consume. La noticia de la muerte de su esposa
es tenida por dudosa, y por esta razón, entre las diversas cartas de des-
pedida que deja, hay una dirigida a su mujer, para el caso de que se
encuentre con vida y logre recuperar sus facultades mentales: "Tantos
afanes, tantos golpes inesperados del Destino han devastado mis es-
peranzas; hoy la muerte constituye para mí una liberación venturosa.
Muero gloriosamente como soldado; vencido, ciertamente; pero no
como un rey sin honor. Si tus sufrimientos se te hacen insoportables
y Dios te llama pronto donde yo estaré, he de bendecir la mano del
Señor que a tan duras pruebas nos condujo. ¡Adiós, Carlota, adiós!
Tu pobre,

Maximiliano.

El Emperador conoce la sentencia del tribunal militar y se ocupa
de su postrera morada:

"Mis últimos deseos se ocupan solamente de mi cuerpo, que va
a ser presto liberado de sus dolores, y de los amigos que sobrevivirán.
Deseo que mis despojos sean entregados al doctor Basch para que los
traslade a Veracruz. Es mi voluntad que este traslado se realice sin
pompa ni ostentación alguna y que en el buque que haya de trans-
portarme a Europa no tenga lugar ceremonia de ninguna clase. Aguar-
do la muerte con calma; que alrededor de mi féretro haya calma tam-
bién. Si no se confirma el fallecimiento de mi esposa, que reciba mi
cadáver sepultura provisional en cualquier parte hasta que pueda reu-
nirse con la Emperatriz en la muerte".

Un oficial de vigilancia penetra en la celda. "Oiga —le dice Maxi-
miliano — , encargue que usen buenas armas para mi ejecución. Que
no me tiren a la cabeza, pero que procuren acertar bien al corazón.
Pues no acomoda a un emperador revolverse por el suelo en las con-
vulsiones de la muerte".

El médico de cámara, el doctor Basch, está día y noche junto a
Maximiliano. Contempla con un dolor profundo y silencioso aquel
"muerto viviente" preparándose para su inevitable final. Los pocos
objetos que el Emperador posee aún son repartidos entre sus amigos
y parientes. Se fija el día 16 de julio para el cumplimiento de la sen-
tencia. A las once, aparece un general acompañado de un coronel y de
un pelotón de soldados y lee al Emperador, así como también a Mejía
y a Miramón, la sentencia de muerte. A las tres de la tarde, ha de
tener lugar la ejecución. Transcurren las últimas horas entre las pos-



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 287

treras disposiciones y pláticas del Emperador con el sacerdote y los
dos defensores. Los condenados han confesado y comulgado. El Em-
perador está perfectamente sereno. Solamente un gesto que le era
característico, v el pasarse la mano por la barba, revela con su frecuencia,
mayor que de ordinario, la tensión de los nervios de aquel hombre.

En el campanario dan las tres. Nadie acude en busca de los
sentenciados, por más que afuera se nota movimiento y se oyen voces
de mando. Y un cuarto de hora tras otro van discurriendo en una es-
pera cruel. Al fin, hacia las cuatro, aparece el coronel Palacio llevando
en la mano un telegrama procedente de San Luis. Un rayo de esperanza
ilumina el pálido rostro del Emperador: sólo puede ser el indulto: es
un aplazamiento de tres días, la única gracia que se ha podido arran-
car a Juárez. Un terrible desencanto se apodera del Emperador; encuen-
tra penoso el aplazamiento; si, sea como sea, aquello ha de acontecer,
que lo inevitable acontezca rápidamente. No obstante, de nuevo se
enciende en su interior una débil esperanza. Tal vez los días, las
horas quizá, que van a venir puedan traer buenas nuevas. Mientras,
Maximiliano va alimentando en su corazón la llamita de la esperanza,
Salm-Salm le considera salvado ya, y aun el coronel Palacio y otros
republicanos consideran aquel aplazamiento como el primer paso
hacia el indulto.

El embajador de Prusia, como decano del Cuerpo diplomático
acreditado en Méjico lleva a cabo el último esfuerzo.

"Señor Presidente —telegrafía a Juárez—: Los condenados que
creen llegado el momento de la ejecución, moralmente puede decirse
que murieron ya. Se lo ruego con el mayor interés de que soy capaz:
no los haga morir por segunda vez. Le conjuro en nombre de la Hu-
manidad y de los sentimientos cristianos que salve la vida de estos
condenados a muerte y le repito una vez más que estoy cierto de que
mi soberano, Su Majestad el Rey de Prusia, y todos los monarcas de
Europa, unidos por lazos de sangre con el príncipe condenado r o sea,
su hermano el Emperador de Austria, su prima la Reina de la Gran
Bretaña, su cuñado el Rey de Bélgica, su prima la Reina de España,
así como los reyes de Italia y de Suecia, estoy certísimo de que todos
estos soberanos se pondrán fácilmente de acuerdo para prestar a Vues-
tra Excelencia, señor Benito Juárez, todas las garantías que precisen
a fin de que ninguno de esos condenados pueda volver a pisar jamás
tierra mejicana".

Unas razones muy bien intencionadas; pero sin duda carece de
penetración psicológica poner ante los ojos de Juárez que un solo



288 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

gesto suyo es bastante para precipitar de la vida a la muerte, pese a
todos los monarcas del Viejo Mundo, al "primo de Europa".

Si la demora de tres días parece la expresión de vacilaciones del
Presidente, sin duda poco después volvió a endurecerse su ánimo.
El telegrama del embajador de Prusia fortaleció aún más su deseo
de dar una lección a toda Europa.

