CLARIDAD , Miguel Hernández.




Por Marcos F. Reyes Dávila




“Querer, querer, querer,
ésa fue mi corona.
ésa es”
Miguel Hernández


“¿Por qué ahora la palabra Kalahari?”, dice un verso de Palés Matos. Me aferro por un momento al recuerdo de esos versos nublados de misterio, y me pregunto: ¿Por qué volver ahora a Miguel Hernández? ¡Ah, cierto es! El 30 de octubre –fecha simbólica de luchas y dignidades sublimes en Puerto Rico– comienza un año conmemorativo hernandiano, pues el 30 de octubre de 2010 celebramos el centenario de su natalicio, allá en Orihuela, municipio alicantino de España que mira hacia el este mediterráneo, cerca de la costa, al sur de Valencia, al norte de Almería. Un grupo de puertorriqueños ha constituido un comité con la finalidad de celebrar múltiples actividades en conmemoración de su natalicio a partir del 2009, comenzando unos días después de la clausura de la segunda edición (del 26 al 30 de octubre) del Festival Internacional de Poesía en Puerto Rico (FIPPR). Pronto sabremos del comité y de esas actividades.

Como poeta, y como miembro de la Junta Directiva del FIPPR, le consulté recientemente a la Junta si debíamos vincularnos con el comité organizador del año hernandiano. La respuesta, naturalmente, fue afirmativa. Sin embargo, se sostiene aún la pregunta: ¿por qué recordar ahora a Miguel Hernández?

Nacido en el 1910, y fallecido prematuramente en el 1942, Miguel es conocido por muchos con el apelativo del poeta-pastor. Joan Manuel Serrat ayudó, hace décadas, a difundir por todo el mundo su obra poética al musicalizar en un disco inolvidable un manojo de sus poemas, entre los cuales suelen destacarse las Nanas de la cebolla y la Elegía a su amigo-hermano Ramón Sijé. Otro hecho biográfico importante corre a salir de boca: su muerte prematura, en prisión, víctima de la Guerra Civil Española (1936-1939), guerra en la que defendió, naturalmente, la causa republicana y la antifascista, con fusil, versos y dramas. El hecho lo vincula sin tropiezo con el sino sangriento de Federico García Lorca, asesinado en el prólogo de la guerra. Miguel, en cambio, más que en el epílogo, muere en uno de sus apéndices.

Nacido en una comunidad apartada de los centros metropolitanos, en el campo, en medio de una familia campesina dedicada al pastoreo, Miguel no tuvo la educación de señorito ni la formación aburguesada características de un escritor espaζol de principios del siglo XX. Los cuentos sobre su infancia lo describen acostado bajo la luna, de la cual fue incluso perito (Perito en lunas, libro de versos “terruñeros” publicado en el 1933). Educado con la lectura de los clásicos españoles, prácticamente al margen de la contemporaneidad, el verso de Miguel adquiere una tesitura única y distintiva, fraguada por su marginalidad campesina y su educación clásica. En toda la obra hallamos la impronta de esa “musculatura marina de grumete” que le observa su amigo Sijé desde su obra primeriza. Esa muscultura se convierte en una fuerza génesica, telúrica, vital, ímpetu y agonía, pasión y desbordamiento, sometidos sin embargo al cauce dirigido de sus fueros personales. Algo, y mucho más, de primitivo y doméstico, rústico y elemental, desnudo y verdadero, transita siempre en su palabra. Así llega a Madrid por primera vez en 1931, donde rápidamente se convierte en el benjamín de los grandes poetas de la Generación del 27.

La República Española había sido recientemente instaurada tras la abdicación del rey Alfonso XIII (1931), dando inicio con ello a una época de intenso debate político y social que atropelladamente culminaría en una Guerra Civil de tres años (1936-1939). En España, Rafael Alberti y otros intelectuales constituyeron la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Era la época de instauración del fascismo en Europa, con Hitler y Mussolini a la cabeza. Era, asimismo, y para desgracia de la revolución socialista mundial, la época del estalinismo más delirante que intentó ahogar, paradójicamente, cuanto foco de revolución social estalló en el mundo. Era una época de intensas luces e inmensas sombras. La Guerra Civil marcó con sangre y tiznó sus penas sobre el joven Miguel Hernández. A servirle a la causa republicana, antifascista y socialista, dedicó sus energías creadoras, ya fuera con el fusil, con los versos de su viento del pueblo, o con su teatro combatiente y aleccionador. Ello lo constituye en figura paradigmática de la generación de la república, la generación del 36, o la generación de la guerra civil, según el crítico que lo mire.

Empero, apuntamos líneas atrás la tesitura especial de este poeta. Radica ella, nos parece, en su origen campesino. De ella, y de la confianza de sí que no se apresta a autonegaciones ante los modos cosmopolitas de Madrid, los numerosos poemas del “esposo-soldado”, por ejemplo, los poemas sobre los jornaleros y la tierra, o los poemas en que mana inconsolable el amor paternal ante el hijo que muere, o el otro hijo suyo, que padece de hambre y se alimenta con leche de cebolla.

El recorrido a través de la obra de Miguel es de una riqueza acumulativa, ascendente. A la experiencia campesina le sucederá la citadina, primero, y la de la guerra, después. Verso y teatro casi se emparejan. Un autosacramental (1934) es la primera obra. Después serán escenas de un teatro de guerra que tiene como ancla y factura central a los jornaleros y a los niños yunteros. El Romancillo de mayo que interpreta Joan Manuel Serrat, es en realidad un fragmento de El labrador de más aire (1937) que revela la excelencia poética imperturbable de su teatro. No obstante, al final del camino, encontramos en su obra un salto cualitativo al infinito: es el Cancionero y romancero de ausencias, conjunto póstumo de poemas que dan la espalda a toda retórica, y cuya sangre mana de sus heridas como el agua de los manantiales. Este insólito y prístino conjunto, en el que brota verso a verso, destilada y trémola, la poesía de una verdad humana que toca el arpa de las almas, se distancia de la artesanía del verso, abandona sus instrumentos, y canta, como a capella, lo insondable.

¿Por qué, repito, ahora, Miguel Hernández? Si no bastara lo dicho, añadimos, entonces, que Miguel Hernández supo concertar admirablemente su persona con su entorno. Personalísimos son sus versos, miguelísimos son sus motivos y su palabra, pero todo camina a través de las galerías de una época heroica, y se asienta en sus júbilos, sus demandas y sus desilusiones. La obra de Miguel Hernández, cosecha de los interiores de España, no se parece a la de ninguno de sus contemporáneos. Quizás se le adelanta al Pablo Neruda que, en su afán de ser portavoz de los suyos, se convertirá, al decir de Neruda, en el “hombre invisible”, o al decir de Miguel: en el “viento del pueblo”. Y si bien la elevan y la airean las luces de una palabra apretada al pecho conmovido y armado de voluntad, también la acechan, por otra parte, las sombras del odio y de las ausencias.

Este tiempo no es de juego, frivolidad ni indolencia: es tiempo de lucha en la América Nuestra, del rayo de los despojos neoliberales contra los trabajadores que no cesa, del tigre que embiste la soberanía de los pueblos en Bolivia, en Honduras, en el caño Martín Peña, en San Juan. Hoy, ahora, Miguel, nacido un 30 de octubre, está con José de Diego, resistiendo en la brecha, y armado con la flor de la guajana. No en balde pudo afirmar en la dedicatoria de uno de sus últimos libros lo siguiente:

“Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.
Atentas la oreja y el alma que regresa Miguel. Así es.

El autor es profesor en la UPR en Humacao y director de la revista Exégesis.





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