Alejandro de la Garza




Alejandro de la Garza
El percolador bucólico.

A José Rafael Calva Prats (1954-1997)

En aquellos años cursábamos la preparatoria y el afán gregario nos llevaba a conformar grupos frente a los cuales debían definirse preferencias y amistades. Estaban los estudiosos y los deportistas, los violentos y los adinerados. También los más pobres y los considerados inteligentes, quienes no siempre coincidían con los estudiosos. Los integrantes de estos bandos eran movibles e intercambiables. A veces los adinerados, quienes no siempre coincidían con los inteligentes, se llevaban mejor durante un tiempo con los más pobres y éstos cedían por unos días su resentimiento a cambio de las tortas y refrescos invitados por los pudientes en los descansos escolares. Otros días, en cambio, los más pobres unían fuerzas con los violentos en afán revanchista y vengativo.

Nuestro grupo —si lo fuimos durante algunos meses— no pasaba de cinco muchachos al filo de los 17 años. Éramos los rebeldes, o así nos gustaba considerarnos porque contra las normas escolares y las advertencias de los maestros usábamos el cabello largo, leíamos mucho y fumábamos en los pasillos y salones. A cambio estudiábamos gustosos las materias que nos atraían: historia, ética y lógica, literatura universal y mexicana, gramática española e inglesa. Todos eran muchachos diestros para los golpes excepto yo. Cierta rabia violenta característica de mi niñez en la combativa colonia Roma me había impulsado a ganar varias peleas, pero se había diluido extrañamente en la adolescencia tornándose desidia y temor. Todo luego de un pleito a golpes con un compañero conocido desde la primaria, quien a pesar de no ser un amigo cercano era alguien a quien respetaba. Roberto era un muchacho de buenas calificaciones y excelente deportista, más crecido y maduro que otros de nosotros por haber llegado a la ciudad desde algún pueblo de Michoacán y vivir con su tío. Los fines de semana bebía brandy y escuchaba música de Agustín Lara, costumbre en ese tiempo un tanto bohemia y ajena a nosotros. En realidad tenía una meta en la vida, lo cual era más de lo que teníamos el resto de nosotros: estudiaba y se preparaba para graduarse con honores y regresar a tomar el control de la finca familiar. Cumpliría así un destino garantizado por el cacicazgo paterno en su pueblo recóndito de la costa michoacana. Durante nuestro pleito no quise o no pude golpearlo y sentí un poco lo mismo de su parte. Tras un intercambio breve de puñetazos al abdomen el reto perdió para mí todo sentido y proporción. Me sentí ridículo fingiendo una pelea que no deseaba y bajé los brazos sin interés. Al final nos dimos la mano y todo siguió como si nada. Pero un sutil presentimiento inopinado me decía que algo había cambiado, y lo percibí también en la actitud de los demás hacia mí.

En aquella preparatoria de la colonia Roma —también como en todas— había varios solitarios o extraños, clasificación dentro de la cual caía yo por temporadas sin darme cuenta. No aquellos cuya obsesión por el estudio los margina de sus compañeros. Ni los tímidos o temerosos unidos en su inseguridad. Simplemente quienes distraídos y sin proponérselo conscientemente se niegan con frecuencia a seguir al grupo y acatar las decisiones colectivas. Esta actitud siempre les acarrea problemas y enfrentamientos con quienes sienten en ello una amistad traicionada y mal correspondida, o su deseo de mando y liderazgo cuestionado.

Fue en esos terrenos blandos y menos seguros, acaso más indefinidos e interesantes, donde conocí personajes memorables de la preparatoria: Leonardo, un muchacho mayor y reprobado un par de años que venía de regreso de Huautla, los hongos y el hipismo y fumaba marihuana al primer descuido en los lugares más insólitos: una esquina, un camellón, bajo un árbol a la vuelta de la escuela o hasta en el camión público. Javier, compañero solidario desde los inicios de la preparatoria hasta los estudios universitarios. Un joven tempranamente comprometido y politizado con quien compartí lecturas de Abby Hoffman mientras escuchábamos el primer disco solista de Lennon. Marchamos juntos muchas veces en apoyo al presidente chileno Salvador Allende y a la Unidad Popular, para luego irnos de fiesta, a beber cervezas o a darnos un toque con una alegría tan genuina e inocente que rozaba la felicidad. Años después Javier se convertiría en cónsul del Servicio Exterior mexicano. A muchos de esos amigos les debo cuando menos un retrato, una narración, un relato extraído fielmente del recuerdo para volverlos a vivir. Esta historia intenta capturar el curso de uno de aquellos muchachos, cuya aventura cifra una lección sobre el aprendizaje de la vida.