Maximiliano envió también un telegrama a Juárez: "Suplico con
el mayor interés el indulto de los generales Mejía y Miramón; deseo
ser la única víctima". Pero la nobleza de ánimo del Emperador no
impresiona a Juárez. Todas las cartas y telegramas son contestados
negativamente. Las esperanzas se desvanecen, el Emperador se prepara
para morir. La conciencia de no haber querido sino el bien, y la con-
sideración, repetida en sus memorias, de que cuando menos no se le
puede negar la mejor voluntad y una perfecta buena fe en todos los
actos, le fortalecen en aquellos momentos amargos y le procuran fuer-
zas para resistir heroicamente un tan aciago destino. La noticia de la
muerte de la Emperatriz fué, al fin, desmentida. Maximiliano decide
dirigir unas cordiales palabras al encargado del palacio en Miramar,
rogándole que persevere con fidelidad y honradez al lado de su pobre
esposa. Finalmente, recomienda a su imperial familia de Viena las
viudas de sus dos compañeros de sufrimientos y envía una postrera
amonestación a Juárez: "Sea mi sangre la última que se derrame. Im-
pulsad, señor Presidente, el espíritu de concordia para que este desgra-
ciado país recupere la paz y el reposo". El general Escobedo, al cual
en cierta ocasión Mejía salvara la vida, se acuerda de ello y le promete
interponer toda su influencia para salvarla. Mejía no va a la zaga del
Emperador en cuanto a grandeza de alma. Aunque por aquellos días
su joven esposa, a quien adora, acaba de hacerle el presente de un hijo,
declara el general que sólo aceptaría el indulto en caso de que se
salvasen también el Emperador y Miramón. Cuando Escobedo le
manifiesta que en esta forma no se encuentra en condiciones de
poder intentar nada, exclama Mejía: "Bien, que se me fusile con Su
Majestad".

La noche antes de la ejecución —el Emperador se había acos-
tado ya— aparece Escobedo para despedirse de él. Se llama a Maximi-
liano, y éste habla unos minutos con el general, le entrega un retrato
con dedicatoria de su propia mano, y le recomienda que en todo
momento se aplique con afán al bienestar y prosperidad de Méjico.

Y así llega la mañana del 19 de junio de 1867. Fulgurante se le-
vanta el sol, un cielo azul se comba sobre la anchura del valle.



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 289

Hasta las tres de la mañana, el Emperador ha dormido tranquila-
mente, sin pesadillas; a esta hora se levanta y el padre Soria dice una
misa para él y para sus compañeros. Profundamente conmovidos,
contemplan los pocos partidarios del Emperador allí presentes a los
tres condenados a muerte, que hincan la rodilla en tierra en el divino
momento de la elevación y se aprestan a recibir la Sagrada Hostia
llenos de recogimiento. Los que presencian la escena no logran con-
tener los sollozos y es Maximiliano quien trata de calmarles recor-
dándoles la obligada remisión de los designios inexcrutables de Dios.
Después de la misa se saca el Emperador su anillo nupcial y lo entrega
al doctor Basch juntamente con unos rosarios y un escapulario, que
en cierta ocasión recibiera del padre Soria, su confesor. Basch se en-
carga de entregar aquellos objetos a la archiduquesa Sofía con los
últimos saludos de su hijo. La pequeña medalla de la Virgen, que
un día le entregara la emperatriz Eugenia para que le diera suerte,
la destina a la emperatriz del Brasil.

Hasta el último momento, piensa el Emperador en los que le ro-
dean. En aquellos momentos se dirige a la celda de los dos generales:
"Señores, ¿estáis dispuestos? Por mi parte, a punto". Maximiliano les
abraza efusivamente. "Pronto nos veremos en el Más Allá". Miramón
se muestra entero y tranquilo, como el Emperador; pero Mejía, aco-
bardado por su dolencia y por el pensamiento en su joven esposa,
apenas puede tenerse en pie.

El Emperador, en traje negro de paisano, desciende la escalera,
se detiene en el último peldaño, contempla la naturaleza en derredor
suyo y exclama: "Qué día tan magnífico; siempre había deseado mo-
rir un día de sol brillante".

Luego subieron a los coches que les habían de conducir al lugar
de la ejecución, el cerro de la Campana. Es el mismo lugar donde el
Emperador cayera prisionero. Una fuerte columna de caballería e
infantería acompaña a los coches; inmediatamente después sigue el
piquete de ejecución. Un silencio sepulcral reina por donde pasa la
triste comitiva. Todas las puertas y ventanas están cerradas en Que-
rétaro como señal de luto: la poca gente que circula por las calles va
vestida de negro y muestra un rostro contristado. Hay mujeres que
lloran, viendo a la joven esposa de Mejía, con el pequeño en los bra-
zos y desnudo el pecho, correr como una loca tras la comitiva, con
gritos de desesperación y, antes que las bayonetas de los soldados la
puedan retener, agarrarse al coche donde conducen a su marido.

Erguido sube Maximiliano los cien pasos de cuesta hasta alcan-



18



290 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

zar la cumbre; seguido va a su lado Miramón; sólo Mejía, poco dueño
ya de sus actos, ha de ser casi arrastrado. En lo alto se encuentran las
tropas formadas en tres alas, la cuarta se encuentra frente a un pe-
queño muro de piedra. Allí se conduce a los condenados y les colocan
de cara a la ciudad de Querétaro, que se distingue en el fondo ilumi-
nada por la tranquila luz del sol.

