Balada para un hombre triste

por Raúl Forlán Lamarque

Señora otra

Nadie está ajeno a esta última casualidad que nombramos muerte. Como coleccionistas de incidentes y productores de realidad sabemos del punto final. El hombre creó el lenguaje no sólo para comunicarse sino para defenderse del abismo perfecto de la desaparición física. Es el lenguaje, en definitiva, el que nos vuelve perdurables o insignificantes. Con el riesgo implícito de que, como dice Roberto Juarroz, "todo lenguaje es un malentendido" y, a su vez, con William Burroughs, también "el lenguaje es un virus". El lenguaje nombra, evoca a la muerte y ésta justifica con su escándalo los signos quizás inútiles del alfabeto.

Y, en ese sentido, desde el momento mismo del parto, se nos cuela en el inconsciente el sabor inconfundible de la instantaneidad. Somos palpables, pero instantáneos; somos testeadores del acuerdo y el desacuerdo, del desamparo y de la reunión, del grito y la sutileza que, como exigencia de los adentros devienen trazo en una tela, graffiti, canción popular.

Toda muerte supone entonces una conmoción. La señora otra, la muerte, de la que habla Eduardo Darnauchans en su canción de nombre homónimo, es la confesión más privada que se comparte con el público. La cuenta saldada y la cesación del dar y darse. El espectáculo terrible de la muerte. ¿La muerte como espectáculo?
El impacto de la muerte de Alfredo Zitarrosa reprodujo inmediatamente en la gente, en la muchedumbre, en el predicador de eslóganes políticos, en el intelectual, en el cuidacoches, en el amasador de citas citables, en el centro de su morada afectiva, la punción del vacío y la irritación. El anónimo cotidiano, con la noticia que despedían las emisoras de radio y los periódicos, sufrió una sofocación desordenadora. Y, en ese martes 17 de enero de 1989, a la gente le había caído una persiana en el cuello. Hasta el más indiferente hizo su minuto de silencio. La realidad había cometido un delito o, tal vez, una nueva deslealtad.

Luego del primer momento de vacío y de irritación fuimos asistiendo a la tristeza de lo impronunciable. Al reconocimiento de una voluntad. Negarlo, en lo más íntimo de cada uno, era Inútil. Había llegado el momento de la despedida. Y las reacciones no se hicieron esperar: una multitud se volcó sobre las instalaciones del Teatro El Galpón, último peaje del cantor de milongas. Allí se lo vio y se lo lloró con su equipaje de muerto.

Toda muerte supone un desgarramiento, y Alfredo Zitarrosa sabía de desgarros. "El lo quiso así", dijo, con los ojos enrojecidos, su amigo Homero Rodríguez Tabeira. La frase, que descontextuada puede sonar con cierto despiadamiento, encierra la claroscuridad de un hombre —Zitarrosa— atado a su destino. Hay un destino subterráneo, mano a mano, que seguramente el cantor fue moldeando a lo largo de su vida. Hay otro destino, el colectivo, el que trasciende cualquier frontera, que llamamos pertenencia. Y Alfredo Zitarrosa pertenece ya al paisaje, a la gestualidad de la gente. En ese espacio la ausencia se vuelve presencia.

Si para nosotros, derrapando en nuestros miedos privados, la muerte también puede asomar como un sacrificio o una entrega, estoy casi convencido que para Alfredo Zitarrosa, la suya fue un acto de pacificación. Ahora hablarán, únicas, perdurables, sus milongas. Es que la autenticidad tiene un tercer destino: el de la permanencia.


Fuente : Zitarrosa La memoria profunda

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