Rafael era “raro” por lo obvio: era homosexual. Pero a los 16 o 17 años, en una preparatoria particular de costo más o menos accesible y en pleno año de 1970, no calibrábamos con certeza el peso de la palabra. Ni siquiera se usaba. Ya habían pasado el 68 y Tlatelolco, escuchábamos rock, pero éramos apenas adolescentes ignorantes y en buena medida ingenuos. Sin embargo ¿por qué era lo obvio?, me pregunto ahora. Rafael no era femenino, ni tenía movimientos extraños. Físicamente era quizá un poco torpe, sin habilidad deportiva alguna aunque a veces jugábamos basquetbol juntos. Más bien era otra cosa que ninguno de nosotros sabía definir ni explicar entonces. Algo sabíamos o acaso sospechábamos de ese muchacho regordete de grandes cachetes, ojos claros y bigote y barba prematuros. Pero en realidad me sorprende que respetáramos su diferencia con ingenuidad aun después de haber sido educados en una cultura machista, tan dispuesta a llamar puto a cualquiera un poco diverso de nuestra aprendida masculinidad. En realidad, ni el propio Rafael estaba muy seguro, aunque se sabía diferente. Contra los prejuicios, no parecía ni muy inteligente ni tonto, ni especialmente interesante ni repelente. Nos caía bien y estudiaba como nosotros, sólo aquello que le gustaba. Discutíamos la lógica de Márquez Muro con vehemencia, disertábamos sobre ética y La Caverna de Platón, abundábamos en filosofía y terminábamos hablando de literatura. Nos hicimos amigos al calor de esa relación intelectual intensa y conversadora. Al poco tiempo nos enteramos de que vivíamos por el mismo rumbo y una o dos veces por semana regresábamos de la preparatoria caminando juntos.

Otras veces, compañeros distintos me invitaban a buscar jovencitas a la salida de las escuelas femeninas del rumbo: el Motolinia, la Helen’s School, las secundarias 38 y la técnica 17 —ubicadas una frente a la otra sobre la avenida Coyoacán—, a otra escuela sobre la calle de Xola o a la colonia Escandón, donde había una famosa preparatoria para señoritas. Después de aquellas temporadas de búsqueda incierta y melancólica de la feminidad, me reencontraba con Rafael y absortos en la conversación regresábamos caminando desde la escuela hasta su calle por el tibio mediodía de la clasemediera colonia Del Valle. Habitaba una casa amplia de una sola planta, con jardín, cochera y patio, sobre una pequeña calle cerrada. Una construcción típica de principio de los años cincuenta en la colonia en ascenso y por cuyo amplio ventanal exterior pude alguna vez entrever un piano. Rafael se quedaba a la puerta de su casa y yo seguía unas calles más hasta el departamento que habitaba entonces con mi hermano mayor y mi madre.

El grupo de amigos con los que me reunía con asiduidad, los del cabello largo, los cigarros y la lectura, decidió por esos días organizar un concurso literario con mínimos requisitos. Un cuento, narración o texto de cinco cuartillas sería suficiente. El maestro de literatura aceptó ser jurado y negociamos con la dirección de la escuela que al ganador se le dispensara un mes de colegiatura como premio. Llenamos las paredes de la escuela con ocurrentes anuncios del concurso. Visitamos los salones y promovimos nuestra idea como una reafirmación de nuestros intereses, inteligencia y rebeldía.

Recibimos nueve trabajos que entregamos al maestro de literatura para su dictamen. Yo sabía lo que habían escrito mis amigos cercanos. El gigantón de Olaf, una narración guerrillera y combativa influida por El diario del Che en Bolivia y Genaro Vázquez. Su hermano, un cuento extraño de ciencia ficción futurista. Óscar escribió una historia rockera y sexual del tipo de las narraciones de Parménides García Saldaña. Javier parecía que ganaría con un relato político-erótico sobre una mujer que se ve atrapada en una marcha de protesta y termina enamorándose del orador. Mi relato estaba dividido en dos partes y era trillado y macabro. En la primera parte un ventrílocuo alcohólico se suicidaba ante el fracaso de su vida; en la segunda, el muñeco harto y violento narraba cómo había asesinado al ventrílocuo. Algo que me parece había visto en un capítulo televisivo de La dimensión desconocida.