A las tropas, que en aquel momento no parecen muy seguras,
se lee una orden terminante y enérgica anunciando que será fusilado
en el acto con aquellos condenados cualquiera que se atreva a mover
un dedo en favor del Emperador. Los escasos espectadores contem-
plan la escena compungidos y en silencio. Maximiliano mira en de-
rredor suyo como buscando algún amigo. Su lugar ha sido señalado
entre los dos generales.

El Emperador se dirige a Miramón: "General: un valiente ha
de ser honrado por su rey, aun ante la muerte; permítame que le ceda
el sitio de honor". Con estas palabras le obliga a pasar al centro, Y
luego a Mejía: "General, lo que no es recompensado en la Tierra, lo
será sin duda en el Cielo".

Aparecen los hombres del piquete de ejecución. El oficial que ha
de mandar el fuego balbucea, seguramente movido por una angustia
interior, algunas palabras dirigidas a Maximiliano, que suenan como
una disculpa. Maximiliano le da las gracias por su conmiseración:
"Usted es soldado y ha de obedecer". Ya en esto, reparte entre los
soldados que han de ejecutarle una onza de oro a cada uno, rogándoles
que procuren apuntar bien. Vuelve a su sitio, se enjuga el sudor de
la frente, da el pañuelo y el sombrero a su fiel criado Tudós, para que
los entregue a su madre y a sus hermanos en la patria. Luego alza la
voz. Horrorizados escuchan los presentes el sonido claro y comprensi-
ble de las palabras en español: "A todos perdono y suplico que se
me perdone; es mi mayor deseo que la sangre que va a derramarse
pueda redundar en bien del país, ¡viva Méjico! ¡viva la inde! . . ."

El oficial inclina el sable levantado, suenan siete tiros y el em-
perador Maximiliano cae a tierra con el rostro hacia adelante, mur-
murando en voz baja la palabra "hombre", atravesado por cinco tiros.
Un ligero temblor revela que aún le queda vida. El oficial que diera
la orden de fuego se dirige al cuerpo del caído, señala en silencio
con la punta del sable el lugar del corazón.

Un soldado que le sigue dispara en el lugar señalado, en forma
que las ropas del desventurado Monarca se encienden un momento.
La muerte es instantánea.



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 291

Después de Maximiliano toca el turno a Miramón, quien, er-
guido también y con voz segura y potente, rechaza todo reproche de
haber traicionado al país y da vivas a Méjico y al Emperador. Mejía
sólo consigue exclamar débilmente: "¡Viva Méjico!, ¡viva el Empera-
dor!" y también para este valiente llega el último instante. Así mu-
rieron el Emperador y sus dos fieles paladines. Amigos y enemigos
tuvieron que descubrirse ante la manera de morir de este Habsburgo;
sólo elevados y llenos de bondad fueron siempre sus propósitos. Los
errores los pagó con la vida. En la segura lejanía, los que le habían im-
pulsado, contemplaban el desenlace del drama.

A los pocos días, Juárez visitó en Querétaro el embalsamado ca-
dáver del Emperador. La dureza y la tenacidad del indio habían ven-
cido sobre el ánimo sensible del Emperador llevado siempre en alas
de la ambición y arrebolado de ideal. El éxito estuvo de lado del
Presidente. La simpatía, la piedad y aun la admiración de todos los
corazones, del lado del Emperador que tan virilmente supo enfren-
tarse con la muerte.

Poco le importaba todo ello a Juárez. Era entonces el dueño
absoluto de su país y continuaría siéndolo.

Mientras tanto, en Europa, al tiempo que el destino de Maxi-
miliano llegaba a su final realización, parece volver la calma tras los
acaecimientos bélicos del 1866. En París, se vive aún en el vértigo
de la grandeza imperial, celébranse esplendorosas fiestas y reina la
embriaguez del brillante éxito de la exposición del 1867, que Napo-
león había mandado celebrar con objeto que tan magnífica manifesta-
ción de vitalidad, el centro de interés de todos, ocultase un poco los fra-
casos de la política exterior. París vuelve a ser el centro de Europa, o
tal vez del mundo; miles y miles emprenden el camino de la ciudad del
Sena. Numerosos príncipes de Europa, aun el zar de Rusia y el monarca
Prusiano, visitan a París como huéspedes de Napoleón, y no deja sin
duda de impresionarles la hábil exhibición de todas las riquezas del
mundo que llevan a cabo más de 52.000 expositores, mostrando sus teso-
ros en los quioscos y pabellones levantados en el Campo de Marte.

Ciertamente, los placeres y diversiones no fueron echadas en
olvido. La Gran Duquesa de Gerolstein, la famosa opereta de Offen-
bach, trastornaba la cabeza a todo el mundo; los bailes de Strauss
invitaban a la danza; en todas las embajadas, y aun en la de Austria,
se celebraron fiestas brillantísimas en las cuales podían verse las más
encumbradas personalidades de todo el mundo. Sabíase ya que el



292 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

emperador Maximiliano estaba prisionero, pero Méjico queda tan le-
jos y los goces de aquellas fiestas tan cerca . . . No llega a tomarse en
serio la gravedad de la situación y, como en los Estados Unidos, se
trata aquí todo aquel asunto con una cierta negligencia. Aun, el 17
de junio, declara el subsecretario norteamericano Seward, en una ce-
na en la embajada de Austria, refiriéndose a Maximiliano: "Su vida
está casi tan segura como la de ustedes y la mía".

No se opina en París de muy diferente manera. Se aguarda una
solución satisfactoria, pero no dejan de existir ciertos temores. Las
aldeas a lo Potemkin de la Gran Exposición pueden engañar al mundo
sobre la debilidad del Imperio francés, pero no logran traer reposo
a la atormentada conciencia de Napoleón. El 11 de junio, el Zar aban-
dona a París y el 14 el rey de Prusia. La pareja imperial francesa sién-
tese atormentada aquellos días por sombríos presentimientos. Gravita
sobre ellos el peso de no haber podido auxiliar a Maximiliano. No
atina Napoleón qué podrían hacer y ofrece al ministro de Negocios
Extranjeros de Austria que cuenten con él si alguna posibilidad se
presenta de llevar a cabo la ayuda al Emperador prisionero.

El 30 de junio, se proponen los emperadores franceses repartir
solemnemente, en presencia de todas las altas personalidades que se
encontraban aún en París, los premios a los expositores. La noche an-
terior llegó la noticia telegráfica: "¡El emperador Maximiliano, fu-
silado!" La emperatriz Eugenia se estaba vistiendo para la fiesta cuan-
do recibió la nueva. Horrorizada, próxima a desmayarse, se precipita
en la habitación de su marido. ¿Se ha de suspender el reparto de pre-
mios? ¿O con el corazón destrozado fingir que nada se sabe? Existe
la posibilidad aún de que no sea cierto. Los emperadores deciden ce-
lebrar la fiesta. Mientras la Emperatriz, con un perfecto dominio de
sí misma, reparte las medallas de oro y de plata con una amable
sonrisa en los labios, le persigue la idea de aquel muerto, de cuyo te-
rrible destino ella se siente culpable. Con ánimo, sin flaquear, cumple
su cometido hasta el final. Pero, al volver de las Tullerías le faltan las
fuerzas. La conducen al lecho sin sentido. A la mañana siguiente, ya
no es posible ocultar la verdad. De todas partes llegan confirmaciones
de la terrible nueva. En medio de aquel torbellino de fiestas, de pron-
to París se viste de luto. De repente, ven todos, aun los más desprovis-
tos de juicio, a dónde condujo la aventura de Méjico. Miles de sol-
dados franceses dejaron allí sus vidas. Cientos de millones fueron dila-
pidados y el protegido de Napoleón, cruelmente sacrificado. Los
incautos subscriptores parisinos del empréstito mejicano perdieron su



ÚLTIMO PASO DE MAXIMILIANO 293

dinero, pero Gutiérrez, Hidalgo y compañeros sin duda habían vendido
las respectivas participaciones mucho tiempo ha. En un cerrar de
ojos, se apagó todo aquel bullicio, fueron suspendidas todas las fiestas,
los huéspedes extranjeros abandonaron la ciudad. Se dirigen implacables
censuras a Napoleón. Thiers le llama el único y verdadero causante de
aquel crimen. "Nunca más —exclama— podrá librarse de semejante
maldición. Este fusilamiento le aparta el aprecio de los franceses".

En Inglaterra, corre de boca en boca el juego de palabras de
que el archduke (el archiduque) había sido el archdupe (el gran en-
gañado) de Napoleón. El Emperador ha de contar con un resultado
político muy grave, el apartamiento de Austria en unos momentos
en que Francia se ve amenazada por Prusia.

En Viena, la conmoción terrible no sólo se manifiesta en la
Corte imperial, donde la archiduquesa Sofía no logra rehacerse de la
pena de saber a su hijo ajusticiado, sino también entre el pueblo, don-
de Maximiliano era especialmente querido. Cuantos advirtieron los
riesgos de aquella aventura recuerdan ahora lo que dijeron antaño, y
aun aquellos que corearon al emperador de Méjico pretenden haber
previsto también el desenlace. Los emperadores franceses envían un
telegrama de pésame y anuncian el deseo de una visita personal. El
emperador Francisco José, quien soporta la desgracia con mayor se-
renidad que los demás representa el criterio de que las razones de Es-
tado han de prevalecer sobre los sentimientos personales y contesta
que recibiría gustoso a Napoleón y Eugenia. Sólo la madre de Maxi-
miliano no puede ahogar su dolor: "En estos momentos no estoy
en situación de recibir a los emperadores de Francia".

Napoleón y Eugenia temen ser objeto en Viena de manifestacio-
nes hostiles. Así pues, escogen Salzburgo como lugar de reunión, y
ésta tuvo lugar un hermoso día de sol brillante, justamente la fiesta
del cumpleaños de Francisco José. Todo el mundo se ocupó entonces
de la primera entrevista de las dos más bellas emperatrices de Europa,
y muchos discuten con pasión a cuál de las dos, parangonando una
con otra, correspondería la palma de la belleza. Napoleón y Francisco
José en los primeros momentos departen de Maximiliano y de la
desdicha de su muerte, pero no tardan los asuntos políticos en arrin-
conar aquellos penosos recuerdos. Se habla de Alemania, de Oriente,
de mil cosas importantes . . .

Mientras la Novam, el mismo buque que condujera a Méjico
una altiva pareja llena de ilusiones, devuelve a la patria los restos de
Maximiliano, cubiertos con la bandera roja y blanca de guerra . . .



Capítulo XX



Tinieblas mentales



Una desventurada sueña febrilmente en Miramar:
Maximiliano es ahora señor de la Tierra, soberano del Mundo.
Ante él todos se inclinan, aun "él", el Envenenador, allí, en la Babel
de París.

"Pero hacia él, hacia él. ¿Cómo? ¿Por qué no? ¡Dejadme ir ha-
cia él! ¿No hay ningún buque? Iré a pie.