Con más o menos éxito el concurso literario llegó a su definición. El maestro de literatura dio como ganador el cuento El percolador bucólico, escrito por mi amigo Rafael. La historia de una cafetera en la que de niño su madre le preparaba café con leche estilo chino. Una cosa que desde el título no entendimos y nos dejó mudos e incrédulos. Sólo tiempo después captaría el tono proustiano del tema. Hoy apenas recuerdo aquel retrato familiar trazado por Rafael, una visión de su madre y su padre a partir de las mañanas de café con leche. Sin ser una gran historia sin duda era más sincera, verídica y literaria que las nuestras. El tipo era un escritor incipiente.

Organizamos una fiesta en el Salón de Actos de la escuela para premiar al ganador, celebrar el éxito de nuestra ocurrencia literaria y beber cubas a destajo. El director y los maestros compartieron la premiación con los alumnos que quisieron asistir a la reunión al finalizar las clases. Brindamos y nos reímos, bromeamos y aplaudimos el relato ganador sin ninguna amargura ni envidia. Todos estábamos ya un poco borrachos cuando hacia el final de la celebración Rafael pasó al frente a leer su texto y recibir el diploma de premiación de manos del director. Empezó la lectura del relato, pero a medida que avanzaba fue perdiendo ritmo y concentración. Se tambaleaba un poco y no enfocaba bien a causa de la ebriedad. De pronto dejó las hojas a un lado y comenzó a platicar de su padre. Dijo que lo quería mucho y que demasiada gente lo acusaba de ser homosexual. Pero él aseguró que su padre no era homosexual, sólo un hombre especialmente amoroso. De su madre habló con dulzura, esbozando una sonrisa feliz y agradecida. Finalmente habló de sí mismo. Todos nos mirábamos borrachos y despreocupados mientras Rafael se describía como “indefinido” frente a sus amigos, sus maestros y compañeros. Confesaba que había muchachos que le atraían pero que nunca se acercaría a ellos. Se sentía extraño y a la vez se reía con verdadera alegría y deleite. Algunos profesores tosieron y carraspearon como abochornados por la pena ajena, luego trataron de disimular aunque en la borrachera adolescente ya nadie ponía mucha atención.

Pero Rafael, sonriente, estaba aceptándose a sí mismo al hablarnos con la verdad y desde su corazón de su familia y de él mismo. Se reía con los ojos claros inyectados por el ron, con la certeza de que la alegría de ese momento en que se premiaba su talento literario y se presentaba íntegramente ante sus amigos era una felicidad definitiva y verdadera. No recuerdo cómo terminamos esa media tarde soleada, pero sé que algo sucedió dentro de nosotros ese día y que ese tiempo fue definitivo para todos.

Años después escribí en un par de periódicos relatos urgentes y ficciones súbitas reveladoras de un temperamento impulsivo e inestable. Compilando mis viejos

escritos veo que compartí una plana con otro articulista al que reconozco. En efecto, Rafael escribió artículos y comentarios en la misma sección cultural de ese periódico. Leo los textos que no advertí antes y supongo que estudió letras y acaso música. Hay comentarios, crónicas y notas de crítica musical. Averiguo también que ha publicado un par de libros breves. Me gusta lo que escribe no sé si por la nostalgia o la curiosidad de reencontrarme con el viejo amigo que continuó escribiendo. De los otros amigos, Javier, ya lo dije, es cónsul y diplomático. Olaf al fin se volvió contador. Su hermano no sé qué hizo de su vida. Óscar se volvió comerciante, fabrica anuncios de gas neón y se compra autos modernos y potentes. De aquellos amigos me imagino también a Roberto, ingeniero que volvió a su rancho en Michoacán a heredar la fortuna, la suerte y el trabajo de su padre. De otros amigos me imagino cosas iguales o peores y seguramente son felices.

Leo a Rafael y no imagino qué más hace, cómo y dónde escribe. Según entiendo en lo que leo, sus últimos textos los envió desde San Francisco, adonde fue en busca del remedio para el síndrome que se ha llevado ya a otros dos de mis amigos y, ahora lo sé, también a él. En ese momento comprendo todo. Rafael, uno de mis más antiguos amigos preparatorianos, escritor y artista, murió en algún rincón de mediados de los años noventa. La repentina conciencia de lo sucedido me sacudió como para dedicarle estas líneas a destiempo. La lección profunda de El percolador bucólico termina así más de 30 años después, con el recuerdo de un escritor incipiente que nos sonríe feliz y satisfecho.

Nexos

Este artículo lo descubrí en la Revista mexicana Nexos, y me pareció de un valor extraordinario.


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