"Max me ha querido envenenar porque no le he dado un here-
dero del trono. ¡Oh, Max tan querido, tan querido!, por ti escribiré,
trabajaré, me moriré, presidiré los consejos de Estado; aunque quieren
matarnos.

"Hoy es un domingo magnífico y claro. He de escribir a mamá
Sofía.¿ Desde tanto tiempo ninguna carta de Max? ¿Ni un telegrama?
Es preciso enterarse.

"Me siento hoy algo cansada y nerviosa; por otra parte, todo va
bien. ¡Que delicioso el piano, qué interesante este libro! ¿Qué tiene
la gente? Parecen asustadizos y con un aire singular. ¿Quieren ocul-
tarme algo?"

Alrededor de la enferma reina una evidente desesperación. Caba-
lleros y damas no saben tratar con una loca. ¿Pero está loca? A días,
y a veces durante semanas, aparece normal. De pronto, empero:

"¡Agua no! ¡Que no me traigan agua! El mar entero está enve-
nenado. ¿Por qué sabe, pues, tan amargo, tan salobre? La historia de
los santos. Sí, cuan interesante este milagro. ¿O antes la corona de
Grecia? Ya lo sabéis, en América hay santos griegos. Queríamos un
Concordato. Ya existe ahora, sí, sí, al fin. Un triunfo, un triunfo, para
darle rabia.

"Eso se ha de escribir a la buena de la tía Grünne. Hemos de ir
donde está Max a decírselo. Allí, en el jardín, van pasando; pero Juá-
rez los acecha desde una reja. ¿Acaso los jinetes de Durero me pres-
tarían sus caballos? Sí, la Peste, tal vez, o la Muerte. ¡Max, Max, ayú-
dame!



TINIEBLAS MENTALES 295

"¿Dónde está la señora Del Barrio? Quizá me la han envenenado.
Que venga en seguida. Hombres, hombres por todas partes. Enemi-
gos, envenenadores, picaros, Napoleones verdaderos. No coman nada,
todo está envenenado. Uno enflaquece, no queda más que hueso y
piel . . ."

Un coronel se presenta ante el emperador Francisco José en Vie-
na, como venido de Bruselas de parte de la Reina. María Enriqueta
invita a su infeliz cuñada a que vaya con ella; quiere cuidarla, devol-
verle la salud si es posible. El Emperador reflexiona; una verdadera
perplejidad; pero desaparecería aquel terrible momento. Lejos, lejos;
substraer a la enferma de los círculos imperiales. Verdaderamente Car-
lota es de la familia de ella. Francisco José da su consentimiento.

En agosto del 1867, la trasladan al palacio de Tervueren, en Bél-
gica. Está en un momento feliz, todo marcha suavemente. La llegada
es excelente, pero luego comienza a sentirse mal allí. A poco vuelve
a sosegarse. Realmente, Maximiliano murió, pero ello no sabe nada, a
pesar de encontrarse lúcida más de las tres cuartas partes del tiempo. De
pronto ordena llorando que avisen a la Reina, se precipita a sus pies:

"Sentí que me agarraban por el brazo, querían llevarme a Mira-
mar por la fuerza. ¡No, no; nunca, nunca! Aquí hay tranquilidad.
¡Qué bien comíamos con Maximiliano cada día en la mesa! Hoy,
vino demasiado tarde ya se había sentado y de pronto cayó sobre el
plato como un muñeco. ¡Qué guapo es Max con los uniformes de
nuestro gran Imperio! Otra cosa que en la pobre Europa.

"¿Estoy loca, señores míos, o estoy cuerda?, ¿enferma o sana?
¡Sana, sana! Leo, como. Por todas partes un gran reposo, tan necesario
luego de tantas miserias. ¡Gracias, María Enriqueta! ¿No es verdad que
todo va bien? Una se siente alegre y de buen humor; hasta toleraría
un cachete".

El 20 de enero de 1868, entre el tañido de campanas, fueron de-
positados los despojos mortales de Maximiliano en la cripta de los
Capuchinos. ¿Ha de comunicarse a Carlota? ¿No se le ha de decir?
Pero, ¿a una enferma así? ¿Está enferma aún? Desde hace unas sema-
nas parece enteramente normal, cada día toca en el piano las dulces no-
tas del Ave María de Gounod. No obstante, una vez, cuando la melodía
alcanzaba su tono más alto, comenzó a partir las teclas en mil pedazos
y no pudo volver a tocar. Cosa singular. Fué a causa de un pequeño
recuerdo. Ahora todo vuelve a marchar perfectamente, incluso se le
permite la Sagrada Comunión. Se le debe decir, pues. El arzobispo
podría hacerlo y hallar el tono oportuno:



296 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

"Majestad, el emperador Max ha pasado a más feliz vida. Cayó
con honor y ahora se encuentra junto al trono del Altísimo. Murió
heroicamente".

Le mira como encantada. Y se arroja llorando al cuello de María
Enriqueta. Quiere hacer las paces con el Cielo, quiere confesarse, so-
bre todo confesarse.

En plena noche manda llamar de nuevo a la Reina. No, no puede
confesar. "¿Cómo andan las cosas con Max? Que por lo menos ma-
ñana no venga demasiado tarde a la mesa. ¿Duerme ahora? ¿Por qué
no se acuesta aquí en la cama? ¡Ah, está enfermo, y qué bello!"

"Cálmate, hija mía".

Se calma realmente. ¿En plena salud? Así se había soñado, pero
ya se ve que no. María Enriqueta no abandona la esperanza. Quizá esté
mejor de lo que se cree cuando el choque nervioso haya pasado. Gra-
cias a Dios se le ha dicho y no se ha excitado mucho; lo ha soportado
bastante bien, quizá demasiado bien. A veces llora, quiere ponerse de
luto riguroso y se ríe luego de todas aquellas galas negras. A veces se
tranquiliza, se la ve más serena, visita a menudo a la tía Grünne, la
amiga de sus años infantiles. Últimamente, en la mesa apareció la
idea de la vieja amiga: "¿Le quiso envenenar las viandas, o ver sólo
los efectos del veneno? Ya se lo han dicho: es una envenenadora pa-
gada por "él". Pero estamos al acecho y sabemos a lo que viene.

"Hoy es el aniversario de la aceptación de la corona. Max estaba
muerto, pero hoy vive. Gobierna y ha mandado fusilar a Juárez; allí
yace el indio furioso, ¿no se lo habían dicho siempre?

"Este plato siniestro con la mancha de veneno en el borde, o
tierra con él. ¡Puf! el vino del vaso es sangre pura. ¡Ah, cómo vibra el
espejo! ¡Por Dios, todos estamos cubiertos de sangre! ¡Un atentado,
nos quieren matar!

"Sí, sí, aquel hombre en jirones de Saint-Cloud o de Chapultepec.
Sí, allá lejos, el aire balsámico, los cedros magníficos, el brillar del sol
sobre las montañas nevadas".

Torna otra vez a cierto reposo; escribe cartas naturales, llenas de
cordura. No hay ninguna palabra confusa. Todo muy objetivo y dis-
creto en marzo de 1867. Luego vuelve a ser deshilvanado todo lo que
escribe; se hiere con la pluma. Ahora tiene un grueso lápiz azul. Bas-
ta de escribir, se ha de trabajar, vencer, montar a caballo, no huir nun-
ca. Gobernar es vocación y deber, algo odioso y bello.

Hasta entonces, María Enriqueta dispuso algunas veces que vi-
niese al palacio de Laeken, pero actualmente ya no resulta posible la



TINIEBLAS MENTALES 297

estancia en el palacio. El espíritu divaga en las tinieblas, apenas si
un rayo de luz se abre camino. A cada momento hay que temer un
acto violento. En mayo de 1869, regresa definitivamente al palacio de
Tervueren, rodeada de médicos y enfermeras. Allí fué a visitarla el
rey de Bélgica, su hermano. La visita es anunciada. No quiere saber
nada, huye a todo correr hacia lo más apartado del parque, seguida
de médicos y criados. No quiere ver a nadie, a nadie. Todos traen ve-
neno, como la sal y el pan en los platos envenenados.

Trabajosamente, y a pesar de su resistencia, fué conducida a su
habitación. Cuelga allí en la pared un retrato de Maximiliano. Tam-
bién un paisaje y una escena de guerra. Sobre el escritorio una gran
regla de madera. La empuña y con ella desgarra el paisaje, rompe la
lámpara, lanza al suelo el cuadro de guerra. Pero, ante el retrato de
Maximiliano, se inclina en una profunda y perfecta reverencia, como
en la Corte. Todo lo demás está hecho añicos.

"Pero Majestad, de todas las emperatrices que conozco sois la
única que hace cosas semejantes".

Al punto se tranquiliza, adquiere de nuevo dignidad y buena
compostura:

Pasa el rumor de la tempestad —la guerra francoprusiana del año
setenta— cerca los muros de Tervueren; pero no tarda en alejarse de
allí. No se entera de nada. "Guerra, sí; también la hubo en Méjico
una vez, pero todo pasó ya. Ahora se vive, se reina aquí tranquilamen-
te, en paz, y todo es tan bello en derredor, hasta este pobre jarro". ¡Zas!
Lo lanza al suelo y se quiebra en mil pedazos. "¡Qué agradable vibra-
ción!"

Discurren unos años tras otros, y llega el 3 de marzo de 1879.
Vive ahora en el primer piso del palacio, cuyas ventanas están prote-
gidas con telas metálicas. Bajo el balcón, un local para lavar y con-
servar la ropa. El encargado del palacio no está allí, una fiesta de car-
naval lo tiene alejado, pero hace un tiempo frío y húmedo y la ropa
no quiere secarse, el hornillo en que se calientan las planchas está
encendido en exceso. Cuando terminó la tarea, el hornillo continuó
quemando, se propagó el fuego al entarimado y todo va ardiendo. El
fuego va subiendo; son las cinco y media de la mañana, y como las ven-
tanas están abiertas atiza el voraz elemento y toda la obra de madera
es pronto una llama en la pequeña habitación. Los postigos de las
ventanas arden, el fuego sale al exterior, prende por la casa en ven-
tanas y puertas, en los techos de madera. Los criados dan el toque
de fuego; la señora Mareau, una dama de la Corte, se levanta co-



298 LA TRAGEDIA DE MAXIMILIANO Y CARLOTA

rriendo, sin vestirse, sólo envuelta en un impermeable, y se dirige,
entre el humo que aumenta por momentos, a la habitación de la
enferma.

Carlota está despierta, con los ojos llorosos, muy asustada y con
aire desconfiado. "Y, no obstante, cómo calienta; un resplandor; fue-
go, qué hermosura las llamas, cómo serpentean, tan cerca. ¡Cómo
cruje y resplandece! ¿Qué queréis? Dejadme estar. ¿Fuera de la cama?
Qué bello; dejadme, pues. No, sin medias ni zapatos. Quiero quedar-
me, ¿me entendéis?, quedarme aquí. ¡Cómo suben, cómo se alargan!
¡Qué sensación de majestad! Me postro de rodillas ante vosotras; me
inclino a vosotras, como es debido. ¿Qué hacéis? Casi me causáis da-
ño. Mira cómo el color rojo va subiendo por la cortina. ¿Cómo? ¿Qué
es esto? A la fuerza, por la violencia, me matan; ¿queréis arrastrarme
con vosotras?

"No puede ser —exclama—, no puede ser".

'Tero vos misma, Majestad, ordenasteis, ser trasladada a otro
paraje".

"Sí, esto ya es distinto; hay que arroparse". Pero no quiere en
manera alguna ponerse los zapatos.

Mientras, el fuego va penetrando más y más cerca, las llamas la-
men los muros de la estancia, su hálito es cada vez más ardiente. El
humo se espesa, no deja respirar; llega corriendo uno de los médicos;
es preciso obrar con rapidez. Con fuerza suave la envolvieron en un
blanco lienzo, a pesar de su resistencia, y por la escalera, que ardía ya,
la transportaron al jardín. Desde este lugar se veía el ala izquierda del
palacio que llameaba hacia el cielo como gigantesca lámpara. "¡Ah
qué magnífico", dijo, llena de maravilla. "¡Qué cosa tan grandiosa,
tan grandiosa, es la llama!"

Quiere permanecer allá, quiere verlo todo, pero el médico insiste.
Y ahora, de golpe, comienza a comprender: el palacio, todos sus
objetos, los retratos, todo destruido; los asesinos, los envenenadores
le prendieron fuego. "¡Oh, Dios mío, auxilio, ayuda! ¡Maximiliano
están aún en el palacio! ¡Le oigo! ¡Es tan bellamente rojo en lo alto,
tan flamígero, tan ardiente todo!

"¿Qué pretendéis, pues? ¿Dónde me queréis llevar? ¿A este os-
curo y miserable pabellón del jardín? Al palacio quiero que me lleven,
como conviene a una Emperatriz, a Max, que está vestido ya y me
aguarda en el salón del trono, y no aquí, este miserable ajuar, este pe-
queño agujero, estos muebles repugnantes".

Empuña un cepillo que había sobre una cómoda y lo lanza a la



TINIEBLAS MENTALES 299

ventana, derriba una mesa con todo lo de encima y un sillón, y lo des-
troza todo a los pocos segundos de estar sola.

"¡Cómo me atáis! ¿qué estáis haciendo? El vestido es demasia-
do justo, no me puedo mover. Juóto y suave era el traje de la corona-
ción; éste no me sienta, no puedo más. ¡María Enriqueta, María En-
riqueta; ven, corre!"

La Reina acude. Viene del palacio, que ha sido pasto de las lla-
mas.

Poco a poco se va calmando la enferma. Afortunadamente, no pre-
gunta por los retratos, las cartas, los objetos de arte, por las cosas de
Méjico, recuerdos sagrados, por todos sus vestidos, por toda su ropa.
Quemado todo, en pavesas, todo, hasta sus ropas de diario. Lo más
rico, no obstante, estaba guardado en Bruselas. Otros quizá se ale-
grarán un día de ello.

Se ha tranquilizado bastante, han podido quitarle la camisa de
fuerza. Pasea reposadamente por el parque, con María Enriqueta, no
lejos del humeante y encendido palacio. De pronto se para allí un
faetón abierto. Desde hace años no ha querido subir a ningún coche
cerrado y aun para los abiertos siente una gran repugnancia. Con gran-
des esfuerzos y empleando la astucia se consigue hacerla subir; con de-
cisión rápida, María Enriqueta, so pretexto de que no se enfríe, la
ata fuertemente por la cintura con un plaid a los barrotes del coche.
La reina de los belgas acucia con gran prisa sus jacas de Hungría ca-
mino de Laeken.

El camino pasa por unos cuarteles recién construidos. Los sol-
dados hacen el saludo militar a la Reina. La enferma quiere imitar
aquel gesto y no se aparta la mano de la frente en todo el camino.
Todo ello es una arriesgada aventura; pero, al fin llegan a Laeken.
Ya en el palacio mira como admirada en derredor suyo y va repitiendo:
"¡Ah, magnífico; encontraremos aquí de seguro muchos recuerdos!"

El Rey hace mucho tiempo que no ha visto a su desventurada
hermana. Constituye para él un cuadro donde no puede poner los
ojos. No es posible, pues, que ella permanezca en Laeken. Es nece-
sario escoger lo más rápidamente posible un nuevo destino, por ejem-
plo, el palacio Bouchout, un edificio cuadrado del siglo XII, con una
torre en cada ángulo y orillando en tres de sus lados por un estanque.
Se instalan allá, también con María Enriqueta; de lo contrario sería
difícil empresa o casi imposible sin violencias. De mala gana se acos-
tumbra ella a la nueva morada. Algunas veces, en los momentos lú-
cidos, se siente realmente Emperatriz. Erguida y orgullosa ofrece la



300 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

mano a César, y, a poco, aparece encogida y pequeña, miserable como
una pordiosera. Sus ojos se hunden, cobran un extraño fulgor; a su
antigua belleza se superpone una expresión extraviada. Aunque no ha
mucho pasaba semanas enteras sin decir palabra, en Bouchout tornó-
se la enferma más comunicativa; consiente en dormir acompañada
de otra persona en su habitación e incluso llega a comer en la mesa
con damas y caballeros de su séquito. Sin duda murmura entre dientes
sobre los asesinos y envenenadores que se sientan a derecha e izquierda.

A veces toca con María Enriqueta a cuatro manos piezas de mú-
sica difícil. El envejecer es algo que la enfurece: si descubre un ca-
bello blanco, se lo arranca al punto con violencia. Con él se arranca
también un mechón de cabellos negros. Y así, una gran parte de su
cabeza llega a quedar sin cabello.

"Hazte cortar corto el pelo —le aconseja María Enriqueta— y así
no te saldrá blanco".

Cuesta gran esfuerzo evitar que durante su toilette se haga algún
daño. Está siempre activa; apenas si descansa un momento, unas ve-
ces entregada a la música, otras trabajando con el pincel sobre la tela.
Con acierto, a veces, y tan bien, por lo menos, como muchos otros
que están o se consideran sanos. Borda ornamentos de iglesia, labra
encajes, si bien es cierto, sin embargo, que a menudo rasga el trabajo
que le costara meses de labor. Pero así ha de ser. Así acontece en es-
tos casos. Estados mentales muy diversos van alternando. Reposada
y afable más de una vez, emperatriz por entero, triste suavemente,
comprensiva.

"Si, amigo, no hagan caso de ello; cuando se pierde la razón, se
envejece uno, amigo mío; se imbeciliza uno, se vuelve furioso. Esta
pobre loca vive aún, está usted en presencia de una persona en plenas
tinieblas mentales.

"¡Y las insensateces de estos libros! Hay que rasgarlos; los pla-
tos, al suelo. ¿Por qué estos cuadros cuelgan de tan alto? ¡Zas! ya están
más bajos ahora.

"¿No es cierto que estoy aún bella? Sí, la belleza es inmortal,
seduce a todos los hombres, especialmente cuando se es emperatriz.
¿No es cierto que sientan bien los encajes? ¡Cómo resplandece el bri-
llante en la mano, en la bella mano procer, pálida como la cera!"

Habla consigo misma. "¿Verdad que estoy alegre? ¡Ja, ja, ja! Me
han puesto unas bellas cintas en el vestido y en los zapatos. ¿Quieren
ustedes jugar a las cartas? Sí, pero para ganar, para ganar; perder ya
hemos perdido bastante.



TINIEBLAS MENTALES 301

"¿O no jugamos? ¿Qué es eso? Alguien ha de perder cuando se
juega. Quiero jugar ganando. ¡Ah, ah, ah, señores míos; son ustedes
muy poco cultos . . .! ¿Saben por ventura hablar francés, inglés, ale-
mán, italiano o español? Como allí en el reino de Sajonia.

"Si, señores míos, se ha tenido un esposo, emperador o rey, se
ha jugado una gran partida, sí, y entonces, señores míos, vino la lo-
cura. Este canalla, este gran Napoleón, el poderoso soberano que
muera, que muera.

"¿Qué hace tanto rato María Enriqueta? Ya no se la ve. Día
tras día, mes tras mes, año tras año, no se la ve nunca.

"¿Cómo? ¡Qué rumor ante la puerta! ¿Una guerra? ¿Aquí, aquí,
en Méjico? ¿Una guerra de todos contra todos? !Ay, cómo truena,
cómo cruje y centellea! ¡Una guerra mundial! ¡Ah! Max vence, ahora
el Norte y el Sur, América y Europa, todo es un imperio único. Y él,
él será aniquilado, su ciudad se hundirá en el mar.

"¿Qué ayuda nos trae? ¿Qué es eso? Dura ya tanto tiempo. Y
todo no es más que un sueño, un sueño confuso, sangriento, bello,
sin fin.

"Rompen las olas en el palacio, pero los muros son gruesos y
resisten, las rechazan, no pueden entrar; una guerra mundial no logra
interrumpir el reposo de una pobre emperatriz enferma, no debe in-
terrumpirlo.

"Pasa de largo, es continuada por otros medios; y una sigue vi-
viendo, canosa, pequeña, encorvada. Pero poseo aún dos grandes ojos
extraviados. Siempre un tanto orgullosa y coqueta, en seda negra, con
un vestido que termina en punta por la espalda. Ciertamente, aparez-
co más vieja, más que cuando me casé. Pero no mucho, unos setenta
años tan sólo. A mi alrededor muchos han muerto, a María Enriqueta
no la veo desde hace un cuarto de siglo. ¿Todos hemos de morir?
/Miserere mei Deus!

"¡Ah! ¿qué es esto? ¡Todo está tan negro! ¿Quién apagó la luz?
La oscuridad pesa tanto en el corazón. ¡Max, Max! No, ahora, ahora,
tan ligero, tan brillante; suenan voces de ángeles. ¡Ah!, y exclama:
"¡Viva el Emperador!, ¡viva Car-lot . . .!



Noticia de Prensa:

"Meysse, 19 de enero de 1927. Hoy, por la mañana, a las siete,
falleció en el palacio de Bouchout, Su Majestad la emperatriz viuda



302 LA TRAGEDIA DE MAXIMDLIANO Y CARLOTA

Carlota de Méjico, nacida princesa de Bélgica, a los ochenta y siete
años de edad. Sobrevivió cerca de sesenta años a su marido, que fué
fusilado en 1867, en Querétaro, por sentencia de un consejo de guerra.
La Emperatriz, desde poco antes de morir el Emperador, sufría ena-
jenación mental. La egregia difunta será inhumada en Laeken, en la
cripta del castillo, junto a la tumba donde descansa la Reina, su
madre".

En el sepulcro de la iglesia de los Capuchinos, aguarda aún Maxi-
miliano que su último deseo se vea cumplido.



FIN



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